La última víctima de la Inquisición

La última víctima de la Inquisición
Allá va una efeméride con dos caras, una buena y otra mala. Primero, la mala. El 31 de julio de 1826 fue ejecutado en Valencia, con la recurrente excusa de la ley de Dios, Cayetano Ripoll, un maestro de escuela catalán que no llevaba a misa a sus alumnos. Y ahora, la parte buena. Aquél fue el último auto de fe que pudieron celebrar los diabólicos tribunales eclesiásticos que se repartían por España y que vigilaban la observancia de la fe católica. Cayetano Ripoll fue la última víctima de la barbarie, pero a él, la verdad, le dio igual llevarse a la tumba tan dudoso honor.
No fue la Inquisición quien ordenó ejecutar a Cayetano Antonio Ripoll, porque la Inquisición, aunque seguía existiendo, se había visto obligada trece años antes a suspender sus maléficas prácticas por orden de las Cortes de Cádiz. Pero como la Iglesia de aquel tiempo buscaba mil recovecos para seguir haciendo de las suyas con el beneplácito del Borbón Fernando VII, en sustitución del anestesiado Santo Oficio se crearon las Juntas de Fe, que venían a ser el mismo perro con distinto collar. Y le tocó a Cayetano.
Fue el Tribunal de la Fe del arzobispado de Valencia, presidido por el infausto obispo Simón López García —Satanás lo tenga en su gloria—, quien firmó la sentencia del maestro Cayetano Ripoll, acusado de leer libros malos (o sea, los de la Ilustración francesa), de tener cierto tufillo a masón y de no llevar a sus alumnos a misa, y acusado también por haber sustituido, no se lo pierdan, el tradicional saludo de «Ave María» por el de «Alabado sea Dios». Con argumentos tan contundentes en la mano, se le tachó de hereje y se le condenó a la horca, aunque para conseguir la oportuna puesta en escena al reo se le subió a un barril con llamas pintadas para que figurara una hoguera, y el cadalso fue adornado con caras de demonios y fuegos infernales. Todo muy teatrero.
Cayetano Antonio Ripoll, buen hombre y buen maestro, fue la última víctima de aquella pesadilla inquisitorial. No obstante, todavía hubo que esperar ocho años más para que la Inquisición y los Tribunales de la Fe se fueran definitivamente al infierno.

Nieves Concostrina
Menudas historias de la Historia
Anécdotas, despropósitos, algaradas y mamarrachadas de la Humanidad

¿Cómo es posible que Adolf Hitler fuera candidato al Premio Nobel de la Paz?
¿Qué hacía Búfalo Bill dándose un garbeo con los sioux por las Ramblas de Barcelona?
¿Era el marqués de Sade, padre del sadomasoquismo, un hombre sensible?
¿Cuántas personas escucharon realmente la famosa locución radiofónica de La guerra de los mundos de Orson Welles?
La historia universal es sin duda el mejor anecdotario que existe. El devenir de la humanidad es un continuo de despropósitos, coincidencias, exageraciones, curiosidades y difamaciones.
Nieves Concostrina —que ya nos deleitó con las «andanzas» más divertidas de los muertos en «Polvo eres»— nos conduce con mucho humor en un sorprendente viaje por algunos de los hechos más curiosos que han moldeado nuestra historia.

Los goles que no anotó Pelé

Los goles que no anotó Pelé
El fútbol es una actividad loca en la que resulta peligroso marcar ciertos goles. Durante cuarenta años fue terrible abrir el marcador en la Copa del Mundo. Todo comenzó en el Estadio Centenario de Montevideo, el 30 de julio de 1930. Los anfitriones llegaron al desenlace ante su rival de siempre: Argentina. La multitud se presentó ocho horas antes del partido y el árbitro exigió que una barca lo aguardara en el puerto por si tenía que salir huyendo.
El primer gol finalista fue anotado por un argentino de nombre para la ocasión: Pablo Dorado.
Los visitantes tomaron la delantera con optimismo, sin saber que inauguraban una maldición. A partir de entonces y durante mucho tiempo, el primer equipo en anotar perdería el Mundial. Uruguay impuso 2-1 como si la anotación fuese un tónico para reaccionar. Cada cuatro años, los dioses del Mundial mostraron su condición celosa y vengativa; despreciaban al equipo ambicioso que cortejaba primero la fortuna y recompensaban al que había comenzado sufriendo.
En 1970 el mal fario seguía vigente. Hasta entonces, la final del mundial castigaba a los que mostraban méritos demasiado pronto.
Mi padre me llevó al Brasil-Italia. En el camino al Estadio Azteca recitó un axioma: «El que anota primero, pierde». En franco desacato a la profecía, Pelé anotó con un cabezazo de embrujo. Recuerdo a Gérson en el medio campo, uniendo las manos en plegaria. ¿Agradecía la ventaja o pedía clemencia?
El fútbol es tan extraño que la administrativa Italia podía beneficiarse del gol envenenado. Boninsegna empató poco después. Cuarenta años de supersticiones hacían que en ese momento la squadra azzurra se volviera favorita. Pero ese día, como escribió Pier Paolo Pasolini, Brasil recitaba un fútbol de poesía, muy superior a la prosa italiana. El triunfo de la oncena de Pelé no sólo fue claro sino aplastante. La final concluyó 4-1, los brasileños se quedaron con la copa Jules Rimet y la maldición del primer gol se fue al carajo.
¿Qué certeza podía tener Pelé de que al abrir el marcador no perjudicaría a los suyos? Una curiosa aritmética lo respaldaba. Ese Mundial sería recordado por los goles que no anotó el Rey. En cierta forma, el cabezazo con el que venció a Enrico Albertosi era una merecida compensación por otros, mucho más vistosos, que estuvo a punto de concretar en esa misma competencia.
Ante Checoslovaquia, tomó el balón en medio campo y advirtió que el portero contrario, Ivo Viktor, se había ido de picnic. Lanzó una parábola de suave peligrosidad que durante unos segundos fue el gol más hermoso del mundo, pero que acabó a un lado de la portería.
Al enfrentar a Uruguay, un pase lo dejó solo ante un guardameta de leyenda, Ladislao Mazurkiewicz. En vez de controlar el balón o rematar rumbo a la meta, lo dejó pasar; la finta venció al portero, incapaz de descifrar esa jugada vacía. El Rey persiguió la pelota que se había enviado a sí mismo sin necesidad de tocarla. Estábamos ante la asistencia de gol más rara de la historia. El 10 alcanzó el esférico en posición incómoda. Aun así, remató a puerta y estuvo a punto de anotar.
¿Y qué decir de su mayor lance ante Inglaterra? Bajo el deslumbrante sol de Guadalajara, martilleó un centro con la frente, picando el balón hacia la línea de cal. Hizo todo lo que un semidiós puede hacer para vencer a otro, pero la nación de Churchill no pierde por aire. Gordon Banks logró la mejor atajada de su vida, revolviéndose en la línea de cal para mandar el balón por encima del travesaño.
Si Pelé hubiera marcado esos tres goles los recordaríamos menos, quedaron en la memoria como jugadas rigurosamente imposibles.
Desde 1930, cuando un árbitro ansioso pidió una barca para salir del partido, la superstición aconsejaba no anotar primero. Para superar el maleficio, Edson Arantes do Nascimento tuvo que pagar una singular cuota de goles no anotados. En 1970 ganó el Mundial. De manera más significativa, demostró que el fútbol importa por los goles, pero sobre todo por la ilusión de que puedan ocurrir.

Juan Villoro
Balón dividido

Sin apartarse del principio conductor de Dios es redondo —«el futbol es la recuperación de la infancia»—, los retratos y las crónicas de Balón dividido abarcan a las figuras recientes del balompié actual —Piqué, Messi, Pep Guardiola, Cristiano Ronaldo, los hermanos Boateng— y, entre extraordinarias conexiones con la literatura, la historia y la psicología, como Juan Villoro nos ha acostumbrado, calienta el ambiente para los numerosos y encendidos debates que el futbol siempre concede, sobre todo en años mundialistas.
¿De qué manera las dificultades entre idiomas condujeron a la invención de las tarjetas con que los árbitros dictan sentencia?
¿Puede un balón tardar meses en llegar a su destino?
¿Por qué los húngaros tienen un sentido más filosófico de la derrota que los mexicanos?
¿Cuál es la función secreta de cada uno de los cuatro silbantes en un partido?
¿Cómo intervino Javier Aguirre en la mediocre actuación del Tri en Sudáfrica 2010?
¿Es posible que dos jugadores en épocas distintas anoten del mismo modo el mejor gol de todos los tiempos?
¿Juegan futbol los muertos?

Me acuerdo entonces con cierto pánico de que he pedido cita el 29 de julio con un psicoanalista,

Nº 81 - Julio de 1971 (Lans)
El hombre del perro
1
Visito a una de mis sobrinas y a su novio. Me entero con inquietud de que no han obtenido en sus exámenes nada más que una media de 80, cuando habrían necesitado 100. Mi sobrina me resulta de repente abotargada y casi fea. Pienso que la vida que lleva con su novio no le sienta bien.
2
Regreso a mi casa. Vivo en una única habitación grande en la misma casa que mi sobrina. Encima de mí, en un tercer apartamento, viven o P. o F., un amigo argelino. Voy a casa de P.; encuentro a F. en compañía de otro argelino y de Henri C. Los tres hombres me parecen a cual menos amistoso, e incluso casi hostiles.
3
Tras no sé qué contratiempo, desplazo una cita fijada para esa misma tarde al día siguiente (que será el sábado 30 de julio) a las once de la mañana.
4
Me acuerdo entonces con cierto pánico de que he pedido cita el 29 de julio con un psicoanalista, Monsieur Bezu, en el 34 de la rue Daru. Llamo por teléfono a Monsieur Bezu para anular esa cita. Mantengo con su secretaria una conversación muy complicada, porque ella no quiere darme otra cita aunque yo insista en pedirle que me dé la cita que, en cualquier caso, seguiría a la que quiero anular. Tras numerosas dudas, la secretaria acaba cediendo a mis presiones y me fija una cita para el 30 de julio a las 14 horas. Esto me resulta sorprendente, porque me parece en principio que el 30 es domingo. Pero en realidad es sábado.
Yo llamaba desde una cabina y durante la conversación tenía medio cuerpo fuera. Cuando entro para colgar, encuentro a un viejo de aspecto bondadoso que me muestra cómo habría podido llamar sin pagar: basta con pelar los cables y hacer contacto con ellos, apretándolos entre el pulgar y el índice.
5
Voy a la rue Daru: es un barrio en demolición. En realidad, es una vasta explanada sobre la que se exponen todos los vestigios del barrio. Es muy blanco. Ciertos detalles parecen cuadros de Niki de Saint-Phalle, como si estuviesen hechos con pedazos de bebés de celuloide.
Visito esta exposición seguido, a pocos metros, por Henri C., que lleva un perro en brazos. Henri parece interesarse más por lo que hago que por la propia exposición, pero no me dirige la palabra. Bajando la escalera que conduce a la salida, robo algo poco importante (por ejemplo, una bola de la escalera): quizás me descubre Henri C., que sonríe.
6
Brusco cambio de decorado. Estoy de nuevo en mi casa y soy invisible. Un gag estilo Jerry Lewis: un hombre disfrazado de perro (solamente por la mirada —brillante, casi roja— vemos que no es un perro) sale tirando de su correa, obligando a correr al hombre que le lleva. El verdadero perro, sentado en un sillón, le mira salir, después se alza sobre las patas de atrás (como un animal de dibujo animado) y comienza a simular un combate de boxeo.
7
Otra escena en otra película; esta vez es Mi desconfiada esposa, de Vicente Minnelli. Dos gángsters aterrorizan —o más bien intimidan— a un hombre (sin duda a F.) que les debe 4000 francos. Al salir, uno de los gángsters intenta tirar un velador que soporta varios objetos frágiles. Acabo abriendo la puerta y capturándolos (no oponen resistencia para salir).
8
Vivo ahora en un apartamento suntuoso, inmenso. Recorro las habitaciones, seguido de F., que me cuenta sus problemas. Le reprocho que se meta siempre casi aposta en asuntos tan sucios.
Llego a una habitación donde hay mucha gente. Todos me miran amistosamente. Es la familia de un niño pequeño que conozco muy poco, pero que sé que me quiere mucho. El niñito me presenta a su padre y a sus tías. El padre me pregunta qué puede hacer por mí. Lo llevo, por una escalera mecánica, hasta una habitación, larga y estrecha, con paredes de piedra negra, donde se está llevando a cabo un congreso. Explico que querría instalar en esta habitación una sala de proyección y le enseño cómo pienso arreglármelas. El padre me dice que es una idea muy buena. Seguimos recorriendo el apartamento. El niñito me da la mano. Me dice que tiene 1000 dólares y que quiere dármelos. Le respondo que no puedo aceptarlos, que eso no puede ser una donación sino solamente, si él quiere, una participación en la película que voy a hacer. Me espero a que el padre ofrezca lo mismo, o incluso más, pero no parece estar por la labor.

