'Tobermory' un cuento de Saki. (Otra traducción)

Tobermory

[Cuento. Texto completo.]

Saki (Héctor Munro)


Era una tarde lluviosa y desapacible de fines de agosto durante esa estación indefinida en que las perdices están todavía a resguardo o en algún frigorífico y no hay nada que cazar, a no ser que uno se encuentre en algún lugar que limite al norte con el canal de Bristol. En tal caso se pueden perseguir legalmente robustos venados rojos. Los huéspedes de lady Blemley no estaban limitados al norte por el canal de Bristol, de modo que esa tarde estaban todos reunidos en torno a la mesa del té. Y, a pesar de la monotonía de la estación y de la trivialidad del momento, no había indicio en la reunión de esa inquietud que nace del tedio y que significa temor por la pianola y deseo reprimido de sentarse a jugar bridge. La ansiosa atención de todos se concentraba en la personalidad negativamente hogareña del señor Cornelius Appin. De todos los huéspedes de lady Blemley era el que había llegado con una reputación más vaga. Alguien había dicho que era "inteligente", y había recibido su invitación con la moderada expectativa, de parte de su anfitriona, de que por lo menos alguna porción de su inteligencia contribuyera al entretenimiento general. No había podido descubrir hasta la hora del té en qué dirección, si la había, apuntaba su inteligencia. No se destacaba por su ingenio ni por saber jugar al croquet; tampoco poseía un poder hipnótico ni sabía organizar representaciones de aficionados. Tampoco sugería su aspecto exterior esa clase de hombres a los que las mujeres están dispuestas a perdonar un grado considerable de deficiencia mental. Había quedado reducido a un simple señor Appin y el nombre de Cornelius parecía no ser sino un transparente fraude bautismal. Y ahora pretendía haber lanzado al mundo un descubrimiento frente al cual la invención de la pólvora, la imprenta y la locomotora resultaban meras bagatelas. La ciencia había dado pasos asombrosos en diversas direcciones durante las últimas décadas, pero esto parecía pertenecer al dominio del milagro más que al del descubrimiento científico.
-¿Y usted nos pide realmente que creamos -decía sir Wilfred- que ha descubierto un método para instruir a los animales en el arte del habla humana, y que nuestro querido y viejo Tobermory fue el primer discípulo con el que obtuvo un resultado feliz?
-Es un problema en el que he trabajado mucho los últimos diecisiete años -dijo el señor Appin-, pero sólo durante los últimos ocho o nueve meses he sido premiado con el mayor de los éxitos. Experimenté por supuesto con miles de animales, pero últimamente sólo con gatos, esas criaturas admirables que han asimilado tan maravillosamente nuestra civilización sin perder por eso todos sus altamente desarrollados instintos salvajes. De tanto en tanto se encuentra entre los gatos un intelecto superior, como sucede también entre la masa de los seres humanos, y cuando conocí hace una semana a Tobermory, me di cuenta inmediatamente de que estaba ante un "supergato" de extraordinaria inteligencia. Había llegado muy lejos por el camino del éxito en experimentos recientes; con Tobermory, como ustedes lo llaman, he llegado a la meta.
El señor Appin concluyó su notable afirmación en un tono en que se esforzaba por eliminar una inflexión de triunfo. Nadie dijo "ratas" aunque los labios de Clovis esbozaron una contorsión bisilábica que invocaba probablemente a esos roedores representantes del descrédito.
-¿Quiere decir -preguntó la señorita Resker, después de una breve pausa- que usted ha enseñado a Tobermory a decir y a entender oraciones simples de una sola sílaba?
-Mi querida señorita Resker -dijo pacientemente el taumaturgo-, de esa manera gradual y fragmentaria se enseña a los niños, a los salvajes y a los adultos atrasados; cuando se ha resuelto el problema de cómo empezar con un animal de inteligencia altamente desarrollada no se necesitan para nada esos métodos vacilantes. Tobermory puede hablar nuestra lengua con absoluta correción.
Esta vez Clovis dijo claramente "requeterratas". Sir Wilfrid fue más amable, aunque igualmente escéptico.
-¿No sería mejor traer al gato y juzgar por nuestra cuenta? -sugirió lady Blemley.
Sir Wilfrid fue en busca del animal, y todos se entregaron a la lánguida expectativa de asistir a un acto de ventriloquismo más o menos hábil.
Sir Wilfrid volvió al instante, pálido su rostro bronceado y los ojos dilatados por el asombro.
-¡Caramba, es verdad!
Su agitación era inequívocamente genuina y sus oyentes se sobresaltaron en un estremecimiento de renovado interés.
Dejándose caer en un sillón, prosiguió con voz entrecortada:
-Lo encontré dormitando en el salón de fumar, y lo llamé para que viniera a tomar el té. Parpadeó como suele hacer, y le dije: "Vamos, Toby; no nos hagas esperar". Entonces ¡Dios mío!, articuló con lentitud, del modo más espantosamente natural, que vendría cuando le diera la real gana. Casi me caigo de espaldas.
Appin se había dirigido a un auditorio completamente incrédulo; las palabras de sir Wilfrid lograron un convencimiento instantáneo. Se elevó un coro de exclamaciones de asombro dignas de la Torre de Babel, entre las cuales el científico permanecía sentado y en silencio gozando del primer fruto de su estupendo descubrimiento.
En medio del clamor entró en el cuarto Tobermory y se abrió paso con delicadeza y estudiada indiferencia hasta donde estaba el grupo reunido en torno a la mesa del té.
