Salieron de Madrid temprano, casi de noche, y el amanecer neblinoso, con la carretera mojada y brillos de rocío en la hierba de los arcenes, les tomó por Talavera de la Reina. Isabel había vuelto a dormirse arrebujada en su chaquetón de pieles y Pío aprovechaba las luces de los camiones que se le cruzaban para contemplarla en su sueño. Verla dormida, tan abandonada a él, le provocaba una inédita ternura. A veces pensaba que en realidad todo su afán por esclarecer el misterio de la muerte de su tío se había vuelto mero pretexto para estar cerca de ella, para tenerla como en aquel momento, dormida y confiada, tan suya.
Se detuvieron a desayunar en un bar de carretera, no lejos de Trujillo. Luego atravesaron Cáceres y entraron en Portugal por Valencia de Alcántara. Las instalaciones aduaneras estaban desiertas y parecían abandonadas.
Tácitamente habían actuado como si aquel viaje fuera una especie de luna de miel, pero por otra parte tenía algo de despedida. No tenían prisa por llegar a Lisboa. Se metieron por carreteras de segundo orden, algunas de ellas minuciosamente adoquinadas, y atravesaron verdes lomas tupidas de encinas y alcornoques, pueblecitos blancos y grises, hayedos umbríos. Se detuvieron a admirar puentes romanos de piedra carcomida por el tiempo y musgosas ermitas plantadas a las afueras de las poblaciones. Almorzaron bacalao a la brasa regado con vinho verde en un pequeño restaurante de Santarem, cerca de la enorme iglesia gótica de Santa Clara, y llegaron a Lisboa a media tarde.
Isabel había reservado habitación en el hotel Metropole, en el número 30 de la plaza Rossio, el corazón de Lisboa. Ella conocía bien la ciudad. La había visitado por primera vez veinte años atrás, en viaje de novios, y aquel hotel de principios de siglo, cómodo y limpio, estaba unido a los únicos momentos felices de su fracasado matrimonio. Quizá por eso, cuando regresaba a Lisboa, procuraba hospedarse en el mismo hotel, como si la frecuentación de un ámbito en el que disfrutó de una felicidad ilusoria la liberara de la tentación de emprender nuevas aventuras que pudieran acarrearle semejantes descalabros. Y ahora, como impensadamente, volvía a vivir una luna de miel con otro hombre en el mismo lugar o casi en el mismo, porque desde su última visita el hotel había sido remodelado y decorado al estilo de los años veinte. Descubrió los cambios con sorpresa y los tomó por signo de buen agüero, de que también su corazón y su tormentosa vida estaban listos para una remodelación, como señal de que por fin se desprendía de los fantasmas del pasado para proyectarse en el futuro y vivir una existencia más venturosa.
La habitación 51 era amplia y bien iluminada, con una gran cama de matrimonio que Isabel se había cuidado de solicitar cuando hizo la reserva. Sus dos amplias ventanas dotadas de cristales dobles daban al Rossio. Isabel se sintió un poco decepcionada porque la bellísima plaza estaba en obras.
Dentro de un corral acotado con paneles de chapa, entre la fuente monumental y la columna que sostiene la estatua del rey Pedro IV, hormigueaba un centenar de operarios entre gigantescas grúas amarillas, potentes excavadoras y constantes hormigoneras. No obstante, elevando la vista por encima del gigantesco anuncio rojo de Sanyo instalado sobre los edificios dieciochescos de la parte opuesta de la plaza, se descubría una sucesión de rojos tejados y multicolores monteras que trepaban monte arriba en ordenadas hileras, sólo perturbadas por las ocasionales manchas de verdor de los jardines, hasta los muros dorados del castillo de San Jorge que domina la ciudad.
Isabel puso la calefacción a tope. Luego se ducharon juntos, se secaron mutuamente, se besaron con fruición y, sin deshacer el abrazo, Pío la levantó en brazos y la llevó hasta la cama entre risas y amorosas protestas de ella. Copularon con sabia lentitud sobre las acogedoras sábanas. Se vistieron y salieron a pasear por la ciudad, por la plaza da Figueira, donde giran, con estruendo de armatoste, los pintorescos tranvías negros y amarillos. Pío encontró la ciudad decadente y racial, hermosa y cosmopolita, y admiró la armonía en que convivían epidermis de toda la amplia escala imaginable, entre el negro cimarrón más tiznado y el blanco céltico más lechoso.
Caminando sin rumbo ante escaparates de antiguas tiendas de tejidos, de semillas, de menaje de cocina y de ultramarinos llegaron a la rúa de São Xosé, una calle peatonal llena de restaurantes para turistas. Penetraron en uno de ellos y cenaron una irreprochable cataplana de marisco, nuevamente regada con vinho verde, seco, con su puntita de aguja asperilla y tierna.
Luego regresaron al hotel. El marisco y el vinho verde les habían devuelto las fuerzas necesarias para enzarzarse en una nueva refriega amorosa, tras de la cual quedaron desmadejados y agotados y durmieron de un tirón hasta las nueve de la mañana siguiente.
Después de desayunar telefonearon. La hermana de Joaquín Morales tenía una voz joven levemente teñida del acento portugués. Quedaron en visitarla sobre las once. Ella repitió la dirección que ya sabían: rúa do Loureiro, dieciocho. Vayan hasta el mirador de Santa Lucía y allí preguntan. Es bajando por la Alfama.
La Alfama es el barrio popular, pescador y marinero, de Lisboa, que asciende desde el puerto hasta el castillo de San Jorge.