Georges Perec
La cámara oscura

Georges Perec estaba convencido de que todo el mundo significativo está hecho de sueños. Algunos se recuerdan, otros se cuentan pero son muy pocos los que se transcriben. La cámara oscura es un raro volumen, perequiano por los cuatro costados, que reúne por primera vez en castellano ciento veinticuatro sueños del genio oulipiano. «Terminé por admitir que esos sueños no habían sido vividos para ser sueños, sino soñados para ser textos; que no eran la vía regia que yo creía que serían, sino caminos tortuosos que me alejaban cada vez más del reconocimiento de mí mismo». Un libro repleto de sorpresas y asociaciones inesperadas, un artefacto onírico que no pretende «recontar» la propia historia, sino descubrir tesoros ocultos que nacen en el mágico momento en que todas las barreras están levantadas.

28 de julio de 1988

28 de julio de 1988
Sofri, Bompressi y Pietrostefani son arrestados al amanecer en sus casas. Han sido acusados por Leonardo Marino, antiguo militante de Lotta Continua, quien reconoce su participación como conductor en el homicidio Calabresi. Según la confesión del «arrepentido», Bompressi es el ejecutor, y Sofri y Pietrostefani quienes ordenaron el atentado.
Son puestos en libertad a los cuatro meses.
2 de mayo de 1990
El Tribunal Penal de Milán dicta tres condenas a veintidós años de cárcel y condena a once a Marino. Tras una primera confirmación de las sentencias, la Sala Conjunta del Tribunal Supremo anulará la condena por falta de pruebas y «por graves vicios de fondo y de forma».
21 de diciembre de 1993
El segundo proceso de apelación absuelve a todos los imputados. La sentencia será anulada por la incongruencia de la motivación, redactada por el magistrado ponente, que se había opuesto a la absolución (es la llamada «sentencia suicida»).
11 de noviembre de 1995
El tercer proceso de apelación condena otra vez a veintidós años a Sofri, Bompressi y Pietrostefani. El delito de Marino se considera prescrito.
24 de enero de 1997
Dos días después del séptimo veredicto se produce la confirmación de las condenas. Sofri, Bompressi, y una semana más tarde Pietrostefani, que hacía tiempo que vivía en París, se presentan en la cárcel de Pisa.
29 de octubre de 1998
El Tribunal Supremo solicita del Tribunal Superior de Milán la revisión del proceso, pero este último aún no se ha pronunciado al respecto.

Antonio Tabucchi
La gastritis de Platón

La gastritis de Platón es el título paradójico de un libro que nació de las reflexiones de Tabucchi provocadas por un artículo de Umberto Eco en el que se argumentaba que lo único que puede hacer el intelectual cuando su casa se está quemando es llamar a los bomberos. Insatisfecho por este papel de telefonista diligente, Tabucchi introduce —en el club rígidamente institucionalizado de los «intelectuales»— la figura del escritor concebido como intelectual «esporádico» y «clandestino»: socava así, cáusticamente, ese estereotipado icono que se supone sacerdotal o ejecutivo, acaso tolerablemente quejumbroso, pero en cualquier caso siempre doméstico y ornamental. Y reclama el derecho (y el deber) del escritor de indagar con su escritura en «lo que no se da a conocer».
En el texto, Tabucchi se dirige como interlocutor a Adriano Sofri, antiguo líder de las organizaciones izquierdistas «Potere Operatio» y luego «Lotta Continua», condenado a 22 años de cárcel, junto a dos compañeros, como presuntos instigadores del asesinato del comisario Calabrese en 1972. Una sentencia que ha generado considerables polémicas. Al elegir el «caso Sofri» como nudo de una realidad que se pretende formalmente «clara» pero que sustancialmente resulta oscura e inquietante, Tabucchi propone un discurso que es, a la vez, una urgente interrogación y una voz de alarma.

La señorita Narracott, la recepcionista, era una dama de cuarenta y siete años, de generoso busto, peinada a la moda de hacía varios años

La señorita Narracott, la recepcionista, era una dama de cuarenta y siete años, de generoso busto, peinada a la moda de hacía varios años.
Acogió sonriente a Giles, a quien vio en seguida, con la precisión que le permitía una larga experiencia, como «uno de nuestros agradables clientes». Y Giles, que resultaba ser un hombre locuaz y persuasivo cuando se lo proponía, recurrió a una historia bien urdida. Acababa de cruzar una apuesta con su esposa… Él sostenía que la madrina de ésta había estado hospedada en el «Royal Clarence» dieciocho años atrás. Su mujer habíale dicho que no podría probar nunca su afirmación porque seguramente, en el establecimiento, no eran conservados los libros-registros tan antiguos. ¡Qué disparate! Un hotel como el «Royal Clarence» debía de guardarlos todos. Quizá poseía hasta los de hacía un siglo…
—Bueno, no tanto, señor Reed. Nosotros conservamos todos nuestros libros de visitantes, como preferimos llamarlos. En las páginas de muchos de ellos figuran interesantes nombres. Una vez se hospedó aquí el rey, siendo príncipe de Gales, y la princesa Adelmar de Holstein-Rotz solía pasar en este hotel todos los inviernos, con su dama de compañía. Hemos facilitado alojamiento, además, a novelistas famosos, y a artistas como el señor Dovery, el pintor retratista.
Giles correspondió a estas manifestaciones mostrando un gran interés por ellas, un profundo respeto. Y, finalmente, vio frente a él el volumen correspondiente al año que había dicho.
La recepcionista le enseñó varios nombres ilustres. Luego, Giles pasó unas páginas, buscando el mes de agosto.
Sí, seguramente era ésta la anotación que intentaba localizar:
«Comandante Setoun Erskine, y señora, Anstell Manor. Daith, Northumberland, 27 de julio-17 de agosto».
—¿Puedo copiar esto?
—Desde luego, señor Reed. Aquí tiene papel y tinta… ¡Oh! Va usted a utilizar estilográfica. Perdóneme. He de apartarme de aquí un momento.
Giles se quedó solo ante el libro abierto, tomando nota de lo que acababa de leer.
Al regresar a «Hillside» encontró a Gwenda en el jardín inclinada sobre unas plantas.
—¿Ha habido suerte?
—Sí. Creo haber dado con él.
Gwenda leyó la nota:
—«Anstell Manor, Daith, Northumberland». Sí, Edith Pagett dijo Northumberland. ¿Seguirán viviendo allí?
—Tendremos que ir a verlo.
—Sí, sí… Será mejor ir… ¿Cuándo?
—Lo antes posible. ¿Mañana? Cogeremos el coche. El viaje te servirá para que conozcas algunas cosas más de Inglaterra.
—Supongamos que los Erskine han muerto, o que se han ido a vivir a otra parte.
Giles se encogió de hombros.
—Pues entonces regresaremos y seguiremos otras pistas. A propósito, he escrito a Kennedy, pidiéndole que me envíe las cartas que le dirigió Helen cuando se fue… si es que todavía obran en su poder… aparte de una muestra de su escritura.
—Me gustaría mucho establecer contacto con la otra criada, con Lily, la que le puso el lazo a «Thomas»…
—Es curioso que te acordaras de ese detalle, Gwenda.
—Sí, ¿verdad? Y recuerdo también perfectamente a «Tommy». Era negro, con algunas manchas blancas, y tuvo tres gatitos adorables.
—¿Cómo puede ser eso? ¿«Thomas»?
—Bueno, se le llamaba «Thomas», pero resultó ser «Thomasina». Ya sabes lo que pasa con los gatos. En cuanto a Lily… ¿Qué habrá sido de ella? Al parecer, Edith Pagett no volvió a saber más de esta mujer. Tras lo sucedido en «Santa Catalina» se colocó en Torquay. Creo que escribió una vez o dos… A Edith le contaron que se había casado, no sabe con quién. Si pudiéramos localizarla nos enteraríamos de bastantes detalles más.
—¿Has pensado, asimismo, en Layonee, la chica suiza?
—Bueno, era una extranjera al fin y al cabo y no captaría muy bien lo que sucedía aquí. He de decirte que no me acuerdo en absoluto de ella. Tengo la impresión de que Lily puede sernos muy útil. Lily era una chica avispada… ¿Por qué no ponemos otro anuncio, Giles? Destinado a ella, por supuesto. Se llamaba Lily Abbott.
—Sí. Daremos ese paso. Y mañana nos trasladaremos al Norte, a ver qué podemos averiguar por mediación de los Erskine.

Agatha Christie
Un crimen dormido
Miss Marple 

Poco después de que Gwenda se mudara a su nueva casa, comenzaron a suceder cosas extrañas. A pesar de sus esfuerzos por modernizar la vivienda, lo único que consigue es desenterrar el pasado que duerme entre sus paredes. Aún peor, comienza a sentir un terror irracional cada vez que sube las escaleras…
Presa del pánico, Gwenda decide acudir a la señorita Marple para exorcizar sus fantasmas. Juntas deberán resolver un crimen «perfecto», cometido hace ya demasiado tiempo…

