Herodes en el Finisterre

Herodes en el Finisterre
Alguna vez he hablado de este misterio: en tiempo de Adviento, por los caminos de Galicia que llevan a la punta final de la tierra conocida, al Finisterre, hay gentes que encuentran en los caminos a un raro viajero, un extranjero sin duda, que va ligero, sin tiempo a detenerse en una taberna a echar una taza de vino, no da ni los buenos días ni las buenas tardes, y deja tras de sí un insólito perfume. Los perros le temen, y le ladran al arrimo de los caseríos, sin osar correrlo, y menos morder. El forastero toma atajos como si fuese del país y conociese los senderos que van entre pinares o maizales, o baja a pasar los ríos por vados donde, en los álamos y los chopos, anida la paloma torcaz. Algunos que lo vieron aseguraron que lleva en la cabeza un gorro rojo. Es más bien corto de talla, y bracea al andar como si estuviese practicando una instrucción militar dada a lo pomposo. Evita las iglesias y los puentes, pero en cada fuente que encuentra se detiene a beber algo y enjuagar la boca. En algunos lugares secaron por más de un año algunas fuentes, y se dice que fueron aquéllas en las que bebió el viajero. Parece que come a escondidas de lo que lleva en un zurrón de piel, y no le importa la lluvia ni la noche, ni lo detiene, bajando de O Cebreiro a Portomarín a cruzar el Miño, la nevada. A su paso se aparta el lobo, y los gallos no cantan alba hasta que el forastero se haya alejado… Finalmente, hay quien asegura que si pasa cerca de una casa perdida en el campo, en el hogar se apaga el fuego, y niños que duerman despiertan llorando. Sí, se sabe quién es: nada menos que un criado del rey Herodes, que va al Finisterre a avisar que el día veintiocho de diciembre, al quebrar albores, hay que degollar a los Inocentes. ¿A avisar a quién? En principio, en cualquier siglo no le habrá sido difícil a ese criado de Herodes, o a otros compañeros suyos en las diversas partes del mundo conocido, el hallar gentes dispuestas a degollar. Modernamente, la degollación puede ser sustituida por las cámaras de gas, y dándole vueltas al tema en el magín, puede llegar servidor a imaginar que, por ejemplo, en un campo de concentración nazi, uno de aquellos expeditos arios ejecutores haya podido actuar, en lo que a dar muerte a niños se refiere, por orden de Herodes el Grande, rey de los judíos. A Ernesto Hello y a León Bloy les hubiese gustado, creo yo, está explicación de la postrera iniquidad.
Desde niño, yo me he contado muchas veces a mí mismo el viaje del criado de Herodes y, naturalmente, las más de las noticias que hoy tengo de él son inventadas por mí. Más de una vez, en los días cercanos a Navidad, la edad mía ocho o diez años, he salido hacia un bosque próximo, o caminado por el atajo que va desde Mondoñedo a la carretera de Lugo, por ver si me cruzaba en el camino con el criado de Herodes. De una Historia universal que había en casa, había arrancado una lámina a todo color en la que figuraban, con sus trajes, los hebreos de los días de la venida del Mesías, desde el Sumo Sacerdote a un pobre pastor, y no me cabía duda de que sabría reconocer al ligero herodíada mensajero. Si veía que alguien se acercaba, o escuchaba pasos, me tomaba el miedo y corría a esconderme. Pero nunca fue, el que pasaba, el criado de Herodes. A lo mejor, era uno de Barbeitas que venía de comprar bacalao en Mondoñedo, para añadirle a la coliflor de la cena de Nochebuena, y a la altura de mi escondite, como ocurrió una vez, se detenía, posaba el paquete, liaba cigarro, y con pedernal y eslabón encendía la mecha, la soplaba y encendía lentamente el pitillo. Le veía la cara, y era vecino conocido, y el miedo se me iba, y echaba a correr, pues anochecía, hacia la ciudad. Y aunque ya Mondoñedo no tenía murallas, ni había por lo tanto puertas en ella que cerrar, yo corría, casi saliéndome el corazón por la boca, no llegase tarde, y me quedase frente a la puerta cerrada, bajo la lluvia que comenzaba a caer mansa, como le aconteció en Ginebra a Juan Jacobo niño… Pasados años, con alguna frecuencia he soñado que me encontraba el criado de Herodes, uno de barba redonda, envuelto en capa, en la cabeza un gorro, que no sé si era rojo, porque me parece que no sueño en colores. Soñaba, digo, que el tal criado me miraba triste y me mostraba el papel en el que iba, firmada y sellada, la orden de Herodes el Grande. Ni el criado de Herodes decía palabra, ni yo osaba abrir la boca. El criado de Herodes hablaría arameo, o quizás latín, y yo solamente sabía gallego y castellano. Me santiguaba, y el hombrecillo echaba a correr, algunas veces a volar, y se perdía con los cuervos sobre la fraga de Rioseco, espesa, escondite del lobo y del jabalí.
Hace una semana —no se sabe lo que puede nacer de una mala postura de la cadera; lean el primer capítulo del Swann de Proust—, soñé con el criado de Herodes. Supe que era él, porque era el que yo me había imaginado. Avanzaba hacia mí en figura de San Dionisio. ¿Se había degollado a sí mismo? Cuando desperté, me preguntaba si es que ya ha llegado el tiempo de que sean degollados, o se degüellen, los degolladores. Lo cual significaría que podíamos estar en vísperas de una nueva edad de la Historia.
Álvaro Cunqueiro - «Laberinto y Cía.», Destino, número 1733, 19 de diciembre de 1970: p. 84. 

Araucaria (10) - Ahora, que llueva lo que Dios quiera, que truene, que el granizo os reviente la naranja, los pomelos; yo estoy a cubierto, bajo techo.

De niño, es mayor el que está un curso por encima de ti, el que tiene unos cuantos meses más que tú, un año más. De viejo, como dice el tango, veinte años no es nada: mi madre una vieja, yo un viejo: para Miriam, para Félix, abuelo y bisabuela confundidos en la sucia nevisca de la vejez), pues sí, la abuela no quería saber nada, nunca quiso preguntarse nada, se guardaba su dinero en el banco, compraba obligaciones del Estado, bonos, todo lo que fuera seguro, y guardaba sus huertos agonizantes que apenas si daban para mantenerse a sí mismos sin secarse, para pagar las instalaciones de riego por goteo que necesitaban, los tratamientos fitosanitarios, los polvos contra la mosca del Mediterráneo, contra el minador, las podas, los herbicidas, las máquinas, los gastos de la recolección, embalaje y transporte. Ella decía que no quería saber nada del cemento, nada de convertir en rentables, de multiplicar de un solo golpe por diez, por cien, por mil, el valor de aquellos terrenos ruinosos que se han defendido en vano, porque, después de tanto esfuerzo, acabaron por ser yermos, extensiones cubiertas por árboles secos y hierbas, para, como no podía ser de otra manera, convertirse al final ellos también en solares, también ellos en bloques de apartamentos, en bungalows, en chalets; solares como los demás, urbanizables, edificables, en un momento en el que ya no quise comprar, porque ya no los necesitaba. Se lo dije a ella en su día: Ahora, que llueva lo que Dios quiera, que truene, que el granizo os reviente la naranja, los pomelos; yo estoy a cubierto, bajo techo. Los había necesitado antes, en su momento, aquellos terrenos que resplandecían vírgenes en las fotos aéreas en medio de todos los solares, las rayas perfectas de los naranjos en torno a la casa, el bosquecillo de pinos, las palmeras, las araucarias, como un oasis en el desierto de cemento en las fotos aéreas que ponían en los folletos de turismo del ayuntamiento, de la Generalitat, en los escaparates de las inmobiliarias, y cuando me los ofrecieron Matías y mamá, ya no los quise. Les dije que tenía otras cosas más interesantes en las que meterme, porque ni siquiera me los ofrecieron para que me beneficiara como copropietario, sino que querían hacerlos valer, que pagara lo mismo que iba a pagar cualquiera, una vez que todo se había revalorizado hasta rozar los precios de locura, ahora no era el momento de comprar. Se lo dije así, es momento de vender, pero no es momento de comprar, y los mandé a negociar con otros, a humillarse regateando con Bataller, con Guillén, con Dondavi, con Maestre, con Rofersa, con todas las constructoras de la comarca. No los quiero, les dije. Ahora no puedo meterme en eso. No es el momento, les dije. Lo que tenía que hacer lo había hecho por mi cuenta. Yo había tenido que hundir la mano hasta el codo, hubo que buscar algo para empezar, algo que empujara hacia arriba, el hidrógeno, el helio, el gas que consigue que se eleve el globo aerostático, porque lo importante en ese primer momento, antes de elegir el rumbo, es subir; si no asciendes, si no tocas el cielo y miras la tierra abajo, como un pañuelo a cuadros, no hay viaje, hay que subir aunque no sean más que unos palmos, unos pocos metros, el cielo, al fin y al cabo, empieza un par de palmos por encima de tu cabeza, pero tienes que notarte arriba, mirar las cosas desde arriba, aunque sólo sea unos pocos metros, y entonces sientes que ya puedes elegir el rumbo; pero la altiva torre gótica se negó a ayudarme a levantar ese vuelo. Hermética, cerrada a cal y canto. 

