AQUÍ SE RESUELVE UN PLEITO DE CAMPESINOS, SE AGUARDA LA LLEGADA DE LA CONDESA DOÑA BLANCA Y DE SU HIJA DOÑA MENCÍA Y SE HABLA DE LA LUJURIOSA REINA DOÑA URRACA
El labrador Antón de Olmeda, mozo chaparro y fornido, cegado por la ira y a impulsos de la codicia, había alzado el pico con sus poderosos brazos y de un firme golpe lo había clavado en la cabeza del labrador Mateo de Trasponte, tan vigoroso como él, pero menos prevenido en la ocasión, quien, destrozado su cerebro, entregó la vida al instante. Ni tiempo hubo de avisar al cura para que le diese la extremaunción.
Cuando entre dos litigantes, ya fueran ambos caballeros o villanos o caballeros villanos, uno de ellos estaba muerto, dirimir el pleito era más fácil para el conde don Sancho de Alcima. Aquello que acababa de ocurrir no era nada nuevo ni inesperado: si se enfrentaban dos hombres jóvenes, recios, armados los dos, aunque sus armas en vez de lanzas y espadas fueran aperos de labranza, y si los dos estaban tenazmente decididos a prosperar, a ser algo más de lo que eran, y si para serlo uno era preciso que desapareciese el otro, la sangre habría de correr. El conde de Alcima, y como él todos los habitantes del valle de Cisca, lo sabía.
Los labradores Antón de Olmeda y Mateo de Trasponte habían disputado por una cuestión de tierras, que es como decir que habían disputado cada uno en defensa de su propia vida. Eran dos repobladores de los que habían bajado hacía poco tiempo desde las Asturias de Santa Illana a esta zona fronteriza tras el señuelo de enriquecerse y librarse de la servidumbre laborando las tierras arrebatadas a los musulmanes en tiempos del rey Alfonso VI y en los de su madre, la reina doña Urraca. Las ventajas que se ofrecían a los pecheros no eran pocas si entregaban todas sus fuerzas a la tarea de ocupar y defender y trabajar las tierras devastadas.
Si los dos hubieran quedado con vida, habría sido difícil para el conde, ahora en obligadas funciones de juez, decidir cuál de los contendientes tenía la razón y el derecho, o se acercaba más a ellos: el que empuñó el pico o el que empuñó la hoz. Pero como el de la hoz, Mateo de Trasponte, estaba muerto, y el del pico, Antón de Olmeda, vivo, no cabía duda de que el del pico era el culpable. Y puesto que las leyes de la ordalía, que habrían dicho lo contrario, no rigen entre villanos, ni regían entonces, hace doscientos años, en ese sentido falló el pleito el conde, que además tenía prisa por atender otro negocio: la llegada de la condesa que regresaba de lejanas tierras.
El mayordomo del castillo, don Ferrán, era un tanto quisquilloso, y a pesar de saber que pleitos como aquél se resolvían con frecuencia de la misma manera, esta vez le dio por opinar que aunque la justicia hubiera sido estricta, el fallo no era muy conveniente para los intereses del conde ni para la misión que le había sido encomendada, pues el muerto no podría ya cultivar aquellas fanegas, ni el matador tampoco si se le encerraba en una mazmorra o se le ahorcaba.
—En Alcima, en Cisca y en todas las aldeas del valle sobran pobladores dispuestos a cultivarlas —dijo el conde—. Están las posadas y las tabernas llenas de campesinos que llegan a diario en las caravanas de carretas. Vos, don Ferrán, lo sabéis lo mismo que yo.
Comprendió el mayordomo don Ferrán que el conde prefería atender al otro negocio, y decidió no insistir para no exasperarle, ya que eran frecuentes sus ataques de ira. El conde ordenó que alguien fuese a pedir noticias al vigía de la torre de atalaya.
El vigía de la torre oteaba constantemente el horizonte por donde se perdía el final del camino, poco antes de llegar al desfiladero. Nadie se acercaba.
—Dile al conde que no abandono mi puesto, pero que no se ve ni un alma.
—Está muy impaciente. Parece que se muere de deseos de que la condesa regrese.
—¿Se muere de deseos de que regrese su mujer? Raro marido —opinó el vigía.
—Ahora mismo le contaré tu ocurrencia. Puede que le divierta. Te traeré su respuesta.
—Díselo, y el que no se divertirá serás tú.