Los diputados de la nueva Cámara habían llegado a París

Los diputados de la nueva Cámara habían llegado a París: de los doscientos veintiuno, doscientos dos habían sido reelegidos; la oposición contaba con doscientos setenta votos; el Gobierno, con ciento cuarenta y cinco: el partido de la Corona estaba, pues, perdido. El resultado natural era la dimisión del Gobierno: Carlos X se obstinó en desafiarlo todo, y se decidió el golpe de Estado.
Partí para Dieppe el 26 de julio, a las cuatro de la tarde, el mismo día en que se promulgaron las reales ordenanzas. Estaba bastante alegre, encantado de volver a ver pronto el mar, y me siguió, a algunas horas de distancia, una espantosa tormenta. Cené y pasé la noche en Ruán sin saber nada, lamentando no poder ir a visitar Saint-Ouen, y arrodillarme delante de la hermosa Virgen del museo, en recuerdo de Rafael y de Roma. Llegué al día siguiente, 27, a Dieppe, hacia el mediodía. Me hospedé en el hotel en el que el conde de Boissy, mi antiguo secretario de legación, me había reservado una habitación. Me vestí y fui a ver a madame Récamier. Ésta ocupaba un aposento cuyas ventanas daban a la playa. Pasé allí unas horas charlando y contemplando las olas. He aquí que de repente se presenta Hyacinthe, trayéndome una carta que había recibido monsieur de Boissy, y que anunciaba las reales ordenanzas con grandes elogios. Al cabo de un momento, entra mi viejo amigo Ballanche; acababa de bajar de la diligencia llevando en la mano los periódicos. Abrí el Moniteur y leí, sin dar crédito a lo que veían mis ojos, los documentos oficiales. ¡De nuevo un Gobierno que se arrojaba de motu proprio desde lo alto de las torres de Notre-Dame! Le dije a Hyacinthe que pidiera que engancharan los caballos, a fin de salir de regreso para París. Volví a montar en el coche, hacia las siete de la tarde, dejando a mis amigos en plena ansiedad. Hacía un mes que corrían algunos rumores sobre un golpe de Estado, pero nadie había hecho caso de ellos, pues parecían absurdos. Carlos X había vivido de las ilusiones del trono: se forma en torno a los príncipes una especie de espejismo que los engaña desplazando el objeto y haciéndoles ver en el cielo paisajes quiméricos.
Me llevé el Moniteur. En cuanto se hizo de día, el 28, leí, releí y comenté las reales ordenanzas. El informe al rey que servía de preámbulo me asombraba por dos razones: las observaciones sobre los inconvenientes de la prensa eran acertadas; pero al mismo tiempo el autor de estas observaciones daba muestras de una ignorancia supina sobre el estado de la sociedad del momento. Sin duda, los ministros, desde 1814, pertenecieran al partido que pertenecieran, se han visto hostigados por los periódicos; sin duda, la prensa tiende a subyugar a la soberanía, a forzar a la monarquía y a las Cámaras a obedecerla: sin duda, en los últimos días de la Restauración, al no hacer caso más que a su pasión, atacó, sin mirar por los intereses y el honor de Francia, la expedición de Argel, desarrolló las causas, los medios, los preparativos, las probabilidades de un fracaso; divulgó los secretos sobre el armamento, informó al enemigo del estado de nuestras fuerzas, hizo un cálculo de nuestras tropas y barcos, indicó incluso el lugar de desembarco. ¿Habrían puesto el cardenal de Richelieu y Bonaparte Europa a los pies de Francia, si hubieran revelado de antemano sus negociaciones o indicado las etapas de sus ejércitos?
Todo esto es cierto y detestable; pero, ¿y el remedio? La prensa es un elemento antaño ignorado, una fuerza desconocida en otro tiempo, introducida ahora en el mundo; es la palabra en estado de rayo; es la electricidad social. ¿Se puede evitar que exista? Cuanto más se pretenda oprimirla, más violenta será la reacción. Hay que resignarse, pues, a convivir con ella, como se convive con la máquina de vapor. Hay que aprender a servirse de ella, haciendo que deje de ser peligrosa, ya debilitándola paulatinamente mediante una habituación a ella, ya adaptando gradualmente vuestras costumbres y vuestras leyes a los principios que regirán en adelante a la Humanidad. Una prueba de la impotencia de la prensa en determinados casos la tenemos en el reproche mismo que le hacéis con respecto a la expedición de Argel; se tomó Argel pese a la libertad de prensa, del mismo modo que yo declaré la guerra a España en 1823 bajo el fuego más intenso de esta libertad.
Pero lo que resulta intolerable en el informe de los ministros es la descarada pretensión de que el REY TIENE UN PODER PREEXISTENTE A LAS LEYES. ¿Qué significan, entonces, las constituciones? ¿Por qué engañar a los pueblos mediante simulacros de garantía, si el monarca puede cambiar a su antojo el sistema de gobierno establecido? Y, sin embargo, los firmantes del informe están tan convencidos de lo que dicen que apenas si citan el artículo 14, en cuyo favor había yo anunciado hacía mucho tiempo que se confiscaría la Carta; lo recordaban, pero de memoria nada más, y como algo legalmente superfluo que no necesitaban.
La primera real ordenanza establece la supresión de la libertad de prensa en sus diversos aspectos; es la quintaesencia de todo cuanto se había elaborado desde hacía quince años en el gabinete negro de la policía.
La segunda real ordenanza modifica la ley electoral. Así, las dos primeras libertades, la libertad de prensa y la libertad electoral, eran extirpadas de raíz; lo eran, no por un acto inicuo y no obstante legal, emanado de un poder legislativo corrupto, sino de unas reales ordenanzas, como en tiempos de la voluntad arbitraria. Y cinco hombres que no carecían de buen sentido se precipitaban, con una ligereza sin par, ellos, su señor, la monarquía, Francia y Europa, al abismo. Yo ignoraba lo que pasaba en París. Deseaba que una resistencia, sin derrocar el trono, obligara a la Corona a destituir a los ministros y a retirar las reales ordenanzas. En el caso de que éstas triunfaran, estaba decidido a no someterme a ellas, a escribir, a hablar contra estas medidas inconstitucionales.
Aunque los miembros del cuerpo diplomático no influyeron de forma directa en las reales ordenanzas, las favorecieron con sus requerimientos; la Europa absolutista tenía horror a nuestra Carta. Cuando la noticia de las reales ordenanzas llegó a Berlín y a Viena, y cuando durante veinticuatro horas se creyó en su éxito, monsieur Ancillon exclamó que Europa estaba salvada, y monsieur de Metternich dio muestras de una alegría indecible. Pronto, tras haber conocido la verdad, este último se sintió tan consternado como encantado se había sentido antes: declaró que se había equivocado, que la opinión pública era decididamente liberal y que se hacía ya a la idea de una Constitución austríaca.
Los nombramientos de consejeros de Estado que siguen a las reales ordenanzas de Julio arrojan cierta luz sobre las personas que, en las antecámaras, pudieron, mediante sus opiniones o su participación en la redacción, prestar ayuda a las reales ordenanzas. Vemos en ellos los nombres de hombres de lo más opuestos al sistema representativo. ¿Fue en el mismo gabinete del rey, ante los ojos del monarca, donde se redactaron esos documentos funestos? ¿Fue en el gabinete de monsieur de Polignac? ¿Fue en una reunión exclusivamente de ministros, o bien asistidos por algunas buenas cabezas anticonstitucionales? ¿Fue en los Plomos,[32] en alguna sesión secreta de los Diez, donde se redactó el borrador de estas reales ordenanzas de Julio, en virtud de las cuales la monarquía legítima fue condenada a verse estrangulada en el Puente de los Suspiros? ¿Era la idea de monsieur de Polignac nada más? Es algo que la historia quizá no nos revele nunca.
Al llegar a Gisors, me enteré del levantamiento de París, y oí conversaciones alarmantes; éstas probaban hasta qué punto la Carta había sido tomada en serio por las poblaciones de Francia. En Pontoise, se tenían noticias más recientes aún, pero confusas y contradictorias. En Herblay, no había caballos de posta. Esperé cerca de una hora. Me aconsejaron que evitara Saint-Denis, porque encontraría barricadas. En Courbevoie, el postillón se había despojado ya de su traje de botones flordelisados. Se había disparado por la mañana contra una calesa que él conducía a París por la avenida de los Campos Elíseos. En consecuencia, me dijo que no me llevaría por esa avenida, y que iría a buscar, a mano derecha de la barrera de l’Etoile, la barrera del Trocadero. Desde esta barrera se descubre París. Vi allí ondeando la bandera tricolor; juzgué que no se trataba de un tumulto, sino de una revolución. Tuve el presentimiento de que mi papel iba a cambiar: que, habiendo acudido para defender las libertades públicas, me vería obligado a defender a la monarquía. Se alzaban aquí y allá nubes de humo blanco entre grupos de casas. Oí algunos cañonazos y fuego de mosquetes mezclados con toques a rebato. Me pareció que veía caer el viejo Louvre desde lo alto de la meseta desierta destinada por Napoleón a servir de emplazamiento al palacio del Rey de Roma. El lugar de observación ofrecía una de esas consolaciones filosóficas que una ruina comunica a otra ruina.
Mi coche bajó la cuesta. Atravesé el puente de Iéna y subí por la avenida pavimentada que corre a lo largo del Campo de Marte. Todo estaba solitario. Encontré un piquete de caballería situado ante el enrejado de la Escuela Militar; los hombres parecían tristes y como olvidados allí. Tomamos por el bulevar de Les Invalides y el bulevar Montparnasse. Vi a algunos paseantes que miraban con sorpresa un coche conducido como si fuera una silla de posta en tiempos normales. El bulevar de Enfer estaba obstruido por unos olmos cortados.
En mi calle, mis vecinos me vieron llegar con alegría: les parecía una protección para el barrio. Madame de Chateaubriand estaba contenta y alarmada a un tiempo por mi regreso.
El jueves por la mañana, 29 de julio, le escribí a madame Récamier, a Dieppe, esta carta que prolongué con unas posdatas:
«Jueves por la mañana, 29 de julio de 1830
Le escribo sin saber si mi carta le llegará, pues los correos ya no salen.
»He entrado en París en medio del cañoneo, la fusilería y los toques a rebato. Esta mañana, sonó de nuevo el rebato, pero no he oído disparos de fusil; parece que la cosa se organiza, y que la resistencia proseguirá en tanto las reales ordenanzas no sean revocadas. ¡Éste es el resultado inmediato (sin hablar del resultado definitivo) del perjurio en que los ministros han hecho incurrir, al menos en apariencia, a la Corona!
»La guardia nacional, la Escuela Politécnica han estado mezcladas en ello. No he visto todavía a nadie. Puede imaginarse el estado en que he encontrado a madame de Ch… Las personas que, como ella, presenciaron el 10 de agosto y el 2 de septiembre se han quedado con la impresión del terror. Un regimiento, el 5.º de línea, se ha pasado ya del lado de la Carta. Monsieur de Polignac es sin duda muy culpable de ello; su incapacidad es una mala excusa; cuando falta el talento la ambición es un crimen. Dicen que la corte está en Saint-Cloud, y presta para partir.
»No le hablo de mí; mi situación es penosa, pero clara. No traicionaré ni al rey ni a la Carta, como tampoco al poder legítimo ni a la libertad. No tengo, por tanto, nada que decir ni que hacer; sólo esperar y llorar por mi país. Dios sabe ahora lo que va a suceder en provincias: se habla ya de la insurrección de Ruán. Por otra parte, la Congregación armará a los chuanes y a la Vendée. ¡De qué poco dependen los imperios! Una real ordenanza y seis ministros sin genio o sin virtud bastan para hacer del país más tranquilo y floreciente el más turbulento y desgraciado.»
«Mediodía
El fuego se reinicia. Parece que se ataca el Louvre donde las tropas realistas se han atrincherado. El barrio en que vivo comienza a insurreccionarse. Se habla de un gobierno provisional cuyos jefes serían el general Gérard, el duque de Choiseul y monsieur de La Fayette.
»Es probable que esta carta no salga, al haber sido declarado el estado de sitio en París. Es el mariscal Marmont quien manda las tropas del rey. Dicen que ha muerto, pero no lo creo. Trate de no inquietarse en exceso. ¡Dios la proteja! ¡Volveremos a vernos!»
«Viernes
Esta carta fue escrita ayer; no ha podido salir. Todo ha acabado: la victoria popular es completa; el rey cede en todos los puntos; pero mucho me temo que ahora se vaya mucho más allá de las concesiones de la Corona. He escrito esta mañana a Su Majestad. Por lo demás, tengo para mi futuro un plan completo de sacrificios que me gusta. Charlaremos de él cuando haya llegado usted.
»Ahora mismo voy a llevar esta carta al correo y a dar una vuelta por París.»

François-René de Chateaubriand
Memorias de ultratumba

Epopeya extraordinaria de unos tiempos convulsos que François de Chateaubriand vivió como testigo y protagonista, las “Memorias de ultratumba” son un documento literario atemporal. Melancólico y desengañado, aristócrata que presenció la Revolución Francesa, que viajó a la joven República americana y conoció el esplendor y la falsía del Imperio napoleónico, así como la Restauración, Chateaubriand fue un hombre polifacético, hábil y vehemente, cuyas “Memorias” —«un templo de la muerte erigido a la luz de mis recuerdos»— nacieron como confrontación personal con la Historia, como revancha contra el tiempo. Un escritor maravilloso y de culto capaz de construir, como el profesor Fumaroli dice en el prólogo redactado para esta edición, «una reflexión profunda, de una actualidad sobrecogedora y de un alcance universal, sobre la era democrática inaugurada por la Revolución Americana y por la Revolución Francesa, sobre las grandes esperanzas que ella hizo nacer, sobre los peligros que llevaba en germen, y sobre las pruebas insólitas a las que exponía, en su expansión mundial, la libertad y la humanidad misma del hombre.»