Pío e Isabel emprendieron el camino de la Alfama como una pareja de novios que tiene por delante todo el tiempo del mundo. Acometieron sin prisas la cuesta de la rúa da Magdalena, la de las ortopedias y herboristerías. A medio camino se detuvieron unos minutos en el umbral de una tienda de instrumentos musicales para escuchar Amapola interpretada al piano por un anciano canoso que la tocaba con mucho sentimiento, los ojos cerrados, la cabeza bamboleante, bajo un arco de ladrillo.
Remontaron la pina cuesta de la rúa de São Mamede y la rúa do Limoeiro, entre antiguas casas con bellas fachadas cubiertas de sucios azulejos, y llegaron al mirador de Santa Lucía.
—¿La rúa do Loureiro?
Los dos amantes descendieron por el prieto e intrincado laberinto de callejuelas pinas, a veces con escaleras, un caos de fachadas con viejas ventanas con flores y ropa tendida, pintadas de brillantes colores e intercaladas con hermosos azulejos.
La rúa do Loureiro era una calle corta y en cuesta, casi trapezoidal, por arriba ancha, por abajo estrecha. En el ensanchamiento había unos cuantos escalones y un olivo que parecía pintado por El Greco, tanto se buscaba la vida alargando el tronco en busca del sol. El número dieciocho era una casa vieja con antiguos visillos bordados en las ventanas. En la planta baja abría sus puertas la Adega Cooperativa de Merceana. Vinhos e produtos agrícolas direitamente do produtor ao consumidor, en la que Pío reconoció la tienda de vinos que había mencionado Antonia Morales. En el primer piso, una anciana de cabellos plateados los había estado esperando. Se apartó de la ventana para anunciarlos. Antonia apareció en la puerta.
—¿Es usted don Pío?
Antonia era una mujer fornida y no mal parecida, extrovertida y parlanchina. Después de los saludos y presentaciones y de la entrega de la gran caja de mantecados, que la anfitriona recibió con grandes muestras de alegría, subieron una angosta escalera con zócalo de azulejo que olía a humedad y a orines de gato. Por lo que Antonia iba explicando, entre excusas, la casa sólo estaba habitada por tres vecinos, pero muy mal avenidos. Antonia y su marido ocupaban el piso primero, que pertenecía a la madre de él. Hacía cinco años que llegaron de Bélgica, donde se conocieron, los dos obreros emigrantes, ella viuda, él divorciado, los dos sin hijos, y habían regresado a Portugal, donde invirtieron los ahorros en un taller de automóviles que marchaba solamente regular. Les estaban construyendo un piso, un lugar más digno que éste, pero la empresa ha tenido problemas y parece que la cosa va para largo. Mientras tanto aquí estamos y por lo menos podemos cuidar de mi suegra, que está muy achacosa.
La anciana asistía a la entrevista sin entender palabra, sonriente.
—No se entera de nada. Ella es del norte y se vino aquí por el marido, que era marino, pero habla portugués muy cerrado y está medio sorda. No se entera.
Salió la anciana y regresó con una bandeja de bronce y cristal, antigua, sobre la que traía tres vasitos llenos de negro vino moscatel. La dejó sobre la mesa y regresó a su sitio en la ventana, a ensimismarse en sus recuerdos mientras contemplaba la calle.
—Así que usted quería saber de mi hermano Joaquín, el pobrecillo.
—Sí, dijo usted que guardaba algunos recuerdos de él.
—Ya le dije que no son casi nada. Yo casi no me acuerdo de él, porque yo tenía cinco años cuando murió, pero algunas cosas conservó mi madre.
Tomó una carpeta forrada de tela estampada que tenía prevenida sobre el aparador y la abrió con unción casi sacramental. La carpeta contenía un mazo de papeles, algunos cuadernos, media docena de cartas, tres o cuatro deterioradas fotografías. Se las tendió a los visitantes.
Allí estaba Joaquín Morales, joven y atractivo, de quizá veinte años, el pelo rizado, casi rubio, sonriendo a la cámara en un estudio fotográfico, con corbata de pajarita y levantadas las puntas del cuello de la camisa. En otra fotografía aparecía haciendo el ganso con cuatro amigos, todos vestidos con sendas chilabas, sosteniendo espingardas y alfanjes, en actitud cómicamente agresiva, retratados por un fotógrafo ambulante en alguna feria, delante de un telón con decoración de palmeras, dromedarios echados sobre la arena y distantes cúpulas en forma de cebolla. En otra fotografía aparecía vestido de miliciano con un mono de grandes bolsillos, junto a un autobús con ruedas de madera en cuya banda superior se leía Biblioteca Popular Ambulante, y debajo, en un rótulo más pequeño, Cultura para el pueblo.
El tiempo se había detenido en aquellas fotos, heladas sonrisas, petrificada juventud, carne, ilusiones, telas y objetos ya desvanecidos en el polvoriento torbellino del tiempo, de la muerte.
Pío e Isabel examinaron los cuadernos en silencio. Había un cuaderno de ejercicios en el que se mezclaban las lecciones de inglés y las de latín, no muchas. En otro cuaderno se sistematizaban los fundamentos del arte gótico y se exponían los rudimentos de la ciencia paleográfica y epigráfica. Un tercero contenía apuntes sobre los templarios. Isabel se lo pasó a Pío y éste lo leyó detenidamente. No decía nada que no fuera archisabido. Eran datos provenientes quizá de una enciclopedia, posiblemente de la Espasa, o tal vez del libro de Santiago López. En el mismo cuaderno, dando la vuelta para comenzar por el final, había una serie de notas, una especie de memorándum lleno de tachaduras y enmiendas. Comenzaba por el epígrafe Varones apostólicos.