—En fin, ¿qué noticias le llevo?
—Que no se divisa nada.
—No va a agradarle.
—Que suba él a mirar.
—Le diré que ésas son tus órdenes.
El servidor bajó la tortuosa escalera y entró en la cámara donde aguardaban el conde de Alcima y su mayordomo.
—El vigía aún no divisa al heraldo, conde.
—Os dije que aún era pronto —dijo el mayordomo—. Por lo menos le faltará una jornada.
—¿Viene en mula ese heraldo?
—Son muchas leguas, don Sancho.
Salió de la cámara el servidor, y el conde se encerró en el silencio. Conforme se acercaba el día de la llegada de la condesa y de su hija doña Mencía, el conde daba pruebas de gran nerviosidad. No podría asegurar el mayordomo si la irritación del conde se debía al excesivo tiempo que había permanecido separado de la condesa o a que el tiempo de separación estuviese a punto de concluir.
También el propio conde lo ignoraba. En la ausencia de su esposa su lujuria se había visto satisfecha. El mayordomo y el senescal y el alcaide eran hombres conocedores de sus obligaciones y tenían abundantes informes de todas las familias forasteras que al reclamo de la repoblación se estaban estableciendo en el valle. Y también de la gente suelta, la que no tenía familia, entre la que abundaban las mujeres que estarían siempre dispuestas a ser acompañantes por una noche, o por varias, del señor de la comarca. Y aun dentro del mismo castillo, sin necesidad de hacer una visita de inspección por las aldeas, podían encontrarse damas, doncellas, dueñas —como la propia esposa del mayordomo don Ferrán—, capaces de proporcionar al conde don Sancho de Alcima los desahogos que por su rango, su ocupación y su responsabilidad merecía.
Estaban muy dispuestas en aquella época las mujeres de cualquier condición a entregarse a los nobles, a los caballeros, simplemente por gozar y hacer gozar; incluso a los villanos, si había corrido en abundancia el vino.
Según unos, esto ocurría debido a los malos ejemplos dados años antes a las mujeres de su reino por doña Urraca; según otros —entre los que me cuento—, porque así lo propicia naturaleza, y porque aún no había tenido lugar el trascendental cambio de las costumbres y los sentimientos de que más adelante hablaré y que es, en realidad, el objeto definitivo de este escrito.
Así pues, tanto el conde don Sancho como su mayordomo don Ferrán se preguntaban, sin confesárselo el uno al otro, si deseaba el conde el pronto regreso de su esposa y su hija o que tal encuentro se dilatase aún por unos cuantos días.
Se encaró el conde con el servidor:
—¡Sube de nuevo a la torre, dile a ese vigía que aguce la mirada, si no quiere descender de la torre a la mazmorra! ¡El mensajero ya debe de estar a la vista!
Cuando el servidor salió de la cámara, el conde se volvió hacia su mayordomo, don Ferrán.
—Esta noche baja al pueblo y tráeme de nuevo a la hija de Juan, el talabartero.
A muchas leguas de allí, en la amanecida de ese mismo día de finales de septiembre, un mensajero se apartó de la comitiva de la condesa de Alcima y galopó hacia la raya de Castilla y Aragón. Llegaría al castillo con la antelación suficiente para que se preparase la cabalgata de bienvenida.
Al galope unos trechos y otros al trote, tardaría dos jornadas en llegar al valle. Más de una semana completa emplearía la comitiva en hacer el mismo recorrido. En los días de diferencia entre la llegada del mensajero y de la comitiva, el conde de Alcima y don Ferrán, el mayordomo, se ocuparían de organizar la cabalgata y el banquete con que serían recibidos los ausentes.
Más de tres meses había durado su estadía en el sur de Francia, incluidos los viajes de ida y vuelta.
El mensajero dejó atrás las tierras del rey aragonés y entró en las del castellano. Una jornada más y llegaría al valle de Cisca. Cambiaba levemente el paisaje. A los alcornoques y los pinos sucedían las hayas y los olmos, los álamos. Y conforme el jinete se alejaba del Moncayo y sus nevadas cumbres, la temperatura era menos rigurosa. Hizo noche en una aldea, en la casa de unos labradores, pues no había posada, y al día siguiente enfiló la garganta montañosa que daba entrada al valle.