Mire el 25 de julio: seis minutos y nueve segundos

Continué mi lectura de Rob Roy mientras el marinero seguía arrojando la sonda. «Usted debe recordar bien a mi padre; como usted era miembro de la casa mercantil, lo conoció desde niño. Pero no lo vio en sus mejores días, antes de que los años y los achaques doblegaran su ardiente espíritu de empresa y cálculo». Pensé en mi padre tendido en la bañadera con la ropa puesta (como después lo tenderían en su ataúd de Boulogne) y dándome sus instrucciones imposibles de cumplir. Y me pregunté por qué sentiría afecto hacia él, mientras no sentía ninguno hacia mi intachable madre, que me había educado con rígido esmero y me había conseguido mi primer empleo en el banco. Nunca había construido el pedestal en el jardín. Y antes de irme, había tirado la urna vacía. De pronto volvió a mí el recuerdo de una voz enfurecida. Me había despertado, como solía ocurrirme, con el temor de haber quedado abandonado en la casa incendiada. Había salido de la cama para ir a sentarme en el último escalón, tranquilizado por la voz que subía. Poco me importaba su furia: la voz estaba allí, y yo no estaba solo, y la casa no olía a incendio. «Vete, si quieres», decía la voz, «pero yo me quedaré con el niño».
Una voz baja y serena, que reconocí como la de mi padre contestó:
—Yo soy su padre.
Y la mujer que para mí era mi madre contestó como una puerta que se cierra de golpe:
—¿Y quién puede decir que yo no soy su madre?
—Buenos días —dijo O’Toole, sentándose junto a mí—. ¿Ha dormido bien?
—Sí. ¿Y usted?
Sacudió la cabeza.
—Me lo pasé pensando en Lucinda —dijo.
Tomó su libreta y se puso a escribir sus misteriosas columnas de cifras.
—¿Sigue con su investigación? —pregunté.
—Oh, este no es asunto oficial.
—¿Ha hecho una apuesta sobre la velocidad del barco?
—No, no. No me gusta apostar. Nunca he hablado de esto con nadie, Henry —agregó, con una de sus habituales miradas de melancolía y ansiedad—. A mucha gente le parecería algo muy cómico. La verdad es que cuento los segundos mientras orino. Después anoto el tiempo que me ha tomado y la hora. ¿Se da cuenta de que pasamos más de un día por año orinando?
—Qué barbaridad —dije.
—Puedo probárselo, Henry. Mire.
Abrió su libreta y me mostró una página. Las anotaciones eran más o menos estas:

28 de julio
7,15  0,17
10,45 0,37
12,30 0,50
13,15 0,32
13,40 0,50
14,05 0,20
15,45 0,37
18,40 0,28
10,30 Olvidé tomar el tiempo
4 minutos y 31 segundos

—No hay que multiplicar por siete —dijo—. El resultado es media hora por semana. Veintiséis horas por año. Desde luego, la vida en un barco no es la normal. Se bebe más entre comidas. Y la cerveza es muy diurética. Mire este tiempo, aquí… un minuto y cincuenta y cinco segundos. Es más que lo corriente, pero yo me había despachado dos gins. Hay muchas otras variaciones que también he tomado en cuenta. Y en adelante, registraré la temperatura. Mire el 25 de julio: seis minutos y nueve segundos, inc. (es la abreviatura de incompleto: salí a comer en Buenos Aires y olvidé mi libreta). Y aquí está el 27 de julio: solo tres minutos y doce segundos en total, pero si usted recuerda, ese día hubo un viento muy frío del sur y salí a comer sin mi abrigo.
—¿Ha llegado a alguna conclusión? —pregunté.
—Esa no es mi tarea. No soy experto. Solo recojo los hechos y los datos que parecen tener importancia, como por ejemplo el gin y el tiempo. A otros corresponde sacar conclusiones.
—¿Y usted es un individuo término medio?
—Sí. Estoy completamente sano, Henry. Tengo que estarlo, en mi trabajo. Me tienen al trote sin parar…
—¿La CIA?
—No bromee, Henry. No es posible que crea a esa chiquilina.
Al pensar en ella, enmudeció, apoyando el mentón en la mano. Una isla en forma de cocodrilo gigantesco flotó corriente abajo con el hocico extendido sobre el agua. Barcos pesqueros de un verde desvaído bogaban a favor de la corriente con más velocidad de la que conseguían nuestras máquinas en contra de la corriente. Pasaban rápidos como pequeños autos de carrera. Cada pescador estaba rodeado de pedazos de madera flotante a los cuales aseguraban las líneas. Hacia el brumoso interior se ramificaban ríos más anchos que el Támesis en Westminster, pero no parecían ir a ninguna parte.
—¿De veras se llama Tooley ahora?
—Sí, Tooley.
—Me pregunto si se acordará de mí, de cuando en cuando —dijo con una especie de dudosa esperanza.

Graham Greene
Viajes con mi tía

Viajes con mi tía, que según el mismo Graham Greene es un libro triste, e incluso trágico, que trata de la muerte y de las diversas actitudes que pueden adoptarse ante ella, es también una novela extraordinariamente cómica, de aventuras a menudo desopilantes.
Henry Pulling, jubilado, soltero, vive dedicado al cultivo de las dalias en un pueblo inglés. El encuentro con la tía Augusta, de 75 años, bebedora, viajera, que se gana la vida en negocios poco claros y que tiene un joven amante negro, trastorna por completo el ordenado sistema de vida de Henry. La tía Augusta revela ante todo a Henry que no es hijo de su madre, y que su padre no era el hombre serio y prudente que aparentaba ser.
Arrastrado al vértigo de los viajes por esta mujer desenvuelta y excéntrica, Henry se libera de sí mismo, de todos los prejuicios y ataduras del pasado, y renace a una vida nueva.

24 de julio de 1937

Al conde Wiser, Bad Eilsen
24 de julio de 1937
Cuando un chino desea dirigirse a un interlocutor de una manera que sus palabras expresen a la vez simpatía y estimación, ternura y respeto, le dice «mi hermano mayor».
Este es el tratamiento que quisiera darle en este día, siempre y cuando no lo considere una impertinencia. Una salud tolerable con pocos trastornos, vigor y entusiasmo para el trabajo y en el corazón la serenidad con la que una persona que siempre ha estado empeñada en aspirar a la perfección puede contemplar el curso del mundo al llegar a su vejez. Yo creo que no sólo debe contemplar con esta serenidad el curso del mundo, sino también el más allá y las diversas concepciones e ideas sobre la materia. Yo no creo que vayamos a perdernos en la nada. Del mismo modo creo que nuestros esfuerzos y zozobras por aquello que nos pareció bueno y justo no fueron en vano. Puedo imaginar por cierto muchas cosas acerca de las formas en que el todo nos anima y conserva partes, pero no admitir una opinión sustentada de manera dogmática. La fe es confianza, no ansias de saber.
Le saluda cordialmente y le desea todo lo mejor, su agradecido amigo H. H.
Le ruego transmitir mis saludos a su apreciada esposa.

Hermann Hesse
Cartas escogidas


«He escrito muchos millares de cartas, sin pensar en guardar copia de ellas. No fue sino a partir de 1927, en colaboración con mi mujer, cuando comenzamos a guardar ocasionalmente cartas cuyo contenido nos pareció relevante o en las cuales encontramos formulado con particular precisión un problema de interés general».
Así escribió Hermann Hesse en 1951, en el epílogo para la segunda edición alemana de este volumen. En el ínterin, a varios años de su muerte, se ha podido valorar la magnitud de su correspondencia. Hesse contestó más de treinta mil cartas. A partir de ese inmenso material de valor inapreciable se ha hecho la presente selección, iniciada por el propio Hermann Hesse. Contiene esencialmente las cartas en que el autor se pronuncia respecto de problemas de su época, las relaciones conflictivas entre el individuo y la sociedad, cuestiones de política, religión, arte y psicología. Cartas escogidas es, así, un documento fundamental para abarcar el pensamiento de Hermann Hesse e iluminarlo en la multitud de sus facetas.


y sus cuentos poblaban nuestro mundo de califas que se ahogaban en aljibes verdes como bostezos