—Esto puede tener algún sentido —dijo Pío intentando que la emoción no delatara su interés.
Isabel se inclinó sobre él y juntos descifraron:
Año 813: luces en Compostela. Sepulcro de Jacobo Boanerges. El rey Alfonso edifica tres iglesias: San Juan Bautista, Santiago, San Pedro.
Tradición: cuerpo de Santiago llevado por los 7 Varones Apostólicos, discípulos de Jacobo-Santiago.
Relato de la traslación marítima de Santiago, tomado de la leyenda de los 7 Varones.
San Pedro consagró a Torcuato, Tesifont, Indalecio, Cecilio, Eufrasio, Hesiquio y Segundo.
Atraviesan el mar, desembarcan en Sexi, llegan a Acci (Guadix), donde queda Torcuato; Cecilio a Ilíberis (Granada); Eufrasio a Iliturgi (Andújar); Tesifonte a Vergi (Albuniel de Cambil), Segundo a Abula (Vilches), Indalecio en Urci (?); y Hesiquio en Cercesiu (Cazorla).
Los 7 Varones siembran el Santo Reino de Vírgenes morenas, obra de san Lucas.
SANTA POTENCIANA es Virgen morena que en cuadros antiguos comparte patronazgo del reino con san Eufrasio. Tejedora. Reliquias de Moscoso y Sandoval allí y en Arjona. Santuario en Huesa y Cuevas de Lituergo, es refugio del obispo de Ossaria.
Leyenda Áurea: Santiago, hermano de Juan Evangelista, desembarca en Andalucía.
Relación: Santiago decapitado: cabeza, cabeza de san Eufrasio. Cabeza de san Juan Bautista.
ALEGORÍA DE ALCALÁ, en casa de los Aranda, final, del XVI: es San Pedro con tiara, Cristo muerto en sus brazos y un ave sobre el hombro: Pedro es el Mesías que habla el lenguaje de las aves, también la madre de Cristo (Piedad). Presencia de la concha de una vieira. Doble esfera de piedra en relieve pedestal.
San Pedro para los templarios: patrón antiguo de Torredonjimeno, y san Nicolás apud Torredonjimenum.
San Pedro, patrón de Escañuela.
Armas de Frailes: dos llaves de plata de san Pedro, cruzadas sobre cruz.
Iglesia de Castillo de Locubín: dos capillas gemelas octogonales.
San Pedro patrono de las minas (herreros y san Nicolás).
CABEZA DE SAN EUFRASIO (de Mao, Lugo, a las clarisas de Andújar y Escorial y Lugo), la urna contiene el Nombre más Argote, más dos obispos. Felipe II.
Había una página en blanco y a continuación otra con la siguiente inscripción:
Casería de la Inmaculada llamada Casa Grande de San Antón. Dueño el deán de la catedral, Íñigo Fernández de Córdoba, fallecido en 1724, emparentado con los Messía. Compra en 1720 por 8500 reales. Testamento reconoce haber vendido y destruido diferentes objetos que le habían dejado en depósito sus hermanos y padres: Verginius.
Aparecía la palabra Verginius escrita de puño y letra de Joaquín Morales. Pío e Isabel se miraron. Isabel tomó nota de la inscripción procurando respetar el orden de composición y hasta los espacios del original.
Media docena de notas inconexas, seguramente imposibles de interpretar por alguien que no fuera su propio autor, no era mucho, pero ya Pío e Isabel se habían acostumbrado a obtener parcos resultados después de muchos esfuerzos. Al menos la aparición de palabras familiares les confirmaba que Joaquín Morales había investigado aquellos temas: templarios; Vírgenes morenas, es decir, negras; Verginius; obispado de Ossaria, y el Nombre, ¿el Shem Shemaforash?
En resumen poca cosa. Hablaron de Joaquín Morales. Su hermana sólo recordaba, aunque muy vagamente, cosas que había oído contar en su casa durante las largas veladas del día de los Santos, cada año, por noviembre, cuando la madre llorosa ponía flores a la foto de su hijo fusilado en la primavera de la juventud después de ponerlas también sobre la fosa común del cementerio adonde creían que había sido arrojado su cadáver.
Ya parecía que cuanto podían averiguar Pío e Isabel estaba averiguado, es decir, poca cosa. Después de beber otro vasito de moscatel y charlar durante un rato de cosas de España, de la carestía de la vida, de detergentes milagrosos y de cuánto le hubiera gustado a Augusto José, el marido de Antonia, conocerlos, se estaban despidiendo ante la puerta cuando la anciana del pelo blanco apartó el rostro del cristal de la ventana y dijo unas palabras en portugués.
—¡Ah, sí! —dijo Antonia recordando algo—. Dice la madre que les enseñe lo del cuadro de los abuelos. Aguarden, que ahora lo traigo.
Abandonó un momento la sala y regresó con un cuadro que había descolgado de una pared de la habitación contigua. Era una de esas enmarcadas fotografías de los abuelos difuntos que en las casas campesinas solían presidir el comedor familiar a uno y otro lado del relieve de la Santa Cena. Los abuelos de Antonia Morales eran un hombre enjuto, apenas piel arrugada sobre una calavera, camisa a rayas abotonada hasta el cuello y chaleco, y una anciana enlutada cubierta de negra toca, de expresión bondadosa y viva mirada.