Rafael Chirbes
Crematorio

La muerte de Matías Bertomeu, el ideólogo que cambió la revolución por la agricultura, pone en marcha los mecanismos que componen Crematorio. El dolor devuelve el reverso de vidas levantadas sobre oscuros cimientos: la del hermano de Matías, Rubén, el constructor sin escrúpulos; la de Silvia, la hija de Rubén, biempensante restauradora de arte casada con Juan Mullor, el catedrático que prepara la biografía de Federico Brouard, viejo amigo de los Bertomeu, un escritor alcohólico que vive el fracaso de sus últimos días; la de Ramón Collado, el hombre que hizo los trabajos sucios del constructor; la de Traian, el mafioso ruso, viejo socio de Rubén; y la de Mónica, la jovencísima y ambiciosa esposa.
Chirbes nos ofrece un panorama terrible: la corrupción como savia que recorre todo el cuerpo de una sociedad en la que la destrucción del paisaje adquiere valor de símbolo. Chirbes despliega así un mundo abandonado por los dioses en el que las palabras y las ideas son sólo envoltorios, y el arte y la literatura, juguetes inanes. Rafael Chirbes se nos muestra, en esta gran novela, más radical, más feroz, más «Francis Bacon» y mejor escritor que nunca.

Araucaria (9) - Ante nosotros aparecía un muro de roca pura, en la que no había ni una grieta por la que pudiera deslizarse un ratón.

—Sin duda es alguna clase de escritura —dijo Challenger.
—Parece como un rompecabezas de esos concursos cuyo premio es una guinea —comentó lord John, estirando el cuello para observarlo. De improviso alargó su mano y cogió el rompecabezas—. ¡Por Dios! —exclamó—. Creo que ya lo tengo. El muchacho lo había acertado desde el primer momento. ¡Vean aquí! ¿Cuántas marcas hay en ese papel? Dieciocho. Y bien: si piensan en ello, verán que hay dieciocho bocas de cueva en la ladera de la colina que está sobre nosotros.
—Cuando me dio el papel señaló las cuevas —dije.
—Bien, esto lo aclara todo. Es un mapa de las cuevas, ¿eh? Dieciocho de ellas en una hilera, algunas cortas, otras profundas, algunas bifurcadas, tal como las hemos visto. Es un mapa y aquí hay una cruz. ¿Para qué está colocada? Lo está para señalar una cueva que es mucho más profunda que las otras.
—Una que atraviesa todo el risco —exclamé.
—Creo que nuestro joven amigo ha descifrado el enigma —dijo Challenger—. Si la cueva no atraviesa de parte a parte el risco, no comprendo por qué esta persona, que tiene toda clase de razones para desearnos el bien, va a llamarnos la atención sobre ello. Pero si lo atraviesa y sale del otro lado por un punto situado a la misma altura, no tendremos que descender más que un centenar de pies.
—¡Un centenar de pies! —refunfuñó Summerlee.
—Bueno, nuestra cuerda todavía tiene más de cien pies —exclamó—. Sin duda podremos hacer el descenso.
—¿Y qué pasará con los indios que están en la cueva? —objetó Summerlee.
—No hay indios en ninguna de las cuevas que hay por encima de nosotros —dije—. Todas se utilizan como graneros y depósitos. ¿Por qué no subimos ahora mismo y atisbamos el terreno?
Se halla en la meseta una madera seca y bituminosa —una especie de araucaria, de acuerdo con nuestros botánicos— que siempre usan los indios como antorcha. Cada uno de nosotros cogió un manojo de éstas y subimos por la escalera cubierta de maleza hasta la cueva marcada en el dibujo. Estaba, tal como ya había dicho, completamente vacía, si se exceptúa un gran número de enormes murciélagos, que aletearon en torno a nuestras cabezas a medida que nos adentrábamos en ella. Como no deseábamos atraer la atención de los indios acerca de nuestras acciones, anduvimos dando traspiés en la oscuridad hasta que dejando atrás varias cuevas penetramos una considerable distancia en el interior de la caverna. Entonces, por fin, encendimos nuestras antorchas. Era un túnel hermoso y seco, con lisas paredes grises, cubiertas de símbolos indígenas, el techo curvado con arcos sobre nuestras cabezas y una arena blanca que brillaba bajo nuestros pies. Nos precipitamos anhelantes por este túnel hasta que, con un profundo gemido de amargo desencanto, nos vimos forzados a hacer un alto. Ante nosotros aparecía un muro de roca pura, en la que no había ni una grieta por la que pudiera deslizarse un ratón. Allí no había salida para nosotros.
Nos quedamos inmóviles, contemplando con amargura en el corazón ese inesperado obstáculo. Éste no era el resultado de ningún cataclismo, como en el caso del túnel de ascenso. Aquello era, y había sido siempre, un cul de sac.
—No importa, amigos míos —dijo el indomable Challenger—. Todavía cuentan ustedes con mi firme promesa de otro globo.
Summerlee lanzó un quejido.
—¿No habremos seguido una cueva equivocada? —sugerí.
—Es inútil, compañerito —dijo lord John con el dedo apoyado en nuestro mapa—. La diecisiete empezando por la derecha y la segunda desde la izquierda. Ésta es la cueva, con toda seguridad.
Yo miré la marca que señalaba su dedo y lancé un grito de repentina alegría.
—¡Creo que lo tengo! ¡Síganme, síganme!
Retrocedía a todo correr por el camino que habíamos seguido, con la antorcha en la mano.
—Aquí —dije, señalando hacia unas cerillas que había en el suelo— es donde encendimos las antorchas.
—Exacto.

Arthur Conan Doyle
El mundo perdido
Aventuras del profesor Challenger 

Una de las más divertidas sátiras de los científicos modernos, sus querellas académicas y su visión reductora pero enérgica de la realidad, es también una de las mejores novelas de aventuras que ha consentido este siglo. Novela en que se crea al profesor Challenger y que figura entre las historias mejor contadas de este narrador fuera de serie. El argumento nos parece hoy manido, a causa de las incontables imitaciones que ha soportado […]; puede resumirse así: el profesor Challenger, viajando por América del Sur, descubre rastros de vida prehistórica en las selvas amazónicas; vuelve a Londres y prepara una expedición para verificar sus teorías; encuentran estos exploradores una meseta inaccesible en plena jungla, habitada por bestias antediluvianas y razas en los albores de la humanidad; tras numerosos peligros, vuelven a Londres con sorprendentes pruebas de su descubrimiento. Conan Doyle consigue narrar toda la aventura, situando siempre al lector en el punto más adecuado para disfrutar de ella, por lo que cada escena adquiere una suerte de mágica intensidad gozosa: El mundo perdido es una novela que se lee en un estado de ánimo permanentemente jubiloso, propia de una víspera de fiesta o del alba ensoñada y excitante en que vamos a emprender un viaje anhelado. Es un libro escrito con buen humor, en el que el autor contagia a su público el disfrute que le produjo componer cada página. Las figuras de los dos científicos expedicionarios, Challenger y su rival Summerlee, quedan simpáticamente maltratadas. Ambos son obstinados, incapaces de todo goce que no derive de la taxonomía o de la prioridad en el descubrimiento, pero con todo, esclavos de una especie de fanatismo que casi podría confundirse, en ocasiones, con la grandeza.

Araucaria (8) - Fue cosa de decirlo e iniciarse la estampida, primero hacia la cocina y luego hacia la puerta de calle, como si todos hubieran enloquecido de repente.

Todo empezó hace muchos años, el 11 de septiembre de 1973, a las siete de la mañana, en la biblioteca de la casa de campo de Antonio Narváez, ginecólogo de reconocido prestigio y en los ratos libres mecenas de las Bellas Artes. ¡Ante mis ojos enrojecidos por el sueño unas veinte personas se desparramaban por los sofás y las alfombras! ¡Todos habían bebido y discutido hasta la saciedad aquella noche! ¡Todos habían reído y habían hecho proyectos y habían bailado hasta la saciedad aquella noche interminable! Menos yo. Entonces, a las siete o a las ocho de la mañana, a pedido del anfitrión y de su mujer me subí a una silla y empecé a recitar un poema para levantar los ánimos y hacer tiempo mientras se calentaba el café, un café de calidad excepcional que Antonio Narváez conseguía en el mercado negro y que, para arreglar el cuerpo, servía con chorros de pisco o de whisky, acto previo al de descorrer las cortinas y dejar entrar los primeros rayos del sol que ya despuntaba sobre la cordillera de los Andes.
¡Bueno, me subí a la silla y los dueños de casa pidieron un minuto de silencio! Era mi especialidad. El motivo por el que me invitaban a las fiestas. Ante un auditorio compuesto de caras conocidas que trabajaban o estudiaban en la Universidad de Concepción, rostros encontrados en funciones de cine o de teatro, o vistos en anteriores reuniones campestres en aquel mismo lugar, en los malones literarios que gustaba organizar el doctor Narváez, recité, de memoria, uno de los mejores poemas de Nicanor Parra. Mi voz temblaba. Mis manos, al gesticular, temblaban. Pero todavía sigo creyendo que era un buen poema, aunque entonces fue recibido con beneplácito por unos y con manifiesta desaprobación por otros. Recuerdo que al subirme a la silla me di cuenta que aquella noche yo también había bebido como un cosaco. La silla era de madera de araucaria y desde allí arriba el suelo, los arabescos de la alfombra parecían infinitamente lejanos.
Iría por el decimoquinto verso cuando una muchacha y dos muchachos aparecieron por la puerta de la cocina y dieron la noticia. La radio informaba que en Santiago se estaba perpetrando un golpe militar. Blitzkrieg o Anschluss, qué más daba, el Ejército de Chile estaba en marcha.
Fue cosa de decirlo e iniciarse la estampida, primero hacia la cocina y luego hacia la puerta de calle, como si todos hubieran enloquecido de repente.
Recuerdo que en medio de la desbandada alguien gritó que me callara, por lo que colijo que yo seguía recitando. Recuerdo insultos, amenazas, exclamaciones de incredulidad, rostros que pasaban de la heroicidad más sublime al espanto, alternativamente, todo revuelto e inacabado, mientras yo tartamudeaba enredado con un verso y miraba hacia todos los rincones, el último en entender lo que se cernía sobre la República. Mi silla, ante la avalancha de gente que salía disparada, se tambaleó y caí de bruces contra el suelo. El costalazo fue seco e indoloro. Semiinconsciente, pensé que no acababa nunca de desmayarme. Luego todo se volvió negro.
Cuando desperté en la casa no quedaba nadie salvo una muchacha en cuyo regazo reposaba mi cabeza. Al principio no la reconocí. Sin embargo no era la primera vez que la veía, aquella noche había cruzado unas palabras con ella y antes nos habíamos encontrado un par de veces en el taller de Fernández o Cherniakovski, en aquel momento no pude precisarlo.