Volviendo al abuelo Francisco —siempre, al fin y al cabo, volvíamos a él—, para Estefanía y Palinuro, y también para el primo Walter que a veces venía de Europa o de su casa de campo a pasar un fin de semana con sus primos—, el abuelo Francisco sí que era un rey, muy aparte de su nombre sonoro y muy aparte de haber nacido, como lo juraba, en Bagdad: también por ser tan gordo y tan magnífico, con tantos kilos y bacanales a cuestas, y con velámenes y plantaciones de tabaco que lo seguían por los caminos de su historia tras la silla de ruedas que usaba para ir de la Revolución al Senado y de Nueva Orleáns a la Decena Trágica, o simplemente para ir de la mesa donde desayunaba al escritorio donde escribía sus cartas y del escritorio donde escribía sus cartas a la mesa donde jugaba pókar y de la mesa donde jugaba pókar al secreter donde escribía sus memorias y del secreter donde escribía sus memorias a la mesa donde nos contaba cuentos; y sus cuentos poblaban nuestro mundo de califas que se ahogaban en aljibes verdes como bostezos, de puentes de puro brillo que mediaban entre dos tierras abismadas en negruras insolubles y de barcos en que toda la tripulación se había muerto de una peste milagrosa y navegaban por el mar y por las leyendas como cementerios lentos. Todo esto era necesario para hacer de él el abuelo más grande y memorable y sólo más tarde delimitar sus regiones, interiorizar en la alfombra de su cuarto para descubrir el águila de una moneda perdida y abrir el cajón de su buró para encontrar unas grageas con que restañar el hipo. Y más tarde aún, muchos años después, asomarse al espejo ropero, al enorme y sinuoso espejo donde se podía fondear la desaparición de una criatura: el mismo Palinuro en la edad en que comenzaba a nacer la curiosidad por los escarceos eróticos de sus padres, y que él hubiera podido espiar desde un tragaluz o imaginar desde el fondo de una conciencia menos luminosa pero más transparente, y que fue sustituida por el aprendizaje lento de la falsificación y del lenguaje de las inversiones: el príncipe que se transforma en pez, el guijarro que se vuelve meteoro. Era la edad, también, en que encima de su cuna colgaba un ángel de porcelana que le servía de piloto a través de infiernos y paraísos que eran como cajas de sorpresas, y la edad en que comenzó a dibujar y descubrió que el trazo de una Rosa de los Vientos o de la grupa de una ceiba podía encerrar para su prima Estefanía la grandeza de sus días. Ella, que se sentaba a su lado, que se asombraba de su destreza y que le agradecía que fuera su primo, que estuviera con ella, que le hablara en ese lenguaje de efluvios lentos capaz de sujetar un lirio a un contorno imaginativo, o de incorporarla a ella, Estefanía, al mundo de los claroscuros. «Muy bien, muy bien», dijo el abuelo Francisco cuando Palinuro le enseñó el retrato de Estefanía bajo un árbol. «Qué es lo que vas a ser tú cuando seas grande, ¿un artista? ¿un pintor?» Palinuro le dijo que sí a su abuelo y le preguntó qué es lo que iba a ser él cuando fuera chico. «Ahhh… Mmmm… cuando yo sea chico —le contestó el abuelo Francisco— déjame ver… cuando yo sea chico, sí claro, eso es: cuando yo sea chico, voy a ser un niño como tú, con tus años, tus ojos y tus fiestas.» «¿Y cuándo seas más chico todavía?» «Ah, pues cuando sea más chico todavía, voy a tener la edad que tú tenías cuando naciste.» «¿Cuántos años tenía yo cuando nací, abuelo?» «Bueno, años no. Tenías menos de un año. Incluso menos de un mes, menos de una semana, menos de un día. Con decirte que ni siquiera habías cumplido una hora o un minuto, y ni siquiera un segundo… Pero en cuanto naciste… ¡Dios mío, en cuanto se nace el tiempo se le echa encima a uno, y ya nunca lo deja en paz a ninguna hora del día!» «¿Y cuántos años vas a tener cuando te mueras, abuelo?» «Bueno, exactamente no sé, pero estoy seguro que serán bastantes, porque ya los tengo. Incluso a veces me parece que tengo muchos más, a pesar de que mi padre siempre me dijo que había yo perdido varios años. Y como te decía, además, cuando me muera, tendré también varios meses y varias semanas y días. Esto, si no muero en mi cumpleaños, y si sí me muero en mi cumpleaños, de todos modos tendré también varios minutos y varios segundos y décimas de segundo y millonésimas de segundo, y así hasta la eternidad, porque yo le prometí a tu abuela Altagracia que mi muerte, aunque corra más rápido que Aquiles, nunca me alcanzará mientras esté vivo: esto me lo enseñó un gringo viejo que conocerás después.» «¿Y qué es lo que guardas en tu ropero, abuelo?» «¿En mi ropero? Ah, en mi ropero hay muchísimas cosas. Por ejemplo mis prismáticos que están hasta arriba, en lo más inexpugnable del ropero, y desde allí contemplan la Revolución. Pero los puse al revés, para que la vean en miniatura en vista de que está tan lejos. En mi ropero, también, hay otras cosas que te voy a contar me prometes no decírselo a nadie. Ven, siéntate acá conmigo y escucha: en mi ropero hay tres soldados que están escondidos desde los tiempos de la Revolución, desde antes que Venustiano Carranza fuera asesinado en Tlaxcalantongo. Uno es un capitán muy joven, casi un muchacho. Tiene un uniforme verde olivo agujereado en una pierna del pantalón, y en el hombro los zarpazos de oro que ganó en el Pacto de la Ciudadela. El otro es un mayor que se encontró una estrella en los flancos anaranjados de El Rellano y se la puso en la gorra con el permiso de mi general Villa. El tercero es un coronel, algo viejo y muy flaco, que guardó como recuerdo su fusil Rexer y después se retiró del ejército para dedicarse sólo a la política. Por la noche, cuando todos están dormidos, yo abro la puerta del ropero para que salgan. Tomamos unos tragos mientras se les desarruga el uniforme y luego caminamos por el jardín para que estiren un poco las piernas. Se afeitan después, sobre todo si han pasado varios días sin que me acuerde de ellos: ten en cuenta que les crecen veintitantos metros diarios de barba. Pero esto no quiere decir que se les salga del ropero y se les enrede en las piernas, en las espadas, en los rosales y en los trolebuses, no: veintitantos metros es el largo total de la suma según calculamos el otro día que estábamos muy aburridos de todos los miles y miles de pelitos que les salen a cada uno. Se ponen después agua de colonia para quitarse el olor a naftalina, y nos sentamos a platicar. ¿Que de qué platicamos? De todo, porque el que no fue cadete en una academia militar y visitó West Point, como el capitán, fue un libertino, como el mayor, o un masón, como el coronel; así que nuestras pláticas, lo mismo que yo de una mesa a otra, van como un columpio, de las batallas a las muchachas del trópico que fuman cigarros color violeta con boquillas doradas, y vuelven a las batallas, y vuelven a las muchachas y vuelven a las batallas. O a veces, simplemente, raptamos a las muchachas y nos las llevamos a las batallas, y amarramos el columpio a un árbol, como si fuera un cabello, para usarlo en caso de emergencia. Pero también otras veces el capitán, el mayor y el coronel se van a visitar al Gran Arquitecto, y se regresan en ferrocarril a Sonora, donde encienden un gran vivaque mientras cae la nieve. Luego nos ponemos a jugar pókar en la mesa donde juego pókar. Al capitán le gustan las espadas; qué quieres: está muy joven, acaba de leer a Von Clausewitz y apenas ayer participó en la carga de los seis mil dragones en Paredón. El mayor prefiere las copas: ya pasada la Revolución, hay que despreocuparse y hacer lo que tu tío Austin, o lo que hacía el mayor: tomar el barco Siboney para Nueva Orleáns, beber al ritmo creciente de las mareas azules y jugar en los casinos que brotan de pronto en alta mar como las islas Espórades. Ah, cada vez que me entero que un viajero ilustre pierde hasta la camisa y salta por la borda de su vida para convertirse en calamar impreso, me acuerdo de los salones de juego donde engordaba yo a mis vellocinos de oro: qué no diera yo por vivir otra vez esos tiempos, con esas muchachas de cabezas arrebatadas en blondas o en trenzas negras: si tú hubieras amado a Patty O’Hara, la irlandesa, que cuando la conocí también me vio cara de adivino, como tú me la has visto, y me preguntó si yo podía leerle su destino en las manos. Y yo le enseñé mis manos mexicanas de ferrocarrilero, de presidente municipal, de capitán y de mayor, que olían a pólvora y a papel carbón y le dije que su destino no estaba en sus manos sino en las mías. Y entonces… Ah, pero esas son manzanas de otro costal. Y ahora, volvamos a nuestro juego: el coronel, desde luego, guarda los oros en las mangas de su uniforme y no sólo porque se siente un poco viejo y avaro, sino también porque tiene que financiar su campaña para gobernador del Estado y quiere comprarse un escritorio para guardar sus memorias, una casa para guardar el escritorio y un jardín para guardar la casa. Y yo, claro, que ya no me interesan las espadas, que me he quedado sin oros y que me hacen daño las copas, me reservo los bastos para darles de palos a todos. Pero antes de ponernos a jugar bajamos las persianas, corremos las cortinas y cerramos las contraventanas y las contrapersianas, por si nos pesca el amanecer: hace tantos años que no salen a la calle, que si les diera la luz del sol, se volverían polvo y nos costaría mucho trabajo barrerlos, imagínate, tendríamos que invitar a nuestros amigos para que nos ayudaran a barrer: a don Próspero, al vendedor de lotería, al general que tiene un ojo de vidrio, y luego, ¿cómo sabríamos cuál es el polvo de cada quién? Senador, me dice el capitán todas las noches, tengo tres caballos de espadas. Y yo le contesto: pues en esos tres caballos van a cabalgar mis tres reyes de bastos. ¿Que si yo gano siempre? Mira: el mayor le gana al capitán, es una orden. El coronel le gana al mayor, es otra orden. Y luego llego yo y les gano a todos. Pero no por eso creas que soy rico. Hace un buen tiempo que les gané el poco dinero que tenían y comenzaron a apostar otras cosas para seguir jugando y no fastidiarnos con nuestras historias. El coronel, que había sido un hombre muy gordo desde que era mayor, me apostó todos los kilos que había subido gracias a las comilonas políticas que organizaba en el Prendes, y a los desayunos del Hotel Waldorf de Nueva York en que por lo menos se comía media docena de huevos, y un hot-cake elevado al cubo. Y por eso me ves ahora con esta barriga que parece un barril elástico y donde guardo siempre mis reservas de risa. Por eso, también, necesito una tina tan grande para bañarme como lo hago cada sábado sin falta, a menos que el sábado sea un 23 de julio, que es el aniversario de la muerte de uno de mis hijos, que se cayó en esa tina y se ahogó cuanto tenía cuatro años, y no me baño, te digo, porque cada 23 de julio tu abuela Altagracia llena la tina de flores. Por su parte el mayor, que había coleccionado las cartas de sus amantes, también las fue perdiendo. Perdió poco a poco todas las de Patty O’Hara y una vez, con un par de ases, yo mismo le gané al mayor una carta de amor escrita en papel azul y con perfume de Myrurgia, donde Francine, que era francesa como su nombre lo decía, amenazaba al mayor con injertarse en una mejilla una lágrima de cristal si el mayor no volvía a Tampico. Un sábado en la noche el mayor perdió, contra cuatro damas de bastos, una carta que venía en un sobre donde tu abuela Altagracia le juraba amor eterno al capitán. Porque esa carta primero fue del capitán, que la perdió con el mayor. Ah, el pobre capitán, que al fin no tenía otra cosa que apostar sino sus recuerdos, también los perdió uno por uno. Últimamente se estaba quedando muy callado y muy triste porque ya no tenía abuelos, ni perros, ni novias, ni batallas de qué hablar: resultaba que el mayor, además de ser capitán, había hecho la primera comunión del capitán; que el coronel era hijo único de la mamá del capitán, y que yo tenía en la pierna la cicatriz de la bala que le habían metido al capitán. Nos dio tanta pena, que quisimos regresarle unas apuestas, pero como no se acordaba de ellas nos dijo que no eran suyas. Me parece que lo mejor será que se invente otra infancia, otra academia militar y otros amigos: ya ni de sus amigos se acuerda, ya no se acuerda de nada, y a veces me da miedo de que no se acuerde de que está vivo y se nos muera. Ahora, te voy a enseñar. Pero antes corre las cortinas…» Y el abuelo Francisco puso El Danubio Azul en el gramófono, rodó su silla hasta el ropero, le dio vuelta a la llave, golpeó tres veces el suelo con su bastón, como un ujier, y las puertas comenzaron a abrirse, y se abrieron lentamente, como las puertas de una ciudad sitiada y vencida; como las puertas de Troya, como las puertas de Cartago, como las puertas de Celaya se abrieron al empuje de los dorados de Villa, y allí, dentro del ropero del abuelo, estaban los uniformes y los paquetes de cartas descoloridas y el fusil del coronel y los recuerdos del capitán. «Mira, dijo el abuelo. Miren, niños: así era el capitán cuando tenía quince años, como Dick Sand. Y así era cuando tenía tres años y el pelo largo: todavía lo vestían como niña porque así se usaba. Esta fotografía es de la madre del capitán y está rodeada de una guirnalda de sus flores favoritas: las camelias. Ella era alta y tenía los ojos azules como tú, Estefanía, o como el cielo de su tierra, Castilla. De ella heredó tu madre Clementina el don de silbar como un ángel las arias de Don Juan y del Bajá Selim. Qué digo como un ángel: como Emilia Leovalli, como Diana Durbin, como Al Jolson. Ni los corsés de barbas de ballena pudieron ahogar el mirlo que tenía en el pecho desde que era una niña no más alta que la paciencia de su madre… ¡Ah!… Y ésta, ésta es la primera espada que le dieron en la academia al capitán. Y aquí está con su novia en el Parque de La Piedad; como ves, su novia sería igualita a tu abuela Altagracia, si no fuera tan distinta… ¡Han pasado tantos años! Y estos son los libros de Julio Verne que leyó el capitán. Cuando aprendas a leer serán tuyos y viajarás con Héctor Servadac en un cometa, y por la noche acompañarás a los músicos que tocan por las calles de la Isla de Hélice.» El abuelo Francisco encendió un puro y escupió un camafeo en el bacín de latón dorado. «Me parece —dijo—, que es al capitán al que más quiero de mis amigos.» «¿Y un día me vas a contar lo de la bala en la pierna, abuelo?», le preguntó Palinuro. «Sí, sí, el día en que menos lo pienses.» «¿Y lo mismo me vas a contar cómo nací yo, abuelo?» «Sí, sí, claro, también el día en que menos lo pienses.»

Fernando del Paso
Palinuro de México


«Los Ulises de Homero y Joyce son como parientes cercanos de este inmenso poema sobre el amor, la muerte y el cuerpo humano.» Libération Palinuro, eterno estudiante de medicina, procede de una familia excéntrica entre cuyos extraños miembros se encuentran el tío Esteban, que huyó de Hungría durante la Gran Guerra y atravesó el mundo hasta llegar a México; el abuelo Francisco, que fue masón y antiguo compañero de Pancho Villa; el tío Austin, un ex marine británico… Y Estefanía, prima hermana de Palinuro a la que éste ama desde niño con una pasión desbordante y devoradora, y con la que durante años satisfará sus deseos incestuosos y sus fantasías más extravagantes en una habitación en la plaza de Santo Domingo de México D. F. Celebración del cuerpo, del amor, de la alegría, pero sobre todo, de la vida, en Palinuro de México se conjugan el lirismo romántico, la erudición y un erotismo desenfrenado. Con un estilo virtuoso lleno de juegos de palabras vertiginosos y experimentos verbales, el gran autor mexicano Fernando del Paso nos ofrece el placer de una lectura para degustar, que se desea paladear poco a poco para poder sentir todos los sabores y texturas que componen esta obra lúdica, grotesca, crítica y fantástica.