Sonó su clarín el vigía de la torre atalaya. El mensajero estaba a la vista. Primero se recortó su silueta sobre el horizonte y luego una nube de polvo fue creciendo y creciendo por el serpenteante camino hasta llegar a borrar la silueta del heraldo.
Pocos días después la condesa y su hija doña Mencía harían su entrada en el castillo.
Habían viajado hasta la lejana Provenza, a través de Aragón, atravesando el Pirineo, para asistir a las bodas de la sobrina de la condesa, Costanza de Ureña, con el conde Aloin. Catorce años tenía doña Costanza y otros tantos hacía que la condesa no la veía, ni a su hermana, doña Inés. Otro de los motivos del viaje, aunque poco necesario, era que la hija del conde y la condesa de Alcima, la niña doña Mencía, y su prometido, Charles de Bengueil, pudieran conocerse, pues habrían de contraer matrimonio pocos meses después, ya que entre los varios pretendientes de doña Mencía aquél era el que mejor les parecía a los monjes de Cluny, que, como no ignoráis, amadísimo tío, empezaron a ponerse de moda en aquellos años y a hacer notar en toda Europa su poderío y su influencia dejando en segundo lugar a los anteriormente dominantes cistercienses.
Alzó sus ahuevados aunque bellos ojos al cielo la esposa del mayordomo, doña Brunilda, antes de implorar:
—¡Quieran Dios Nuestro Señor y la Virgen María y todos los santos del cielo que el hijo del barón de Bengueil haya aceptado a doña Mencía!
Respondió doña Flor, una de las damas:
—Todos sabemos que estaba aceptada de antemano.
Terció otra, de nombre Elvira:
—¿Cómo no había de aceptarla, después de los predios que el conde de Alcima acaba de recibir del rey Alfonso?
—Tengo escuchado a los peregrinos del camino francés que las mujeres de estos reinos tenemos en Europa fama de livianas.
Ésa es opinión de quien por una sola persona —dijo doña Flor— nos juzga a todas las demás. Y ya sé que esa opinión ha saltado las fronteras y se ha extendido a otros países. Pero ya no estamos, afortunadamente, en los tiempos de la reina doña Urraca.
La alusión a la reina doña Urraca estaba cargada de malicia. Treinta años es la edad en que una mujer honesta, si no ha fallecido de sobreparto, debe considerar terminada su vida conyugal y ser tolerante con su marido si éste busca para su placer y como incentivo de sus apetencias carnales y medio de satisfacerlas, mujeres que se hallen en la edad fogosa. Tanto damas de elevada alcurnia como esposas de pecheros y comerciantes así lo entienden, y pasada la treintena entran en religión o se consagran al cuidado de los hijos y la casa y a la lectura, y otras a las faenas del campo o a la atención de las tiendas o puestos del mercado. Pero es sabido desde los tiempos antiguos que toda regla tiene su excepción y, como también es sabido, una de estas excepciones fue la infeliz reina Urraca, en quien el fuego de la edad floreciente, para su desventura, no se mitigó a los treinta ni aun a los cuarenta, según cuentan las crónicas de sus enemigos y las lenguas de los mal hablados, sin que el mal hablar ni la enemiga sean necesariamente pruebas de falsedad. Había heredado el trono la dicha reina de su padre, el buen rey Alfonso VI. Era, cuando ascendió al trono, una joven muy bella, casada desde los doce años con el noble francés Ramón de Borgoña.
Muchos problemas encontró la reina Urraca en el interior de sus reinos, unos debidos a causas ajenas y otros derivados de su propio temperamento, pues si no parecía muy capacitada como reina, la desdichada lo estaba en demasía como mujer. Falleció el de Borgoña a los treinta años de la reina, algunos pensaron que un buen marido para la viuda sería Alfonso, su tío, el monarca del vecino reino de Aragón, con lo cual se ensancharían ambos reinos y se podría oponer más resistencia al moro. Anduvo remisa la reina en aceptar la proposición, porque ya había encontrado modo de satisfacer su lujuria y de acrecerla —que a este fuego, como al otro, el mismo viento que lo apaga lo aviva— con el conde de Candespino, Pedro González, pero al cabo terminó por aceptar y casó con su tío el aragonés, de quien era pariente en tercer grado, por ser ella nieta y él biznieto de Sancho el Mayor. En aquellos años hubo numerosas revueltas de pecheros contra señores en el camino de Santiago, y se agitaron en Galicia los partidarios del conde de Traba, tutor del hijo de doña Urraca, contra los del obispo Gelmírez, y se agitaba también el demonio en las carnes de la desdichada doña Urraca cuando a ella se acercaba Pedro González de Lara, que era más frecuentemente de lo que piden la modestia cristiana, la castidad y, en primer lugar, los deberes de esposa y de reina. Los reales esposos tan pronto reñían como se reconciliaban, y la ocasión más singular de reconciliarse que encontraron fue justamente cuando el Papa consideró nulo su matrimonio por juzgarlo incestuoso. A los pocos días, los esposos, que en buena doctrina ya no lo eran, volvieron a reconciliarse y a cohabitar. Y llegó la excomunión.