Roberto Bolaño
Sepulcros de vaqueros

«La vida da muchas vueltas, señor Belano, la aventura no termina nunca…»
Escritor incansable, Roberto Bolaño se desenvuelve con igual maestría en las novelas de largo aliento que le han dado fama universal y en los relatos y novelas cortas. Este volumen incluye tres nouvelles inéditas: «Patria», «Sepulcros de vaqueros» y «Comedia del horror de Francia». En ellas está presente lo mejor del genio literario del autor chileno: el Mal, la violencia, la historia, la literatura, la ironía, México, Chile, el amor, el suspense, la búsqueda… a lo que se suma alguno de sus personajes más célebres, como el ubicuo detective salvaje Arturo Belano.

Araucaria (7) - Recé un padrenuestro. Cerré los ojos. Más no podía pedir. Si acaso, el rumor de un río

Recé un padrenuestro. Cerré los ojos. Más no podía pedir. Si acaso, el rumor de un río. El canto del agua pura sobre las lajas. Cuando rehíce el camino a través del bosque aún resonaba en mis oídos el Sordel, Sordello, ¿qué Sordello?, pero algo en el interior del bosque enturbiaba la evocación musical y entusiasta. Salí por el lado equivocado. No estaba enfrente de la casa principal sino de unos huertos que parecían dejados de la mano de Dios. Escuché, sin sorpresa, el ladrido de unos perros que no vi y al cruzar los huertos, donde bajo la sombra protectora de unos paltos se cultivaba toda clase de frutos y verduras dignas de un Archimboldo, distinguí a un niño y a una niña que cual Adán y Eva se afanaban desnudos a lo largo de un surco de tierra. El niño me miró: una ristra de mocos le colgaba de la nariz al pecho. Aparté rápidamente la mirada pero no pude desterrar unas náuseas inmensas. Me sentí caer en el vacío, un vacío intestinal, un vacío hecho de estómagos y de entrañas. Cuando por fin pude controlar las arcadas el niño y la niña habían desaparecido. Después llegué a una especie de gallinero. Pese a que el sol aún estaba alto vi a todas las gallinas durmiendo sobre sus palos sucios. Volví a oír el ladrido de los perros y el rumor de un cuerpo más o menos voluminoso que se introducía a la fuerza en el ramaje. Lo achaqué al viento. Más allá había un establo y una cochiquera. Los rodeé. Al otro lado se erguía una araucaria. ¿Qué hacía allí un árbol tan majestuoso y bello? La gracia de Dios lo ha colocado aquí, me dije. Me apoyé en la araucaria y respiré. Así permanecí un rato hasta que oí voces muy lejanas. Avancé en la seguridad de que esas voces eran las de Farewell, Neruda y sus amigos que me buscaban. Crucé un canal por el que se arrastraba un agua fangosa. Vi ortigas y toda clase de malas hierbas y vi piedras puestas aparentemente al dictado del azar pero cuyo trazo respondía a una voluntad humana. ¿Quién había dispuesto esas piedras de esa manera?, me pregunté. Imaginé a un niño vestido con un suéter raído, hecho de lana de oveja, demasiado grande para él, moviéndose pensativo en la inmensa soledad que precede a los anocheceres del campo. Imaginé una rata. Imaginé un jabalí. Imaginé un vultúrido muerto en un pequeño valle no hollado por persona. La certidumbre de esa soledad absoluta siguió inmaculada. Más allá del canal, colgando de cáñamos trenzados de árbol en árbol, vi ropa recién lavada que el viento movía esparciendo alrededor un aroma de jabón barato. Aparté las sábanas y las camisas y lo que vi, a unos treinta metros de distancia, fue a dos mujeres y a tres hombres, enhiestos en un imperfecto semicírculo, con las manos tapando sus caras. Eso hacían. Parecía imposible, pero eso era lo que hacían. ¡Se cubrían las caras! Y aunque el gesto duró poco y al verme tres de ellos echaron a andar hacia mí, la visión (y todo lo que ella conllevaba), pese a su brevedad, consiguió alterar mi equilibrio mental y físico, el feliz equilibrio que minutos antes me había obsequiado la contemplación de la naturaleza. Recuerdo que retrocedí. Me enredé en una sábana. Di un par de manotazos y me habría caído de espaldas si no llega a ser porque uno de los campesinos me aferró por la muñeca. Ensayé una mueca perpleja de agradecimiento. Eso es lo que guardo en la memoria. Mi sonrisa tímida, mis dientes tímidos, mi voz que rompía el silencio del campo para dar gracias. Las dos mujeres me preguntaron si me sentía mal. ¿Cómo se siente, padrecito?, dijeron. 

Roberto Bolaño
Nocturno de Chile

Sebastián Urrutia Lacroix, sacerdote del Opus Dei, crítico literario y poeta mediocre, revisa su vida en una noche de fiebre alta en la que cree que va a morir. Y en su delirio febril van apareciendo Jünger y un pintor guatemalteco que se deja morir de inanición en el París de 1943, un Pinochet al que el protagonista da clases de marxismo, el ya anciano pope de la crítica nacional, una misteriosa mujer en cuya casa se reúne lo más granado de la literatura chilena, todo ello mientras en las calles de Santiago impera el toque de queda. Una novela escalofriante, imprescindible.

Araucaria (6) - Dormir. Mañana será otro día.

RIVERA
¿Y qué hacemos nosotros?
BARCALA
Dormir. Mañana será otro día.
GARCÉS
Uno más.
LLUCH
Uno menos.
(Silencio. El mar apenas resuella. La noche se deslíe en gris desvaído, atacada por vagos fulgores. Una raya en el horizonte dibuja el lomo de las aguas, su límite redondo. Pájaros madrugadores. Un gallo alerta. Planos lívidos de las casas, un olivo que la noche ha dejado intacto, el perfil geométrico de la araucaria. La gran función de la amanecida comienza, con timbres y colores siempre nuevos. El hombre, preso del capullo del ensueño, agoniza con fantasmas desapacibles, se queja como un bicho desvalido. Del cielo se desploman los aviones, flechados al pueblo. Ya están encima. Estrépito. En manojos, las detonaciones rebotan. Chasquidos, desplomes, polvo, llamas. ¿De dónde sale tanta criatura? Otra pasada. Estruendo de bombas. Ráfagas de metralla. El pueblo corre, aúlla, se desangra. El pueblo arde. Del albergue quedan montones de ladrillos, que expiran humo negro, como si los cociesen otra vez. Los aviones, rumbo al este, brillan a los rayos del sol, invisible desde tierra).
Barcelona, abril, 1937

Manuel Azaña
La velada en Benicarló
Diálogo de la guerra de España

La velada en Benicarló es un resumen del pensamiento político de Azaña: en ella mantendrá los postulados indeclinables que forman las bases de su concepción moral de la política, los principios de que parte en sus actuaciones de gobierno, las ideas que alumbran su actitud intelectual, su concepto de la política como algo «razonable», su idea del Estado como motor de la reforma civilizadora, su devoción constante a la libertad. Azaña reflexiona sobre sus liberales principios y la realidad que los niega; pese al choque entre idea y sociedad mantendrá aquella, porque la sigue considerando como «verdad» moral de carácter universal, que no pierde su vigencia aunque en un momento histórico, en una determinada sociedad (en su caso la española de 1936) fracase eventualmente. Pese a sus humanas limitaciones, a sus errores o a su irremediable subjetivismo, La velada en Benicarló puede considerarse una de las obras más importantes del pensamiento político español, el mejor documento quizá sobre la República y también un inapreciable testimonio sobre la Guerra Civil española. La velada cumple así dos importantes objetivos: por un lado, su valor es inmenso para que las generaciones actuales comprendan mejor la guerra y la República, y, por otro, refleja de modo meridiano la real dimensión de Manuel Azaña; el hombre de razón, el liberal insobornable que ni en los momentos más duros de su vida perdió su amor a España y a la libertad.

Araucaria (5) - Ahora estaba asustada de un modo convencional: estómago revuelto, timidez, enmudecimiento, y era horriblemente consciente de su entrada en un mundo nuevo.