Un silencio tenso e incómodo dominó a los comensales. Por algún motivo resultaba incómodo dirigirse en términos de igualdad a un gato doméstico de reconocida habilidad mental.
-¿Quieres tomar leche, Tobermory? -preguntó lady Blemley con la voz un poco tensa.
-Me da lo mismo -fue la respuesta, expresada en un tono de absoluta indiferencia. Un estremecimiento de reprimida excitación recorrió a todos, y lady Blemley merece ser disculpada por haber servido la leche con un pulso más bien inestable.
-Me temo que derramé bastante -dijo.
-Después de todo, no es mía la alfombra -replicó Tobermory.
Otra vez el silencio dominó al grupo, y entonces la señorita Resker, con sus mejores modales de asistente parroquial, le preguntó si le había resultado difícil aprender el lenguaje humano. Tobermory la miró fijo un instante y luego bajó serenamente la mirada. Era evidente que las preguntas aburridas estaban excluidas de su sistema de vida.
-¿Qué opinas de la inteligencia humana? -preguntó Mavis Pellington, en tono vacilante.
-¿De la inteligencia de quién en particular? -preguntó fríamente Tobermory.
-¡Oh, bueno!, de la mía, por ejemplo -dijo Mavis tratando de reír.
-Me pone usted en una situación difícil -dijo Tobermory, cuyo tono y actitud no sugerían por cierto el menor embarazo-. Cuando se propuso incluirla entre los huéspedes, sir Wilfrid protestó alegando que era usted la mujer más tonta que conocía, y que había una gran diferencia entre la hospitalidad y el cuidado de los débiles mentales. Lady Bremley replicó que su falta de capacidad mental era precisamente la cualidad que le había ganado la invitación, puesto que no conocía ninguna persona tan estúpida como para que le comprara su viejo automóvil. Ya sabe cuál, el que llaman "la envidia de Sísifo", porque si lo empujan va cuesta arriba con suma facilidad.
Las protestas de lady Blemley habrían tenido mayor efecto si aquella misma mañana no hubiera sugerido casualmente a Mavis que ese auto era justo lo que ella necesitaba para su casa de Devonshire.
El mayor Barfield se precipitó a cambiar de tema.
-¿Y qué hay de tus andanzas con la gatita de color carey, allá en los establos?
No bien lo dijo, todos advirtieron que la pregunta era una burrada.
-Por lo general no se habla de esas cosas en público -respondió fríamente Tobermory-. Por lo que pude observar de su conducta desde que llegó a esta casa, imagino que le parecería inconveniente que yo desviara la conversación hacia sus pequeños asuntos.
No sólo al mayor dominó el pánico que siguió a estas palabras.
-¿Quieres ir a ver si la cocinera ya tiene lista tu comida? -sugirió apresuradamente lady Blemley, fingiendo ignorar que faltaban por lo menos dos horas para la comida de Tobermory.
-Gracias -dijo Tobermory-, acabo de tomar el té. No quiero morir de indigestión.
-Los gatos tienen siete vidas, sabes -dijo sir Wilfrid con ánimo cordial.
-Posiblemente -replicó Tobermory-, pero un solo hígado.
-¡Adelaida! -exclamó la señora Cornett-, ¿vas a permitir que este gato salga a hablar de nosotros con los sirvientes?
El pánico en verdad se había vuelto general. Se recordó con espanto que una balaustrada ornamental recorría la mayor de las ventanas de los dormitorios de las torres, y que era el paseo favorito de Tobermory a todas horas. Desde allí podía vigilar a las palomas y... sabe Dios qué más. Si su intención era extenderse en reminiscencias, con su actual tendencia a la franqueza el efecto sería más que desconcertante. La señora Cornett, que pasaba mucho tiempo frente a su mesa de tocador y cuyo cutis tenía fama de poseer una naturaleza nómada aunque puntual, se mostraba tan incómoda como el mayor. La señorita Scrawen, que escribía poemas de una sensualidad feroz y llevaba una vida intachable, solo manifestó irritación; si uno es metódico y virtuoso en su vida privada, no quiere necesariamente que todos se enteren. Bertie van Tahn, tan depravado a los diecisiete años que hacía ya mucho que había abandonado su intento de ser todavía peor, se puso de un color blanco apagado como de gardenia, pero no cometió el error de precipitarse fuera de la habitación como Odo Finsberry, un joven que parecía seguir la carrera eclesiástica y a quien posiblemente perturbaba la idea de enterarse de los escándalos de otras personas. Clovis tuvo la presencia de ánimo de guardar una apariencia de serenidad. Interiormente se preguntaba cuánto tiempo tardaría en procurarse una caja de ratones selectos por medio de Exchanges and Mart, y utilizarlos como soborno.
Aun en una situación delicada como aquella, Agnes Resker no podía resignarse a quedar relegada por mucho tiempo.
-¿Por qué habré venido aquí? -preguntó en un tono dramático.
Tobermory aceptó inmediatamente la apertura.
-A juzgar por lo que dijo ayer la señora Cornett mientras jugaban al croquet, fue por la comida. Describió a los Blemleys como las personas más aburridas que conocía, pero admitió que eran lo bastante inteligentes como para tener un cocinero de primer orden; de otro modo les resultaría difícil encontrar a quien quisiera volver por segunda vez a su casa.
-¡Ni una palabra de lo que dice es verdad! ¡Pregunten a la señora Cornett! -exclamó Agnes, confusa.
-La señora Cornett repitió después su observación a Bertie van Tahn -prosiguió Tobermory- y dijo: "Esa mujer está entre los desocupados que integran la Marcha del Hambre; iría a cualquier parte con tal de obtener cuatro comidas por día", y Bertie van Tahn dijo...
