31 de marzo (no sé si la confianza que ya nos une me permite expresarle sin reservas mis sentimientos, pero debo decirle que es usted un necio.)


El «Ercole»
De los diarios del 30 y 31 de marzo y 1 de abril de 1897
Al Narrador le molesta un poco tener que registrar este canto sinalagmático entre Simonini y su abate fisgón, pero parece ser que justo el 30 de marzo, Simonini reconstruye de forma incompleta los últimos acontecimientos en Sicilia, y su texto se complica con muchos renglones borrados de forma impenetrable, otros tachados con una X, aún legibles, e inquietantes de leer. El 31 de marzo se introduce en el diario el abate Dalla Piccola, como para desbloquear puertas herméticamente cerradas de la memoria de Simonini, revelándole lo que Simonini se niega en redondo a recordar. El 1 de abril, Simonini, tras una noche inquieta en la que recuerda haber tenido conatos de vómito, vuelve a intervenir, irritado, como para corregir las que considera exageraciones, indignaciones moralistas del abate.
En definitiva, el Narrador, no sabiendo a quién darle la razón, se permite relatar aquellos acontecimientos tal como considera que hay que reconstruirlos, y naturalmente se asume la responsabilidad de su reconstrucción.
Nada más llegar a Turín, Simonini hizo llegar su informe al cavalier Bianco y al cabo de un día le llegó el recado que lo volvía a convocar a una hora tardía en el lugar desde el cual la carroza lo conduciría a ese mismo saloncito de la vez pasada, donde lo esperaban Bianco, Riccardi y Negri di Saint Front.
—Abogado Simonini —empezó Bianco—, no sé si la confianza que ya nos une me permite expresarle sin reservas mis sentimientos, pero debo decirle que es usted un necio.
El cementerio de Praga de Umberto Eco


30 de marzo (fue expulsado de su cargo en 1801 como infiel o fautor de herejes)

El gran inquisidor Abad cayó en 1794 por presiones de otros altos dignatarios de la Iglesia, hostiles a su punto de vista, y fue recluido en un monasterio castellano. Le sucedió un prelado más afín a las ideas de la Roma de entonces: el erudito arzobispo de Toledo Lorenzana. Pero la época era difícil para que nadie triunfara del todo: ni los llamados jansenistas, de tendencia regalista, ni los ultramontanos. Pudieron los «ortodoxos» luego, a posteriori (en tiempos de Fernando VII e Isabel II), hablar de ataques contra el «clero» durante ella. La realidad es que del mismo clero partían muchas sugerencias e ideas contrarias al viejo espíritu del Santo Oficio. Durante el corto ministerio de Jovellanos, el mismo funcionario al que había encomendado Abad La Sierra la tarea revisionista, fue encargado de nuevo de recoger documentos que justifican no ya la reforma, sino incluso la abolición del Santo Oficio. Era este funcionario el célebre don Juan Antonio Llorente, nacido el 30 de marzo de 1756 en el pueblo riojano de Rincón de Soto. Desde 1782, poco más o menos, este sacerdote había abandonado las referidas ideas «ultramontanas», y su punto de vista en asuntos eclesiásticos era el de otros muchos españoles letrados de su época, y de antes, que en lo que a la Inquisición se refiere, por lo menos, no pudieron opinar con la autoridad que él tuvo y con el conocimiento que le dieron sus exploraciones internas. Llorente fue, en principio, un clérigo regalista más y contrario a las pretensiones de Roma. Pero no era lo mismo oponerse a Roma en la época de Carlos III o Carlos I que enfrentarse con la curia en tiempos de Felipe II y aun de Felipe IV; como no es lo mismo sentar principios desamortizadores en el siglo XVII que a comienzos del XIX. Llorente tuvo una vida azarosa en una época difícil. Comisario del Santo Oficio de Logroño en 1785, secretario luego de la Inquisición de Corte, fue expulsado de su cargo en 1801 como infiel o fautor de herejes (caso que se dio varias veces antes, pero de modo menos escandaloso, en relación con algunos altos funcionarios del Santo Oficio). De 1805 a 1808 trabajó al servicio de Godoy en diversos estudios histórico-políticos, y en 1808 abrazó la causa francesa de modo inequívoco. Así, pues, el 11 de marzo de 1809 fue llamado por José Bonaparte para participar en las tareas del Consejo de Estado y contribuyó no poco a la liquidación del Santo Oficio, decretada por Napoleón poco antes. Se le encargó escribir su historia, y en esta y otras empresas relacionadas con la vida del clero siguió sirviendo al mismo rey José.
El señor inquisidor de Julio Caro Baroja



29 de marzo (A una muchacha el viento le levantó la pollera. A un cura le levantó la sotana.)


Viernes, 29 de marzo.
Qué viento asqueroso, me costó un triunfo llegar por Ciudadela desde Colonia hasta la Plaza. A una muchacha el viento le levantó la pollera. A un cura le levantó la sotana. Jesús, qué panoramas tan distintos. A veces pienso qué habría ocurrido si me hubiese metido a cura. Probablemente, nada. Tengo una frase que pronuncio cuatro o cinco veces por año: «Hay dos profesiones para las que estoy seguro de no tener la mínima vocación: militar y sacerdote». Pero creo que lo digo por vicio, sin el menor convencimiento.
Llegué a casa despeinado, con la garganta ardiendo y los ojos llenos de tierra. Me lavé, me cambié y me instalé a tomar mate detrás de la ventana. Me sentí protegido. Y también profundamente egoísta. Veía pasar a hombres, mujeres, viejos, niños, todos luchando contra el viento, y ahora también con la lluvia. Sin embargo no me vinieron ganas de abrir la puerta y llamarlos para que se refugiaran en mi casa y me acompañaran con un mate caliente. Y no es que no se me haya ocurrido hacerlo. La idea me pasó por la cabeza, pero me sentí profundamente ridículo y me puse a imaginar las caras de desconcierto que pondría la gente, aun en medio del viento y de la lluvia.
¿Qué sería de mí, en este día, si hace veinte o treinta años me hubiera decidido a meterme a cura? Sí, ya sé, el viento me levantaría la sotana y quedarían al descubierto mis pantalones de hombre vulgar y silvestre. Pero ¿y en lo demás? ¿Habría ganado o habría perdido? No tendría hijos (creo que habría sido un cura sincero, ciento por ciento casto), no tendría oficina, no tendría horario, no tendría jubilación. Tendría Dios, eso sí, y tendría religión. Pero ¿es que acaso no los tengo? Francamente, no sé si creo en Dios. A veces imagino que, en el caso de que Dios exista, no habría de disgustarle esta duda. En realidad, los elementos que él (¿o Él?) mismo nos ha dado (raciocinio, sensibilidad, intuición) no son en absoluto suficientes como para garantizarnos ni su existencia ni su no existencia. Gracias a una corazonada, puedo creer en Dios y acertar, o no creer en Dios y también acertar. ¿Entonces? Acaso Dios tenga un rostro de croupier y yo sólo sea un pobre diablo que juega a rojo cuando sale negro, y viceversa.
La tregua de Mario Benedetti