Bastan ocho meses para que Rodrigo vea desvanecerse sus ilusiones

Las contrariedades de Valladolid
Bastan ocho meses para que Rodrigo vea desvanecerse sus ilusiones; y necesitará casi dos años para salir de la trampa en que un buen día se encontró cogido. La prueba debió de ser dura para este soñador impenitente que al principio creyó que el éxito llegaría sin esfuerzo alguno. Júzguese por su instalación: vive en el barrio de Sancti Spiritus, en el piso bajo de una amplia casa alquilada por su hermana María, y no tarda en contratar a un ayudante, convencido de que los clientes han de afluir; por último, toma un criado a su servicio.
¿Gastos desconsiderados? A decir verdad, el espectáculo que le ofrecía la ciudad era idóneo para alimentar sus esperanzas: en plena expansión, aún no había digerido su crecimiento. Los cronistas de la época hablan de ella como de un vasto campamento, deplorando su clima a menudo húmedo, burlándose con el escaso acondicionamiento de las oficinas y los servicios, evocando los cerdos que se revolcaban en plena corredera de San Pablo. Pero sus iglesias de fachadas labradas, sus palacios en los alrededores de la Plaza Mayor causaban ya la admiración de los visitantes. Atraídos por el lujo de sus tiendas y la habilidad de sus joyeros, caballeros, negociantes, estudiantes, servidores, monjes, mendigos y esclavos se apretujaban dentro de sus muros, haciendo reinar una permanente animación. La letanía burlesca de un viajero holandés resume bastante bien la impresión que debía de causar al visitante una ciudad que ofrecía con profusión «pícaros, putas, pleytos, polvos, piedras, puercos, perros, piojos y pulgas». En otros términos, la confusión de una moderna Babilonia, pero también el brillo de una auténtica capital donde los jornaleros eran los mejor pagados de España.
No sabemos si Rodrigo pecó por exceso de optimismo, creyendo que recogería el guante de colegas que ya tenían casa propia. Posiblemente multiplicó, para causar buena impresión, los gastos suntuarios, presumiendo del apoyo financiero de una hermana que, a su vez, también vivía a todo tren. Lo cierto es que, en noviembre, se ve forzado a pedir un préstamo de cuarenta mil maravedís para pagar a un acreedor llamado Gregorio Romano: préstamo usurario contraído en condiciones que hacen suponer alguna connivencia entre Pedro García, el prestamista, y María de Mendoza. En su vencimiento, fijado para el día de San Juan del año siguiente, el deudor se muestra incapaz de cumplir con sus compromisos; no puede siquiera abonar los intereses. Encarcelado el 2 de julio de 1552, Rodrigo se entera dos días más tarde de que sus bienes acaban de ser embargados. Pobre botín, si hemos de creer al inventario nos ha llegado: algunos muebles y colgaduras, un arcón, un juego de sábanas, unos cuantos trajes, una espada, una viola, dos libros de medicina, una gramática. Si no se ocultó nada, ese inventario habla por sí solo de la indigencia del cirujano.
Doña Leonor de Torreblanca salvará lo que pueda poniendo a su nombre los bienes embargados. Abandonando con los suyos esa planta baja, se instala en el piso ocupado por María; ahí es donde, el 22 de julio, su nuera da a luz su quinto hijo, una niña que recibe el nombre de Magdalena. Entretanto, desde el fondo de su celda, Rodrigo ha pasado al contraataque. De los testimonios que presenta para defender su buena fe, se desprende que tanto él como su padre tienen empleos que no se dan a plebeyos. Ahora bien, la «hidalguía» de los Cervantes, de notoriedad pública desde hace dos generaciones, nunca ha sido demostrada por cartas patentes. Además, es de señalar que todos los fiadores requeridos por el cirujano se refieren a los años venturosos de Alcalá y de Guadalajara; ningún testimonio emana de Córdoba, donde, sin embargo, el abuelo paterno tenía descendencia. ¿Le repugnó al padre de Miguel precisar las ocupaciones del antiguo pañero? Su silencio sobre sus orígenes cordobeses, su negativa a indicar el propio oficio esbozan una penumbra que turba al historiador.
De todos modos, los sucesivos recursos chocan, de parte del juez, con el rechazo. En efecto, sus acreedores no quieren saber nada mientras no hayan recuperado lo que se les debe. Liberado bajo fianza el 7 de noviembre, Rodrigo, que sigue siendo insolvente, vuelve diez días más tarde a su celda. En diciembre del mismo año y luego en enero del año siguiente, se repite el mismo vaivén. Hay que esperar a febrero para que el desventurado abandone definitivamente la prisión. Todavía deberá vender el mobiliario de la casa de Sancti Spiritus para reunir el dinero necesario y saldar sus deudas. No le queda otro remedio que despedirse de una ciudad donde no conoció más que sinsabores y desengaños. En la primavera de 1553, carga de nuevo su escaso bagaje en un coche de alquiler. En compañía de las dos Leonor, de María y de sus cinco hijos, deja las orillas del Pisuerga y regresa con toda probabilidad a Alcalá. Miguel, que ya anda por los seis años, ¿conservó el recuerdo de esa amarga estancia? Su obra no ha guardado ningún rastro de ella; pero probablemente vuelva a su memoria cuando, medio siglo más tarde, decida mudarse a la efímera capital de Felipe III.

Jean Canavaggio
Cervantes


Hablar del príncipe de los ingenios significa no sólo enfrentarse con el misterio de su vida, sino acercarse a un mito, donde lo fabuloso, lo seguro y lo verosímil están inextricablemente mezclados. El propio autor nos advierte que «explicar a Cervantes es aventura arriesgada». En efecto, no basta con recopilar rigurosamente lo que de él y de su contexto se sabe, sino que la tarea apasionante radica en ir al encuentro de este personaje enigmático. Así, en busca de una verdad que no cesa de ocultarse, se ve surgir en este libro el perfil de un hombre de una modernidad sorprendente.

21 de julio de 2010

21 de julio de 2010
 
Querido John:

Una de las razones por las que me mantengo vinculado al béisbol después de tantos años es precisamente eso que mencionas en tu carta: la frecuencia de perder, lo inevitable del fracaso. Una mirada a la clasificación del periódico de esta mañana muestra que el equipo mejor situado suma 58 victorias y 34 derrotas, lo que equivale a un índice de éxito del 63 por ciento, y significa que el equipo más pujante entre treinta se ha ido a casa frustrado el 37 por ciento de las veces.
Las temporadas de béisbol son muy largas —162 partidos— y cada equipo va pasando por toda clase de vicisitudes a lo largo de ese período de seis meses: depresiones y rachas de buena suerte, lesiones, penosas deficiencias que surgen en algún partido crucial, inesperadas victorias en el último segundo. A diferencia del boxeo —que siempre es vencer o morir—, el béisbol es vencer y morir, y aunque sea morir, al día siguiente hay que salir a rastras del ataúd y hacer otra vez todo lo que se pueda. Por esa razón se valora tanto en el béisbol la firmeza de carácter. Sobreponerse a la derrota, tomarse la victoria con calma, sin exaltación indebida. La sabiduría popular dice que el béisbol es reflejo de la vida: en el sentido de que te enseña a aceptar tanto lo bueno como lo malo. En su mayor parte, los demás deportes tienden a ser reflejo de la guerra.
Se han producido muchas cosas raras en el universo atlético este verano. El set más largo de la historia del tenis, extraños errores de los árbitros en la Copa del Mundo, el regreso oficial del sexo femenino a cargo de esa corredora sudafricana cuyo nombre se me escapa en este momento. La más fascinante de todas fue el incidente que ocurrió hace un par de meses en un partido de béisbol de las ligas mayores: no tanto una historia deportiva como de finura humana. Según mis cálculos aproximados, en los últimos ciento veinte años se habrá jugado un cuarto de millón de partidos de béisbol. En todo ese tiempo, solo veinte partidos perfectos han sido resueltos por lanzadores; es decir, partidos en los que el lanzador ha retirado a todos los bateadores del equipo contrario desde el principio al final del encuentro, veintisiete bateadores seguidos, los tres de cada una de las nueve entradas sucesivas. Un joven lanzador de Detroit llamado Galarraga (muy joven, veintipocos años, justo empezando, alguien de quien nunca había oído hablar) estaba a punto de entrar en el palacio de la inmortalidad. Había eliminado a los primeros veintiséis bateadores, y cuando el vigésimo séptimo quedó out en primera base, pareció que las puertas del palacio se habían abierto y él había puesto el pie más allá del umbral. El bateador estaba claramente eliminado (la repetición de la jugada desde todos los ángulos lo demostró sin la menor sombra de duda), pero el árbitro de primera base, un tal Jim Joyce (¡James Joyce!) no acertó a verlo y dijo que el bateador había llegado bien a la base. Era una metedura de pata mayúscula, quizá el peor error arbitral en la historia del deporte, y lo bonito de lo que ocurrió en aquel momento, el instante en que Galarraga comprendió que le habían arrebatado injustamente su partido perfecto, fue que el muchacho sonrió. No con una sonrisa de desprecio ni desdén. Ni siquiera irónica, sino una sonrisa sin reservas, de sabiduría y aceptación; como si dijera: «Por supuesto. Así es la vida, ¿qué otra cosa se puede esperar?». Nunca he visto algo así. En tal situación, cualquier otro jugador habría estallado en una pataleta de ira e indignación, gritando contra aquella absoluta injusticia. Pero ese chico, no. Con calma, sin dar la más breve muestra de disgusto (porque el partido debía continuar), sacó al bateador vigésimo octavo, completando así un juego perfecto más perfecto que cualquiera de los que se habían producido anteriormente, y por el que no recibirá crédito alguno.
Después, cuando Jim Joyce vio la repetición de la jugada, se sintió muy avergonzado. «He robado a ese chaval su partido perfecto», confesó para luego pedir públicamente perdón a Galarraga, que aceptó con elegancia las disculpas, diciendo que todo el mundo cometía errores y que no le guardaba rencor.
* * *
Disculpa por olvidarme de Angola. Idiota, estúpido. Pero, aun así, ¿estarías de acuerdo conmigo en decir que el apartheid era un asunto interno de la política sudafricana, y hasta que las sanciones internacionales no empezaron a entrar ya muy tarde en juego, el mundo se quedó en su mayor parte de brazos cruzados limitándose a mirar durante decenios?
No sé si te acordarás de esto, pero me sigue encendiendo la sangre, aún me llena de ira: en algún momento de los setenta u ochenta, el Congreso de Estados Unidos hizo una declaración simbólica al gobierno sudafricano, pidiéndole que liberase a Nelson Mandela de la cárcel. La votación fue casi unánime. Entre los dos o tres disidentes: Dick Cheney.
* * *
En cuanto a lo de leer novelas, creo que debería excluirse del debate a los propios novelistas. No puedes leer las novelas de otros mientras tú escribes las tuyas. Y cuando las leemos, huelga decir que no queremos leer ficciones mediocres. Rastrillar hojas es seguramente preferible (y yo aborrezco el rastrillo), pero no debemos olvidar la emoción que sentimos al dar con algo realmente bueno. Y entonces —ah, y entonces— ¿cómo olvidar la pasión con que leíamos de jóvenes, cuando parecía que nuestra propia vida dependía de ello?
Comprendo que Franzen trataba de ser divertido —o irónico— o provocativo en su párrafo inicial. Sencillamente el chiste no me hizo gracia. El desprecio por todo lo relacionado con empresas artísticas o intelectuales está hoy tan extendido en Estados Unidos, tan profundamente arraigado en el pensamiento derechista, populista, que me aflige ver a F. repitiendo esos tópicos desagradables; incluso en broma. Este es, al fin y al cabo, el país en el que George W. Bush, vástago de la riqueza y los privilegios, puede aparentar que es un «tío normal» —y salirse con la suya—, mientras que a Obama, que se crio en circunstancias difíciles, se le considera un «elitista» porque ha escrito un par de libros, sacó buenas notas en Columbia y Harvard, y fue profesor de Derecho.
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Ya hemos vuelto de Noruega, que tendría que describir como la Tierra Sin Suplicio. Paisajes de una belleza sobrenatural; literalmente, ajena a este mundo, como si hubiéramos aterrizado en otro planeta. La madre de Siri, que solo hace seis semanas parecía estar a las puertas de la muerte, se ha recuperado por completo tras el diagnóstico equivocado de un médico, y allí se erigió en reina de la reunión familiar (cuarenta y nueve personas de todas las edades), como último miembro vivo de su generación, y por tanto la matriarca, si bien una matriarca callada, modesta, que se deleitaba con el cariño de sus hijos, sobrinos e hijos de sus hijos y sobrinos. Algo maravilloso.
* * *
Según una nota que he recibido el otro día de Philip Roth: «Debes saber que Debenedetti ha dicho en la prensa italiana que piensa publicar un libro de sus entrevistas inventadas con una introducción mía».
Por lo visto, la historia continúa.
Muchos recuerdos,
Paul