En ese instante, misericordiosamente, la crónica se interrumpió. Tobermory había divisado a Tom, el gran gato amarillo de la rectoría, que avanzaba a través de los arbustos en dirección del establo. Tobermory salió disparado por la ventana abierta.
Con la desaparición de su por demás alumno brillante, Cornelius Appin se encontró envuelto en un huracán de amargos reproches, preguntas ansiosas y temerosos ruegos. En él recaía la responsabilidad de la situación, y era él quien debía impedir que las cosas empeoraran aun más. ¿Podía Tobermory impartir su peligroso don a otros gatos? Era la primera pregunta que tuvo que contestar. Era posible, dijo, que hubiera iniciado a su amiga íntima, la gatita de los establos, en sus nuevos conocimientos, pero era poco probable que sus enseñanzas abarcaran por el momento un margen más amplio.
-Siendo así -dijo la señora Cornett- acepto que Tobermory sea un gato valioso y una mascota adorable; pero seguramente convendrá conmigo, Adelaida, que tanto él como la gata de los establos deben desaparecer sin demora.
-No supondrá que este último cuarto de hora me haya sido placentero -dijo amargamente lady Blemley-. Mi marido y yo queremos mucho a Tobermory... por lo menos, lo queríamos hasta que le fueron impartidos esos horribles conocimientos; pero ahora, por supuesto, lo que hay que hacer es eliminarlo tan pronto como sea posible.
-Podemos poner estricnina en los restos que recibe a la hora de la comida -dijo sir Wilfrid-, y a la gata del establo la ahogaré yo mismo. El cochero lamentará mucho perder a su mascota, pero diremos que los dos gatos padecían un tipo de sarna muy contagiosa y que temíamos que se extendiera a los perros.
-Pero, ¡mi gran descubrimiento! -protestó el señor Appin-; después de tantos años de investigaciones y experimentos...
Un arcángel que proclamara en éxtasis el milenio y descubriera que coincide imperdonablemente con las regatas de Henley y tuviera que ser postergado por tiempo indefinido, no se hubiera sentido tan deprimido como Cornelius Appin ante la acogida que se dispensó a su magnífica hazaña. Tenía en contra, sin embargo, la opinión pública, que si hubiera sido consultada al respecto es probable que una cuantiosa minoría hubiera votado por incluirlo en la dieta de estricnina.
Horarios defectuosos de trenes y un nervioso deseo de ver las cosa consumadas impidieron una dispersión inmediata de los huéspedes, pero la comida de aquella noche no fue por cierto un éxito social. Sir Wilfrid pasó momentos difíciles con la gata del establo y después con el cochero. Agnes Resker se limitó ostentosamente a comer un trozo de tostada reseca, que mordía como si se tratara de un enemigo personal, mientras que Mavis Pellington guardó un silencio vengativo durante toda la comida. Lady Blemley hablaba incesantemente haciéndose la ilusión de que estaba conversando, pero su atención se concentraba en el umbral. Un plato lleno de trozos de pescado cuidadosamente dosificados estaba listo en el aparador, pero pasaron los dulces y los postres sin que Tobermory apareciera en el comedor o en la cocina.
La sepulcral comida resultó alegre comparada con la siguiente vigilia en el salón de fumar. El hecho de comer y beber había procurado al menos una distracción al malestar general. El bridge quedó eliminado, debido a la tensión nerviosa y a la irritación de los ánimos, y después que Odo Finsberry ofreció una lúgubre versión de Melisande en el bosque ante un auditorio glacial, la música fue por tácito acuerdo evitada. A las once los sirvientes se fueron a dormir, después de anunciar que la ventanita de la despensa había quedado abierta como de costumbre para el uso privado de Tobermory. Los huéspedes se dedicaron a leer las revistas más recientes, hasta que paulatinamente tuvieron que echar mano de la Biblioteca Badminton y de los volúmenes encuadernados de Punch. Lady Blemley hacía visitas periódicas a la despensa y volvía cada vez con una expresión de abatimiento que hacía superfluas las preguntas acumuladas.
A las dos Clovis quebró el silencio imperante.
-No aparecerá esta noche. Probablemente está en las oficinas del diario local dictando la primera parte de sus memorias, que excluirán a las de lady Cómo se Llama. Será el acontecimiento del día.
Habiendo contribuido de esta manera a la animación general, Clovis se fue a acostar. Tras prolongados intervalos, los diversos integrantes de la reunión siguieron su ejemplo.
Los sirvientes, al llevar el té de la mañana, formularon una declaración unánime en respuesta a una pregunta unánime: Tobermory no había regresado.
El desayuno resultó, si cabe, una función más desagradable que la comida, pero antes que llegara a su término la situación se despejó. De entre los arbustos, donde un jardinero acababa de encontrarlo, trajeron el cadáver de Tobermory. Por las mordeduras que tenía en el cuello y la piel amarilla que le había quedado entre las uñas, era evidente que había resultado vencido en un combate desigual con el gato grande de la rectoría.
Hacia mediodía la mayoría de los huéspedes habían abandonado las torres, y después del almuerzo lady Blemley se había recuperado lo suficiente como para escribir una carta sumamente antipática a la rectoría acerca de la pérdida de su preciada mascota.
Tobermory había sido el único alumno aventajado de Appin, y estaba destinado a no tener sucesor. Algunas semanas más tarde, en el jardín zoológico de Dresde, un elefante que no había mostrado hasta entonces signos de irritabilidad, se escapó de la jaula y mató a un inglés que, aparentemente, había estado molestándolo. En las crónicas de los periódicos el apellido de la víctima aparecía indistintamente como Oppin y Eppelin, pero su nombre de pila fue invariablemente Cornelius.