28 de marzo (y rara vez tienen la para mí elemental atención de dirigirse a las mujeres,)

En este año de 1936, que tan viajero se inició con las escapadas a Marruecos, salí de Madrid en dirección a Roma el sábado 28 de marzo. Fue mi primera escala Barcelona, donde, avisado por mí, me esperaba en el apeadero del Paseo de Gracia Manolo Bueno. Le vi por la ventanilla con su gabardina, su boina, su bastoncillo, y le encontré cierto aire con esos veraneantes de Biarritz a quienes el otoño se les ha echado encima.
Mi amistad con el gran escritor, sin ser asidua, era entrañable. Teníamos en la vida muchos puntos de coincidencia y semejanza en la manera de mirar y considerar las cosas, si bien él albergaba un mayor escepticismo que yo y tenía voluntariamente cerrados los ojos a la esperanza, mientras que yo nunca los abrí tanto al milagro.
Pasé el día con Manolo, dando algunas vueltas por Barcelona y comiendo y cenando en su agradable pisito del Paseo de San Juan. Creo que vivía Manolo con una sobrina suya, pero en aquellos días estaba completamente solo y no tenía ningún servicio. M*** estaba encantada de la sencillez de este escritor, al que ella admiraba y a quien en todos sentidos creía persona importante. Aunque M*** entonces era un chiquilicuatro de poco más de veinte años, Manolo la trataba como una gran dama de experiencia, e incluso la consultaba continuamente en sus conversaciones los problemas o las cuestiones sobre lo que se discurría. Este gran estilo de gentilhombre mundano, tan grato, tan elegante y europeo, se va perdiendo, desgraciadamente, cada vez más. Yo observo cómo los jóvenes actuales, con excepciones escasas, hablan entre sí, se dirigen siempre al hombre, y rara vez tienen la para mí elemental atención de dirigirse a las mujeres, ni aun siquiera a la señora de la casa cuando está en ella el hombre y en cuanto la conversación se vuelve un tanto apasionante.
Memorias. Mi medio siglo se confiesa a medias de César González-Ruano



27 de marzo (No me interesaba ninguna de las cosas de la lista, sólo el regador.)

«27 de marzo —Anoche tuve un sueño formidable cuando me acosté pensando en la lista de cosas que tengo que contar.
Más que un sueño fue una alucinación aunque no sé qué es alucinación pero debe estar bien, yo he adivinado lo que querían decir muchas palabras. Me puse a pensar en esas cosas y sin que me quitaran las ganas de dormir no me dejaban dormir. Estaba lo de China y Paco saliendo del salón, la barbaridad que le dijo ayer Catalina al tío Nicolás, lo que le tengo que decir a China de que convenza a su padre, la emoción que me da cuando me habla la señorita Elisa y lo de la habitación de la abuela que van a arreglar. También de las vacaciones que empiezan mañana. Decía primera, segunda, etc., y me acordaba muy bien de todas las cosas. Entonces se me ocurrió que sería muy bonito contarlas no una detrás de otra sino mezclándolas dejando a medio contar la tercera por ejemplo y saltar a la primera y luego un poco de la cuarta y volver a la primera o a la quinta y así siempre, pero con mucho cuidado y mucho tiento para que no se perdiera el sentido de ninguna y que al final fuesen como una misma cosa, como si pintase un cuadro. Entonces tuve esa alucinación porque no estaba dormido pero veía al regador como no es posible verlo sin que sea de verdad. Le daba el sol y estaba metido en una acequia con agua hasta la rodilla… Estaba sin afeitar y quemado por el sol y llevaba sombrero de paja y un calzoncillo azul largo de labrador que se le pegaba a las piernas porque estaba empapado. La camisa también se le pegaba a la espalda empapada en sudor. El regador levantaba una trampilla para dejar salir un poco de agua para un campo y luego otra para otro y metía los brazos en el agua, que hacía un sonido muy agradable como de palabras a media voz. El labrador caminaba unos pasos y seguía metiendo los brazos en el agua y levantando y bajando trampillas. Había muchas una para cada campo porque allí se juntaban dos o tres acequias. Era una tontería pero me gustaba con locura verlo y ver al regador metiendo las manos y los brazos en el agua y cómo el agua le obedecía tan suave qué gusto. Era tan sencillo que yo estaba encantado y me dio la impresión de que el ruido de mi corazón o sería que mi atención tenía alguna fuerza misteriosa, el caso es que el regador me miró sorprendido, yo me asusté y él también y de repente desapareció. Ni agua ni yerba en las orillas ni un silo que también había visto a lo lejos, nada. Me desperté pero no es eso porque no había llegado a dormirme, no sé cómo decirlo… Por más esfuerzos que hice por volver a ver al regador hasta haciéndome el dormido no pude. No me interesaba ninguna de las cosas de la lista, sólo el regador.
La zancada de Vicente Soto


26 de marzo (El Diario debía ser leído como un oráculo.)

Avanzaba lentamente, a ciegas. Había una salida pero tardé en encontrarla. Di vueltas, durante días, hasta que una tarde se me ocurrió que también tenía que tener en cuenta el modo en que los acontecimientos estaban escritos. La forma en que había sido narrada mi vida, el estilo de las notas. Entonces, de a poco, todo se empezó a aclarar. Una mañana, después de casi veinte horas de trabajo, con una sencillez extraordinaria comprendí algo esencial: no era necesario regresar al pasado. Las repeticiones se producían invariablemente. Pero había que invertir el orden. Avanzar desde el presente hacia el porvenir. El Diario debía ser leído como un oráculo. Todo estaba claro. Ahora sólo tenía que probar lo que había descubierto. Iba a tomar un acontecimiento y escribir sus efectos como si estuviera narrando algo sucedido el día anterior. Busqué un hecho trivial. Me acuerdo de que era el 26 de marzo, había pasado unos días en París y había vuelto, el día anterior, en el tren de las 17.20 que llega a Saint-Nazaire a las 21.03. En el compartimiento una mujer había ocupado el asiento que yo tenía reservado. Era rubia, de ojos lívidos, y me senté frente a ella en un lugar vacío. Al rato subió una vieja muy amable que se empezó a quejar por el precio del pasaje. La habían estafado, le habían cobrado dos veces el mismo viaje. Nos mostraba el billete y sonreía y parecía un poco loca. Iba a Saint-Nazaire a visitar a su hijo, pero nadie la esperaba. Quería darle una sorpresa, le había comprado un kilo y medio de naranjas. La muchacha me miró como buscando ayuda y yo intervine en la conversación. La vieja repitió la letanía: la habían estafado, iba a visitar a su hijo, que no la esperaba. Al rato me aburrí y me puse a leer. La muchacha tranquilizaba con dulzura a la mujer, que ahora se quejaba de su hijo. Cuando el tren llegó a Saint-Nazaire las ayudé a bajar y después vi a la muchacha y a la anciana que iban juntas hacia la fila de los taxis.
Encuentro en Saint-Nazaire de Ricardo Piglia

25 de marzo (quien sostenía ser el gobernador supremo de las islas)