Paul Auster & J. M. Coetzee
Aquí y ahora
Cartas 2008-2011


Aunque llevaban años leyéndose mutuamente y estaban en contacto desde 2005, Paul Auster y J.M. Coetzee no se conocieron en persona hasta febrero de 2008, cuando Auster y su esposa, la novelista y ensayista Siri Hustvedt, asistieron al Adelaide Literary Festival, en Australia. Poco después Auster recibió una carta de Coetzee proponiéndole embarcarse en un proyecto común en el que «podamos sacarnos chispas el uno al otro».
Aquí y ahora es el resultado de esa propuesta: un diálogo epistolar entre dos grandes escritores que se convirtieron en grandes amigos. El deporte, la paternidad, la crisis económica, el arte, el incesto, las malas críticas, la infancia, el matrimonio, el amor… son sólo algunos de los temas que tratan en los tres años que cubren estas cartas. Llena de citas, anécdotas personales y referencias cinematográficas, esta correspondencia ofrece un retrato íntimo de dos de los escritores contemporáneos más interesantes.
«Te considero un amigo, un amigo verdadero, y lo último que quiero en el mundo es que perdamos el contacto.» A lo cual Coetzee replicó: «Por supuesto que somos amigos de verdad. Y hasta podemos ser hermanos de sangre si quieres. La próxima vez que nos veamos podemos hacer una de esas ceremonias de mezclar la sangre.»


¿Cuántos miles de estúpidas falsas cartas unas a favor y otras en contra habría escrito Juan a lo largo de los años?

Juan miró la luz verde del semáforo y entró en el despacho del director de Damas y Caballeros. Se sentó por vez primera en la silla aunque el director le había indicado que lo hiciera en el sofá. A Juan nunca se le habría ocurrido sentarse en el sofá ni en las butacas que parecían destinados a otro tipo de visitas. En lo sucesivo siempre se sentaría allí. En la misma silla desde la que podía verse con toda claridad la foto dedicada de Franco titular de la tarjeta número 1 de Prensa desde el 20 de julio de 1949. El Generalísimo vestía de general. Apoyaba su mano derecha en un libro abierto. Miraba con la mirada del cronista de sucesos que espera la noticia del próximo asesinato.
El director le dijo querido Juan usted no se haga ilusiones de que va a firmar artículos ni a viajar por cuenta de este periódico que le contrata exclusivamente para que edite los trabajos firmados por nuestras mejores firmas y para que redacte los pies de las fotografías así como los títulos y sumarios de los distintos reportajes que iremos publicando un día tras otro. Usted entra en este periódico de gran solera y tradición como un soldado raso que entra en el Ejército al que por cierto dedicamos amplios espacios con cierta frecuencia por ser uno de los pilares de nuestra sociedad y uno de los intereses primordiales de nuestros lectores. Aunque es obvio que esto no quiere decir que con el tiempo usted no vaya haciendo alguna otra cosa. Por ejemplo traducciones de crónicas o entrevistas adquiridas a publicaciones francesas o italianas para lo cual es muy aconsejable que en sus ratos libres mejore sus conocimientos de esos idiomas.
El director hizo una pausa. Bajó los ojos. Volvió a mirarle en silencio. Bajó nuevamente los ojos. Parecía como si tomara fuerzas para volver a hablar.
¿Ha entendido usted cuál va a ser a grandes rasgos la naturaleza de su trabajo?
Juan asintió. Lo había entendido. Éste era su primer trabajo. Estaba de acuerdo.
El director no mencionó el sueldo. Dijo que de esas cosas de menor importancia ya se ocupaban otras personas. Pero hizo hincapié en que un periodista jamás se hace rico en este sacrificado oficio por muy buen periodista que sea.
El periodismo no hace rico a nadie. No espere usted hacerse rico en un periódico. Si espera hacerse rico ejerciendo esta noble y desinteresada profesión al servicio de la sociedad es preferible que abandone cuanto antes el periodismo y se dedique a los negocios. Porque el periodismo tiene mucho de arte y sacerdocio.
El director también le dijo que esperaba de él su total colaboración para escribir cartas al director. Desde el principio podía Juan ejercitar su talento en ese magnífico banco de pruebas.
Nuestros lectores no suelen tomarse la molestia de escribir cartas. Ésta es una tradición mucho más arraigada en la prensa sajona que en la prensa española. Pero nosotros tenemos en Damas y Caballeros una acreditada sección de cartas al director que supongo que usted conoce perfectamente. Es una sección muy destacada. La lee mucha gente. Es una sección muy influyente. En esa sección podemos incluso denunciar cosas que sería conflictivo denunciar en nuestros editoriales. Los lectores que no se toman la molestia de escribir cartas al director desean sin embargo ver publicadas cartas al director que expresen puntos de vista coincidentes con sus propios puntos de vista. Por tanto conviene ofrecerles en la sección de cartas al director el tipo de carta que ellos desearían escribir y no escriben. Cartas de la más diversa temática escritas con ingenio y sobre todo con oportunidad. Piense usted temas originales de posibles cartas al director. Otros redactores del periódico me entregan cartas al director sobre temas de actualidad. Pero debo insistir en que no es necesario que los temas sean siempre temas de rabiosa actualidad. Es preferible que nosotros hagamos actuales algunos grandes temas olvidados. Temas religiosos. Temas culturales. Temas sociales. Diversos temas tratados desde distintos ángulos. Toda clase de temas a excepción de los temas políticos. Los lectores no esperan cartas al director de contenido político. En absoluto. Prescinda usted de la política. Póngase en la piel del lector medio de Damas y Caballeros que como usted muy bien sabe es un periódico tradicional. Un periódico con una larga historia. Un periódico con mucho prestigio. Respetable. Muy sólido. Así que nuestra misión consiste en fomentar al máximo los valores del pasado. El respeto a las instituciones. El amor a la Patria. El respeto a la familia. La defensa de la religión. Estoy seguro de que encontrará temas interesantes para esas cartas. Temas sencillos. Vulgares y corrientes. Los que están en la calle. Ésos son los temas. Por ejemplo se me ocurre que un tema interesante podría ser esta reciente polémica en torno al proyecto de construcción de un campo de golf en la Casa de Campo. Unos están a favor y otros en contra. Los izquierdistas demagogos están naturalmente en contra. Nosotros como usted sabe no somos izquierdistas. Lo cual tampoco hay que interpretarlo como que estemos incondicionalmente a favor de la propuesta de ese campo de golf de 18 hoyos en la Casa de Campo. Sabemos que no es un proyecto indispensable. Pero tal vez sea conveniente. ¿Por qué no? Mire usted la popularidad que el golf ha adquirido en los últimos años en Japón. Impresionante. Cuando he visitado recientemente Japón me he quedado asombrado al ver a miles de obreros saliendo de las fábricas con los palos de golf en alto para ir corriendo a jugar a los campos públicos de golf. No se puede afirmar que el golf sea en Japón un deporte de minorías. Al contrario. Y en otros países lo es cada vez menos. De manera que una carta en la que el lector se incline a favor de ese campo de golf de 18 hoyos en la Casa de Campo al que tendrían acceso las clases populares en determinadas circunstancias sería una carta a tener en cuenta para su publicación. Pero también debe usted redactar otra carta sobre el mismo asunto pero en sentido contrario. Es decir una a favor y otra en contra. Una a favor sin otra en contra no nos interesa. Nos comprometería. Hemos de buscar un equilibrio. Y ahora amigo mío creo que ya hemos terminado. Le deseo suerte y le doy la bienvenida a esta casa.
Juan se levantó si no optimista por lo menos esperanzado al terminar aquel primer encuentro con el director de Damas y Caballeros. Le pareció que el director trataba de presentarle difíciles las cosas para ponerle precisamente a prueba. Cuando le dijo que no esperase viajar ni firmar reportajes sino solamente traducir y editar trabajos de las grandes firmas del periódico estudió su reacción. Quería averiguar si Juan estaba dispuesto a no ser más que un redactor de mesa totalmente desconocido. Un empleado anónimo de Damas y Caballeros. Y Juan estaba dispuesto a ser nada más que eso. Un oscuro periodista en un oscuro país bajo la sombra de un oscuro y tenebroso Caudillo titular de la tarjeta número 1 de Prensa desde el 20 de julio de 1949. La idea de escribir cartas falsas con nombres falsos remitidas desde lugares falsos le pareció una aceptable y cínica falsedad. Ése era el mejor periodismo. El periodismo del embuste y del engaño. El periodismo de la manipulación. El periodismo fraudulento. El gran periodismo español de la posguerra. Periodistas mal pagados serviles y mentirosos envejecían en sus sillas carcomidas. Llegaban a la jubilación devorados por la carcoma del miedo y de la estupidez gracias a los que algunos habían acumulado méritos para ascender de vulgar redactor a jefe de sección. De jefe de sección a redactor jefe. De redactor jefe a subdirector. De subdirector a director adjunto. Y de allí a director elegido a dedo por el Poder.
¿Cuántos miles de estúpidas falsas cartas unas a favor y otras en contra habría escrito Juan a lo largo de los años?
Juan podía considerarse un maestro del género epistolar. Dominaba como pocos ese género.
Señor director después de leer el documentado reportaje Desarrollo integral del Alto Aragón publicado en el periódico de su digna dirección el pasado día 6 de junio deseo felicitarle por la visión tan completa que dicho reportaje ofrece en torno a nuestra poco conocida región y le animo a seguir por ese camino.
Pero a renglón seguido venía la otra carta al señor director lamentando que un periódico del prestigio como el que usted dirige haya cometido un grave error al tratar el pasado 6 de junio con tanta ligereza y torpeza los problemas que existen en el Alto Aragón. Creo sinceramente que el tema merecía otro enfoque mucho más objetivo y responsable.

Ignacio Carrión
Cruzar el Danubio
Premio Nadal 1995


Viena. Una habitación de hotel, al lado de la casa de Mozart. Juan espera a Berta. Pone en marcha la grabadora y sus palabras van registrando el pasado. Es la misma grabadora que utilizó como periodista para acceder a la inflexible Madre Teresa de Calcuta. Para llegar al terrorista del IRA en huelga de hambre. Para recoger el primer acto del gran espectáculo de la guerra del Golfo…
Todo lo ha reinventado en sus crónicas. Pero ahora no caben deformaciones: el hombre se enfrenta a si mismo en un peculiar ajuste de cuentas. Vuelven de repente las grotescas y lacerantes mixtificaciones que ha escrito para el diario Damas y Caballeros, los fraudes que se reiteran en la Europa triste del bienestar y en los rincones más olvidados del tercer mundo.
También reaparecen escenas de la convivencia difícil con sus padres. Las peripecias de una estancia anterior en Viena. Las relaciones con su americanísima ex mujer. Con una entrenadora china de pimpón. Y con su amante Berta a la que sigue esperando mientras anochece en Viena.
Con un lenguaje conciso y fragmentario. Ignacio Carrión crea una atmósfera de vértigo, una sensación hipnótica, sacudida por un humor feroz y corrosivo. Cruzar el Danubio se convierte así en un análisis incisivo de la patología del oficio periodístico. Nos obliga a escuchar el ruido de la carcoma que aniquila toda clase de creencias.