-Si le estaba enseñando los verbos irregulares al pobre animal -dijo Clovis-, se lo tenía merecido.
FIN

'Tobermory' un cuento de Saki

Era una tarde fresca y lluviosa de finales del mes de agosto, esa curiosa época del año en la que las únicas perdices que se ven son las que se guardan en la nevera, y en la que no hay absolutamente nada que cazar por ningún lado. Sobre la reunión que dicha tarde tenía lugar en casa de Lady Blemley flotaba un sobrecogedor silencio que mantenía a todos los presentes inquietos y apiñados alrededor de la mesa en la que se hallaba servido el té. No obstante, a pesar del aburrimiento y la apatía que cabría esperar encontrarse en una reunión como aquélla, lo cierto era que no había en los rostros de ninguno de los invitados la menor huella de esa fatigada desesperación que por lo común suelen causar todos esos insoportables conciertos de piano y todas esas aterradoras partidas de bridge a las que tanto se prestan tales ocasiones. Muy por el contrario, la atención de la boquiabierta y sorprendida concurrencia se hallaba por completo concentrada en la fea y no muy agradable persona de Mr. Cornelius Appin. De todos los invitados que habían acudido a ver a Lady Blemley, aquél era el único del que aún no se sabía con precisión a qué se dedicaba. Algunos días antes de la reunión, alguien le había comentado a la anfitriona que Mr. Appin era un tipo «inteligente», y fue por ello por lo que ésta había decidido invitarlo con la esperanza de que al menos una pequeña parte de su inteligencia contribuyese a hacer de aquélla una agradable y entretenida velada. Pero hasta que aquella tarde llegó la hora del té, Lady Blemley se había visto completamente incapaz de descubrir en qué sentido, si es que había alguno, merecía aquel hombre tan halagador calificativo. No era una persona ocurrente ni le gustaba jugar al croquet. Tampoco poseía el menor encanto personal ni era aficionado al teatro. Y en cuanto a su apariencia física, ésta no era precisamente de las que llevan a las mujeres a pasar por alto que el hombre en cuestión posea un elevado grado de estupidez. Y no obstante, a pesar de tener tantas cosas en contra, aquél era precisamente el hombre que tenía cautivados a cuantos se encontraban allí aquella tarde.
Lo que causaba tanto asombro en todos los presentes era el hecho de que Mr. Appin decía haber descubierto algo junto a lo cual inventos tales como la pólvora, la imprenta y la máquina de vapor quedaban reducidos a simples fruslerías. Según él, mientras que la ciencia no había hecho más que dar palos de ciego en todas direcciones a lo largo de las décadas anteriores, él, por su parte, se había encargado de realizar un asombroso descubrimiento que, para hablar con propiedad, estaba más cerca de ser un milagro que un verdadero avance científico.
—Entonces, ¿pretende en serio que nos creamos —dijo Sir Wilfrid— que ha descubierto usted un método para hacer que los animales aprendan a hablar como los humanos, y que nuestro viejo y querido Tobermory se ha convertido en el primer alumno que lo ha seguido con éxito?
—Se trata de una cuestión en la que he estado trabajando durante los últimos diecisiete años —dijo Mr. Appin—. No obstante, sólo he obtenido los primeros resultados verdaderamente satisfactorios a lo largo de estos últimos ocho o nueve meses. Como podrán ustedes imaginarse, durante todo ese tiempo he experimentado con muchas clases diferentes de animales, pero últimamente me he centrado sólo en los gatos, esas extraordinarias criaturas que han logrado adaptarse con una enorme facilidad a nuestro mundo civilizado, al tiempo que han conservado ese instinto salvaje que tienen tan desarrollado. Y de vez en cuando, al igual que ocurre con los seres humanos, uno encuentra entre estos animales inteligencias verdaderamente excepcionales. Cuando hace una semana conocí a Tobermory, me di cuenta enseguida de que me hallaba en presencia de un ser de inteligencia extraordinaria. Por entonces yo no había hecho más que terminar con relativo éxito toda una serie de experimentos. En cambio ahora, con Tobermory, como ustedes le llaman, he logrado por fin el objetivo que perseguía.
Mr. Appin concluyó aquel sorprendente monólogo con una voz de la que había tratado por todos los medios de eliminar cualquier nota triunfalista. Aunque en aquel momento nadie intentó hacer bromas preguntando si al hablar de aquel objetivo se estaba refiriendo a los ratones, los labios de Clovis se movieron como para decir algo que muy bien podría haber estado relacionado con los roedores.
—Entonces, ¿en serio está usted diciéndonos —preguntó Miss Resker después de una breve pausa— que ha enseñado a Tobermory a decir y comprender oraciones sencillas que como mucho no tendrán más de una sílaba?
—Mi querida Miss Resker —dijo armándose de paciencia aquella especie de inventor de milagros—, cuando uno está acostumbrado a tratar con niños pequeños, salvajes y discapacitados mentales y utiliza con ellos procedimientos poco sistemáticos no puede aspirar a otros resultados. Pero si de repente se encuentra con un animal de inteligencia altamente desarrollada, no tiene necesidad de volver a poner en práctica métodos tan imprecisos y debe aspirar a resultados más completos. Tal es así que actualmente Tobermory es capaz de hablar nuestra lengua con total corrección.
—¿Y no haríamos mejor trayendo aquí de una vez a ese gato y juzgando por nosotros mismos? —sugirió Lady Blemley.
