La habitación de Lukasch y de Wenzl se encontraban en el mismo pasillo. Mikulaschek, el asistente del mayor Wenzl, un mozo bajito y lleno de hoyos de viruela, balanceaba las piernas y renegaba:
—Me extraña que ese viejo embustero todavía no haya venido. Me gustaría saber dónde está rondando toda la noche ese vejestorio. Si al menos me diera la llave de la habitación me echaría y me emborracharía. Tengo cantidades de vino allí.
—¡De modo que roba! —interrumpió Schwejk que estaba fumando con toda tranquilidad los cigarrillos de su teniente puesto que éste le había prohibido fumar con pipa en la habitación—. Tienes que ver de dónde saca nuestro vino.
—Yo voy a donde él me manda —dijo Mikulaschek con débil voz—. Me da una tarjeta, voy a coger para los enfermos y lo llevo a casa.
—Y si te ordenara que robaras la caja del regimiento, ¿lo harías? —preguntó Schwejk—. Aquí conmigo reniegas pero delante de él tiemblas como un álamo.
Los ojitos de Mikulaschek parpadearon.
—Me lo pensaría.
—¡No puedes pensar nada, jovenzuelo! —gritó Schwejk, pero no dijo más porque la puerta se abrió y entró el teniente Lukasch. En seguida se vio que estaba de muy buen humor pues llevaba la gorra al revés.
Mikulaschek se asustó tanto que olvidó bajar de la mesa, pero saludó sentado como estaba, pues también olvidó que no llevaba gorra.
—A sus órdenes, mi teniente. Todo en orden —anunció Schwejk adoptando una actitud estrictamente militar y reglamentaria, con lo que olvidó quitarse el cigarrillo de la boca.
Sin embargo el teniente no lo notó y se dirigió directamente a Mikulaschek, el cual contemplaba todos sus movimientos con los ojos fuera de las órbitas y seguía sentado en la mesa saludando.
—Teniente Lukasch —dijo éste acercándose a Mikulaschek con paso no muy firme— y usted, ¿cómo se llama?
Mikulaschek no dijo nada. Lukasch puso una silla delante de aquél, que aún estaba sobre la mesa, se sentó, lo miró y dijo:
—Schwejk, sáqueme de la maleta el revólver de reglamento.
Mientras Schwejk buscaba en la maleta. Mikulaschek siguió en silencio mirando asustado al teniente. Si en esos momentos se dio cuenta de que estaba sentado sobre la mesa seguro que esto no hizo más que causarle mayor desesperación, pues sus pies tocaban las rodillas del teniente.
—¡Bueno; como se llama, hombre! —gritó el teniente.
Pero Mikulaschek siguió en obstinado silencio. Más tarde explicó que con la entrada del teniente le había sobrevenido una especie de parálisis; quería bajar y no podía, quería contestar y no podía, quería dejar de saludar, pero no lo consiguió.
—A sus órdenes, mi teniente. El revólver no está cargado.
—Pues entonces cárguelo, Schwejk.
—A sus órdenes, mi teniente. No tenemos cartuchos y además será difícil fusilarlo en la mesa. Me permito observar, mi teniente, que es Mikulaschek, el asistente del mayor Wenzl. Siempre que ve a algún oficial pierde el habla. Es que le da vergüenza hablar. Es tal como digo, un mocito verde y estúpido. El mayor Wenzl lo deja siempre en el pasillo cuando se va a la ciudad y él va rondando por los barracones con los otros asistentes. Si al menos tuviera algún motivo para asustarse así, ¡pero si no ha hecho nada!
Jaroslav Hasek
Las aventuras del valeroso soldado Schwejk
Las aventuras del valeroso soldado Schwejk es, tal vez, la obra de la literatura checa más conocida fuera del país, ya que al poco de ser publicada se tradujo a varios idiomas y fue objeto de adaptaciones teatrales y cinematográficas. Constituye una sátira mordaz y divertida contra lo absurdo de las guerras. Su protagonista, Schwejk, con astuto desamparo y ladina sandez, libra su guerra privada contra la maquinaria militar como un Sancho Panza de la Primera Guerra Mundial, y empleando la estupidez como refinamiento se transforma en un estratega capaz de desarmar a quien sea. En una serie de divertidos episodios y en el trato con sus múltiples y siempre limitados superiores, Schwejk cumple su deber de obediencia de tal manera que todas las órdenes llevan al absurdo y deja en ridículo a las autoridades reconocidas.
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