—Es que hace unos años le cambiamos el marco, que el que tenía antes estaba muy desportillado de las mudanzas y tenía el cristal roto, y aquí detrás apareció escrita una cosa que no sabemos lo que será porque está escrito en latín, creo, o por lo menos eso nos dijo un vecino maestro al que se lo enseñamos.
Dejó el cuadro sobre la mesa camilla y fue a la cocina en busca de la caja de las herramientas. Pío se ofreció a desclavar las puntillas que sostenían el cartón en la parte posterior del marco. Realizó la operación con singular torpeza y luego se hizo a un lado para que la propia Antonia levantara la lámina protectora. Debajo del cartón gris y basto apareció la cartulina amarillenta de la fotografía propiamente dicha, y entre los dos un folio doblado, arrancado de la parte central de un cuaderno tamaño cuarto, rayado en azul, todavía con señales mohosas en torno a los cuatro orificios de las grapas.
Conteniendo la emoción, Pío desplegó el folio sobre el tapete verde de la mesa.
Era un croquis de una especie de trapecio sobre el que se leía en letras de gran tamaño: Piedra del Letrero. El dibujo representaba una especie de podio o altar que servía de pedestal a una cruz patriarcal.
—La cruz de los templarios —musitó Isabel.
Junto a ella había una nota con letra casi microscópica:
La cruz de Verginius se ha perdido pero hay otras iguales. —Y debajo—: Había dos formas de leer el Nombre: por la copia de la Mesa que estaba en la peana de la cruz y por la sombra de los brazos de la cruz el día de San Juan, a las doce del día, sobre el letrero. Muñoz Garmendia lo copió y le dio de martillazos.
Había también un dibujo que representaba tres anillos entrelazados y dos rayas paralelas, como el signo matemático de igual, seguido de las palabras solis, solis, solis.
—Tres soles —propuso Isabel.
—O el jeroglífico del Nudo de Salomón o de la Santísima Trinidad —dijo Pío.
Debajo, en mayúsculas cuidadosamente ejecutadas, como copiadas de una inscripción, seguía la siguiente leyenda: Hic lapis offensus ferient, feretque ruinam; hic et inoffensus petra salutis erat: y más abajo Hanc haec mirandam tibi protulit unio gemmam authori cara est vtraque petra deo.
Pío lo copió todo cuidadosamente y, regresando el papel a su escondite con respeto casi sacramental, repuso los clavos y dejó el cuadro como estaba. Antonia lo devolvió a su lugar en la habitación interior.
Se despidieron cordialmente y tornaron al laberinto de callejas de la Alfama, que fueron bajando en dirección al mar.
Iban exultantes porque creían haber avanzado un gran paso en el esclarecimiento del enigma, aunque todo aquel material resultaba bastante inconexo y quizá sólo auguraba grandes trabajos para desentrañar el misterio. No obstante, por un acuerdo tácito, evitaron hablar del asunto. Volvían a ser dos amantes que vivían su idilio en Lisboa.
Descendieron por el Beco do Loureiro y, después de unos minutos de paseo por vericuetos y callejas a las que asomaba la minuciosa vida del barrio, fueron a salir a la rua dos Remedios, paralela al puerto. Pasando frente a la Casa dos Bicos, tomaron el camino de la monumental praça do Comércio, uno de cuyos lados está abierto directamente al mar. Había enamorados besándose en la escalinata frente a la columna inscrita rematada en la cabeza de un negro que sale de las aguas. El mar era una confusión de nieblas y espectrales gaviotas. Hacía frío y el viento atlántico traía efluvios de salitre, de alquitrán y de algas podridas.
Cuando regresaron al centro de la ciudad, la rúa Aurea comenzaba a estar animada por hombres de negocios y turistas que frecuentan los bancos y las tiendas de lujo. La remontaron sin prisa, observando el vivir de la ciudad desde fuera, sintiéndose felices como en una burbuja y buscando cada uno motivos para complacer al otro, como los enamorados hacen en las primeras fases de su amor.
Almorzaron, laboriosamente, buey de mar y más vinho verde en uno de los pequeños restaurantes de la rúa dos Sapateiros. Tomaron de postre dos catedralicios molotov seguidos de sendos aromáticos cafés y regresaron al hotel.
Después del amor y de la siesta, cuando despertaron, era tarde y llovía mansamente sobre Lisboa. Pío, desnudo, apartó un poco los visillos para asomarse a la plaza. La niebla impedía ver más allá de los tejados vecinos y del anuncio japonés. La plaza estaba desierta; los obreros, apiñados en improvisados refugios entre grúas y máquinas espectrales, miraban caer la lluvia con las manos en los bolsillos. Las palomas se habían acogido a los aleros.
Regresaron a la cama y estuvieron charlando y acariciándose el resto de la tarde. Luego se aventuraron unos metros bajo la lluvia protegidos por el palio de la gabardina de Pío, para cenar en un restaurante de la misma acera.
Al día siguiente madrugaron y regresaron a Madrid. La lluvia los acompañó hasta Portalegre, luego las nubes se fueron aclarando y en Navalmoral de la Mata, donde almorzaron, salió el sol.
Iban de la mano cruzando el aparcamiento de gravilla de regreso al coche. Isabel suspiró y dijo:
—¡Ay, si siempre fuera así!
Nicholas Wilcox
La lápida templaria
Existe una misteriosa lápida templaria que oculta la clave cifrada del dominio del mundo. En su búsqueda, rivalizan una reservada logia masónica, los servicios secretos vaticanos, una extraña secta judía y el servicio secreto israelí, el mossad. En estas páginas transitan mafiosos, tropas de élite, un extravagante narcotraficante colombiano, un banquero suizo, un elegante cardenal de la curia romana, dos asesinos a sueldo, una atractiva archivera, antigua hippy alcohólica, y un exagente del KGB que alquila sus servicios al mundo capitalista. Todos estos elementos arrebatan al lector en una acción trepidante hasta conducirlo al sorprendente e inesperado final.