Sir Wilfrid salió en busca del animal mientras los presentes tomaban posiciones y se acomodaban a la espera de presenciar lo que imaginaban que no sería más que una hábil sesión de ventriloquismo.
Un minuto después, cuando Sir Wilfrid regresó al salón, su moreno rostro se había vuelto completamente blanco y sus ojos estaban abiertos como platos a causa del asombro.
—¡Dios mío! ¡Es cierto!
Como su excitación parecía inequívocamente sincera, todos los allí reunidos dieron un respingo de sorpresa en sus sillas debido al creciente interés que había invadido la sala.
Tras desplomarse en un sillón, Sir Wilfrid comenzó a respirar con gran dificultad.
—Lo encontré medio dormido en el cuarto de estar —acertó a decir cuando logró serenarse un poco— y lo llamé para que viniera a tomar el té con nosotros. Él se limitó a volver tranquilamente la cabeza y a mirarme fijamente, tal y como siempre hace. Viendo que no respondía, añadí: «Vamos, Toby. No nos hagas esperar». Y fue entonces cuando ese gato… ¡por Dios!, cuando ese gato habló. Arrastrando un poco las palabras y como si fuera lo más natural del mundo, me dijo que se acercaría por aquí cuando le diese la gana. ¡Imagínense ustedes! ¡Cuando oí aquello, estuve a punto de desmayarme!
Mientras Mr. Appin no había hecho más que gastar saliva intentando convencer con su largo monólogo a aquella pandilla de incrédulos, aquellas pocas palabras de Sir Wilfrid lograron que todos ellos se convenciesen por fin de que lo que se había dicho en aquella habitación no era otra cosa que la pura verdad.
Un coro de exclamaciones asustadas, similar al que debió de oírse cuando la torre de Babel fue derribada por la furia divina se elevó en la sala, mientras el científico, por su parte, permanecía sentado y en silencio contemplando aquel intenso alboroto y saboreando las primeras reacciones que acababa de provocar su impresionante descubrimiento.
Fue justo entonces, en mitad de aquel exaltado vocerío, cuando Tobermory entró en la sala y, caminando con mucho cuidado y afectando una premeditada indiferencia, cruzó lentamente la estancia en dirección al grupo que se hallaba sentado alrededor de la mesa.
Un embarazoso silencio se apoderó de repente de todos los invitados. No en vano, la posibilidad de dirigirse a un gato doméstico de tan reconocidas habilidades vocales hablándole de igual a igual era algo que llegaba a resultar verdaderamente espeluznante.
—¿Te apetece un poco de leche, Tobermory? —preguntó Lady Blemley con un hilo de voz.
—Lo cierto es que no me importaría —fue la respuesta que se oyó, llena de indiferencia. Un súbito y nervioso escalofrío recorrió a cuantos la escucharon.
Lady Blemley, incapaz de reprimir su nerviosismo, derramó la leche sobre la mesa de un fuerte manotazo.
—¡Vaya! Me temo que acabo de derramarla casi toda —dijo a manera de disculpa.
—No importa, querida. Después de todo, tampoco puede decirse que tenga mucha sed —fue la respuesta de Tobermory.
Un nuevo silencio cayó sobre los allí reunidos. Luego Miss Resker, sacando a relucir sus mejores modales, le preguntó a Tobermory si el lenguaje humano le había resultado difícil de aprender. Por toda respuesta, Tobermory se limitó a mirarla por un momento y a desviar luego la vista con desgana hasta quedarse mirando distraídamente al vacío. Era evidente que contestar preguntas absurdas quedaba muy lejos de sus intenciones en esta vida.
—¿Qué piensas de la inteligencia de los seres humanos? —le preguntó acto seguido Mavis Pellington con voz un tanto insegura.
—¿A qué seres humanos se refiere usted en concreto? —preguntó a su vez Tobermory con frialdad.
—Oh, pues… a mí, por ejemplo —dijo Mavis soltando una débil risita.
—Me pone usted en una complicada situación —dijo Tobermory con un tono y una actitud que no sugerían que tuviese realmente el menor reparo en contestar con sinceridad—. Cuando se sugirió su presencia en esta reunión, Sir Wilfrid se opuso rotundamente diciendo que era usted la mujer con menos cerebro que había conocido en su vida, y que una cosa era la hospitalidad y otra muy distinta cuidar de deficientes mentales como usted. Lady Blemley le respondió a continuación que su absoluta falta de inteligencia era precisamente lo que la había impulsado a invitarla, pues se le había ocurrido que usted era la única persona en el mundo lo bastante estúpida como para comprarle su coche viejo. Ya sabe usted a cuál me refiero, a ese que sólo sube las cuestas si uno va detrás empujando.
Las negativas de Lady Blemley quizá hubieran servido de algo de no ser porque aquella misma mañana le había sugerido a Mavis, como por casualidad, que el coche en cuestión era justo lo que a ella le estaba haciendo falta desde que se había ido a vivir a su casa de Devonshire.
El mayor Barfield intentó salvar el día cambiando bruscamente de tema.
—¿Y tú qué tal lo pasas con la gata que vive en las cocheras, eh?
Nada más oír aquello todos los demás se dieron cuenta de que el mayor acababa de cometer una grave metedura de pata.
—Ésas no son cosas de las que uno deba hablar en público —dijo Tobermory dirigiéndole una gélida mirada—. Déjeme decirle, no obstante, que por lo poco que he podido observar de sus costumbres y sus modales desde que entró en esta casa, me inclino a pensar que encontraría usted de lo más incómodo que yo sacara a relucir en esta conversación todos sus trapos sucios.