Poco después el rey Alfonso, el de Aragón, ordenó encerrar durante algún tiempo a la reina en la fortaleza de Castellar; parece ser que nunca estuvieron claras las razones de este encierro, y ahora, al cabo de tantísimos años mucho más difícil resulta averiguarlas; según unos, dio nuevas pruebas de liviandad la infeliz Urraca; según otros, todo se debió a la excesiva rigidez del carácter del rey.
Por grande que fuera el furor demoníaco aposentado en las entrañas de la atribulada reina, no eran tantas sus energías ni tan largo su tiempo como para sosegar con sus favores de mujer los deseos lujuriosos que suscitaba a su alrededor, ni los celos y las envidias que su predilección por el caballero don Pedro González de Lara despertaba entre otros nobles gallegos, leoneses y castellanos, que, desdeñados, se mostraban muy propicios a alistarse en banderías contra doña Urraca, hallando disculpa sobrada para cometer tal traición en las escandalosas relaciones de ella con el tal don Pedro González de Lara, que tuvo un hijo en la reina. Hubo de pasar doña Urraca por trances muy amargos. Quizá el más duro de ellos fue aquel en que los burgueses compostelanos asaltaron la catedral amotinados contra el obispo Gelmírez. Las tropas de la reina doña Urraca fueron derrotadas por los sublevados, y la reina, el obispo Gelmírez y algunos de sus adictos buscaron refugio en la torre de las Campanas, que fue sitiada por los burgueses, quienes, al comprobar que era imposible tomarla por las armas, la prendieron fuego con estopas y trapos encendidos.
Los cercados, después de encomendarse a Dios Nuestro Señor y a la Virgen María por medio de la oración, decidieron salir de la torre de las Campanas antes de morir de asfixia. La desdichada reina doña Urraca también salió; pero las turbas se apoderaron de ella, la golpearon, y, sin consideración de su rango, le arrancaron el vestido y la dejaron desnuda en un lodazal.
Tras la reina, salieron un hermano y un sobrino del obispo Gelmírez, su mayordomo y unos cuantos adictos más, a los que dio muerte el populacho desmandado, incitado por los burgueses.
El obispo Gelmírez pudo escapar de la torre empleando el denigrante recurso —denigrante para tal dignidad de la Iglesia, que no lo habría sido para cualquier plebeyo— de disfrazarse con la capa vieja de un sacristán y utilizar un crucifijo para ponérselo delante de la cara y así no pudieran distinguirse sus facciones.
Cuando de tal guisa solapado pasó junto a la infeliz reina doña Urraca, que permanecía caída en el fango sin conseguir alzarse por más esfuerzos que hacía, al verla tan feamente desnuda y postrada, dicen los que recuerdan haber oído narrar los hechos a los que de muy jóvenes escucharon relaciones de abuelos o bisabuelos de los testigos, que el obispo Gelmírez, transido de dolor, pasó de largo.
Fernando Fernán Gómez
El mal amor
En la Castilla medieval, un arcipreste juerguista y mujeriego, que se supone es el de Hita, es llamado por su tío, el obispo, quien le reprocha la vida licenciosa que lleva y le encierra durante un año en un monasterio. Allí el arcipreste compone la historia que es propiamente la novela: el conde don Sancho espera con impaciencia el regreso de su esposa y de su hija doña Mencía, que vuelven de Provenza con unos caballeros después de una visita de familia que tenía por objeto concertar la futura boda de doña Mencía; pero con ellas y con sus acompañantes llega también una nueva moda provenzal, el «amor cortés», que trastorna todos los comportamientos y es causa de las situaciones más enredadas, picarescas y regocijantes.