El coche pasó a trompicones sobre una valla para el ganado derribada y atravesó un inmenso arco almenado. Un cottage para el guardés, sin cristales en las ventanas, se erigía en un paraje agreste de arbustos castigados por el viento. La desigual senda de grava, erosionada por la lluvia e invadida de maleza, trazó una curva a la derecha y ascendió hacia la casa. Después del terreno rocoso y seco, la tierra allí estaba húmeda y era más oscura, cubierta por parches de hierba tiesa de un vivo verde. Fucsias rojas en flor salpicaban la ladera entre matas de rododendro desaliñadas y oscuras. La vía dio una nueva curva y la casa apareció más cerca. Marian divisó la balaustrada de piedra de una terraza que la rodeaba por completo y la alzaba a una buena altura sobre la tierra turbosa. Había un muro de piedra gris más allá y se insinuaba un jardín descuidado con unos pocos abetos mustios y una araucaria. El coche se detuvo y Scottow apagó el motor.
Marian se sintió consternada por el súbito silencio. Pero el pánico irracional había quedado atrás. Ahora estaba asustada de un modo convencional: estómago revuelto, timidez, enmudecimiento, y era horriblemente consciente de su entrada en un mundo nuevo.
Scottow y Jamesie llevaron las maletas. Sin mirar las ventanas vigilantes, ella los siguió por los escalones conducentes a la terraza, de losas resquebrajadas y entre las que crecían hierbajos, por el porche de piedra, grande y ornamentado, y a través de las puertas batientes de cristal. Dentro el silencio era de una variedad distinta, y estaba oscuro y hacía más bien frío y había un olor dulzón a cortinas y humedad viejas. Dos doncellas con altas cofias de encaje y pelo negro y grasiento, que no dejaban de lanzarle miradas de soslayo, se acercaron por su equipaje.
Jamesie había desaparecido en la oscuridad. Scottow dijo:
—Imagino que querrá usted asearse. No hay prisa. Por supuesto, no nos cambiamos para cenar, no muy en serio, quiero decir. Las doncellas le enseñarán su habitación. Quizá le apetezca a usted bajar en media hora o así. La estaré esperando en la terraza.
Las doncellas se apresuraban ya escaleras arriba con el equipaje. Marian las siguió a través de la semioscuridad. Los suelos estaban en su mayor parte desnudos de alfombras y desnivelados, crujían, producían ecos, pero había suaves colgaduras, cortinas en arcos y tenues tejidos semejantes a telas de araña que pendían en puertas y rincones y se le enganchaban en las mangas al pasar. Finalmente fue conducida a una habitación tomada por la luz del atardecer. Las doncellas desaparecieron.
Cruzó la habitación para asomarse a la ventana. Ofrecía una amplia vista del valle, hasta Riders y el mar. Este tenía ahora un tono azul pavo real y los acantilados, negro azabache, y disminuían en la distancia hasta donde las lejanas islas volvían a ser visibles sobre un cielo ámbar oscuro. Miró y suspiró, olvidándose de sus inquietudes.

Iris Murdoch
El unicornio

Cuando Marian Taylor acepta un empleo de institutriz en el castillo de Gaze y llega a ese remoto lugar situado en medio de un paisaje terriblemente hermoso y desolado, no imagina que allí encontrará un mundo en que el misterio y lo sobrenatural parecen precipitar una atmósfera de catástrofe que envuelve la extraña mansión, y nimba con una luz de irrealidad las figuras del drama que en ella se está representando. Hannah, una criatura pura y fascinante, es el personaje principal de ese pequeño círculo de familiares y sirvientes que se mueven en torno a ella como guiados hacia un desenlace imprevisible. Pero Marian no puede saber si ese divino ser es en realidad una víctima inocente o si estará expiando algún antiguo crimen.

Araucaria (4) - y yo, apoyado en la puerta de la veranda, tenía miedo de que las boas escondidas en la hierba la devorasen de un bocado

Durante la época de las lluvias, pensé, las boas subían por la mañana a aquella parte de la villa, seguían por el apeadero del tren, en busca de las cabras que se alejaban de las chozas, fuera de la protección de los perros, los insectos vibraban en el aire mojado, hormigas rojas surgían de los pretiles y de las grietas de la caliza, casi se distinguían los paredones de la iglesia y las araucarias del convento sin monjas, de claustros adornados con angelitos, y en esto el cielo ennegrecía de repente, los truenos estallaban de valle en valle en medio de un ruido de muebles, quemando las tierras aradas y los arbustos del café, y mi padre llegaba a casa en el todo-terreno, empapado, temblando por el paludismo, se envolvía en las mantas y le pedía a mi madre, desde el fondo de capas superpuestas de lana, el frasco de comprimidos de quinina. A esas alturas era ella, con bata, galochas, paraguas y linterna, quien encendía y apagaba el motor acompañada por la cocinera con una lata de petróleo en la mano, después de esparcir velas encendidas en los cuartos como en un oratorio sin imágenes, y yo, apoyado en la puerta de la veranda, tenía miedo de que las boas escondidas en la hierba la devorasen de un bocado, como les hacían a las cabras, al mismo tiempo que mi padre, con una compresa que se maceraba en su frente, vomitaba el alma en una jarra de esmalte.
Mi madre, de vuelta del motor, mandaba entonces que me vistiese con unos pantalones por encima de los pantalones del pijama, que me calzase las botas de goma de pescar en el Dondo, que me pusiese la gabardina de mi padre que se arrastraba, larguísima, por el barro y buscase al Delegado de Salud en la pensión de la francesa, acompañado por tres criados negros cuyas órbitas color madera de pino rodaban chispeantes, suspendidas del vacío, en la oscuridad. Cruzábamos charcos y desniveles de talud, un barrio con chabolas de adobe, bosta, cinc y planchas de madera amontonadas en torno a un baobab reducido por las langostas a un esqueleto de cortezas, alcanzábamos, al lado del aeródromo que ningún avión utilizaba, la carretera de arena hacia el centro de la villa, girábamos a la derecha por el convento de las monjas, con su reguero de guijarros, y tocábamos el timbre de la madama en una de las casas del barrio económico que la fábrica de refrescos y cervezas había construido para las familias de los obreros que fermentaban la malta y embotellaban naranjadas.
Era un edificio pequeño e inocente con un huertito de begonias y un candil de cobre en el zaguán, que los clientes reconocían, aun con los ojos cerrados, gracias a los tangos del gramófono que inundaban las tinieblas con acordeones trágicos y con gritos de resignación o de celos. Un edificio pequeño entre edificios pequeños, con visillos fruncidos y pájaros de barro que revoloteaban en la fachada, con todo-terreno y automóviles estacionados en el paseo, una claridad ambarina que suavizaba los anaqueles, y allí dentro una salita con un círculo de sofás y de sillas de cola de bacalao apoyadas en las paredes como en las academias de baile, lámparas vestidas de papel celofán una araña que goteaba aristas de caireles, y un sirviente con chaleco, mangas abombadas y servilleta en el brazo trotando de sillón en sillón con una bandeja de vasos.

António Lobo Antunes
Tratado de las pasiones del alma

Un terrorista —el Hombre— y un Juez de Instrucción se enfrentan, desde posiciones encontradas, en un interrogatorio que va mucho más allá del intento de conseguir información. Los dos hombres se conocen desde niños y en la conversación saldrán a relucir —en un entremezclarse de tiempos y voces pasados y presentes— todas sus diferencias ideológicas y de clase: el juez proviene de una mísera familia campesina y el terrorista es nieto del dueño de las tierras donde ésta trabajaba.
Con un lenguaje desbordante, riquísimo en recursos expresivos —donde cada palabra parece haber sido pulida hasta alcanzar una nueva categoría—, Lobo Antunes profundiza admirablemente en el alma humana hasta su médula más desnuda.

Araucaria (3) - Corrió entonces de puntillas hacia la cancela, la abrió con un delincuente sigilo y salió a la calle.

Lorenzo se despidió evasivamente y salió de la sala detrás de la madre y seguido de David. Sintió otra vez aquella gélida sequedad en la boca mientras atravesaba la penumbra del patio por la zona porticada y volvía a imaginarse el acudidero obstinado de Zarandillo, la madroñera que ahora sólo iba a depararle al potro una nueva forma de ofuscación en medio de la negrura. Le llegó como si fuera la primera vez el aliento de los chorreantes macetones de aspidistras y gladiolos, un rectángulo vegetal inscrito en el que formaban las columnas de porte neoclásico con el alcorque central, donde crecía la araucaria que ya rebasaba la altura de la azotea. Veía la sombra opaca de la madre deformada en el piso de mármol, esa lámina de hielo verdoso más traslúcida ahora bajo la módica luz del farol colgado frente a la cancela. David ajustó entonces su paso al de Lorenzo con un gesto confidencial de apoyo, como queriendo patentizarle que entendía muy bien todo lo que estaba ocurriendo y que confiara en su segura discreción. Lorenzo cogió un momento del hombro a su amigo y subió la escalera pausadamente, rozando a trechos con los dedos el barandal tapizado. Al llegar arriba, doña Herminia los besó despidiéndose y se fueron hacia el otro extremo de la galería con un notorio disimulo de conjurados. Antes de que David llegara a su dormitorio, Lorenzo le reiteró otra vez lo que ya sabía y debía callar. David asintió por medio de una solemnidad muda y no entró en la habitación hasta ver que Lorenzo torcía nuevamente hacia la escalera. Lo turbó de pronto la dudosa posibilidad de que apareciera en aquel momento Estefanía y usara de algún simulacro maternal para dejarlo acostado.
Lorenzo se acercó con paso cauteloso a la puerta de la sala y dedujo por la proximidad de las voces que Ambrosio estaba a punto de irse. Corrió entonces de puntillas hacia la cancela, la abrió con un delincuente sigilo y salió a la calle. La tartana permanecía a un lado del portal, vaciada como en un difuso bajorrelieve sobre el fondo gris de las tapias frontales, los dos mulos tan gemelos e inmóviles que parecían uno solo desdoblado por la acción espejeante de la humedad. Lorenzo se situó contra la pared, al resguardo de un cierro, el esbozo de una cara más aniñada y apenas reconocible reflejándose deficitariamente en el cristal mojado. Notaba los pulsos percutiendo en las sienes, creciendo al mismo compás que ese ilusorio sentimiento de hombría donde se confunden la culpa y la vanagloria. No tardó en aparecer Ambrosio, que se dirigió primero a la parte de atrás de la tartana y sacó un impermeable de debajo de uno de los asientos laterales. Lorenzo se aproximó muy despacio y puso una insegura mano en el brazo de Ambrosio, quien se volvió sin ninguna ostensible señal de sorpresa.

José Manuel Caballero Bonald
Toda la noche oyeron pasar pájaros

Una familia inglesa ligada a los negocios marítimos se traslada a vivir a un puerto del sur. A partir de los vínculos que establecen sus miembros con la sociedad portuaria de la zona se desarrolla, con una sinuosa astucia selectiva, un mosaico de relaciones en el que se confunden el vértigo enfermizo de la memoria y la incoherencia del presente.

