No es paisaje de encuentros súbitos, de retablos, y corros imprevistos. Al que viene se le ve apuntar desde muchos surcos y el que se va nunca acaba de desaparecer. El hombre que va en el carro, en el tractor o la bicicleta, lleva cara de no mirar. Va sin temor a sorpresas. El llanero manchego fue siempre hombre de pensares solos, de gesto inexpresivo, de caminos y labores sin misterio… De vez en cuando, una casa blanca, casi diluida en el aire; un bombo, un descardenchador, muchas ovejas. ¿Qué se mueve junto al pozo? Y la llanura sigue detrás, delante y sólo deja imaginar.
Por la carretera de Argamasilla, antes de llegar al pueblo y torcer hacia Ruidera, cambia el panorama. Ya vas al hilo del Guadiana. Del Guadiana siempre enjuto, y ahora más por el Pantano. A la derecha, los chopos y álamos del río; y hacia la izquierda, la terca llanura que sostiene a Tomelloso, que sigue sin un pliegue hasta Socuéllamos, Pedro Muñoz y Campo de Criptana.
La biografía de las aguas es rarísima en este rodal de La Mancha. El que haya unas lagunas tan nórdicas y hermosas en tierra tan poco lagunera como es España, y no digamos en esta altiplanicie manchega, ya es notable. Pero la manera que tiene de comportarse el Guadiana desde su alumbramiento hasta renacer en los Ojos del Guadiana, junto a Daimiel, supone la historia de río más única que se conoce. Y es que en la Mancha —la gente no se fija— todo es bastante raro. Desde que el Guadiana toma forma de río y deja las lagunas sucesivas, después de la Cenagal, ya pasada la aldea de Ruidera, y empieza a caminar enclenque por todos aquellos campos de Montiel, sin mayores fuerzas antaño, que para mover los molinos del Membrillo, el Curro, Santa María, San Juan, San José y ahora, para llenar cuando puede la presa del Pantano de Peñarroya, es toda una crónica. Río canijo, cruzable en dos brazadas, que discurre entre juncos: el negro, el común, el bolita, y el de sapo. Entre bayunguillos y juncias redondas o castañuelas; a veces flanqueado de álamos blancos y negros, chopos lombardos y bastardos. Y así que sus estrechas aguas alcanzan la gran anchura de San Juan, tierras calizas y esponjosas, empiezan sus filtraciones, y fatiga. Cruza el pueblo de Argamasilla sin aliento y, al llegar al molino de la Membrilla, lo traga la tierra y bajo ella camina siete leguas hasta resalir, como lágrimas abundosas, por los Ojos del Guadiana, allá por Daimiel.
Ya decía Plinio el latino, y no Manuel González el de Tomelloso, que el río Anas tenía en la llanura un puente de siete leguas sobre el que pastaban los rebaños. Sin embargo, los sabios posteriores, aseguran que esas aguas resurgentes que lavan los Ojos de Villarrubia, no son todas las que se tragó el terreno por las llanezas de San Juan, del Guadiana alto, sino que una buena parte son recaudo de las nuevas filtraciones de las lluvias en el llano manchego. Es decir, que aquel Guadiana que renace junto a Daimiel, y engorda en su largo camino hasta pasar por Badajoz y Portugal como río señor, tiene poco que ver con el abortillo de tan anchurosas lagunas, lleno de vicisitudes y escamoteos.
—Oye, Manuel ¿y tú crees que esta noche se oirán en la Colgada esas voces tan misteriosas que te dijo el alcalde?
Plinio le hizo un gesto disimulado para que no hablase del tema, pero don Lotario, con la fijeza puesta en la carretera, no lo advirtió.
—¿De qué voces habla usted, don Lotario? —preguntó la hija de Plinio incorporándose hacia el respaldo del veterinario.
—Que por lo visto, de unas noches a esta parte, está la gente del hotel muy asustada, porque grita una voz misteriosa.
—Vaya, vaya, Manuel —saltó la Gregoria— ya me extrañaba a mí tu repentina fineza de traernos a Ruidera. No será porque no se lo dije a esta: Milagrillo, que tu padre no vaya a algo del servicio que no nos ha dicho… Si no podía ser.
—Atiza, he metido la pata —rezongó don Lotario.
—Padre, ¿es verdad eso?
—Es verdad, pero me lo dijo el alcalde precisamente cuando fui a pedirle permiso para venir con vosotras. Eso de las voces serán fantasías moriscas de los ruidereños, y yo no tengo nada que ver con ellas.
—Es cierto, Gregoria, se lo dijo al pedirle permiso. Además, no compete a la Policía de Tomelloso.
—Ya, ya, aunque así sea —reatacó la mujer— como que van ustedes a dejar de fisgar en un misterio como ese, por mucho que competa a la policía de otro sitio. Verás hija como nos dan la temporada.
—Tampoco es para ponerse así, madre. ¿Qué más nos da que se distraigan en una cosa que en otra? Nosotras a estar tranquilicas, y en paz.
—Sí, tranquilicas. Narices. Estaremos toda la noche oyendo voces agónicas y estos por allí corriendo peligros. Te digo que es como para volverse.
—Pero, coño, mujer, ¿a qué vienen esos extremos? Ni esas voces serán tan agónicas como tú dices, ni nosotros correremos peligros, ni vamos a hacerles pizca de caso.
—Bueno, bueno, te conozco bacalao y si no al tiempo.
—Pues esperemos a ver qué trae el tiempo —dijo Plinio volviendo la cabeza con aire severo y de poner punto a la discordia matrimonial.
Pasados el Pantano de Peñarroya y el Castillo del mismo nombre, la llanura se quiebra, y empiezan las cuestas del Castillo, del Rivero, de la Malena y de Miravetes, tan pecheras y acibantadas, que parece pisamos otra región. Los cuatro auteros iban callados, y cada cual a su manera con la boca tensa y los ojos vueltos hacia el telón de sus preocupaciones.
Conforme se llega a Ruidera, ya digo, las cuestas se empinan y las curvas se cierran. El estrecho Guadiana a ratos queda muy alejado de la carretera, tras la barrera de álamos y carrizales.
La mujer de Plinio, que debía sentir mareo por tanta rúbrica del camino, se puso los dedos en la frente. La hija aspiraba con gana.
—¿Se marea usted, madre?
—No…
—No mires a la carretera y cierra los ojos, mujer (Lotario).
Francisco García Pavón
Voces en Ruidera
El comisario de la Brigada de Investigación Criminal de Madrid Anselmo Perales encarga a su viejo amigo el jefe de la Guardia Municipal de Tomelloso, Manuel González, alias Plinio, que se desplace de incógnito a las lagunas de Ruidera para colaborar en un misterioso caso de ámbito nacional, relacionado con un secuestro. Acompañado por su mujer Gregoria, su hija Alfonsa y su inseparable Don Lotario, el detective tomellosero se toma unas vacaciones y emprende el viaje sin contar a nadie sus verdaderos motivos, con la coartada de investigar unos horribles gritos que se escuchan a medianoche junto a las lagunas.
Voces en Ruidera, la novela más cervantina de la saga, ambientada en paisajes y escenarios recorridos siglos antes por Don Quijote, sorprende por los elementos fantásticos que Francisco García Pavón incorpora al argumento y por la carga sexual que explota en el sorprendente final de la novela, lo que provocó en su día las airadas críticas de los censores. El sentido del humor, que nunca resta intriga a la investigación detectivesca, vuelve a triunfar gracias a la maestría del autor, pionero del género policíaco autóctono de calidad.
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