Espléndida novela de humor la de Fernando Fernán Gómez, irónica y maliciosa, que esconde tras su ropaje medieval una aguda visión de realidades y conflictos que son de todos los tiempos. Esta obra quedó finalista del Premio Planeta 1987.
El labrador Antón de Olmeda, mozo chaparro y fornido, cegado por la ira y a impulsos de la codicia, había alzado el pico con sus poderosos brazos y de un firme golpe lo había clavado en la cabeza del labrador Mateo de Trasponte, tan vigoroso como él, pero menos prevenido en la ocasión, quien, destrozado su cerebro, entregó la vida al instante. Ni tiempo hubo de avisar al cura para que le diese la extremaunción.
Cuando entre dos litigantes, ya fueran ambos caballeros o villanos o caballeros villanos, uno de ellos estaba muerto, dirimir el pleito era más fácil para el conde don Sancho de Alcima. Aquello que acababa de ocurrir no era nada nuevo ni inesperado: si se enfrentaban dos hombres jóvenes, recios, armados los dos, aunque sus armas en vez de lanzas y espadas fueran aperos de labranza, y si los dos estaban tenazmente decididos a prosperar, a ser algo más de lo que eran, y si para serlo uno era preciso que desapareciese el otro, la sangre habría de correr. El conde de Alcima, y como él todos los habitantes del valle de Cisca, lo sabía.
Los labradores Antón de Olmeda y Mateo de Trasponte habían disputado por una cuestión de tierras, que es como decir que habían disputado cada uno en defensa de su propia vida. Eran dos repobladores de los que habían bajado hacía poco tiempo desde las Asturias de Santa Illana a esta zona fronteriza tras el señuelo de enriquecerse y librarse de la servidumbre laborando las tierras arrebatadas a los musulmanes en tiempos del rey Alfonso VI y en los de su madre, la reina doña Urraca. Las ventajas que se ofrecían a los pecheros no eran pocas si entregaban todas sus fuerzas a la tarea de ocupar y defender y trabajar las tierras devastadas.
Si los dos hubieran quedado con vida, habría sido difícil para el conde, ahora en obligadas funciones de juez, decidir cuál de los contendientes tenía la razón y el derecho, o se acercaba más a ellos: el que empuñó el pico o el que empuñó la hoz. Pero como el de la hoz, Mateo de Trasponte, estaba muerto, y el del pico, Antón de Olmeda, vivo, no cabía duda de que el del pico era el culpable. Y puesto que las leyes de la ordalía, que habrían dicho lo contrario, no rigen entre villanos, ni regían entonces, hace doscientos años, en ese sentido falló el pleito el conde, que además tenía prisa por atender otro negocio: la llegada de la condesa que regresaba de lejanas tierras.
El mayordomo del castillo, don Ferrán, era un tanto quisquilloso, y a pesar de saber que pleitos como aquél se resolvían con frecuencia de la misma manera, esta vez le dio por opinar que aunque la justicia hubiera sido estricta, el fallo no era muy conveniente para los intereses del conde ni para la misión que le había sido encomendada, pues el muerto no podría ya cultivar aquellas fanegas, ni el matador tampoco si se le encerraba en una mazmorra o se le ahorcaba.
—En Alcima, en Cisca y en todas las aldeas del valle sobran pobladores dispuestos a cultivarlas —dijo el conde—. Están las posadas y las tabernas llenas de campesinos que llegan a diario en las caravanas de carretas. Vos, don Ferrán, lo sabéis lo mismo que yo.
Comprendió el mayordomo don Ferrán que el conde prefería atender al otro negocio, y decidió no insistir para no exasperarle, ya que eran frecuentes sus ataques de ira. El conde ordenó que alguien fuese a pedir noticias al vigía de la torre de atalaya.
El vigía de la torre oteaba constantemente el horizonte por donde se perdía el final del camino, poco antes de llegar al desfiladero. Nadie se acercaba.
—Dile al conde que no abandono mi puesto, pero que no se ve ni un alma.
—Está muy impaciente. Parece que se muere de deseos de que la condesa regrese.
—¿Se muere de deseos de que regrese su mujer? Raro marido —opinó el vigía.
—Ahora mismo le contaré tu ocurrencia. Puede que le divierta. Te traeré su respuesta.
—Díselo, y el que no se divertirá serás tú.
—En fin, ¿qué noticias le llevo?
—Que no se divisa nada.
—No va a agradarle.
—Que suba él a mirar.