La alarma que siguió a aquellas palabras no afectó solamente al mayor.
—¿Por qué no vas y averiguas si la cocinera tiene ya lista tu cena? —se apresuró a sugerir Lady Blemley fingiendo ignorar el hecho de que todavía quedaban dos horas para que a Tobermory le pusieran la cena.
—Gracias —respondió Tobermory—, pero aún es demasiado pronto. Acabo de tomar el té y no quiero morir de una indigestión.
—Al fin y al cabo los gatos tienen siete vidas, ¿no? —apuntó Sir Wilfrid alegremente.
—Es posible —respondió Tobermory—, pero sólo un cuerpo que se encargue de vivirlas.
—¡Pero, Adelaide! —exclamó Mrs. Cornett—. No estarás animando al gato para que salga ahí y empiece a cotillear sobre todos nosotros delante de los criados, ¿verdad?
La alarma había comenzado a generalizarse debido a un simple detalle que había acudido de golpe a la mente de todos los presentes. La fachada de aquella casa se hallaba recorrida por una estrecha cornisa que, aunque no tenía más objeto que lo puramente decorativo, pasaba por delante de la mayoría de las ventanas del piso superior. Pues bien, el detalle que, con gran consternación, acudió a la mente de los allí reunidos fue el recuerdo de que aquella cornisa era una de las zonas predilectas de Tobermory para pasear a todas horas, y que desde allí podía espiar a sus anchas a las palomas… y sólo Dios sabía a quién más. Si lo que pretendía aquel gato era simple y llanamente comenzar a contar todo tipo de detalles escabrosos en aquel tono tan terroríficamente sincero que llevaba empleando todo el rato, el efecto producido en la audiencia acabaría siendo algo más que simplemente desconcertante. Mrs. Cornett, que acostumbraba pasar muchas horas frente al espejo y cuyo rostro tenía fama de ser una laboriosa obra de restauración, pronto comenzó a tener tan mala cara como el mayor Barfield. MissScrawen, a quien le gustaba escribir versos sensuales a pesar de llevar una vida intachable, no pudo disimular su enfado, pues cuando uno es metódico y virtuoso en su vida privada no siempre desea que todo el mundo lo sepa. Bertie van Than, que a los diecisiete años era ya tan depravado que hacía tiempo que, convencido de haber alcanzado el tope, había desistido de intentar serlo todavía más, se puso pálido de golpe, pero al menos no cometió el error de salir corriendo de la habitación como Odo Finsberry, un joven caballero del que se suponía que estaba estudiando para cura y que posiblemente se sintiese incomodado al pensar en los escándalos ajenos que corría el peligro de oír. Clovis, por su parte, tuvo el aplomo suficiente para mantener la compostura mientras por dentro se dedicaba a calcular cuánto tiempo se tardaría en conseguir una caja de ratones con la que poder comprar el silencio de aquel animal tan odioso.
Incluso en una situación tan delicada como aquélla, Agnes Resker fue incapaz de permanecer por mucho tiempo en segundo plano.
—¿Por qué se me ocurriría venir aquí? —preguntó con gran dramatismo.
Tobermory aprovechó de lleno la oportunidad que se le ofrecía.
—A juzgar por lo que le dijo usted ayer a Mrs. Cornett mientras las dos jugaban al croquet, ha venido por la comida. Aunque llegó usted a describir a los Blemley como la gente más aburrida que había conocido nunca, dijo también que habían sido lo bastante inteligentes como para contratar a una cocinera de primera categoría, y que de no ser por eso se las verían y se las desearían para lograr que alguien les visitara de vez en cuando.
—¡No hay ni una sola palabra de verdad en todo eso! Que lo diga, si no, Mrs. Cornett —exclamó Agnes, indignada.
Mrs. Cornett le repitió más tarde aquel comentario a Bertie van Tahn —prosiguió Tobermory—, y añadió que usted era una auténtica muerta de hambre que sería capaz de ir a cualquier parte con tal de comer cuatro veces al día, a lo que Bertie van Tahn contestó…
Pero entonces, por fortuna para todos los invitados, Tobermory se calló de golpe. A través de los amplios ventanales, había alcanzado a ver fugazmente en el jardín a Tom, el enorme gato amarillo que pertenecía al párroco del lugar, avanzando por entre unos arbustos en dirección al ala del edificio en la que se encontraban las cocheras. En un abrir y cerrar de ojos Tobermory, lanzándose en persecución de su rival, desapareció por entre las cristaleras abiertas.
Una vez hubo desaparecido su brillante alumno, Cornelius Appin se vio acosado por un aluvión de amargas acusaciones, ansiosas preguntas y asustadas súplicas. Según todos los invitados, la responsabilidad de la situación que se había originado recaía directamente sobre sus hombros, razón por la cual le correspondía ahora tomar las medidas necesarias para que dicha situación no acabara agravándose aún más. La primera pregunta a la que se vio obligado a responder fue si Tobermory sería capaz de compartir aquel peligroso don con los demás gatos. Contestó que era posible que hubiese iniciado a su íntima amiga, la gata que vivía en las cocheras, en aquella nueva habilidad, pero que era asimismo poco probable que sus enseñanzas hubiesen podido desarrollarse mucho todavía.
—Puede que Tobermory —le dijo Mrs. Cornett a Lady Blemley— sea un gato muy valioso, además de una gran mascota, pero estoy segura de que estarás de acuerdo conmigo, Adelaide, en que hay que acabar con esos dos gatos sin perder más tiempo.