En 1811, cierto capitán Haywood, a bordo del Nereus, visitó Tristán da Cunha. Encontró allí a tres norteamericanos que vivían en la isla y se dedicaban a curtir pieles de foca y a almacenar aceite. Uno de ellos, llamado Jonathan Lambert, se decía soberano de aquella tierra. Había despejado y cultivado unos sesenta acres, ocupándose del cultivo de café y caña de azúcar, que le habían sido proporcionados por el ministro norteamericano en Río de Janeiro. Pero la colonia fue finalmente abandonada, y en 1817 el Gobierno inglés tomó posesión de las islas, enviando a tal efecto un destacamento desde el cabo de Buena Esperanza. No las retuvo mucho tiempo, sin embargo, pero cuando evacuó la región, renunciando a su dominio, dos o tres familias inglesas se instalaron allí con independencia del Gobierno. El 25 de marzo de 1824, el Berwick, al mando del capitán Jeffrey, que había zarpado de Londres con destino a la tierra de Van Diemen, llegó a las islas, encontrándose a un inglés llamado Glass, ex cabo de artillería, quien sostenía ser el gobernador supremo de las islas, y tenía bajo su mando a veintiún hombres y tres mujeres. Dicho personaje dio informes muy favorables sobre el clima y la productividad del suelo. La población se ocupaba principalmente de la caza de la foca y del acopio de aceite de elefante marino, traficando con el cabo de Buena Esperanza, pues Glass era dueño de una pequeña goleta.
Cuando llegamos nosotros, el gobernador residía aún en la isla, pero su pequeña comunidad se había multiplicado y había 56 personas en Tristán da Cunha, fuera de una pequeña colonia de siete almas en Nightingale Island. No tuvimos dificultades en procurarnos todas las vituallas que necesitábamos; ovejas, cerdos, novillos, conejos, aves, cabras, pescado de diversas clases y vegetales abundaban muchísimo. Como habíamos fondeado cerca de la isla principal, con un fondo de 18 brazas, pudimos embarcar todas las provisiones sin inconvenientes. El capitán Guy compró además a Glass 500 pieles de foca y algo de marfil. Nos quedamos una semana, durante la cual soplaron vientos del norte y del oeste, y el tiempo se mostró algo brumoso. El 5 de noviembre izamos velas y rumbeamos hacia el sur y el oeste, con intención de buscar un archipiélago denominado islas Auroras, sobre cuya existencia las opiniones estaban muy controvertidas.
Narración de Arthur Gordon Pym de Edgar Allan Poe



24 de marzo (Lo haremos esta noche)

Ver a Steve McQueen subido en una moto alemana y correteando por un campo huyendo de los nazis invita de inmediato a pensar en la escena final de la película La gran evasión, aquel intento de huida de un campo de prisioneros de decenas de soldados de las fuerzas aéreas aliadas. Pero el caso es que la gran evasión existió, y se produjo en la noche del 24 de marzo de 1944: setenta y seis hombres protagonizaron una huida en masa que cabreó mucho al Führer.
La gran evasión fue una operación planificada al milímetro en la que colaboraron seiscientos prisioneros, aunque bien es cierto que no todos estuvieron por la labor de fugarse por temor a las represalias. Otros, en cambio, acataron el Convenio de Ginebra, ese que dice que la primera obligación de un oficial prisionero es intentar escapar.
Los barracones del campo se convirtieron a espaldas de los alemanes en una perfecta cadena de montaje en la que durante dos meses los prisioneros trabajaron como hormiguitas estajanovistas. Unos se dedicaron a los túneles; otros, a la cartografía, porque había que hacer mapas para que los fugados supieran a dónde dirigirse; otros falsificaron documentos de identidad, salvoconductos y todo tipo de carnés o impresos que pudiera pedir un alemán; varios más confeccionaron ropa, y otro puñado fabricó brújulas cuyas agujas hacían con cuchillas de afeitar imantadas.
Hasta que llegó el momento y aquel 24 de marzo corrió de boca en boca entre los prisioneros la frase: «Lo haremos esta noche». Doscientos veinte prisioneros estaban listos para la fuga, pero solo setenta y seis pudieron salir del túnel y llegar al bosque. Un centinela los descubrió.
Setenta y tres de los fugados fueron detectados en los días siguientes, pero solo veintitrés volvieron vivos al campo de prisioneros. A Hitler se le encrespó el bigote con aquella gran evasión y ordenó ejecuciones sumarísimas. Los cincuenta asesinados volvieron al campo en cincuenta urnas de cenizas. Aquella gran evasión se quedó en solo tres evadidos que lograron alcanzar las fronteras aliadas, pero mereció la pena.
Se armó la de San Quintín y otras menudas historias de la Historia de Nieves Concostrina



23 de marzo (Ha vuelto el invierno. La nieve cae en espesos copos.)