—Le diré que ésas son tus órdenes.
El servidor bajó la tortuosa escalera y entró en la cámara donde aguardaban el conde de Alcima y su mayordomo.
—El vigía aún no divisa al heraldo, conde.
—Os dije que aún era pronto —dijo el mayordomo—. Por lo menos le faltará una jornada.
—¿Viene en mula ese heraldo?
—Son muchas leguas, don Sancho.
Salió de la cámara el servidor, y el conde se encerró en el silencio. Conforme se acercaba el día de la llegada de la condesa y de su hija doña Mencía, el conde daba pruebas de gran nerviosidad. No podría asegurar el mayordomo si la irritación del conde se debía al excesivo tiempo que había permanecido separado de la condesa o a que el tiempo de separación estuviese a punto de concluir.
También el propio conde lo ignoraba. En la ausencia de su esposa su lujuria se había visto satisfecha. El mayordomo y el senescal y el alcaide eran hombres conocedores de sus obligaciones y tenían abundantes informes de todas las familias forasteras que al reclamo de la repoblación se estaban estableciendo en el valle. Y también de la gente suelta, la que no tenía familia, entre la que abundaban las mujeres que estarían siempre dispuestas a ser acompañantes por una noche, o por varias, del señor de la comarca. Y aun dentro del mismo castillo, sin necesidad de hacer una visita de inspección por las aldeas, podían encontrarse damas, doncellas, dueñas —como la propia esposa del mayordomo don Ferrán—, capaces de proporcionar al conde don Sancho de Alcima los desahogos que por su rango, su ocupación y su responsabilidad merecía.
Estaban muy dispuestas en aquella época las mujeres de cualquier condición a entregarse a los nobles, a los caballeros, simplemente por gozar y hacer gozar; incluso a los villanos, si había corrido en abundancia el vino.
Según unos, esto ocurría debido a los malos ejemplos dados años antes a las mujeres de su reino por doña Urraca; según otros —entre los que me cuento—, porque así lo propicia naturaleza, y porque aún no había tenido lugar el trascendental cambio de las costumbres y los sentimientos de que más adelante hablaré y que es, en realidad, el objeto definitivo de este escrito.
Así pues, tanto el conde don Sancho como su mayordomo don Ferrán se preguntaban, sin confesárselo el uno al otro, si deseaba el conde el pronto regreso de su esposa y su hija o que tal encuentro se dilatase aún por unos cuantos días.
Se encaró el conde con el servidor:
—¡Sube de nuevo a la torre, dile a ese vigía que aguce la mirada, si no quiere descender de la torre a la mazmorra! ¡El mensajero ya debe de estar a la vista!
Cuando el servidor salió de la cámara, el conde se volvió hacia su mayordomo, don Ferrán.
—Esta noche baja al pueblo y tráeme de nuevo a la hija de Juan, el talabartero.
A muchas leguas de allí, en la amanecida de ese mismo día de finales de septiembre, un mensajero se apartó de la comitiva de la condesa de Alcima y galopó hacia la raya de Castilla y Aragón. Llegaría al castillo con la antelación suficiente para que se preparase la cabalgata de bienvenida.
Al galope unos trechos y otros al trote, tardaría dos jornadas en llegar al valle. Más de una semana completa emplearía la comitiva en hacer el mismo recorrido. En los días de diferencia entre la llegada del mensajero y de la comitiva, el conde de Alcima y don Ferrán, el mayordomo, se ocuparían de organizar la cabalgata y el banquete con que serían recibidos los ausentes.
Más de tres meses había durado su estadía en el sur de Francia, incluidos los viajes de ida y vuelta.
El mensajero dejó atrás las tierras del rey aragonés y entró en las del castellano. Una jornada más y llegaría al valle de Cisca. Cambiaba levemente el paisaje. A los alcornoques y los pinos sucedían las hayas y los olmos, los álamos. Y conforme el jinete se alejaba del Moncayo y sus nevadas cumbres, la temperatura era menos rigurosa. Hizo noche en una aldea, en la casa de unos labradores, pues no había posada, y al día siguiente enfiló la garganta montañosa que daba entrada al valle.
Sonó su clarín el vigía de la torre atalaya. El mensajero estaba a la vista. Primero se recortó su silueta sobre el horizonte y luego una nube de polvo fue creciendo y creciendo por el serpenteante camino hasta llegar a borrar la silueta del heraldo.