Se detuvieron a desayunar en un bar de carretera, no lejos de Trujillo. Luego atravesaron Cáceres y entraron en Portugal por Valencia de Alcántara. Las instalaciones aduaneras estaban desiertas y parecían abandonadas.
Tácitamente habían actuado como si aquel viaje fuera una especie de luna de miel, pero por otra parte tenía algo de despedida. No tenían prisa por llegar a Lisboa. Se metieron por carreteras de segundo orden, algunas de ellas minuciosamente adoquinadas, y atravesaron verdes lomas tupidas de encinas y alcornoques, pueblecitos blancos y grises, hayedos umbríos. Se detuvieron a admirar puentes romanos de piedra carcomida por el tiempo y musgosas ermitas plantadas a las afueras de las poblaciones. Almorzaron bacalao a la brasa regado con vinho verde en un pequeño restaurante de Santarem, cerca de la enorme iglesia gótica de Santa Clara, y llegaron a Lisboa a media tarde.
Isabel había reservado habitación en el hotel Metropole, en el número 30 de la plaza Rossio, el corazón de Lisboa. Ella conocía bien la ciudad. La había visitado por primera vez veinte años atrás, en viaje de novios, y aquel hotel de principios de siglo, cómodo y limpio, estaba unido a los únicos momentos felices de su fracasado matrimonio. Quizá por eso, cuando regresaba a Lisboa, procuraba hospedarse en el mismo hotel, como si la frecuentación de un ámbito en el que disfrutó de una felicidad ilusoria la liberara de la tentación de emprender nuevas aventuras que pudieran acarrearle semejantes descalabros. Y ahora, como impensadamente, volvía a vivir una luna de miel con otro hombre en el mismo lugar o casi en el mismo, porque desde su última visita el hotel había sido remodelado y decorado al estilo de los años veinte. Descubrió los cambios con sorpresa y los tomó por signo de buen agüero, de que también su corazón y su tormentosa vida estaban listos para una remodelación, como señal de que por fin se desprendía de los fantasmas del pasado para proyectarse en el futuro y vivir una existencia más venturosa.
La habitación 51 era amplia y bien iluminada, con una gran cama de matrimonio que Isabel se había cuidado de solicitar cuando hizo la reserva. Sus dos amplias ventanas dotadas de cristales dobles daban al Rossio. Isabel se sintió un poco decepcionada porque la bellísima plaza estaba en obras.
Dentro de un corral acotado con paneles de chapa, entre la fuente monumental y la columna que sostiene la estatua del rey Pedro IV, hormigueaba un centenar de operarios entre gigantescas grúas amarillas, potentes excavadoras y constantes hormigoneras. No obstante, elevando la vista por encima del gigantesco anuncio rojo de Sanyo instalado sobre los edificios dieciochescos de la parte opuesta de la plaza, se descubría una sucesión de rojos tejados y multicolores monteras que trepaban monte arriba en ordenadas hileras, sólo perturbadas por las ocasionales manchas de verdor de los jardines, hasta los muros dorados del castillo de San Jorge que domina la ciudad.
Isabel puso la calefacción a tope. Luego se ducharon juntos, se secaron mutuamente, se besaron con fruición y, sin deshacer el abrazo, Pío la levantó en brazos y la llevó hasta la cama entre risas y amorosas protestas de ella. Copularon con sabia lentitud sobre las acogedoras sábanas. Se vistieron y salieron a pasear por la ciudad, por la plaza da Figueira, donde giran, con estruendo de armatoste, los pintorescos tranvías negros y amarillos. Pío encontró la ciudad decadente y racial, hermosa y cosmopolita, y admiró la armonía en que convivían epidermis de toda la amplia escala imaginable, entre el negro cimarrón más tiznado y el blanco céltico más lechoso.
Caminando sin rumbo ante escaparates de antiguas tiendas de tejidos, de semillas, de menaje de cocina y de ultramarinos llegaron a la rúa de São Xosé, una calle peatonal llena de restaurantes para turistas. Penetraron en uno de ellos y cenaron una irreprochable cataplana de marisco, nuevamente regada con vinho verde, seco, con su puntita de aguja asperilla y tierna.
Luego regresaron al hotel. El marisco y el vinho verde les habían devuelto las fuerzas necesarias para enzarzarse en una nueva refriega amorosa, tras de la cual quedaron desmadejados y agotados y durmieron de un tirón hasta las nueve de la mañana siguiente.
Después de desayunar telefonearon. La hermana de Joaquín Morales tenía una voz joven levemente teñida del acento portugués. Quedaron en visitarla sobre las once. Ella repitió la dirección que ya sabían: rúa do Loureiro, dieciocho. Vayan hasta el mirador de Santa Lucía y allí preguntan. Es bajando por la Alfama.
La Alfama es el barrio popular, pescador y marinero, de Lisboa, que asciende desde el puerto hasta el castillo de San Jorge.
Pío e Isabel emprendieron el camino de la Alfama como una pareja de novios que tiene por delante todo el tiempo del mundo. Acometieron sin prisas la cuesta de la rúa da Magdalena, la de las ortopedias y herboristerías. A medio camino se detuvieron unos minutos en el umbral de una tienda de instrumentos musicales para escuchar Amapola interpretada al piano por un anciano canoso que la tocaba con mucho sentimiento, los ojos cerrados, la cabeza bamboleante, bajo un arco de ladrillo.
