Álamo (8) - debido a la frase «el anciano caballero», puesto que así era apodado el diablo en el país,

También el grillo había interrumpido su canto. En cierta manera, la habitación no estaba tan alegre como lo había estado antes. No había ninguna semejanza entre los dos momentos.
—Así pues, éstos son todos los paquetes, ¿no es cierto, John? —preguntó ella, rompiendo un largo silencio que el probo recadero había dedicado a poner en práctica una parte de su frase favorita, es decir, disfrutando de lo que comía, que en realidad no podía decirse que fuera poco—. Éstos son todos los paquetes, ¿no es así John?
—Éstos son todos, en efecto —dijo John—. ¡Eh! No… Yo… —añadió, dejando su cuchillo y su tenedor, y exhalando un profundo suspiro—. Confieso sinceramente que me he olvidado del todo del anciano caballero.
—¿Qué caballero anciano?
—Está en el carro —dijo John—. Estaba dormido sobre la paja la última vez que le vi. Por lo menos, le he recordado dos veces desde que llegué, pero se me fue de nuevo de la cabeza. ¡Ea, levantaos! ¡Hemos llegado a mi casa!
John dijo estas últimas palabras traspasando la puerta, a la que se había precipitado con la vela en la mano.
La señorita Slowboy, consciente de que había algún misterio respecto al mencionado caballero, al que relacionaba, en su imaginación, con vagos conceptos de naturaleza religiosa, debido a la frase «el anciano caballero», puesto que así era apodado el diablo en el país, se azaró de tal manera, que se levantó a toda prisa de la silla baja del lado del fuego para buscar protección en las faldas de su dueña, pero se encontró, al cruzar la puerta de entrada, con un viejo forastero, a quien dio un trompazo con el único instrumento ofensivo que llevaba en la mano. Este instrumento ocurrió ser el pobre niño, por lo cual el incidente provocó una gran conmoción, a la que siguió la alarma correspondiente, que la sagacidad de Boxer se cuidó de aumentar exageradamente, porque ese buen perro, más inteligente que su dueño, había estado vigilando, según parece, al viejo caballero durante su sueño, temiendo que se fugase con unos cuantos pimpollos de álamo que estaban atados en la parte trasera del carro, y se había colocado para ello muy cercano al durmiente, y ahora le mordisqueaba las piernas y atacaba vivamente los botones de sus polainas.
—No puede negarse que sois un fantástico dormilón, caballero —dijo John, cuando la calma se hubo restablecido.
En el ínterin, el anciano caballero había permanecido en pie, con la cabeza descubierta e inmóvil en el centro de la sala.
El forastero, que llevaba largo cabello blanco, tenía facciones agradables, era excepcionalmente vigoroso y expresivo para un hombre de su edad y poseía unos ojos oscuros, brillantes e inquisitivos, miró a su alrededor con una sonrisa y saludó a la esposa del recadero, inclinando solemnemente la cabeza.
Su atavío era rebuscado y extraño, de una moda perdida en la lejanía de los tiempos, y de color oscuro. En su mano sostenía un fuerte bastón de viaje o de paseo, con la punta del cual dio un golpe en el suelo, lo que hizo que el bastón se convirtiera en una silla; y en ella se sentó con mucha compostura.
—¡Mira! —exclamó el recadero, volviéndose hacia su esposa—. ¡Así es como me lo encontré, sentado en la carretera! Tieso como un mojón y casi tan sordo.
—¿Sentado al aire libre, John?
—Al aire libre —ratificó el recadero—, justo al anochecer. «Porte pagado», me dijo; y me dio dieciocho peniques. Se subió al carro… ¡y aquí le tenéis!
—Supongo que se va a marchar, John.
De ningún modo. Lo que iba a hacer era empezar a hablar.
—Si me permitís, me quedaré aquí hasta que me vengan a buscar —manifestó, suave, el forastero—. No os preocupéis por mí.
Después de decir eso, sacó un par de lentes del fondo inmenso de uno de sus bolsillos, y un libro del otro, y tranquilamente se puso a leer, no haciendo ya más caso de la ferocidad de Boxer que si éste hubiese sido un cordero doméstico.
El recadero y su mujer cambiaron una mirada de perplejidad. El forastero levantó la cabeza y, mirando a ésta y luego a aquél, dijo:
—¿Vuestra hija, verdad, mi buen amigo?
—Esposa —le respondió John.
—¿Sobrina? —preguntó el forastero de nuevo.
—¡Esposa! —gritó John.
—¿De veras? —preguntó otra vez el forastero—. Hay que reconocer que es muy joven.
Con toda suavidad se volvió y continuó su lectura. Pero, antes de que hubiese podido leer dos líneas, interrumpió de nuevo su lectura para preguntar aún:
—¿El niño es vuestro?
John le dedicó un gigantesco ademán afirmativo, equivalente a una contestación emitida a través de una bocina.
—¿Niña?
—¡Chiiico!
—También es muy joven, ¿verdad?
La señora Peerybingle intervino inmediatamente.
—¡Dos meses y tres días! ¡Vacunado hace seis se-ma-nas! ¡Le ha cogido per-fec-ta-men-te bien! El doctor le considera un muchacho excepcionalmente ro-bus-to. Igual que todos los demás niños a los cin-co me-ses Entiende muchas cosas de las que se le dicen. Lo creeréis imposible ¡pero ya casi se tiene en pie!
Aquí la mujercita, jadeante, pues había gritado esas frases en el oído del anciano, al extremo de que su linda carita estaba congestionada, presentó el niño al viejo como una triunfante demostración de testarudez; mientras, Tilly Slowboy, con su melodioso grito de «Ketcher, Ketcher», que sonaba como unas palabras desconocidas y resonaba como un estornudo, se puso a hacer cabriolas alrededor de la inocente criatura.

Charles Dickens
El grillo del hogar

Charles Dickens escribe El grillo del hogar en 1845, dividido en tres jornadas construye un cuento fantástico en el que un grillo se transmuta en sucesivas hadas. El grillo, símbolo de la paz en los hogares humildes, es el eje del relato: en el primer canto, el grillo está feliz; en el segundo, guarda silencio; en el tercero, vuelve a cantar de nuevo. El grillo del hogar conjuga las principales habilidades de Dickens: por un lado, el humor con el que presenta a sus personajes o dialoga burlonamente con el lector; por el otro, la utilización de los recursos básicos de la trama, desde la insólita casualidad hasta el reconocimiento de los personajes.

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