23 de marzo
Ha vuelto el invierno. La nieve cae en espesos copos.
Superfluo, superfluo… No podía encontrar una fórmula más precisa. Cuanto más escarbo en mi interior, cuanto más atentamente examino mi vida pasada, más me convenzo de la estricta verdad de esa expresión. Superfluo. Ni más ni menos. Esa fórmula no se aplica a los demás hombres… Los hombres son malos o buenos, inteligentes o estúpidos, agradables o desagradables, pero no superfluos… No quiero decir, entiéndame bien, que el mundo no pueda prescindir de ellos… Ya lo creo que sí; pero su inutilidad no es su característica principal, su rasgo distintivo. Cuando habláis con ellos, el término «superfluo» no es el primero que acude a vuestros labios. En cuanto a mí, lo único que puede decirse es que soy un hombre superfluo, supernumerario. Eso es todo. Por lo visto, la naturaleza no contaba con mi aparición y, en consecuencia, me trató como a un huésped inesperado e inoportuno. No en vano, un gran aficionado a las bromas y los juegos de naipes dijo una vez que mi madre, el día que me trajo al mundo, había hecho un renuncio. En estos momentos hablo de mí mismo con la mayor serenidad, sin rastro alguno de amargura… ¡Ya es agua pasada! A lo largo de toda mi vida siempre he encontrado mi lugar ocupado, quizá porque lo busqué donde no debía. He sido receloso, tímido e irritable, como todos los enfermos. Además, como consecuencia probablemente de un exceso de amor propio o, más en general, de la desafortunada organización de mi persona, entre mis pensamientos, mis sentimientos y la expresión de esos pensamientos y esos sentimientos siempre se ha interpuesto un obstáculo incomprensible, absurdo e insuperable. Y, cuando tomaba la resolución de vencer a cualquier precio ese obstáculo, de derribar esa barrera, mis gestos, mis ademanes y todo mi ser denotaban una tensión penosa. No sólo parecía afectado y poco natural, sino que lo era. Yo mismo me daba cuenta y me apresuraba a encerrarme de nuevo en mí mismo. En tales momentos se apoderaba de mí una terrible angustia. Analizaba hasta el último rincón de mi cerebro, me comparaba con otros, recordaba las menores miradas, las menores sonrisas, las menores palabras de aquellas personas ante las cuales me habría gustado abrir mi corazón, lo interpretaba todo en el peor sentido, me reía sarcásticamente de mi pretensión de ser «como todo el mundo»; y de pronto, en medio de esa risa, me hundía en la tristeza, caía en una especie de desesperación irracional; llegados a ese punto, retomaba mis tentativas anteriores. En resumidas cuentas, giraba en redondo como una ardilla en su rueda. Pasaba días enteros ocupado en esa tarea dolorosa e inútil. Y ahora, hagan el favor de decirme, ¿qué necesidad tiene nadie de un hombre así? ¿Por qué me sucedía eso? ¿Cuál es la causa de esa meticulosa preocupación por mi propia persona? ¿Quién lo sabe? ¿Quién podría decirlo?
Recuerdo que una vez partí de Moscú en diligencia. El camino era bueno y el cochero había agregado un caballo de refuerzo a los otros cuatro. Ese desdichado caballo, completamente inútil, atado de cualquier manera al tren delantero con una cuerda gruesa y corta que le rozaba sin piedad la grupa, le raspaba la cola y le obligaba a cabalgar de una forma muy poco natural, imponiendo a todo su cuerpo la forma de una coma, despertaba en mí la más profunda compasión. Le señalé al cochero que por esa vez había podido prescindir de un quinto caballo… Por toda respuesta sacudió la cabeza, le propinó al menos diez latigazos seguidos, atravesándole todo el lomo descarnado, hasta el vientre hinchado, y terminó diciendo con un poso de ironía: «¡Ya lo ve usted, ha acabado poniéndose al paso! ¡Qué diablos!».
También yo acabé poniéndome al paso. Por fortuna, la estación de postas no quedaba lejos.
Superfluo… He prometido demostrar lo acertado de mi definición y me dispongo a cumplir esa promesa. No considero necesario mencionar la multitud de menudencias, de acontecimientos e incidentes cotidianos que a los ojos de cualquier persona juiciosa habrían constituido pruebas irrefutables en mi favor, o mejor dicho, de mi punto de vista. Será mejor que empiece sin más preámbulos con un acontecimiento bastante importante que desterrará de una vez para siempre cualquier duda que pueda quedar sobre la exactitud del término «superfluo». Repito que no tengo la menor intención de entrar en detalles, pero no puedo pasar por alto una circunstancia bastante curiosa y relevante; a saber, la extraña actitud que adoptaban mis amigos (también yo he tenido amigos) cada vez que coincidíamos en algún sitio o los visitaba. Era como si se sintieran incómodos. Al venir a mi encuentro, sonreían con aire forzado y me miraban no a los ojos ni a los pies, como hacen ciertas personas, sino más bien a las mejillas, me apretaban la mano con premura y decían con cierta precipitación: «¡Ah, buenos días, Chulkaturin!». (El destino había tenido la deferencia de concederme semejante nombre.) O bien: «Pero mira quién está aquí, si es Chulkaturin», y a continuación se apartaban y se quedaban inmóviles unos instantes, como si se esforzaran por recordar alguna cosa. Yo me daba cuenta de todo, pues no carezco de perspicacia ni de capacidad de observación. En general, no puede decirse que sea tonto. A veces hasta se me ocurren unas ideas bastante divertidas, no carentes de originalidad; pero, como soy un hombre superfluo, encerrado en mí mismo, me da pavor expresar mis pensamientos, tanto más cuanto que estoy convencido de antemano de que lo haré espantosamente mal. A veces hasta me parece extraña la forma en que habla la gente, esa naturalidad y desenvoltura… «¡Qué desparpajo!», se me pasa por la cabeza. En cualquier caso, debo reconocer que, a pesar de mi ensimismamiento, a veces me entraban ganas de hablar. No obstante, sólo en mi juventud he sido capaz de pronunciar las palabras que se me pasaban por la cabeza; en la edad adulta casi siempre he conseguido dominarme. Decía en voz baja: «Será mejor que nos callemos», y al punto me tranquilizaba. A la hora de guardar silencio todos nos las arreglamos bastante bien; en particular, nuestras mujeres son auténticas maestras en ese arte: cualquier señorita rusa de sentimientos elevados muestra tal dominio a la hora de callar que hasta un hombre experimentado siente estremecimientos y se empapa de un sudor frío ante semejante espectáculo. Pero no se trata de eso, y además no me corresponde a mí juzgar a los demás. Paso a ocuparme del relato prometido.
Hace algunos años, como consecuencia de un cúmulo de circunstancias bastante insignificantes, aunque muy importantes para mí, tuve que pasar unos seis meses en la capital del distrito de O. Esa ciudad ha sido levantada en un declive y presenta una disposición bastante incómoda. Cuenta con unos ochocientos habitantes, que viven en medio de una pobreza indescriptible; sus casuchas no se parecían a nada conocido; en la calle principal, surgían aquí y allá, a modo de pavimento, temibles losas calizas mal labradas, que hasta los carruajes evitaban. En medio de la plaza, de una suciedad asombrosa, se alzaba un diminuto edificio amarillento lleno de agujeros oscuros, ocupados por personas tocadas de grandes gorras que daban la impresión de dedicarse al comercio. En ese mismo lugar descollaba una pértiga abigarrada de una altura poco común; a su vera, por si fuera menester, las autoridades habían estacionado un carro de heno amarillento, a cuyo alrededor se paseaba una gallina propiedad del municipio. En resumidas cuentas, la vida en O. no era ninguna maravilla. En los primeros días de mi estancia en la ciudad casi me vuelvo loco de aburrimiento. En ese sentido debo reconocer que, aunque sin duda soy un hombre superfluo, no es porque yo lo haya querido así. Por culpa de mi propia condición de enfermo no puedo soportar nada enfermizo… No he huido de la felicidad; al contrario, he tratado de alcanzarla tanto por la derecha como por la izquierda… Así pues, no debe sorprender que pueda aburrirme como cualquier otro mortal. Me encontraba en O. por asuntos del servicio…
Definitivamente Teréntevna ha tomado la resolución de matarme. He aquí una muestra de nuestra conversación:
Teréntevna: «¡Ah, señorito! Se pasa usted el día entero escribiendo. Tanto escribir le va a hacer mal».
Yo: «¡Es que me aburro, Teréntevna!».
Ella: «Pues beba una taza de té y acuéstese. Si lo quiere Dios, sudará usted un poco y descabezará un sueñecito».
Yo: «Pero es que no tengo sueño».
Ella: «¡Ah, señorito! ¿Por qué dice eso? ¡Que Dios nos proteja! Acuéstese, acuéstese. Será lo mejor».
Yo: «¡Por mucho que me tumbe, no dejaré de morirme, Teréntevna!».
Ella: «No lo quiera Dios… Entonces, ¿le traigo el té?».
Yo: «¡No me queda ni una semana de vida, Teréntevna!».
Ella: «¡Ay, señorito! ¿Por qué dice eso?… Voy a preparar el samovar».
¡Ah, criatura decrépita, amarillenta y desdentada! ¿Es posible que ni siquiera para ti sea un hombre?
“Diario de un hombre superfluo” de Iván Serguéievich Turguénev


22 de marzo (Los Reyes Sagrados morían en el agua)