—Desde luego, querida. No creerás que he disfrutado lo más mínimo durante el último cuarto de hora, ¿verdad? —dijo Lady Blemley con pesar—. Tanto mi marido como yo le tenemos mucho cariño a Tobermory… o al menos se lo teníamos hasta que aprendió esa terrible habilidad. No obstante, eso no quita que ahora lo más importante sea acabar con él cuanto antes.
—Podríamos ponerle estricnina en la comida —intervino Sir Wilfrid—. Después yo mismo me acercaré a las cocheras y me encargaré de matar al otro gato. Al cochero no le va a gustar nada tener que deshacerse de su mascota, pero puedo decirle que ha contraído alguna variedad muy contagiosa de sarna y que tenemos miedo de que la enfermedad pueda extenderse a las perreras.
—¡Pero, en ese caso, mi gran descubrimiento…! —objetó Mr. Appin—. ¡Después de tantos años de trabajo!
—Por mí puede usted coger sus experimentos e irse a realizarlos con los animales de la granja, que al menos están encerrados y a la vista de todo el mundo —dijo Mrs. Cornett—. O, si lo desea, con los elefantes del zoológico. Dicen que son muy inteligentes. Además, tienen para nosotros la enorme ventaja de que no van por ahí espiando por las ventanas ni escondiéndose debajo de las sillas.
Un arcángel que esperase imperturbable para proclamar un fin del mundo que se estuviese posponiendo continuamente a duras penas hubiera podido sentirse más destrozado que Cornelius Appin ante la pésima acogida que había tenido su maravilloso descubrimiento. Tenía a toda la opinión pública en contra. Pero eso no era lo peor; lo peor era que, tal y como estaban las cosas, corría un riesgo enorme de que los allí presentes decidieran aplicarle también a él la dieta de estricnina.
La escasez de trenes y el imperioso deseo de ver todo aquel asunto solucionado de una vez por todas hicieron que el grupo prolongase su estancia en la casa durante las horas siguientes, a pesar de lo cual la cena de aquella noche no fue lo que se dice un éxito social. Sir Wilfrid había protagonizado una penosa escena con la gata que vivía en las cocheras y, por consiguiente, con su dueño el cochero. Agnes Resker dejó ver claramente que había decidido limitar su comida a un mendrugo de pan duro que estuvo mordiendo durante un largo rato como si se tratara de su peor enemigo. Mavis Pellington permaneció sumida en un rencoroso silencio durante toda la comida. Lady Blemley hizo denodados esfuerzos por distraer a sus invitados con lo que ella pensaba que era una conversación, pero durante todo el tiempo que duró la comida fue completamente incapaz de apartar la mirada de la puerta. Y así, el pescado primero y los postres después fueron pasando y no se vio el menor rastro de Tobermory ni en el comedor ni en la cocina.
Aquella cena tan sepulcral contrastó visiblemente con la animada vigilia que tuvo lugar más tarde en el cuarto para fumar. Aunque la comida y la bebida habían servido al menos para aportar un respiro a todo el nerviosismo reinante, el bridge no tardó en quedar descartado en aquella velada tan tensa, y, tras una lúgubre interpretación de «Melisande en el bosque» a cargo de Odo Finsberry, todos decidieron tácitamente dejar también a un lado la música. A las once los criados se retiraron a dormir, pero no sin antes anunciar que la ventana de la despensa había sido dejada abierta, como era costumbre, para que Tobermory dispusiese de ella a su gusto. Los invitados mataron el tiempo releyendo una y otra vez los últimos números de las revistas del momento. Lady Blemley se dedicó a hacer continuas visitas a la despensa, de las que regresaba siempre con una expresión de desesperación que hablaba por sí misma y que hacía innecesaria toda pregunta.
A las dos en punto Clovis rompió aquel agobiante silencio.
—No creo que ese gato aparezca por esta noche. Probablemente en este preciso instante se encuentre en la redacción de algún periódico local dictando la primera entrega de sus numerosos recuerdos, los cuales causarán sensación a partir de mañana mismo.
Tras contribuir de aquella manera al optimismo general, Clovis se fue a la cama. Poco a poco, a intervalos regulares, los demás miembros de la reunión fueron imitándole.
A la mañana siguiente los criados que se levantaron para preparar el desayuno respondieron unánimemente a la única pregunta que les fue formulada. Tobermory aún no había aparecido.
El desayuno fue aún más desazonador que la cena de la noche anterior. No obstante, poco antes de que aquél tocara a su fin, la tensión imperante se vio por fin aliviada cuando un jardinero anunció que acababa de encontrar el cadáver de Tobermory entre unos arbustos. Por los mordiscos que lucía en la garganta y los restos de pelo de color amarillo que podían verse entre sus uñas, parecía evidente que había sucumbido en un desigual combate con aquel enorme gato tras el cual había salido corriendo la tarde anterior.
Cuando llegó el mediodía la mayoría de los invitados ya se habían marchado. Después de comer, Lady Blemley se encontró con los ánimos suficientes para sentarse a escribirle una ofensiva y desagradable carta al párroco del lugar en la que le echaba la culpa a éste de la pérdida de Tobermory, su adorada mascota.
Tobermory, que había sido el único alumno aventajado de Mr. Appin, se vio condenado a carecer de sucesor. No obstante, unas pocas semanas más tarde un elefante del Parque Zoológico de Dresde, que nunca antes había demostrado la menor señal de agresividad, se soltó bruscamente de las cadenas que lo retenían y mató a un caballero inglés que aparentemente le había estado haciendo rabiar durante un buen rato. Los periódicos que recogían la noticia no lograban ponerse de acuerdo a la hora de transcribir el apellido de la víctima, que podía ser algo parecido a Appin o Eppelin, pero por lo que respecta a su nombre de pila éste era invariablemente el mismo en todos ellos y no dejaba lugar a dudas: Cornelius.