Pocos días después la condesa y su hija doña Mencía harían su entrada en el castillo.
Habían viajado hasta la lejana Provenza, a través de Aragón, atravesando el Pirineo, para asistir a las bodas de la sobrina de la condesa, Costanza de Ureña, con el conde Aloin. Catorce años tenía doña Costanza y otros tantos hacía que la condesa no la veía, ni a su hermana, doña Inés. Otro de los motivos del viaje, aunque poco necesario, era que la hija del conde y la condesa de Alcima, la niña doña Mencía, y su prometido, Charles de Bengueil, pudieran conocerse, pues habrían de contraer matrimonio pocos meses después, ya que entre los varios pretendientes de doña Mencía aquél era el que mejor les parecía a los monjes de Cluny, que, como no ignoráis, amadísimo tío, empezaron a ponerse de moda en aquellos años y a hacer notar en toda Europa su poderío y su influencia dejando en segundo lugar a los anteriormente dominantes cistercienses.
Alzó sus ahuevados aunque bellos ojos al cielo la esposa del mayordomo, doña Brunilda, antes de implorar:
—¡Quieran Dios Nuestro Señor y la Virgen María y todos los santos del cielo que el hijo del barón de Bengueil haya aceptado a doña Mencía!
Respondió doña Flor, una de las damas:
—Todos sabemos que estaba aceptada de antemano.
Terció otra, de nombre Elvira:
—¿Cómo no había de aceptarla, después de los predios que el conde de Alcima acaba de recibir del rey Alfonso?
—Tengo escuchado a los peregrinos del camino francés que las mujeres de estos reinos tenemos en Europa fama de livianas.
Ésa es opinión de quien por una sola persona —dijo doña Flor— nos juzga a todas las demás. Y ya sé que esa opinión ha saltado las fronteras y se ha extendido a otros países. Pero ya no estamos, afortunadamente, en los tiempos de la reina doña Urraca.
La alusión a la reina doña Urraca estaba cargada de malicia. Treinta años es la edad en que una mujer honesta, si no ha fallecido de sobreparto, debe considerar terminada su vida conyugal y ser tolerante con su marido si éste busca para su placer y como incentivo de sus apetencias carnales y medio de satisfacerlas, mujeres que se hallen en la edad fogosa. Tanto damas de elevada alcurnia como esposas de pecheros y comerciantes así lo entienden, y pasada la treintena entran en religión o se consagran al cuidado de los hijos y la casa y a la lectura, y otras a las faenas del campo o a la atención de las tiendas o puestos del mercado. Pero es sabido desde los tiempos antiguos que toda regla tiene su excepción y, como también es sabido, una de estas excepciones fue la infeliz reina Urraca, en quien el fuego de la edad floreciente, para su desventura, no se mitigó a los treinta ni aun a los cuarenta, según cuentan las crónicas de sus enemigos y las lenguas de los mal hablados, sin que el mal hablar ni la enemiga sean necesariamente pruebas de falsedad. Había heredado el trono la dicha reina de su padre, el buen rey Alfonso VI. Era, cuando ascendió al trono, una joven muy bella, casada desde los doce años con el noble francés Ramón de Borgoña.
Muchos problemas encontró la reina Urraca en el interior de sus reinos, unos debidos a causas ajenas y otros derivados de su propio temperamento, pues si no parecía muy capacitada como reina, la desdichada lo estaba en demasía como mujer. Falleció el de Borgoña a los treinta años de la reina, algunos pensaron que un buen marido para la viuda sería Alfonso, su tío, el monarca del vecino reino de Aragón, con lo cual se ensancharían ambos reinos y se podría oponer más resistencia al moro. Anduvo remisa la reina en aceptar la proposición, porque ya había encontrado modo de satisfacer su lujuria y de acrecerla —que a este fuego, como al otro, el mismo viento que lo apaga lo aviva— con el conde de Candespino, Pedro González, pero al cabo terminó por aceptar y casó con su tío el aragonés, de quien era pariente en tercer grado, por ser ella nieta y él biznieto de Sancho el Mayor. En aquellos años hubo numerosas revueltas de pecheros contra señores en el camino de Santiago, y se agitaron en Galicia los partidarios del conde de Traba, tutor del hijo de doña Urraca, contra los del obispo Gelmírez, y se agitaba también el demonio en las carnes de la desdichada doña Urraca cuando a ella se acercaba Pedro González de Lara, que era más frecuentemente de lo que piden la modestia cristiana, la castidad y, en primer lugar, los deberes de esposa y de reina. Los reales esposos tan pronto reñían como se reconciliaban, y la ocasión más singular de reconciliarse que encontraron fue justamente cuando el Papa consideró nulo su matrimonio por juzgarlo incestuoso. A los pocos días, los esposos, que en buena doctrina ya no lo eran, volvieron a reconciliarse y a cohabitar. Y llegó la excomunión.