Remontaron la pina cuesta de la rúa de São Mamede y la rúa do Limoeiro, entre antiguas casas con bellas fachadas cubiertas de sucios azulejos, y llegaron al mirador de Santa Lucía.
—¿La rúa do Loureiro?
Los dos amantes descendieron por el prieto e intrincado laberinto de callejuelas pinas, a veces con escaleras, un caos de fachadas con viejas ventanas con flores y ropa tendida, pintadas de brillantes colores e intercaladas con hermosos azulejos.
La rúa do Loureiro era una calle corta y en cuesta, casi trapezoidal, por arriba ancha, por abajo estrecha. En el ensanchamiento había unos cuantos escalones y un olivo que parecía pintado por El Greco, tanto se buscaba la vida alargando el tronco en busca del sol. El número dieciocho era una casa vieja con antiguos visillos bordados en las ventanas. En la planta baja abría sus puertas la Adega Cooperativa de Merceana. Vinhos e produtos agrícolas direitamente do produtor ao consumidor, en la que Pío reconoció la tienda de vinos que había mencionado Antonia Morales. En el primer piso, una anciana de cabellos plateados los había estado esperando. Se apartó de la ventana para anunciarlos. Antonia apareció en la puerta.
—¿Es usted don Pío?
Antonia era una mujer fornida y no mal parecida, extrovertida y parlanchina. Después de los saludos y presentaciones y de la entrega de la gran caja de mantecados, que la anfitriona recibió con grandes muestras de alegría, subieron una angosta escalera con zócalo de azulejo que olía a humedad y a orines de gato. Por lo que Antonia iba explicando, entre excusas, la casa sólo estaba habitada por tres vecinos, pero muy mal avenidos. Antonia y su marido ocupaban el piso primero, que pertenecía a la madre de él. Hacía cinco años que llegaron de Bélgica, donde se conocieron, los dos obreros emigrantes, ella viuda, él divorciado, los dos sin hijos, y habían regresado a Portugal, donde invirtieron los ahorros en un taller de automóviles que marchaba solamente regular. Les estaban construyendo un piso, un lugar más digno que éste, pero la empresa ha tenido problemas y parece que la cosa va para largo. Mientras tanto aquí estamos y por lo menos podemos cuidar de mi suegra, que está muy achacosa.
La anciana asistía a la entrevista sin entender palabra, sonriente.
—No se entera de nada. Ella es del norte y se vino aquí por el marido, que era marino, pero habla portugués muy cerrado y está medio sorda. No se entera.
Salió la anciana y regresó con una bandeja de bronce y cristal, antigua, sobre la que traía tres vasitos llenos de negro vino moscatel. La dejó sobre la mesa y regresó a su sitio en la ventana, a ensimismarse en sus recuerdos mientras contemplaba la calle.
—Así que usted quería saber de mi hermano Joaquín, el pobrecillo.
—Sí, dijo usted que guardaba algunos recuerdos de él.
—Ya le dije que no son casi nada. Yo casi no me acuerdo de él, porque yo tenía cinco años cuando murió, pero algunas cosas conservó mi madre.
Tomó una carpeta forrada de tela estampada que tenía prevenida sobre el aparador y la abrió con unción casi sacramental. La carpeta contenía un mazo de papeles, algunos cuadernos, media docena de cartas, tres o cuatro deterioradas fotografías. Se las tendió a los visitantes.
Allí estaba Joaquín Morales, joven y atractivo, de quizá veinte años, el pelo rizado, casi rubio, sonriendo a la cámara en un estudio fotográfico, con corbata de pajarita y levantadas las puntas del cuello de la camisa. En otra fotografía aparecía haciendo el ganso con cuatro amigos, todos vestidos con sendas chilabas, sosteniendo espingardas y alfanjes, en actitud cómicamente agresiva, retratados por un fotógrafo ambulante en alguna feria, delante de un telón con decoración de palmeras, dromedarios echados sobre la arena y distantes cúpulas en forma de cebolla. En otra fotografía aparecía vestido de miliciano con un mono de grandes bolsillos, junto a un autobús con ruedas de madera en cuya banda superior se leía Biblioteca Popular Ambulante, y debajo, en un rótulo más pequeño, Cultura para el pueblo.
El tiempo se había detenido en aquellas fotos, heladas sonrisas, petrificada juventud, carne, ilusiones, telas y objetos ya desvanecidos en el polvoriento torbellino del tiempo, de la muerte.
Pío e Isabel examinaron los cuadernos en silencio. Había un cuaderno de ejercicios en el que se mezclaban las lecciones de inglés y las de latín, no muchas. En otro cuaderno se sistematizaban los fundamentos del arte gótico y se exponían los rudimentos de la ciencia paleográfica y epigráfica. Un tercero contenía apuntes sobre los templarios. Isabel se lo pasó a Pío y éste lo leyó detenidamente. No decía nada que no fuera archisabido. Eran datos provenientes quizá de una enciclopedia, posiblemente de la Espasa, o tal vez del libro de Santiago López. En el mismo cuaderno, dando la vuelta para comenzar por el final, había una serie de notas, una especie de memorándum lleno de tachaduras y enmiendas. Comenzaba por el epígrafe Varones apostólicos.
—Esto puede tener algún sentido —dijo Pío intentando que la emoción no delatara su interés.