Somos gente ignorante y lo que decimos no nos lo hemos inventado; nos limitamos a repetir lo que hemos oído

«Somos gente ignorante y lo que decimos no nos lo hemos inventado; nos limitamos a repetir lo que hemos oído». La muchedumbre no tardó en dispersarse, pues en ese momento sonó el timbre. La escena se me antoja curiosa porque sucedió el 19 de julio, a eso de las cinco de la tarde. La víspera, el 18, se produjo la batalla de Plevna. ¿Cómo podía alguien, y mucho menos en medio de un viaje en tren, haber recibido ya un telegrama? Desde luego, se trata de una mera coincidencia. No creo, de todos modos, que ese muchacho fuera el difusor e inventor de ese rumor falso; lo más probable es que se lo oyera a alguna otra persona. No hay que olvidar que los fabricantes de rumores falsos, y naturalmente de rumores malintencionados referentes a derrotas y desgracias, se han multiplicado en Rusia este verano y que, sin duda, perseguían fines muy distintos que la simple propalación de infundios.
Dado el apasionado espíritu patriótico del pueblo en esta guerra; dada la conciencia del significado y los objetivos de esta guerra, de la que nuestro pueblo ha dado muestras desde el año pasado; dada la fervorosa y devota fe del pueblo en su zar… todos esos retrasos y esos secretismos en torno a las noticias que llegan del teatro de las operaciones no sólo no son beneficiosos, sino claramente perjudiciales. Desde luego, nadie puede exigir ni desear que se hagan públicos los planes estratégicos, los efectivos con que cuentan las tropas antes de entrar en combate, los secretos militares y demás, pero hay noticias que aparecen antes en los periódicos de Viena que en los nuestros; esas informaciones, al menos, deberían saberse antes aquí[84].
Sentado en un banco de la estación, donde tuve que aguardar tres horas para cambiar de tren, me sentía en una pésima disposición de ánimo y todo me irritaba. Como no tenía nada que hacer, se me ocurrió averiguar a qué se debía mi mal humor: ¿obedecía sólo a razones de índole general, o concurrían también otras más ocasionales e inmediatas? No tuve que reflexionar mucho rato, pues de pronto di con la causa y me eché a reír. Todo se reducía a un encuentro que había tenido poco antes en el vagón, dos estaciones más atrás. En el compartimento entró de pronto un gentleman, un auténtico gentleman, muy parecido a esos gentlemen rusos que deambulan por el extranjero. Le acompañaba su hijo, un chico de unos ocho años como mucho, quizá menos. El chico iba muy bien vestido; llevaba un traje de niño a la última moda europea, una chaqueta deslumbrante, zapatos elegantes y ropa interior de batista. Era evidente que el padre se desvivía por él. De pronto el niño, que acababa de sentarse, le dijo a su padre: «Papá, dame un cigarrillo». Entonces el padre se llevó la mano al bolsillo, sacó una pitillera de nácar, tomó dos cigarrillos —uno para él y otro para el niño— y ambos se pusieron a fumar como si tal cosa, revelando con ello que se trataba de una vieja costumbre. El gentleman se sumió en no sé qué cavilaciones, mientras el niño miraba por la ventanilla del vagón, al tiempo que daba chupadas a su cigarro. Se lo acabó en un abrir y cerrar de ojos y, no había pasado un cuarto de hora, cuando ya estaba diciéndole del nuevo al padre: «Papá, dame un cigarrillo», y otra vez los dos se pusieron a fumar; en el lapso de dos paradas, que fue el tiempo que pasé con ellos en el mismo compartimento, el chico se fumó al menos cuatro cigarrillos. Jamás había visto nada semejante y estaba muy sorprendido. El frágil y débil pecho de un niño tan pequeño, que aún no ha acabado de formarse, se ha acostumbrado ya a semejante horror. ¿Qué puede explicar un hábito tan anormalmente precoz? Sin duda, el ejemplo del padre: los niños son muy dados a la imitación. Pero ¿cómo puede permitir un padre que su hijo se envenene de ese modo? Tisis, catarros de las vías respiratorias, cavernas en los pulmones: eso es lo que irremediablemente le espera al desdichado niño; desde luego, las posibilidades son de nueve sobre diez, como nadie ignora. ¡Y es el propio padre quien estimula en su hijo ese hábito anormalmente precoz! No consigo imaginar qué es lo que quería demostrar con eso aquel gentleman: ¿que desprecia los prejuicios? ¿Que es partidario de esa nueva idea de que todas las prohibiciones de antaño son estúpidas y de que, por el contrario, todo está permitido? No logro entenderlo. Ese caso sigue pareciéndome inexplicable, casi quimérico. Nunca en la vida me había encontrado con un padre semejante y, probablemente, esa experiencia no se repetirá. ¡Con qué padres tan sorprendentes se topa uno en los tiempos que corren! Por lo demás, en seguida dejé de reírme. Sólo me había reído por la prontitud con que había averiguado la causa de mi mal humor. En ese punto, aunque no guardaba ninguna relación directa con el presente episodio, me acordé de la conversación de la víspera con mi amigo de Moscú, en la que nos ocupamos de los recuerdos preciosos y sagrados de su infancia que los niños de hoy día podían conservar a lo largo de su vida; y entonces me vinieron a la memoria mis disquisiciones sobre el carácter fortuito de la familia moderna… y de nuevo me sumí en consideraciones bastante desagradables…

Fiódor Dostoyevski
Diario de un escritor


Dostoyevski, además de ser uno de los grandes novelistas de la historia de la literatura, se dedicó durante la mayor parte de su vida al periodismo y fue un activo creador de opinión. Diario de un escritor es, sin duda, uno de sus proyectos mayores y ha terminado convirtiéndose en una suerte de testamento y compendio de todo su pensamiento. Los reportajes, los ensayos y los apuntes críticos que Dostoyevski fue publicando en diferentes revistas constituyen no sólo un recuento de las filias y fobias del autor, sino que se revelan como un documento clave y necesario para la comprensión de la historia más reciente de Rusia, de sus conflictos sociales y políticos, y también en cierta manera una buena panorámica de la literatura rusa escrita por uno de sus nombres claves.
Se recopilan revueltas políticas, juicios sumarios y conflictos sociales, pero también reflexiones sobre Pushkin o comentarios sobre Anna Karénina. Diario tiene un sentido eminentemente periodístico, lo cual entorpece su lectura. Sin embargo, como en la mayoría de sus obras, Dostoyevski se expresa con un carácter de profunda humanidad.


Cada cual es dueño de su vida, hasta para equivocarse.

Salieron a la calle negra, inhóspita y vacía. Daniel les acompañó un buen trecho y luego se separaron, quedando para verse al día siguiente.
Al día siguiente estalló lo de Argelia.
Camiones militares en las calles. Alambradas ante el Quai d’Orsay, gritos por los Campos Elíseos y el helicóptero de la policía retumbando sobre los tejados. Todo el mundo pendiente de la prensa, de Córcega, del partido que tomaría el Ejército, del general De Gaulle. Los españoles traían el recuerdo del 18 de Julio, pero los amigos franceses aseguraban que el Ejército no se levantaría. Los del café hervían iracundos contra los paracaidistas, y en el Barrio Latino se iniciaban gestiones para una manifestación que nunca llegaba a organizarse.
Por fin, De Gaulle habló. La tarde de su esperada conferencia pilló a Pedro fuera del barrio, con Daniel, y no pudo volver a casa porque el centro estaba acordonado, casi en pie de guerra, y esta vez, además del helicóptero, una segunda avioneta sobrevolaba la ciudad a la caza de posibles manifestantes. Todos escuchaban, los soldados, junto a los aparatos de transmisiones, y la gente en casa o en los bares. Por media hora, la ciudad quedó inmóvil. Luego vino el lento éxodo de los que vivían en las afueras, porque los Sindicatos de transportes habían declarado la huelga y el Metro no funcionaba.
—No ha dicho mucho —comentaba Pedro, camino del hotel.
—Solamente que se pone a disposición de las empresas.
—¿Y tú qué crees? ¿Que le van a llamar?
—¡Qué remedio les queda!
Los autos recogían obreros y transeúntes. En las bocas de Metro aún quedaban fotógrafos encaramados, esperando manifestaciones.
—¿Entonces a ti te parece que de huelga general nada?
—Aquí no hay quien se vaya de huelga, cara a las vacaciones.
Según la tensión iba cediendo, desaparecieron los camiones, los cascos militares. Días más tarde, viendo salir de Notre Dame grupos de niñas en traje de Primera Comunión, era difícil imaginar que el país se hallara al borde de la guerra.
Sin embargo, los amigos comenzaban a temer la censura que quizá vendría tras las restricciones de los primeros días.
—¿Sabes qué te digo? —comenzó Pedro, al cabo de una semana, mientras esperaban a Celia en el cuarto del hotel—. Que os vais…
—Justo. Nos vamos contigo. Ahora, con la primavera, es la mejor época en Madrid.
Daniel se le quedó mirando.
—Tú, desde luego, tienes cosas de viejo.
—No sé por qué dices eso.
—¿Que por qué? ¡Si te pasas el día añorando el sol!
—¿Y es malo eso? ¿Es malo acordarse de España?
—¡Dichosa España! ¡También hay sol en Capri, y en la mitad del mundo, por lo menos! ¡Yo digo que lo malo es esa vida absurda que tú llevas!
—Todas las vidas son absurdas.
—Sí. Ya lo sé. Dentro de cien años todos muertos. —Se detuvo aburrido—. ¿Para qué vamos a discutir si ni tú mismo lo crees?
—Entonces, ¿por qué lo digo?
—Por frivolidad, y porque en este momento te conviene.
Daniel calló. Pedro miraba los periódicos atrasados que cubrían la mesa. Más allá del hotel, al otro lado del patio interior donde se abría la ventana, una pareja de muchachos se afanaban a ambos lados de una mesa de ping-pong. El seco golpe de la pelota en su ir y venir, llenaba el húmedo silencio de la noche. Sonaron pasos en la escalera y Celia entró empujando la puerta.
—Hola, Daniel. —Depositó sobre una de las sillas los paquetes que traía—. La cena…
—Te invitamos —dijo Pedro.
Daniel lanzó una mirada sobre el envoltorio.
—¿Tú crees que habrá bastante para todos?
—Ya nos arreglaremos.
Fueron sacando pan, queso, jamón y un par de latas, que Pedro colocó sobre la minúscula mesa.
—¿Le dijiste ya eso? —preguntó Celia.
—¿Lo del viaje? Ya lo sabe.
—¿Y qué opinas?
Daniel se encogió de hombros.
—Yo soy un liberal —respondió—. Cada cual es dueño de su vida, hasta para equivocarse.

Jesús Fernández Santos
Laberintos


Un grupo de amigos y conocidos, jóvenes pintores o gente relacionada con la pintura, se reúne en Segovia durante la Semana Santa. Son días de vaciedad provinciana, incrementada por el recogimiento de la pequeña población con ocasión de las fiestas religiosas.
Las contradicciones y conflictos que cuadriculan la vida de los personajes se ponen de relieve con especial crudeza: la delgadez de la vida moral a través la crisis de una pareja, los mecanismos vergonzosos del mercado del talento o la connivencia de algunos de los presentes con la cultura franquista oficial de la época.
Laberintos, que en cierto modo es lo que en Italia se denominó una «novela sectorial», muestra las constantes, a menudo disimuladas, que revelan la mezquindad del mundo artístico.


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