Asesinato en el baño.
La conversación con el erudito me suministró materia para pensar. Los Reyes Sagrados morían en el agua, según el rito más antiguo, el de los tiempos de la Diosa Madre, que deja su huella en algunas tradiciones históricas: Osiris, Hércules, Minos y Agamenón perecen asesinados en el baño.
Había algo en estas historias que resultaba familiar. Una antigua tradición de Jaén señalaba el asesinato de un rey moro en los baños de la Magdalena, en el subsuelo del actual palacio de los condes de Villardompardo, un tal Alí, muerto el 22 de marzo de 1018.
Recordé el peñón de Uribe, mencionado en la oración del gitano y su emotiva leyenda: un muchacho casadero que llevaba al hospicio a su padre impedido lo depositó sobre el peñón de Uribe para descansar y despedirse de él. El anciano rompió a llorar. «¿Por qué lloras, padre?», preguntó el hijo. «Porque recuerdo el día en que llevé a mi padre al hospicio, como ahora haces tú conmigo. También yo lo senté en esta piedra para despedirme de él». El hijo, arrepentido, cargó de nuevo con el padre y lo condujo de vuelta a casa.
Los Templarios y la Mesa de Salomón de Nicolás Wilcox (Juan Eslava Galán) 

21 de marzo (HABÍA en Nuremberg un monje)


EL MAESTRO ARNOLFO
HABÍA en Nuremberg un monje, llamado maestre Arnolfo, que enseñaba latines y letras griegas, con grande autoridad y pausa, como conviene. Vínole con el loco febrero una alferecía, y quedó el maestre sordo y mudo, que ya ni rosa, rosae podía declinar. Sentía que entraba en la posada de sus últimas jornadas, y ofreció un viaje a Compostela antes de dar su alma a Dios. El día 21 de marzo salió de San Sebaldo para Compostela, y llevaba andadas dos leguas cuando vino a posarse en el hombro diestro un pájaro de muchos colores, bizantino él de pico y cola. Algo dijo el ave al maestro, pues este regresó a su ciudad, y cuenta la fama que el pájaro lo mandó Santiago Apóstol, y que era un pájaro letrado, que sabía latín como Cicerón, y griego como Aristóteles. El pájaro desde el hombro de maestre Arnolfo enseñaba las letras con la misma voz del maestre. Y así fue por espacio de veinte años.
De “Flores del año mil y pico de ave”  en “Los siete cuentos de otoño” por Álvaro Cunqueiro

20 de marzo (Los cinco pasajeros se reunieron cerca de la barquilla)

Llegó la noche. Espesas brumas pasaban como nubes a ras del suelo y una lluvia mezclada con nieve caía continuamente. Hacía frío. Una densa niebla pesaba sobre Richmond. Parecía que la violenta tempestad había puesto una tregua entre sitiadores y sitiados y que el cañón había callado ante los rugidos del huracán. Las calles estaban desiertas. No se había creído necesario, con aquel horrible tiempo, vigilar la plaza en la cual se agitaba el aerostato. Todo favorecía la partida de los prisioneros; ¡pero aquel viaje, en medio de ráfagas de viento desencadenadas!…
—¡Maldita marea! —se decía Pencroff, calándose de un puñetazo el sombrero que el viento disputaba a su cabeza. ¡Pero, bah, la dominaremos!
A las nueve y media Cyrus y sus compañeros llegaron por diversos sitios a la plaza, que los faroles del gas, apagados por el viento, dejaban a oscuras. No se veía ni el enorme aparato, casi enteramente tendido hacia el suelo. Sin contar los sacos de lastre que pendían de las cuerdas de la red, la barquilla estaba retenida por un fuerte cable pasado por una anilla fijada en el suelo y con los extremos atados a bordo.
Los cinco pasajeros se reunieron cerca de la barquilla.
Era tal la oscuridad, que ellos mismos no se veían.
Sin pronunciar palabra, Cyrus Smith, Gédéon Spilett, Nab y Harbert entraron en la barquilla, mientras que Pencroff, siguiendo las órdenes del ingeniero, desataba suavemente los saquitos de lastre. Esta operación duró unos instantes y el marino se reunió con sus compañeros.
El aerostato entonces estaba solo retenido por el doble cable y Cyrus Smith no tenía más que dar la orden de partida.
En aquel momento un perro entró de un salto en la barquilla. Era Top, el perro del ingeniero, que, habiendo roto su cadena, había seguido a su amo. Cyrus Smith, creyéndolo un exceso de peso, quiso echar al pobre animal.
—¡Bah, uno más! —dijo Pencroff, desatando de la barquilla dos sacos de lastre.
Después desamarró el doble cable y el globo partió en dirección oblicua y desapareció, después de haber chocado su barquilla contra dos chimeneas que derribó con la violencia del golpe.
Se desencadenó un huracán espantoso. El ingeniero, durante la noche, no pudo pensar en descender y cuando vino el día, toda vista de la tierra estaba interceptada por las brumas. Cinco días después una claridad dejó ver el inmenso mar debajo de aquel aerostato, que el viento arrastraba con una rapidez espantosa.
Sabemos que, de cinco hombres que habían partido el 20 de marzo, cuatro habían sido arrojados, cuatro días después, en una costa desierta, a más de seis mil millas de su país.
Y el que faltaba, al que aquellos cuatro supervivientes del globo corrían a socorrer, era su jefe natural, el ingeniero Cyrus Smith.

De “La isla misteriosa” de Julio Verne





19 de marzo (Belkis llamaba periódicamente a fin de comprobar que a Heberto no le pasaba nada)