Isabel se inclinó sobre él y juntos descifraron:
Año 813: luces en Compostela. Sepulcro de Jacobo Boanerges. El rey Alfonso edifica tres iglesias: San Juan Bautista, Santiago, San Pedro.
Tradición: cuerpo de Santiago llevado por los 7 Varones Apostólicos, discípulos de Jacobo-Santiago.
Relato de la traslación marítima de Santiago, tomado de la leyenda de los 7 Varones.
San Pedro consagró a Torcuato, Tesifont, Indalecio, Cecilio, Eufrasio, Hesiquio y Segundo.
Atraviesan el mar, desembarcan en Sexi, llegan a Acci (Guadix), donde queda Torcuato; Cecilio a Ilíberis (Granada); Eufrasio a Iliturgi (Andújar); Tesifonte a Vergi (Albuniel de Cambil), Segundo a Abula (Vilches), Indalecio en Urci (?); y Hesiquio en Cercesiu (Cazorla).
Los 7 Varones siembran el Santo Reino de Vírgenes morenas, obra de san Lucas.
SANTA POTENCIANA es Virgen morena que en cuadros antiguos comparte patronazgo del reino con san Eufrasio. Tejedora. Reliquias de Moscoso y Sandoval allí y en Arjona. Santuario en Huesa y Cuevas de Lituergo, es refugio del obispo de Ossaria.
Leyenda Áurea: Santiago, hermano de Juan Evangelista, desembarca en Andalucía.
Relación: Santiago decapitado: cabeza, cabeza de san Eufrasio. Cabeza de san Juan Bautista.
ALEGORÍA DE ALCALÁ, en casa de los Aranda, final, del XVI: es San Pedro con tiara, Cristo muerto en sus brazos y un ave sobre el hombro: Pedro es el Mesías que habla el lenguaje de las aves, también la madre de Cristo (Piedad). Presencia de la concha de una vieira. Doble esfera de piedra en relieve pedestal.
San Pedro para los templarios: patrón antiguo de Torredonjimeno, y san Nicolás apud Torredonjimenum.
San Pedro, patrón de Escañuela.
Armas de Frailes: dos llaves de plata de san Pedro, cruzadas sobre cruz.
Iglesia de Castillo de Locubín: dos capillas gemelas octogonales.
San Pedro patrono de las minas (herreros y san Nicolás).
CABEZA DE SAN EUFRASIO (de Mao, Lugo, a las clarisas de Andújar y Escorial y Lugo), la urna contiene el Nombre más Argote, más dos obispos. Felipe II.
Había una página en blanco y a continuación otra con la siguiente inscripción:
Casería de la Inmaculada llamada Casa Grande de San Antón. Dueño el deán de la catedral, Íñigo Fernández de Córdoba, fallecido en 1724, emparentado con los Messía. Compra en 1720 por 8500 reales. Testamento reconoce haber vendido y destruido diferentes objetos que le habían dejado en depósito sus hermanos y padres: Verginius.
Aparecía la palabra Verginius escrita de puño y letra de Joaquín Morales. Pío e Isabel se miraron. Isabel tomó nota de la inscripción procurando respetar el orden de composición y hasta los espacios del original.
Media docena de notas inconexas, seguramente imposibles de interpretar por alguien que no fuera su propio autor, no era mucho, pero ya Pío e Isabel se habían acostumbrado a obtener parcos resultados después de muchos esfuerzos. Al menos la aparición de palabras familiares les confirmaba que Joaquín Morales había investigado aquellos temas: templarios; Vírgenes morenas, es decir, negras; Verginius; obispado de Ossaria, y el Nombre, ¿el Shem Shemaforash?
En resumen poca cosa. Hablaron de Joaquín Morales. Su hermana sólo recordaba, aunque muy vagamente, cosas que había oído contar en su casa durante las largas veladas del día de los Santos, cada año, por noviembre, cuando la madre llorosa ponía flores a la foto de su hijo fusilado en la primavera de la juventud después de ponerlas también sobre la fosa común del cementerio adonde creían que había sido arrojado su cadáver.
Ya parecía que cuanto podían averiguar Pío e Isabel estaba averiguado, es decir, poca cosa. Después de beber otro vasito de moscatel y charlar durante un rato de cosas de España, de la carestía de la vida, de detergentes milagrosos y de cuánto le hubiera gustado a Augusto José, el marido de Antonia, conocerlos, se estaban despidiendo ante la puerta cuando la anciana del pelo blanco apartó el rostro del cristal de la ventana y dijo unas palabras en portugués.
—¡Ah, sí! —dijo Antonia recordando algo—. Dice la madre que les enseñe lo del cuadro de los abuelos. Aguarden, que ahora lo traigo.
Abandonó un momento la sala y regresó con un cuadro que había descolgado de una pared de la habitación contigua. Era una de esas enmarcadas fotografías de los abuelos difuntos que en las casas campesinas solían presidir el comedor familiar a uno y otro lado del relieve de la Santa Cena. Los abuelos de Antonia Morales eran un hombre enjuto, apenas piel arrugada sobre una calavera, camisa a rayas abotonada hasta el cuello y chaleco, y una anciana enlutada cubierta de negra toca, de expresión bondadosa y viva mirada.
—Es que hace unos años le cambiamos el marco, que el que tenía antes estaba muy desportillado de las mudanzas y tenía el cristal roto, y aquí detrás apareció escrita una cosa que no sabemos lo que será porque está escrito en latín, creo, o por lo menos eso nos dijo un vecino maestro al que se lo enseñamos.
