LA ZUECA DE ORO
EN donde llaman Prados, en Duarría, al pie mismo del castro, y en la carretera de Lugo, estaba la casa de Manuel Cardide, zoqueiro de profesión y solador de zuecos, y también carpintero de ocasión. Era un tipo pequeño y flaco, cejijunto, la nariz acaballada, y pocos son los que podían decir que lo habían visto sonreír. Cada tres o cuatro semanas, una tarde cualquiera le entraba la ventolera y se iba a la taberna, se sentaba en un rincón, y pedía jarra tras jarra de vino hasta que se embeodaba. Entonces el tabernero avisaba a la mujer y a la hija, las cuales venían con el carro tirado por la vaca, subían en él a Manuel Cardide, envuelto en unas mantas, y se lo llevaban a casa. Manuel dormía aquella noche en el carro, sudaba la borrachera, y a la mañana siguiente se ponía de nuevo al trabajo, y ni la familia ni él se referían para nada a lo que había sucedido la tarde anterior. Sólo una vez, en que estuvo a punto de emborracharse en Lugo, a donde había ido a la feria de San Froilán, comentó con la mujer:
—¡Si por un casual me emborracho en Lugo, hay que ir a buscarme allá con el carro, como de costumbre!
La mujer se lo prometió, pero no se dio el caso.
Una tarde de octubre estaba Manuel zoqueando, poniendo a punto un par de zuecas chinelas en madera de álamo, cuando entró una señora en el cobertizo donde zoqueaba. Traía un velo sobre la cabeza rubia, y se cubría con un manto negro. Asombraba por lo pálida. Dio las tardes muy cortés y le dijo al señor Manuel que quería la zueca aquella del pie derecho que estaba puliendo.
—¡Sólo vendo por pares y de encargo! —dijo el zoqueiro. La señora repuso que ella pagaba lo que fuera, que solamente quería la zueca del pie derecho, y precisamente aquella, y que la del pie izquierdo, que la tirase, si quería, o, que le añadiese otra para hacer un par. A la señora parecían saltársele las lagrimas, y hallarse en verdadera necesidad de la zueca. El señor Manuel se rascó la frente:
—¡Si tanto necesita esta zueca, llévesela, y gratis! Espere que se la envuelvo en El Progreso de Lugo.
—¡No, que ahora me la calzo! —dijo la señora.
Y en su pie derecho, blanquísimo y muy fino, se calzó la zueca de álamo, que al instante se convirtió en una zueca de oro. El señor Manuel estaba sin vino, y juraba que había visto a la zueca covertirse en oro de dieciocho quilates.
—Seica lle viches o contraste! —le decía el señor cura consultado en el caso.
—¡Oro fino! —comentaba el señor Manuel.
Y la señora se marchó, y era coja, faltándole una pierna que no se le veía bajo las faldas, y por ello solamente necesitaba una zueca. No llevaba muleta, ni andaba a saltos. Era una cojera muy especial. Y se marchó hacia el castro dejando al señor Manuel estupefacto.
A veces, en los mediodías dorados de septiembre hay quien ve brillar una cosa entre las rocas de la corona del castro. Hay quien llega a distinguir que es una cosa en forma de zueca chinela. Que es la famosa zueca de oro. Pero es mucho distinguir desde allá abajo, desde las veigas de Prado donde engordan las mazorcas de maíz.
Álvaro Cunqueiro
Las historias gallegas
Se recogen aquí 67 semblanzas y relatos de Álvaro Cunqueiro que surgieron como colaboraciones realizadas para emisoras gallegas y fueron radiadas en el verano de 1981, poco después de su muerte. Este espléndido testamento literario une lo antropológico y lo fantástico, en la mejor línea de la fusión de ambos elementos que caracterizó siempre a Cunqueiro. Con humor y delicadeza (el «Tristán García» que aquí se incluye es la mejor y más sorprendente recreación del tema de Tristán e Isolda que exista en cualquier lengua), y sirviéndose de uno de los mejores castellanos que se hayan escrito en el siglo XX, el autor de Mondoñedo consigue dibujar una sonrisa que no elude la melancolía en el lector sensible e inteligente. Esta edición se enriquece con un prólogo de uno de sus más íntimos conocedores, Manuel Gregorio González, autor del premiado Don Álvaro Cunqueiro, juglar sombrío.
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