—Si su propósito era enseñarle a hablar alemán a aquel pobre animal —dijo Clovis—, no hay duda de que se llevó su merecido.

El jengibre

El jengibre es el rizoma subterráneo de una planta muy atractiva que se usa fundamentalmente en las cocinas de Asia. Es una monocotiledónea herbácea perenne que se cultiva en el sur de Asia, el Caribe, la India, desde hace más de 3.000 años. Actualmente ya no se encuentra en estado silvestre, todo el jengibre es cultivado. Se multiplica fácilmente por vía vegetativa mediante fragmentos de los rizomas. Estos están ramificados y adquieren formas extrañas, se recolectan después de la floración y se colocan rápidamente en agua hirviendo, secándolos a continuación al sol para evitar las fermentaciones.
Los rizomas, con corteza, constituyen un jengibre negro; luego, una vez pelados o descortezados y a menudo calcinados, dan lugar al jengibre blanco. Contiene numerosos componentes que aportan un aroma perfumado, dulzón (jengiberol) y un sabor penetrante, refrescante (jengiberino, jingerón y jingerol).
Aplicaciones culinarias
Para rallar el jengibre, utilizar un rallador fino. An¬tes debe pelarse con un cuchillo bien afilado.
Realza extraordinariamente cualquier plato de pescado, se puede añadir a las sopas, encurtidos y guisos, poco antes de servir. Después de rallado se puede exprimir el jugo y utilizar éste. Se usa muy especialmente para postres y platos dulces, a los que confiere un rico sabor, cálido y especiado, muy apreciado. También añade un gusto fresco al marisco. El jengibre encurtido rosado llamado -garí- en Japón, es el condimento habitual para el sushi. Los rizomas pulverizados se emplean en alimentación para aromatizar mermeladas, dulces y cerveza ligera e interviene también en la composición del curry.
El aceite de jengibre, obtenido por destilación a partir del jengibre fresco se emplea en la industria licorera.
El jengibre se puede adquirir fresco: entero. Seco: en rodajas y molido. Procesado: conservado en jarabe, cristalizado y encurtido. En la cocina china prefieren el jengibre fresco al seco, tanto por su sabor como por su textura. Picado, machacado o cortado en palillos se emplea para sazonar innumerables platos.
Conservación
El jengibre rallado se conserva aproximadamente una semana en el frigorífico. Fresco y entero, envuelto en papel de cocina y luego dentro de una bolsa de plástico bien cerrada, se conservará varias semanas en el frigorífico. Seco, debe conservarse en frascos herméticos y en lugar fresco y oscuro. Encurtido, en recipiente refrigerado. En conserva, el recipiente debe mantenerse en lugar fresco y oscuro.
Propiedades
Estimula el apetito, favorece la digestión y ayuda a expulsar los gases. Es antiséptico, baja la fiebre y disminuye el dolor. El jengibre regula las náuseas y mareos provocados por el movimiento. Forma de empleo y dosis: se hierven 3 g. de jengibre durante 5 minutos y se toma esta decocción antes de comer, para estimular el apetito.
Curiosidades
La industria cosmética lo utiliza en la preparación de perfumes orientales o florales.
Para escoger rizomas frescos, el peso y la carne firme son signos de frescura. La longitud es señal de madurez, y los rizomas maduros serán más picantes y más fibrosos.
En los encurtidos tiene afinidad con los cítricos, el ajo, la salsa de soja y la cebolla. También tiene una excelente afinidad con el ruibarbo y las manzanas asadas.
Los japoneses utilizan una herramienta especial, el oroshigane, para rallar el jengibre fresco
(de la revista de kiosco "Comer y beber")

Productos de temporada en junio

Verduras y hortalizas: berenjenas, flores de calabacín, pepino, pimientos verdes, acelgas, cebollas, guisantes, judías verdes, lechuga arrepollada, hierba del Canónigo, tomates, zanahorias, hierbas aromáticas.
Carnes y aves: codorniz de granja, conejo, faisán, pichón de granja, pollo, pularda, ternera, cerdo.
Pescados: mejillones, boquerones, sardinas, atún, calamar, bogavante, bonito, cigala, gamba, langosta, lenguado, lubina, mero, merluza, pulpo, rape.
Frutas: perita de San Juan, cerezas, sandía, fresas, fresones, frambuesas, grosellas, albaricoques, ciruelas, nísperos, limas, nectarinas, picotas, melón.

La Naturaleza en junio

JUNIO: En la Naturaleza, ahora mismo.

- Se desinfectan los graneros y se preparan las eras y el material de trilla.
- Florecen el castaño y la higuera.
- Se encelan los lagartos verdes.
- Desovan los cachos en las corrientes poco profundas.
- Nacen los pollos del águila imperial.
- Los escarabajos sanjuaneros inundan los campos.
- Sobre el 20 empieza la siega del trigo en casi todos los lugares.
- Se separan los sementales de las yeguas después del apareamiento.
- Incuban los flamencos rosas.
- Aparecen los primeros ciervos voladores.
- Nacen oropéndolas, ruiseñores y vencejos.
- Paren por segunda vez las ardillas.
- Florecen ahora el agapanto, el estramonio, el calicanto, el farolillo de los Cárpatos y la pata de vaca.

Blogs y Webs