Padilla anunció que me visitaría en mi hotel, acompañado de Saverio Tutino, el viernes 19 de marzo por la noche. Ese viernes abrí la puerta de mi suite y al lado de Tutino y de Padilla había un joven que me pareció desconocido.
—Tú lo conoces —me dijo Padilla, sin embargo, y el joven me dio la mano, sonriente.
Tutino describió las fuerzas en pugna en Chile; habló de la experiencia china en el momento de salir de la revolución cultural; del problema de la legalidad socialista en Cuba. Padilla recogía cada tema y hacía grandes elaboraciones intelectuales, casi líricas. «¡Brillante!», exclamaba de vez en cuando Tutino, con un entusiasmo y un regocijo muy italianos, como si celebrara la interpretación de un aria de ópera.
De pronto caí en la cuenta de que el muchacho que los acompañaba, que no había abierto la boca, era José Norberto Fuentes, el joven cuentista que yo había contribuido a premiar en el concurso de la Casa de las Américas de 1968. Me habría gustado conversar con él, pero todos estábamos atentos en aquella habitación a las especulaciones políticas e históricas de Padilla, que parecía hallarse en uno de sus momentos de máxima inspiración. En medio de la brisa cálida que ya anunciaba la primavera del trópico, frente a una mesa llena de botellas y de tabaco, Padilla sacaba a relucir, con visible regocijo, a Marx, a Nietzsche, a Hegel, a Rimbaud, a los poetas ingleses e hispanoamericanos, que citaba en apoyo de sus ambiciosas síntesis de la situación contemporánea en Cuba, en Chile, en el mundo.
De repente sonó el teléfono. Era la voz de Belkis, que me llegó a través de la línea con un tono de ansiedad contenida.
—¿Está Heberto?
Según la costumbre que había adoptado en aquellos días, Belkis llamaba periódicamente a fin de comprobar que a Heberto no le pasaba nada y que el manuscrito de su novela estaba a salvo. Ya no dejaban el manuscrito en el departamento, sino que se turnaban para llevarlo todo el día. Mientras Heberto asistía aquella noche a la tertulia en mi hotel, era Belkis la que aseguraba la custodia.
Podría sostenerse que las llamadas periódicas por teléfono eran una provocación; que el hecho de llevar ese manuscrito a todas partes, sin desprenderse de él un segundo, era una provocación; que por fin la existencia misma de ese manuscrito también lo era. Por ese camino es fácil concluir que la provocación está contenida en toda creación literaria. En situaciones de crisis, la vocación de escritor y la de provocador, que más que vocación es una fatalidad, un destino, se confunden. José Norberto Fuentes, con perfecta inocencia, ya lo había experimentado en carne propia al publicar su libro Condenados de condado y recibir los violentos ataques de Verde Olivo, la revista del Ejército. Esos ataques habían significado para él la pérdida de su trabajo y la marginación de la vida literaria y cultural. Ahora, mientras escuchaba la conversación y observaba la escena en silencio, seguramente sacaba sus conclusiones personales sobre todo el asunto. Quizá sospechaba que sus pruebas, a pesar de su prudente reserva, no habían terminado aún, como quedó demostrado algunas semanas más tarde. Su silencio pasó a ser entonces, en mi memoria de aquella tertulia del viernes 19 de marzo de 1971, más elocuente que las palabras de Heberto, que se deshicieron como la espuma que yo veía con el rabillo del ojo, desde mi sitio junto a la ventana, elevarse en surtidores a todo lo largo del malecón y disolverse después en la oscuridad de la noche caribeña.
En “Persona non grata” de Jorge Edwards

18 de marzo (las ovejas son los animales más inmóviles de la creación)

También estoy quieto, será cosa de familia, o que tantas horas de estarlo hagan que uno se acomode a mirar antes que a moverse, porque las ovejas son los animales más inmóviles de la creación cuando encuentran el entretenimiento del pasto, ni se tienen en cuenta unas a otras porque todas son la misma y el rebaño como la idea que cada una tenga de lo que es, todas iguales y con el mismo miedo de que alguna se separe, aunque de una menos ni se enteran, y esto es lo que hay que hacer, mirar, mirarlas, estar un poco como ellas, en parecida disposición, la quietud del pastor que hace de mi vida ese tiempo tan largo de los que no se mueven, cuando el perro ya tiene esta maña que tiene el gozque, el olfato, el instinto, la intención, y a él le dejo la mayor responsabilidad porque va a cumplir como si lo hiciera yo mismo y, al fin, también yo estoy aquí para moverme al menor espanto o cuando una de ésas, la más tonta, se vaya sin sentido, aunque el gozque no la va a dejar, por mucho que ande entretenido en la otra banda, es la ciencia de los perros que tienen la maña por entrenamiento y naturaleza, aquel cimarrón de pelo suelto, el baldado bermejo, la negra con la pinta en la frente, todos cruzados, sin raza pero con la codicia que da la listura, lo que uno siente que se echen a perder o se accidenten en el alambre, o lo que hizo el cetrino cuando la boba más boba del rebaño, en Lises, salió del camino porque iba la última y el cetrino no la vio, cosa que tampoco yo hice y, al echárselo en cara, vi que la que tenía era la que pone el que se siente desairado porque no puede perdonar el desagradecimiento, y lejos y enojado aguardó a que le pidiera disculpas, cosa que no hice, de lo que siempre me arrepentí, y ahora mismo continúo arrepintiéndome, la tarde de un dieciocho de marzo, uno y otro como las parejas que no se perdonan, ese perro de mi vida, porque alguno de parecidas condiciones llegué a tener, este mismo gozque tan bien enseñado, pero jamás con la intención y el apremio del cetrino, detrás de mí y del rebaño, cuando veníamos, enojados y pesarosos, al menos yo con más pesar que enojo en el regreso, y fue verlo correr de improviso, para siempre perderse sin que ya fuera posible llamarlo, esa oveja boba, la más boba que hay en todos los rebaños, había que haberla matado como culpable de la huida del cetrino, lo que yo pude querer a aquel animal no es para contarlo, las veces que de él me acuerdo, seguro que viejo y achacoso, convertido con los años en alguno de esos perros proscritos que a nadie se arriman porque ya recelaron para siempre de lo que da de sí el agradecimiento humano…
… lo que cada uno tiene, lo que cada uno quiere, lo que los años te dan y te quitan, de pobres todos éramos más o menos lo mismo, yo no soy nada y menos que yo nadie, pero la razón y el pensamiento tienen este valor que quiero darles, al menos en el modo y manera con que puedo entender el mundo, si convenimos en que entender el mundo es lo menos que puede hacerse, al menos yo lo intenté, igual que lo sigo intentando, bien es verdad que las horas que paso solo son las mayores de mi existencia, si pudiera contabilizarlas serían un veinte o un treinta por ciento más que las que estuve con la gente, dejando aparte las del sueño, que ésas son las más solitarias que a todos los seres humanos nos competen, y eso que en los sueños son muchas las ocasiones en que se encuentra uno peor acompañado que en la vida misma, y de eso casi ahora ni quiero acordarme, la misma noche que mi pobre tío se colgó en la viga del tenado, antes de que lo descubriera la vecina, que fue la primera que oyó balar las ovejas, soñaba yo que tenía el cadáver en la cama, los pies fríos posados en mi vientre y la humedad del cadáver que no debía estar colgado en esa viga, donde luego amaneció, sino caído en la lluvia, desde donde pudo arrastrarse a la cama, porque los muertos se arrastran en el sueño como vivos torpes, de la misma manera que lo hizo, al menos así lo cuentan, el de aquel pobre chico de Orión al que su novia engañaba con un hermano y se murió de pena al descubrirlo, porque que los hermanos se quieran como novios es la peor desgracia del universo, y ese pobre chico vio a los hermanos no ya como novios, sino como marido y mujer, y muerto del susto y el sufrimiento volvió para que en la cama, donde pecaban, quedasen separados, el muerto en medio de ellos, también mojado de la lluvia y el barro de la fosa, no sé para qué demonios me acuerdo de estas cosas, teniendo como tengo tanta prevención a los sueños, aquella mañana que me desperté con la cabeza como un bombo, todavía tembloroso por lo que había soñado, y no tardaron en venir a avisar que mi tío estaba muerto, colgado en la viga del tenado, llevaría yo diez años trabajando por mi cuenta, después de haber reñido y haberle tenido que aguantar todo lo que le aguanté, colgado entre las ovejas que balaban y la vecina que lo descubrió, menudo susto, tuvo la impresión de que eran las mismas ovejas las que lo habían descalzado, de muertos y sueños no me gusta pensar, el conocimiento mejor es el que se adquiere intentando comprender el mundo, cosa más difícil en Celama, lo que pudo haber cambiado esta tierra, Dios mío, con la pobreza y el desorden con que yo la conocí y la riqueza que ahora tiene, quién la viera y quién la ve…
El espíritu del páramo de Luis Mateo Díez