Araucaria (2) - LAS QUINTAS INDIANAS DE COLOMBRES

LAS QUINTAS INDIANAS DE COLOMBRES
La pequeña localidad de Colombres conserva muy viva la herencia de su pasado indiano en un grupo de impresionantes quintas construidas por indianos enriquecidos que regresaron a este pueblo para disfrutar de lo conseguido después de una vida de trabajo y ahorro y para practicar el mecenazgo con sus paisanos, a los que construían fuentes, escuelas, dispensarios, lavaderos y otras obras de interés comunal. Una interesante ruta indiana, que parte de la plaza del pueblo (obtendremos el plano en la Oficina de Turismo), nos permite contemplar los edificios indianos más importantes en menos de una hora. Empezaremos por la Quinta Guadalupe, de estilo ecléctico (1906), encargada por el adinerado indiano Iñigo Noriega Laso, que inspiró una serie de motivos decorativos que simbolizan su vida y trabajos en ultramar y murió prematuramente sin llegar a habitarla. Lo más hermoso es su galería acristalada y su jardín, en el que crece una araucaria chilena y otros exóticos árboles americanos. Hoy es Archivo de Indianos. En la plaza encontramos una casona clasicista (1877) construida por el indiano Iñigo Noriega Mendoza; el Ayuntamiento, de estilo ecléctico (1895); la Casa Roja, también de estilo vagamente inglés (hacia 1905), con una torre cuadrada y otra circular, pilastras, frontones y otros adornos; la Casa de Piedra, estilo regionalista montañés, con aleros volados y torre, hoy Casa de Cultura; la finca Las Raucas, clasicista (hacia 1885); la de los Leones, eclecticista y modernista (hacia 1920), con la fachada decorada de motivos geométricos y cúpula bulbosa de cinc; la Escuela de Comercio donada por Iñigo Noriega Laso (hoy biblioteca); la iglesia de Santa María, remodelación historicista y neobarroca de la iglesia del pueblo con lujo de sillería, bóveda de media naranja y profusión de pinturas murales. En la calle Badalán una avenida de palmeras da fe de lo que fueron los jardines de la quinta Buenavista. Los indianos eran muy aficionados a las palmeras. De hecho, muchas casas de indianos se caracterizan por una palmera en su jardín delantero. En el cementerio encontramos interesantes y costeados mausoleos de indianos.

Juan Eslava Galán
1000 sitios que ver en España al menos una vez en la vida

«En España no hay menos de cincuenta o cien mil lugares interesantes. Una lista de mil lugares que vale la pena visitar es necesariamente incompleta, soy consciente de ello. Por eso he intentado que mi censo fuera lo más equilibrado posible, que incluyera los lugares esenciales de España para un aficionado al arte, al paisaje, a los museos, a la gastronomía, a los lugares insólitos o misteriosos, a la historia, al exotismo, a las fiestas, a la arqueología. Este libro es, por lo tanto, una macedonia de lugares interesantes en la que he procurado incluir los variados gustos de los españoles. Estoy seguro de que todos los lugares que este libro incluye nos dejarán un recuerdo agradable o por lo menos inolvidable».
JUAN ESLAVA GALÁN

Araucaria (1) - He pensado que sería mejor llamarle temprano. Seguro que hace horas que ya está usted en pie, ¿no?

Una ventana cuadrada, extrañamente situada a más de metro y medio de altura con respecto al bajo entablado, enmarcada de hiedra por fuera, acariciada por las ramas de una araucaria gigante; o una extensión de empapelado oculto en parte por una acuarela de la iglesia parroquial pintada en sus años más activos por Miss Scope, más un pequeño anaquel con libros de variada índole y un hurón disecado, cuya muerte por consumo de raticida le estropeó de punta a cabo unas vacaciones de Pascua cuando iba al colegio, eran, según se despertara mirando a derecha o izquierda, las imágenes que saludaban diariamente a William en Boot Magna.
La mañana siguiente a su entrevista con Mr. Salter abrió los ojos, aliviado por abandonar una noche en la que había sido perseguido por Lord Copper en cien espantosas formas, para encontrarse en la más negra oscuridad; su primera idea fue que todavía quedaban algunas horas antes del amanecer; luego, al recordar la estación del año y los largos períodos de semi-inconsciencia que había sufrido, a modo de intermedios entre los momentos en los que vestido con la vistosa librea del somormujo cuellirrojo era perseguido por estrechas tejoneras, aceptó la otra y más angustiosa alternativa de la ceguera; luego pensó que estaba loco, pues un timbre sonaba con insistencia a pocos centímetros, al parecer, de su oreja. Se sentó en la cama y comprobó que estaba desnudo hasta la cintura; totalmente desnudo, como pudo averiguar cuando investigó más a fondo. Estiró el brazo y encontró un teléfono, cuando lo descolgó, el timbre dejó de sonar; una voz dijo:
—Mr. Salter al aparato.
Entonces recordó la horrible velada de la noche anterior.
—Buenos días —dijo Mr. Salter—. He pensado que sería mejor llamarle temprano. Seguro que hace horas que ya está usted en pie, ¿no? Ustedes están acostumbrados a ordeñar y salir a entrenar a los nuevos cachorros desde primera hora, ¿verdad?
—No —dijo William.
—¿No? Bueno, yo no suelo llegar a la redacción antes de las once o las doce. Me preguntaba si ha quedado todo claro respecto a su viaje, o si hay algún detalle que querría discutir…
—Sí.
—Ya me lo parecía. Bien, pase por la redacción en cuanto esté listo.
Tanteando, William encontró uno de los doce o más interruptores que controlaban la iluminación de las diversas partes del dormitorio. Encontró el reloj y vio que eran las diez en punto. Localizó una fila de pulsadores y accionó el correspondiente al servicio de camareros.

Evelyn Waugh
¡Noticia bomba!  Novela de periodistas

Lord Copper, un magnate de la prensa de Fleet Street, se enorgullece de su olfato para descubrir talentosos reporteros. Sin embargo, a causa de una confusión de apellidos, envía a «cubrir» la guerra civil en una república africana a uno de los periodistas más improbables para tal mi­sión. A partir de ese equívoco, Evelyn Waugh se lanza a una feroz y desopilante sátira sobre el mundo del periodismo, los enviados especiales, la información, la desinformación y la confusión…
«¡Noticia bomba! es el libro más divertido que haya leído jamás. Lo releo cada año». (Gore Vidal).

Ciclamor=Árbol de Judas (10) - Se encontraban ante algo peor que el horror de la oscuridad: el del horror de la luz del sol.

Flambeau se inclinó hacia la señora y le expresó su simpatía; después dijo al hombre:
—Me pareció, señor, que usted era el cuñado de la señora Flood.
—Soy el doctor Oscar Flood —replicó el otro—. Mi hermano, el esposo de esta señora, está en la actualidad de viaje en el Continente, obligado por sus negocios, y ella dirige el hotel. Su abuelo estaba parcialmente paralítico y tenía mucha edad. No se sabía que nunca hubiera salido de su dormitorio; así es que las extraordinarias circunstancias…
—¿Ha llamado al médico y a la Policía? —preguntó Flambeau.
—Sí —replicó el doctor Flood— llamamos después del horrible descubrimiento, pero no podrán llegar antes de algunas horas. Esta posada está tan apartada… Sólo acuden a ella gente que van a Canterbury o más allá. Por eso solicitamos su valiosa asistencia hasta…
—Si podemos prestar alguna —dijo el padre Brown abstraído hasta parecer incivil—. Haríamos mejor en ir a ver las circunstancias en seguida.
Se dirigió hacia la puerta y casi tropezó con un hombre que estaba de espaldas. Un grueso y fornido joven con el cabello negro, descuidado, sin peinar. Sin embargo, hubiera podido parecer hermoso, a no ser por la ligera desfiguración de uno de sus ojos, la cual le daba apariencia siniestra.
—¿Qué demonios está usted haciendo —chilló— llamando a Tom, Dick o Harry, si, al fin y al cabo, han de esperar a la Policía?
—Me haré responsable ante la Policía —repuso Flambeau con cierta magnificencia y el aire decidido de haber tomado el mando de todo.
Avanzó hacia la entrada y, como era mucho más grueso que el fornido joven y sus bigotes eran tan formidables como los cuernos de un toro español, el joven fornido se colocó detrás con un inconsciente aire de haber sido adelantado. El grupo salió al jardín y subieron por el enlosado sendero hacia la plantación de moreras. Flambeau oyó que el sacerdote decía al doctor:
—No parece querernos mucho, ¿verdad? A propósito, ¿quién es?
—Su nombre es Dunn —dijo el doctor con cierta reserva—. Mi cuñada le dio el empleo de cuidar del jardín porque perdió un ojo en la guerra.
A través de las filas de moreras se veía el paisaje del jardín presentando ese rico y siniestro efecto propio de los momentos en que la tierra es más brillante que el cielo. Más allá, donde la luz del sol se quebraba, las copas de los árboles parecían pálidas llamas verdes contra un cielo oscurecido por la tempestad y cruzado por franjas púrpuras y violeta. La misma luz parecía desgarrar el prado y los cuadros del jardín y, a pesar de su luminosidad, eran más sombríos y misteriosos bajo aquella luz. Los parterres del jardín estaban adornados con una profusión de tulipanes, que eran como gotas de sangre oscura. De alguno de ellos se hubiera podido afirmar que eran verdaderamente negros. La hilera terminaba, aproximadamente, con un gran árbol el cual, en parte por algún confuso recuerdo, fue asociado por el padre Brown con el llamado árbol de Judas. Lo que promovió esta asociación de ideas fue el hecho de colgar de una de sus ramas, como un fruto maduro, el seco y flaco cuerpo de un anciano con una larga barba que el viento agitaba grotescamente.
Se encontraban ante algo peor que el horror de la oscuridad: el del horror de la luz del sol. Porque aquel fantástico y caprichoso sol pintaba al árbol y al hombre con alegres colores de decoración de teatro. El árbol estaba en flor y el cuerpo colgaba envuelto en una bata verde y llevaba en su oscilante cabeza un casquete escarlata. Calzaba unas babuchas rojas, una de las cuales había caído sobre la hierba como una mancha de sangre.
Pero ni Flambeau ni el padre Brown se fijaban en esto. Estaban ambos con los ojos fijos en un extraño objeto que parecía salir del centro de la contraída figura del muerto, y que gradualmente reconocieron como el oxidado y oscuro puño de una espada del siglo XVII, la cual había traspasado completamente al cadáver. Ambos quedaron inmóviles al contemplarlo, hasta que el inquieto doctor Flood, cuya impaciencia parecía aumentar ante la perplejidad de los otros, dijo, haciendo crujir impaciente sus dedos:
—Lo que más me intriga es el estado actual del cadáver. Y eso que ya tengo una idea…
Flambeau avanzó hacia el árbol e inspeccionó con una lente el puño de la espada. Por alguna extraña razón, en aquel mismo instante el sacerdote, con inocente malicia, giró sobre sus pies como una peonza, dio la espalda al cadáver y miró a hurtadillas en dirección opuesta. Tuvo tiempo de ver el cabello rojo de la señora Flood en el otro extremo del jardín, vuelta hacia un joven moreno demasiado borroso con la distancia para ser identificado, que en aquel momento montaba en una motocicleta y desaparecía seguidamente, dejando tras de sí sólo el ruido del vehículo amortiguado. La mujer se volvió y empezó a andar hacia ellos, atravesando el jardín, justamente cuando el padre Brown se volvía también y comenzaba una minuciosa inspección del puño de la espada y del cuerpo colgante.