Dejó el cuadro sobre la mesa camilla y fue a la cocina en busca de la caja de las herramientas. Pío se ofreció a desclavar las puntillas que sostenían el cartón en la parte posterior del marco. Realizó la operación con singular torpeza y luego se hizo a un lado para que la propia Antonia levantara la lámina protectora. Debajo del cartón gris y basto apareció la cartulina amarillenta de la fotografía propiamente dicha, y entre los dos un folio doblado, arrancado de la parte central de un cuaderno tamaño cuarto, rayado en azul, todavía con señales mohosas en torno a los cuatro orificios de las grapas.
Conteniendo la emoción, Pío desplegó el folio sobre el tapete verde de la mesa.
Era un croquis de una especie de trapecio sobre el que se leía en letras de gran tamaño: Piedra del Letrero. El dibujo representaba una especie de podio o altar que servía de pedestal a una cruz patriarcal.
—La cruz de los templarios —musitó Isabel.
Junto a ella había una nota con letra casi microscópica:
La cruz de Verginius se ha perdido pero hay otras iguales. —Y debajo—: Había dos formas de leer el Nombre: por la copia de la Mesa que estaba en la peana de la cruz y por la sombra de los brazos de la cruz el día de San Juan, a las doce del día, sobre el letrero. Muñoz Garmendia lo copió y le dio de martillazos.
Había también un dibujo que representaba tres anillos entrelazados y dos rayas paralelas, como el signo matemático de igual, seguido de las palabras solis, solis, solis.
—Tres soles —propuso Isabel.
—O el jeroglífico del Nudo de Salomón o de la Santísima Trinidad —dijo Pío.
Debajo, en mayúsculas cuidadosamente ejecutadas, como copiadas de una inscripción, seguía la siguiente leyenda: Hic lapis offensus ferient, feretque ruinam; hic et inoffensus petra salutis erat: y más abajo Hanc haec mirandam tibi protulit unio gemmam authori cara est vtraque petra deo.
Pío lo copió todo cuidadosamente y, regresando el papel a su escondite con respeto casi sacramental, repuso los clavos y dejó el cuadro como estaba. Antonia lo devolvió a su lugar en la habitación interior.
Se despidieron cordialmente y tornaron al laberinto de callejas de la Alfama, que fueron bajando en dirección al mar.
Iban exultantes porque creían haber avanzado un gran paso en el esclarecimiento del enigma, aunque todo aquel material resultaba bastante inconexo y quizá sólo auguraba grandes trabajos para desentrañar el misterio. No obstante, por un acuerdo tácito, evitaron hablar del asunto. Volvían a ser dos amantes que vivían su idilio en Lisboa.
Descendieron por el Beco do Loureiro y, después de unos minutos de paseo por vericuetos y callejas a las que asomaba la minuciosa vida del barrio, fueron a salir a la rua dos Remedios, paralela al puerto. Pasando frente a la Casa dos Bicos, tomaron el camino de la monumental praça do Comércio, uno de cuyos lados está abierto directamente al mar. Había enamorados besándose en la escalinata frente a la columna inscrita rematada en la cabeza de un negro que sale de las aguas. El mar era una confusión de nieblas y espectrales gaviotas. Hacía frío y el viento atlántico traía efluvios de salitre, de alquitrán y de algas podridas.
Cuando regresaron al centro de la ciudad, la rúa Aurea comenzaba a estar animada por hombres de negocios y turistas que frecuentan los bancos y las tiendas de lujo. La remontaron sin prisa, observando el vivir de la ciudad desde fuera, sintiéndose felices como en una burbuja y buscando cada uno motivos para complacer al otro, como los enamorados hacen en las primeras fases de su amor.
Almorzaron, laboriosamente, buey de mar y más vinho verde en uno de los pequeños restaurantes de la rúa dos Sapateiros. Tomaron de postre dos catedralicios molotov seguidos de sendos aromáticos cafés y regresaron al hotel.
Después del amor y de la siesta, cuando despertaron, era tarde y llovía mansamente sobre Lisboa. Pío, desnudo, apartó un poco los visillos para asomarse a la plaza. La niebla impedía ver más allá de los tejados vecinos y del anuncio japonés. La plaza estaba desierta; los obreros, apiñados en improvisados refugios entre grúas y máquinas espectrales, miraban caer la lluvia con las manos en los bolsillos. Las palomas se habían acogido a los aleros.
Regresaron a la cama y estuvieron charlando y acariciándose el resto de la tarde. Luego se aventuraron unos metros bajo la lluvia protegidos por el palio de la gabardina de Pío, para cenar en un restaurante de la misma acera.
Al día siguiente madrugaron y regresaron a Madrid. La lluvia los acompañó hasta Portalegre, luego las nubes se fueron aclarando y en Navalmoral de la Mata, donde almorzaron, salió el sol.
Iban de la mano cruzando el aparcamiento de gravilla de regreso al coche. Isabel suspiró y dijo:
—¡Ay, si siempre fuera así!
Nicholas Wilcox
La lápida templaria
Existe una misteriosa lápida templaria que oculta la clave cifrada del dominio del mundo. En su búsqueda, rivalizan una reservada logia masónica, los servicios secretos vaticanos, una extraña secta judía y el servicio secreto israelí, el mossad. En estas páginas transitan mafiosos, tropas de élite, un extravagante narcotraficante colombiano, un banquero suizo, un elegante cardenal de la curia romana, dos asesinos a sueldo, una atractiva archivera, antigua hippy alcohólica, y un exagente del KGB que alquila sus servicios al mundo capitalista. Todos estos elementos arrebatan al lector en una acción trepidante hasta conducirlo al sorprendente e inesperado final.
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