17 de marzo. (El gran Gallaher)

EL GRAN GALLAHER
-Usted puede hacerlo, repitió Myles Crawford, apretando el puño para enfatizar. Espere un momento. Paralizaremos Europa como Ignatius Gallaher solía decir cuando andaba a la caza de un empleo, echando una mano en los billares en el Clarence. Gallaher, ése sí que era un periodista. Ésa era una pluma. ¿Sabe cómo consiguió su tanto? Se lo diré. Fue el mejor trabajo de periodismo que se ha visto jamás. Fue en el ocheintaiuno, el seis de mayo, en tiempos de los invencibles, el asesinato en el parque Phoenix, antes de que usted naciera, supongo. Se lo enseñaré.
Se abrió camino a empujones hasta las carpetas.
-Mire aquí, dijo volviéndose. El New York World telegrafió para conseguir una exclusiva. ¿Recuerdan aquellos tiempos?
El profesor MacHugh asintió.
-New York World, dijo el director, emocionadamente echándose hacia atrás el canotié. Donde tuvo lugar. Tim Kelly, o Kavanagh mejor dicho. Joe Brady y los demás. Donde el Pellejocabra llevó el coche. Toda la ruta ¿ven?
-El Pellejocabra, dijo Mr. O'Madden Burke. Fitzhams. Ese que tiene el albergue del cochero aquel, dicen, allá por el puente Butt. Holohan me lo dijo. ¿Conocen a Holohan?
-Cojo y me llevo una ¿no? dijo Myles Crawford.
-Y el pobre Gumley también anda por ahí, según me dijo, vigilando piedras para la corporación municipal. Guarda de noche.
Stephen se volvió sorprendido.
-¿Gumley? dijo. ¡No me diga! Amigo de mi padre ¿no es así?
-Olvídese de Gumley, exclamó Myles Crawford airadamente. Deje que Gumley vigile las piedras, que no se escapen. Mire aquí. ¿Qué hizo Ignatius Gallaher? Se lo diré. Inspiración del genio. Telegrafió de inmediato. ¿Tienen Freeman Semanal 17 de marzo? Bien. ¿Lo cogen?
Buscó hacia atrás en las carpetas y plantó el dedo en un punto.
-Tomemos la página cuatro, anuncio de café Bransome, digamos. ¿Lo cogen? Bien.
Ulises de James Joyce (Edición de Francisco García Tortosa)

16 de marzo. (Cada día son más vivos y puros mis afectos)


16 de Marzo de 1849.— De tal modo absorben mi espíritu el cuidado de mi cara mitad y el problema de la sucesión, que ha de resolver María Ignacia, según los cálculos más discretos, en fines de Mayo o principios de Junio, que no hay espacio en mi pensamiento para suceso alguno de orden distinto, así privado como público. ¿Qué me importan las alteraciones de Francia, de Roma o de Hungría, ni las malandanzas del Estado español, ante este inmenso enigma del embarazo, cuyo término y desenlace feliz esperamos con el alma en un hilo? ¿Qué puede afectarme ese lejano enredo de la República Romana, ni las diabluras de los Mazzinis, Caninos y Garibaldis? ¿Ni qué atención puedo prestar a los entusiasmos de mi cuñada Sofía por Luis Napoleón, Presidente de la República Francesa, o por Manin, desgraciado Dux de la de Venecia? Y cuando mi hermano Gregorio me da irresistibles matracas por el desconcierto de la Hacienda española, ¿qué he de hacer más que abrir la oreja derecha para que salga lo que por la izquierda entró? Ya comprenderéis que de la guerra intestina que arde en Cataluña hago tanto caso como de las nubes de antaño, que lo mismo es para mí Cabrera que un monigote de papel, y que los movimientos de Pavía, de Concha o de Córdova en persecución de los facciosos no mueven mi curiosidad. Entre o salga Montemolín, lo mismo me da, por no decir que ahí me las den todas.
No me cansaré de afirmar que son cada día más vivos y puros mis afectos hacia la compañera de mi vida, y que esta ha llegado a seducirme y enamorarme con sólo el talismán de sus anímicas dotes. Diré también que mis suegros y toda la familia me quieren entrañablemente, viendo y comprobando con diarios ejemplos que hago feliz a la niña. Cuido mucho de no dar pretexto al menor disgusto de mis papás políticos, atento siempre a mi completa identificación con ellos y a fundirme en las ideas y rutinas del mundo Emparánico, sin hipocresía ni violencia. Sólo en los comienzos de mi asimilación me causaron enojo las extremadas santurronerías a que las señoras mayores me sometieron, y se me hacía muy largo el tiempo consagrado, sobre la diaria misa, a Triduos, Cuarenta Horas, o visitas a las monjas del Sacramento, de la Latina y de Santo Domingo el Real; pero a ello me fui acostumbrando con graduales abdicaciones del albedrío, hasta llegar a cierta somnolencia que se compadece con las materiales ventajas de mi posición. Por el bienestar que me rodea y las comodidades que disfruto, doy gracias a Dios y a mi hermana Catalina, sintiendo mucho no poder dárselas más que con el pensamiento, pues desde que volví de Atienza no he visto a la bendita religiosa, que ahora está rigiendo la comunidad Concepcionista Franciscana de Talavera de la Reina. Ved aquí por qué no la he nombrado en esta parte de mis Confesiones. De veras me ha dolido no encontrarla en Madrid, no sólo porque estoy privado de sus consejos amorosos, sino porque su ausencia me tiene ignorante de si recibió y acogió a los Ansúrez, recomendados por mi carta. Nada sé de esta gente, nada del noble patriarca de la tribu, nada de la sin par Lucila, y pienso que, desamparados aquí, se han corrido a tierras distantes.

Narváez de Benito Pérez Galdós, 1902


15 de marzo (Episodios Nacionales)

AL día siguiente me llevó D. Celestino al palacio del Príncipe de la Paz. Era el 15 de marzo, si no me falla la memoria.
Aunque no tenía ropa para mudarme en tan solemne ocasión, como la que llevaba a Aranjuez era la mejorcita, con una camisa limpia que me prestó el cura, quedé en disposición, según él mismo me dijo, de presentarme aunque fuera a Napoleón Bonaparte. Por el camino, y mientras hacíamos tiempo hasta que llegara la hora de las audiencias, D. Celestino sacaba del bolsillo interior de su sotana el poema latino para leerlo en alta voz, porque,
—Quizás el señor Príncipe —decía— me mande leer algún trozo, y conviene hacerlo con entonación clásica y ritmo seguro, mayormente si hay delante algún embajador o general extranjero.
Después, guardando el manuscrito, añadió con cierta zozobra:
—¿Sabes que el sacristán de la parroquia, ese condenado Santurrias… ya le conoces… me ha puesto esta mañana la cabeza como un farol? Dice que el señor Príncipe de la Paz no dura dos días más al frente de la nación, y que le van a cortar la cabeza. Esto no merece más que desprecio, Gabrielillo; pero me da rabia de oír tratar así a persona tan respetable. Pues, ¿qué crees tú? he descubierto que ese pícaro Santurrias es jacobino, y se junta mucho con los cocheros del infante D. Antonio Pascual, los cuales son gente muy alborotada.
—¿Y qué dice ese reverendo sacristán?
—Mil necedades; figúrate tú. Como si a personas de estudios y que tienen en la uña del dedo a todos los clásicos latinos, se les pudiera hacer tragar ciertas bolas. Dice que el señor príncipe de la Paz, temiendo que Napoleón viene a destronar a nuestros queridos reyes, tiene el propósito de que éstos marchen a Andalucía para embarcarse y dar la vela a las Américas.
—Pues anoche —dije yo— cuando fui al mesón a decir a los arrieros que no me aguardaran, oí decir lo mismito a unos que estaban allí, y por cierto que hablaban de su amigo y paisano de Vd. con más desprecio que si fuera un bodegonero del Rastro.
Benito Pérez Galdós "El 19 de marzo y el 2 de mayo" (Episodios Nacionales)