G. K. Chesterton, El escándalo del padre Brown, Los relatos del padre Brown - 5,

El célebre clérigo pequeño y rechoncho, con un amplio sombrero y una amplia cara, apoyado casi siempre en un raído paraguas, creado por aquel —un tanto regordete también— que sabía demasiado, vuelve a recorrer mundo y a codearse con comunistas y delincuentes para resolver cuanto enigma se le presente para gozo de sus finos lectores.

Ciclamor (9) - los recuerdos que yo tenía corrían en el cristal del tren como si se volviesen viejos en un instante,

Lisboa al revés y faroles de barcos, varias Lisboas y varios barcos superpuestos por el movimiento del Tajo, una Lisboa plegándose en otra y la otra en otra y en esto la primera otra vez, mi madre conversando con un hombre, el hombre vació un cubo en el patio y empujó la puerta, traje en la gabardina de Rui una lata de petróleo, la jeringuilla, el periódico y el encendedor para calentar la cuchara, hace siglos que no hay quien pedalee en el triciclo dos casas más adelante porque su sobrina no se hizo novia de un doctor, pide limosna en la calle, le habrán dicho que su sobrina pide limosna en la calle y la tía
—No me mortifiques, cállate
Dália giraba y giraba con su vestidito azul, parece un ángel, parece un hada, parece una princesa ¿no?
—Cállate
yo a Dália en la colina de Chelas
—¿Quieres tu triciclo, Dália?
y Dália con la boca abierta agitándose en los trapos, qué ha sido de tus dientes, Dália, qué les ha sucedido a tus dientes de esposa de doctor, sabías que tienes el triciclo esperándote con ruedas nuevas, Dália, sabías que tu tía
—Cállate, no te he oído, cállate
corriendo la cortina, el cerrojo, los estores
—No me mortifiques, cállate
Dália en Bico da Areia intentando acordarse
—¿Me conociste de dónde?
acuclillándose a la entrada del barrio con una esperanza de limosnas, esas heridas en los dedos, esas uñas sin color, se notaba el viento de Trafaria con unos jirones de música colgados de los hombros como tu chaqueta, Dália, cuando las flores de la genciana se abran en mayo nos hacemos novios, ¿quieres?, Dália y la fantasma
—Sácame de aquí a esta fantasma, Judite
la fantasma a la espera de que los gitanos quietos, el espejo del armario vacío, ninguna farola en el barrio, tirando del tapón de la lata de petróleo con los dientes, ordenando a la terraza
—Abre la boca, bebe
Dália apretaba el émbolo con la ayuda de la fantasma en una vena de la lengua, las de los brazos y las piernas sin sangre, se buscaba debajo de la ropa y las líneas de los huesos le roían la piel, Vânia adelgazaba así y el gerente observando lo holgado de la blusa
—Por casualidad no estarás enferma, ¿no, Vânia?
si mi abuela recorriese su cara entendería, mi abuela en un hoyo que mi padre no alisó, lo alisaron dos individuos con gorra y el cura con el misal en el pecho quejándose del frío
—Más deprisa
ni una campana que repicase lutos por ella, la muchacha del dedo en el libro con nosotros
no, una vecina
ni un boj ni un tronco, un rectángulo en el comienzo de la cuesta con un crucifijo a la entrada
el cementerio de los judíos, decían ellos
cipreses en harpilleras para plantar después, sauces, ciclamores, Vânia
—Nunca he estado tan bien
en una ocasión llevamos a mi abuela a Bico da Areia, todo quedaba atrás en la ventanilla
es decir los recuerdos que yo tenía corrían en el cristal del tren como si se volviesen viejos en un instante, separándonos de cosas al final antiguas, la casa, el gato, las mimosas, la risa de mi madre se acabó en la boca
—Abre la boca, fantasma
llevamos a mi abuela hacia el peldaño del portón, gemidos de cuna de gaviotas y ella preocupada intentando sujetarnos
—No entiendo el mar, Judite
en el cuartito del fondo donde el cesto de las sábanas sin lavar, la caja casi vacía con el juego de cubiertos de metal chapado que íbamos vendiendo o entregándolos en la terraza donde el petróleo ahora
la fantasma los entregaba en la terraza donde el petróleo ahora, el dueño rascaba el tenedor o la cuchara con la navaja, los pesaba en la mano, los guardaba en el cofre y medía un cuartillo de vino, mi madre a mi abuela
—Venga a comer, madre
y ella ovillada de miedo
—No entiendo el mar, Judite
—¿El dueño de la terraza es mi padre, madre?
mi madre muda o si no
—¿Qué has venido a hacer aquí? Vete ya
y antes de irme la fantasma ayudaba a Dália con la vena de la lengua
o mejor la fantasma sola pensando si yo pudiese ayudar a Dália con la vena de la lengua, el resto de la lata de petróleo en el toldo, uno de los perros corrió pegado a la última casa y se hundió en la duna, si en esa época hubiese conocido al señor Couceiro le habría pedido que hablase con mi abuela y le explicase el mar en latín, la ciudad al revés, los faroles de los barcos, la fantasma acercaba el encendedor al periódico y el periódico al petróleo, el dueño de la terraza en la vivienda justo a la izquierda del barrio con un santo en una hornacina y azulejos y cactus, la esposa del delantal sabía con certeza

António Lobo Antunes, ¿Qué haré cuando todo arde?,

António Lobo Antunes se adentra en el mundo marginal y desconocido del travestismo, la homosexualidad y la drogadicción para narrarnos la historia de una familia llena de conflictos y rupturas, a través de los recuerdos de Paulo, un joven que creció bajo la tutela de un padre travesti y una madre alcohólica. Su vida discurre entre las calles de un humilde barrio lisboeta, donde consigue las drogas que le ayudan a evadirse de una realidad que le supera y el centro psiquiátrico en que los doctores tratan de encarrilar su existencia.