Poco después el rey Alfonso, el de Aragón, ordenó encerrar durante algún tiempo a la reina en la fortaleza de Castellar; parece ser que nunca estuvieron claras las razones de este encierro, y ahora, al cabo de tantísimos años mucho más difícil resulta averiguarlas; según unos, dio nuevas pruebas de liviandad la infeliz Urraca; según otros, todo se debió a la excesiva rigidez del carácter del rey.
Por grande que fuera el furor demoníaco aposentado en las entrañas de la atribulada reina, no eran tantas sus energías ni tan largo su tiempo como para sosegar con sus favores de mujer los deseos lujuriosos que suscitaba a su alrededor, ni los celos y las envidias que su predilección por el caballero don Pedro González de Lara despertaba entre otros nobles gallegos, leoneses y castellanos, que, desdeñados, se mostraban muy propicios a alistarse en banderías contra doña Urraca, hallando disculpa sobrada para cometer tal traición en las escandalosas relaciones de ella con el tal don Pedro González de Lara, que tuvo un hijo en la reina. Hubo de pasar doña Urraca por trances muy amargos. Quizá el más duro de ellos fue aquel en que los burgueses compostelanos asaltaron la catedral amotinados contra el obispo Gelmírez. Las tropas de la reina doña Urraca fueron derrotadas por los sublevados, y la reina, el obispo Gelmírez y algunos de sus adictos buscaron refugio en la torre de las Campanas, que fue sitiada por los burgueses, quienes, al comprobar que era imposible tomarla por las armas, la prendieron fuego con estopas y trapos encendidos.
Los cercados, después de encomendarse a Dios Nuestro Señor y a la Virgen María por medio de la oración, decidieron salir de la torre de las Campanas antes de morir de asfixia. La desdichada reina doña Urraca también salió; pero las turbas se apoderaron de ella, la golpearon, y, sin consideración de su rango, le arrancaron el vestido y la dejaron desnuda en un lodazal.
Tras la reina, salieron un hermano y un sobrino del obispo Gelmírez, su mayordomo y unos cuantos adictos más, a los que dio muerte el populacho desmandado, incitado por los burgueses.
El obispo Gelmírez pudo escapar de la torre empleando el denigrante recurso —denigrante para tal dignidad de la Iglesia, que no lo habría sido para cualquier plebeyo— de disfrazarse con la capa vieja de un sacristán y utilizar un crucifijo para ponérselo delante de la cara y así no pudieran distinguirse sus facciones.
Cuando de tal guisa solapado pasó junto a la infeliz reina doña Urraca, que permanecía caída en el fango sin conseguir alzarse por más esfuerzos que hacía, al verla tan feamente desnuda y postrada, dicen los que recuerdan haber oído narrar los hechos a los que de muy jóvenes escucharon relaciones de abuelos o bisabuelos de los testigos, que el obispo Gelmírez, transido de dolor, pasó de largo.
Fernando Fernán Gómez
El mal amor
En la Castilla medieval, un arcipreste juerguista y mujeriego, que se supone es el de Hita, es llamado por su tío, el obispo, quien le reprocha la vida licenciosa que lleva y le encierra durante un año en un monasterio. Allí el arcipreste compone la historia que es propiamente la novela: el conde don Sancho espera con impaciencia el regreso de su esposa y de su hija doña Mencía, que vuelven de Provenza con unos caballeros después de una visita de familia que tenía por objeto concertar la futura boda de doña Mencía; pero con ellas y con sus acompañantes llega también una nueva moda provenzal, el «amor cortés», que trastorna todos los comportamientos y es causa de las situaciones más enredadas, picarescas y regocijantes.
Espléndida novela de humor la de Fernando Fernán Gómez, irónica y maliciosa, que esconde tras su ropaje medieval una aguda visión de realidades y conflictos que son de todos los tiempos. Esta obra quedó finalista del Premio Planeta 1987.
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