14 de marzo (Una historia japonesa)

Manuscrito de Terasaka
El año, 1701. El día, catorce de marzo. El lugar, el palacio del sogún Tokugawa Tsunayoshi, el poderoso señor de todas las tierras de Japón.
La flor del cerezo mostraba sus más bellos colores. La primavera despertaba tras el largo letargo del frío invierno e inundaba las tierras de la provincia de Ako en el centro de Japón.
La región vivía un periodo de paz. El sogún, el jerarca militar, había sido educado por su madre en un estricto credo religioso y gobernaba sobre el propio emperador Higashiyama, que era una figura religiosa sin poder político. Por debajo del sogún estaban los daimios o señores feudales. Ambos, sogunes y daimios, eran samuráis, guerreros acogidos a un estricto código de honor.
Asano Naganori era señor del castillo y las tierras de Ako, en Hyogo, en la provincia de Harima, donde la primavera estalla en colores blancos y rosados, el verano es cálido y húmedo, y en el invierno solo hay que temer alguna ráfaga ocasional de nieve.
 
"La sombra del samurai. 47 Ronin" de Raúl de la Rosa

13 de marzo (Nota del autor)


Nota del autor 
El boicot a los tranvías durante la primera semana de marzo de 1951 fue el primer desafío a la dictadura. Y, sin duda, la huelga desatada días después, el gran reto de una población harta de pasar privaciones bajo la bota del franquismo. El lunes 12 de marzo pasó a la historia de la España posbélica porque la huelga general fue un éxito abrumador. Cuentan las crónicas de aquel tiempo que las mujeres fueron tan activas en la lucha como los piquetes de hombres que acabaron cerrando las pocas fábricas que todavía estaban abiertas. Uno de los hitos de la convocatoria lo protagonizaron los obreros de la industria textil Vicente Illa S. A., que hicieron una barricada con una enorme viga traída de una obra próxima y cortaron la línea del tranvía de Pere IV para, más tarde, ahuyentar a policías de paisano que pretendían detener a un obrero. En el barrio del Poblenou cerraron las mismísimas industrias del hielo, algo que sólo había logrado Durruti en 1936.
La huelga general pasó de Barcelona a Badalona, Manresa, Tarrasa y Mataró. Se especuló con que trescientos mil trabajadores la secundaron, pero la cifra real, mencionada por la prensa extranjera, rebasó el medio millón de personas. Durante dos días, los ánimos estallaron hasta que las aguas volvieron a su cauce. Hubo disturbios, cargas policiales y mucha confusión. Tres barcos de guerra permanecieron anclados en el puerto, sin llegar a intervenir. El ejército se mantuvo acuartelado. Todos eran conscientes de que una mecha de más podía desatar el conflicto en un grado irremisiblemente superlativo. Algunos consideraron los hechos como el último gran gesto de resistencia del pueblo frente al franquismo, y otros como una nueva forma de oponerse al régimen. Sea como sea, doce años después del final de la guerra, los vencidos seguían arrodillados y las cárceles repletas de presos. Este mismo año, las cárceles por fin se vaciaron.
El día 13 de marzo, La Vanguardia publicó diversas informaciones sobre lo sucedido el día anterior. No en su portada, naturalmente. Sólo en páginas interiores. Una vez más, se atribuyeron los desórdenes a los comunistas, que por lo visto seguían infiltrados en la sociedad catalana. Según el periódico, la falta de asistencia a los puestos de trabajo provocó que las calles se llenaran de ociosos y tal coyuntura fue aprovechada por los elementos «sediciosos» y «agitadores profesionales» para crear el caos. Ni una palabra de que en una de las marchas se comenzara a cantar La Internacional. El texto con el que el periódico comentaba los hechos es modélico en su forma. El primer titular era explícito: LOS SUCESOS DE AYER. Seguían otros en distintas tipografías: «La primera autoridad civil de la provincia pone de relieve los turbios propósitos de los agitadores», «Anoche el gobernador civil hizo importantes declaraciones a los periodistas: “Conocemos los manejos de los provocadores”». Luego, el titular del artículo: FRENTE A UNA INTENTONA SEDICIOSA. Y finalmente el texto, que era mucho más directo:
¿Nosotros? Porque nuestros lectores abrirán, con expectación, el presente número para ver qué opina La Vanguardia sobre los deplorables sucesos de ayer en Barcelona. ¿Nosotros? Como diría un castizo madrileño, «la duda ofende». ¿Con quién vamos a estar nosotros, sino con el orden, con la paz pública, con la autoridad y mucho más siendo digna, como lo es en el caso presente? ¿Con quién vamos a estar nosotros sino con quien vaya a aplastar una intentona sediciosa del más turbio cariz y más inconfesables finalidades? La Vanguardia se pronuncia clara y rotundamente en un momento, digámoslo con sinceridad, crítico de la vida de Barcelona. Y a pronunciarse obedecen las presentes líneas que vamos a escribir, con entera sinceridad y sin ficción ni falseamientos de ningún género.
Con este libro, lo mismo que con otros de la serie Mascarell, sólo intento hacer memoria histórica dentro del marco de una mera novela policíaca. Asimismo, la novela es un homenaje a los cientos de «topos» que vivieron escondidos en sus casas desde el final de la Guerra Civil hasta la muerte de Franco y la llegada de la democracia a España. Seres que pasaron tres décadas y media encerrados en habitaciones secretas, sótanos o cuevas, en ocasiones sin poder ni siquiera ver a sus hijos pequeños para evitar el menor desliz sobre su secreto.
Gracias, como siempre, a mi «personal de apoyo», al nuevo equipo de Plaza & Janés, a Isabel Martí, a Virgilio Ortega por sus correcciones y a La Vanguardia por su soberbia hemeroteca. También a Francisco González Ledesma, que, aun muerto, sigue siendo una enorme fuente de inspiración desde el otro lado de la Eternidad.
El guion de este octavo libro de la serie Mascarell fue preparado en Medellín (Colombia), en septiembre de 2015, y la novela fue escrita en Barcelona, en noviembre del mismo año.

Jordi Sierra i Fabra “Ocho días de marzo”

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