Ciclamor (8) - La quinta de Landor

La quinta de Landor. Para formar pareja con «La posesión de Arnheim»
Esta espléndida descripción de una pequeña y hermosa casa de campo está impregnada de un poético elemento autobiográfico. Se sitúa en una parte del país que Poe conocía bien, pues vivió, durante su estancia en la Universidad de Virginia (1826), en medio del escenario que inspiró a tantos y tantos artistas de la Hudson River School. En el verano de 1848 habría realizado un viaje a través de uno o dos de los condados a orillas del río. Su intención, según parece, era la de escribir una suerte de crónica que, esperaba, fuese publicada por su editora de Pennsylvania, Eli Bowen. La casa del relato no es otra, entonces, que la que el propio autor habitó junto a su madre y su esposa en 1826, aunque ligeramente idealizada al servicio de su pluma.
La idea germinal de «La quinta de Landor» surge como secuela de «La posesión de Arnheim» y empieza a tomar forma en octubre de 1848. En enero de 1849, en una carta dirigida a su amiga, la señora de Charles Richmond —a quien llama «Annie»—, deja constancia de que terminó el relato «no hace mucho». El texto, pues, tenía que editarse en el número de marzo del American Metropolitan Magazine, pero el cierre de la publicación en febrero retrasó la aparición de la narración, que, a la postre, sería la última que el escritor vería impresa en vida.
En el párrafo final de «La quinta», tal y como fue publicada en primera instancia, Poe menciona que en su mente corría la idea de escribir una segunda parte. No obstante, es casi seguro que el autor no llegó a concebirla plenamente, aunque tuviera planes de hacerlo y hubiera recopilado información para ello.
Durante una excursión a pie que hice el verano último por uno o dos de los condados ribereños de Nueva York, me encontré, al declinar el día, algo desconcertado respecto a la ruta a seguir. La tierra era harto ondulante, y mi camino, desde hacía una hora, serpenteaba y serpenteaba tan intrincado en su esfuerzo por mantenerse dentro de los valles, que no sabía ya en qué dirección se enclavaba el lindo pueblo de B., donde había yo decidido detenerme para pasar la noche. Apenas había brillado el sol —hablando con propiedad— durante el día, desagradablemente caluroso. Una niebla humosa, parecida a la del verano indio, envolvía todas las cosas y aumentaba, por supuesto, mi incertidumbre. No es que me inquietase mucho el lance. Si no llegaba al pueblo antes de ponerse el sol o antes de oscurecer, era más que posible que apareciese pronto una pequeña granja holandesa, o algo por el estilo, aunque, en realidad, las cercanías (quizá por ser estas más pintorescas que fértiles) estuvieran despobladas a grandes trechos. En último caso, con mi mochila por almohada y mi podenco de centinela, vivaquear al aire libre era precisamente la cosa que más podría divertirme. Vagué, por tanto, bien a mis anchas —confiando mi escopeta a Ponto—, hasta que al fin, cuando me dedicaba a comprobar si alguno de los numerosos pequeños claros que se abrían aquí y allá eran efectivos senderos, uno de ellos me condujo a una indudable carretera pública. No cabía equivocación. Se hacían de todo punto visibles los rastros de unas ruedas ligeras, y aunque los altos arbustos y la maleza, con exceso crecida, se entrecruzaran en lo alto, no había obstáculo alguno abajo ni aun para el paso de una carreta de las montañas de Virginia, el vehículo más ambicioso en su clase que conozco. Sin embargo, aquella carretera, excepto en lo de estar abierta a través del bosque —si el de bosque no es un nombre demasiado importante para tan escasa reunión de árboles— y excepto en las señales evidentes de las rodadas, no tenía el menor parecido con ninguna de las que había yo visto antes. Las rodadas de que hablo eran solo apenas perceptibles, habiendo sido marcadas sobre una superficie compacta, aunque suavemente mojada y más semejante al terciopelo verde de Génova que a ninguna otra cosa. Era césped, sin duda, pero un césped como rara vez lo vemos fuera de Inglaterra, tan corto, tan espeso, tan liso y de un color tan intenso. Ni un solo obstáculo existía en la rodada, ni siquiera un trozo de leña o una ramita seca. Las piedras que antes obstruían la vía habían sido colocadas con cuidado —no tiradas— a lo largo de las cunetas, como para marcar sus límites en la zanja con una especie de precisión totalmente pintoresca, semiexacta y semidescuidada. Ramos de flores silvestres crecían en libertad, con exuberancia en los espacios intermedios.
Por mi parte ignoraba qué inferir de todo aquello, naturalmente. Había allí arte, sin duda, lo cual no me sorprendía, ya que todas las carreteras, en sentido ordinario, son obras de arte; no puedo decir que causara mucho asombro el simple exceso de arte manifestado: cuanto parecía haber sido hecho aquí, podía hacerse con los «recursos» naturales (como se dice en los libros sobre el paisaje de jardinería), con muy poco trabajo y gasto. No; no era la cantidad, sino el carácter del arte lo que me impulsó a tomar asiento sobre una de aquellas piedras floridas, para contemplar por un lado y por otro, durante media hora o más, con pasmada admiración, aquella avenida de aspecto mágico. Había algo que se iba evidenciando mejor a medida que yo miraba: un artista, y uno de los de ojos más delicados con respecto a la forma, había dirigido todos aquellos arreglos. Había puesto el mayor esmero en conservar un justo medio entre la elegancia y la gracia por una parte, y lo pintoresco, en el verdadero sentido del término italiano, por otra. Había allí pocas líneas rectas, e interrumpidas con frecuencia. El mismo efecto de curva o de color aparecía habitualmente duplicado, aunque rara vez; mas desde cualquier punto de vista, por doquiera se hallaba la variedad en la uniformidad. Era una pieza de «composición» en la que el gusto del crítico más descontentadizo hubiera indicado apenas una enmienda.
Al entrar en aquella carretera torcí a la derecha, y al levantarme continué en la misma dirección. El camino era tan sinuoso, que en ningún momento pude seguir su curso más de dos o tres pasos hacia delante. Su carácter no sufría ningún cambio material.
Ahora sonó gratamente en mis oídos un murmullo de agua, y pocos instantes después, cuando torcía yo por la carretera más bruscamente que antes, divisé una especie de casa situada al pie de una suave pendiente enfrentito de mí. No podía ver nada con claridad a causa de la niebla que ocupaba todo el pequeño valle de abajo. Se levantó una leve brisa, empero, cuando iba el sol a ponerse, y mientras yo permanecía en pie sobre la cumbre de la ladera, la niebla se disipó en espirales por grados, y flotó sobre el paisaje.
Cuando este se halló por entero ante mi vista —así, gradualmente, tal como lo describo: trozo a trozo, aquí un árbol, allí un resplandor de agua y de nuevo allá el remate de una chimenea—, no pude impedirme de imaginar que el conjunto era una de esas ingeniosas ilusiones que se exhiben con el nombre de «cuadros desvanecientes».
Entretanto, durante el rato que había tardado la niebla en desaparecer, el sol se había puesto detrás de las suaves colinas, y desde allí, como si hubiera hecho un ligero paso de balancé hacia el sur, volvió a mostrarse de lleno ante mi vista, refulgiendo con un brillo purpúreo a través de una grieta que se abrió en el valle desde el oeste. Así, repentinamente —como al conjuro de una varita mágica—, el valle entero y cada cosa con él se hicieron brillantemente visibles.
El propio coup d’œil,[269] cuando el sol se deslizó en la posición que he descrito, me impresionó mucho más que cuando, de niño, asistía yo a la escena final de algún espectáculo teatral bien ideado, o algún melodrama. Nada faltaba, ni siquiera la monstruosidad del color, pues la luz del sol brotaba de la grieta, toda teñida de naranja y de púrpura, mientras el intenso verde del césped en el valle se reflejaba más o menos sobre todos los objetos desde la cortina de vapor que seguía cerniéndose en lo alto, como si le costase trabajo abandonar en definitiva un cuadro tan encantadoramente bello.
El vallecillo, en el cual escudriñaba yo así por debajo de aquel dosel de niebla, no tenía más de cuatrocientas yardas de largo, en tanto que su anchura variaba de cincuenta a ciento cincuenta, o quizá hasta doscientas. Era más estrecho en su extremidad norte y se ensanchaba al avanzar hacia el sur, pero sin mucha regularidad exacta. La parte más amplia era de unas noventa yardas en el extremo sur. Las laderas que circundaban el valle no hubieran podido ser llamadas con propiedad colinas, salvo por el lado norte. Allí se elevaba un reborde escarpado de granito a una altura de unos noventa pies, y como ya he dicho, no tenía el valle en aquel punto más de cincuenta pies de ancho; pero, cuando el visitante avanzaba desde aquel risco hacia el sur, encontraba a su derecha y a su izquierda declives menos altos, menos abruptos, menos rocosos. Todo, en una palabra, iba inclinándose y suavizándose hacia el sur, y aun así, el valle entero estaba rodeado de lomas más o menos elevadas, excepto en dos puntos. Ya he hablado de uno de ellos. Se hallaba muy hacia el norte y el oeste, allí donde el sol poniente, como he descrito antes, se abría camino en el anfiteatro a través de una recortada grieta natural abierta en el terraplén granítico; esta grieta tendría diez yardas de anchura en su parte más amplia, hasta donde la mirada podía penetrar. Parecía ascender como una calzada natural hacia los escondrijos de las montañas y de las selvas inexploradas. La otra abertura estaba situada directamente en el extremo sur del valle. Allí las laderas no eran en general más que suaves inclinaciones, extendiéndose de este a oeste y en una extensión aproximada de ciento cincuenta yardas. A la mitad de aquel espacio había una depresión cuyo nivel era el ordinario del suelo del valle. En lo tocante a vegetación, así como respecto a las demás cosas, el paisaje descendía y se suavizaba hacia el sur. Al norte, sobre el precipicio escabroso, a unos pasos del borde, se alzaban los magníficos troncos de los nogales americanos, nogales negros y castaños, entremezclados con algunos robles, y las recias ramas laterales, proyectadas por los nogales principales, se extendían sobre el borde del risco. Avanzando hacia el sur, el explorador veía al principio la misma clase de árboles, pero cada vez menos elevados y con menos carácter de Salvator; luego divisaba el olmo apacible, al que sucedían el sasafrás y el curbaril, y después el suave tilo, el ciclamor, la catalpa, el arce, seguidos de unas variedades cada vez más graciosas y modestas. Toda la superficie de la ladera sur estaba cubierta solo de arbustos silvestres, salvo algún sauce plateado o algún álamo blanco. En el fondo del valle mismo (pues debe recordarse que la vegetación mencionada hasta aquí crecía únicamente sobre las rocas o las laderas de las colinas) se veían tres árboles aislados. Uno era un olmo de buena altura y exquisita forma. Se alzaba vigilando la puerta sur del valle. Otro era un nogal americano mucho más grueso que el olmo, aunque los dos eran muy hermosos: parecía estar encargado de custodiar la entrada del noroeste, surgiendo de un grupo de rocas en la propia boca del barranco, proyectando su gracioso cuerpo en un ángulo de casi cuarenta y cinco grados. Sin embargo, a unas treinta yardas al este de dicho árbol se alzaba la gloria del valle y sin disputa el árbol más magnífico que había yo visto nunca, a excepción acaso de los cipreses del Itchiatuckanee. Era un tulípero de triple tronco —el Liriodendron tulipifera—, del orden natural de los magnolios. Sus tres troncos se separaban del tronco padre a tres pies, aproximadamente, del suelo, y apartándose de manera muy leve y gradual no estaban espaciados más de cuatro pies en el punto donde el tronco más ancho se extendía en follaje, es decir, a una altura como de ochenta pies. La altura total del tronco principal era de ciento veinte pies. Nada puede superar en belleza la forma y el color verde lustroso, intenso, de las hojas del tulípero. En el caso presente tendrían esas hojas sus buenas ocho pulgadas de ancho, pero su gloria quedaba totalmente eclipsada por el fastuoso esplendor de la profusa floración. ¡Figuraos, en tupido ramillete, un millón de los mayores y más resplandecientes tulipanes! Solo así podrá el lector hacerse una idea del cuadro que quisiera describirle. Y añádase a ello la gracia firme de los puros y finamente veteados troncos como columnas, el más grueso de los cuales tenía cuatro pies de diámetro, a veinte de la tierra. Los innumerables ramos de flores, mezclándose con los de otros árboles apenas menos bellos, aunque muchísimo menos majestuosos, llenaban el valle de aromas más exquisitos que los perfumes de Arabia.
El suelo general del anfiteatro era de césped, de la misma clase que el que había yo encontrado en la carretera, y si acaso, de más deliciosa suavidad aún, más espeso, aterciopelado y milagrosamente verde. Era difícil concebir cómo se había podido alcanzar toda aquella belleza.
He hablado ya de dos aberturas en el valle. De la situada al noroeste partía un arroyuelo que descendía a lo largo del barranco, con un suave murmullo y una ligera espuma, hasta estrellarse contra el grupo de rocas junto a las cuales se alzaba el nogal americano aislado. Allí, después de circundar el árbol, se dirigía un poco hacia el nordeste, dejando el tulípero a unos veinte pies al sur, y no teniendo otra alteración en su curso hasta llegar cerca de la mitad del camino entre los linderos este y oeste del valle. En aquel punto, después de una serie de revueltas, torcía en ángulo recto y seguía por lo general en dirección sur, serpenteando a veces, hasta desembocar al fin en un pequeño lago de forma irregular (aunque toscamente ovalada) que se extendía refulgente cerca del extremo inferior del valle. Este pequeño lago tenía tal vez un centenar de yardas de diámetro en su parte más ancha. Ningún cristal hubiera podido ser más límpido que sus aguas. Su fondo, que se veía con claridad, estaba formado todo él con guijarros de una fulgurante blancura. Sus orillas, revestidas de ese césped esmeralda ya descrito, redondeadas más bien que cortadas en terraplén, se hundían en el claro cielo de debajo; y tan claro era aquel cielo, y reflejaba a veces tan a la perfección todos los objetos de encima, que era muy difícil determinar dónde terminaba la efectiva orilla y dónde comenzaba la reflejada. Las truchas, y otras variedades de peces de que aquella laguna parecía materialmente repleta, tenían todo el aspecto de verdaderos peces voladores. Era casi imposible creer que no estuviesen suspendidos por entero en el aire. Una ligera canoa de abedul que reposaba, plácida, sobre el agua, reflejaba en ella sus fibras más pequeñas con una fidelidad no superada por el espejo más a conciencia bruñido. Una islita grata y risueña, con sus flores en plena lozanía —en la que había el espacio suficiente para contener una casita pintoresca, semejante a una pajarera—, se elevaba sobre el lago no lejos de la orilla norte, con la cual estaba unida por medio de un puente que, aunque muy primitivo, parecía inconcebiblemente ligero. Estaba formado por una sola tabla ancha y gruesa de madera de tulípero. Tenía esta cuarenta pies de larga, y abarcaba el espacio entre orilla y orilla con un arco reducido, pero perceptible, que prevenía toda oscilación. Del extremo sur del lago salía una continuación del arroyuelo que, después de serpentear treinta yardas quizá, pasaba al cabo por la «depresión» (ya descrita) en la mitad de la pendiente sur, y cayendo por un escarpado precipicio de un centenar de pies, se abría su tortuoso e inadvertido camino hacia el Hudson.
El lago tenía en algunos sitios treinta pies de profundidad; pero el arroyuelo rara vez pasaba de los tres, y su mayor anchura era de ocho, aproximadamente. Su fondo y orillas eran como las de la laguna, y si existía un defecto que se le pudiera achacar desde el punto de vista de lo pintoresco, era su excesiva limpieza.
La extensión del verde césped estaba realzada aquí y allá por algún brillante arbusto, tal como la hortensia, la bola de nieve común o la siringa aromática, o más a menudo, por un grupo de geranios de numerosas variedades en magnífica floración. Crecían estos últimos en tiestos cuidadosamente sepultados en la tierra, de modo a darles la apariencia de plantas indígenas. Además de todo ello, moteaba de un modo exquisito con sus ovejas el terciopelo del césped un rebaño considerable que vagaba por el valle en compañía de tres gamos domesticados y de un gran número de patos de brillante plumaje. Un enorme mastín parecía estar vigilando a todos aquellos animales, sin excepción.
A lo largo de las colinas del este y del oeste —donde, hacia la parte superior del anfiteatro, eran más o menos escarpados los linderos— crecía la hiedra en gran profusión, de tal modo, que solo podía vislumbrarse algún trecho de la desnuda roca. De igual manera, el precipicio del norte estaba casi por entero revestido de viñas de una rara exuberancia; algunas brotaban del suelo en la base de la roca, y otras, de los bordes de la superficie.
La ligera elevación que formaba el lindero inferior de aquel pequeño dominio estaba coronada por un muro de piedra lisa, de una altura suficiente para impedir que los gamos se escaparan. No se observaba ninguna clase de barrera por otra parte, pues en ninguna otra parte era necesario un cercado artificial: si alguna oveja perdida, por ejemplo, hubiese intentado salir del valle por el barranco, habría encontrado interrumpido su avance, después de unas cuantas yardas, por el saliente escarpado de la roca desde donde se desplomaba la cascada que atrajo al principio mi atención cuando me acerqué a la finca.
En resumen, las únicas entradas o salidas se hacían por una puerta que ocupaba un paso rocoso en la carretera, a algunas yardas por debajo del punto en el cual me había detenido para reconocer el paisaje.
Como ya he descrito, el arroyo serpenteaba con mucha irregularidad a lo largo de todo su curso. Sus dos direcciones generales, conforme he dicho, eran al principio de oeste a este, y luego de norte a sur. En la revuelta, la corriente huía hacia atrás, haciendo una curva casi circular, de modo a formar una península que era muy parecida a una isla, y que encerraba la sexta parte de un acre. Sobre aquella península se elevaba una casa habitable, y al decir que aquella casa, como la terraza infernal que vio Vathek, «était d’une architecture inconnue dans les annales de la terre»,[270] quiero dar a entender simplemente que su tout ensemble[271] me impresionó por el más agudo sentimiento de novedad y de limpieza —en una palabra, de poesía— (pues me sería difícil emplear otros términos que estos precisamente, para dar una definición más rigurosa de poesía en abstracto), y no quiero decir en modo alguno que se distinguiese bajo ningún aspecto solo por poseer un carácter outré.[272]
En realidad, nada podía ser más sencillo, más sin pretensiones en absoluto que aquella quinta. Su maravilloso efecto consistía por completo en su artística disposición, que era como la de un cuadro. Hubiese yo podido imaginar, mientras la miraba, que algún eminente paisajista la había construido con su pincel.
El punto de vista desde donde había yo contemplado el valle al principio no era ni por asomo, aunque se acercara, el mejor para examinar la casa. La describiré, por tanto, tal como la vi después, situándome sobre el muro de piedra en el extremo sur del anfiteatro.
El edificio principal tenía veinticuatro pies de largo y dieciséis de ancho, o cosa así, y de seguro, no más. Su altura total, desde el suelo hasta el ápice del tejado, no excedía de dieciocho pies. Al extremo oeste de aquella construcción se unía otra, una tercera parte menor en todas sus proporciones: la línea de su fachada retrocedía unas dos yardas de la fachada de la mayor, y la línea de su tejado estaba, naturalmente, mucho más baja que la del tejado contiguo. Haciendo ángulo recto con aquellos edificios, y más atrás del principal —no con exactitud en la mitad— se extendía un tercer cuerpo, muy pequeño, y en general, una tercera parte menor que el ala oeste. Los tejados de los dos mayores eran muy inclinados, describiendo desde la parhilera una larga curva cóncava y superando en cuatro pies los muros de la fachada, de modo a formar los tejados de dos galerías. Estos tejados últimos no necesitaban, por supuesto, soportes; pero como tenían el aire de necesitarlos, unos ligeros y muy bien pulidos pilares habían sido adaptados a ellos solo en las esquinas. El tejado del ala norte era simple prolongación de una parte del tejado principal. Entre el edificio mayor y el ala oeste se elevaba una altísima y muy esbelta chimenea cuadrada de consistentes ladrillos holandeses, negros y rojos, alternados; la coronaba una ligera cornisa de ladrillos salientes. Sobre los caballetes se proyectaban los tejados también mucho: en el edificio principal el saliente era de unos cuatro pies hacia el este y de dos hacia el oeste. La puerta principal no estaba colocada con simetría en el cuerpo principal del edificio, pues se hallaba un poco al este, con las dos ventanas al oeste. Estas últimas no bajaban hasta el suelo, sino que eran mucho más largas y estrechas que de costumbre, tenían unas sencillas hojas parecidas a puertas y unos cristales en forma de rombos, pero muy anchos. La puerta misma era de vidrieras en su mitad superior, también de cristales en forma de rombos, con una hoja movible que la protegía durante la noche. La puerta del ala oeste estaba colocada en el muro lateral y tenía una sola ventana orientada hacia el sur. El ala norte no tenía puerta exterior, y también solo una ventana hacia el este.
El muro que sostenía el caballete oriental estaba realzado por una escalera (con balaustrada) que lo cruzaba en diagonal, con la subida hacia el sur. Bajo el techado del ancho alero saliente, aquellos escalones daban acceso a una puerta que conducía a las buhardillas, o más bien al desván, pues aquella parte no estaba iluminada más que por una sola ventana orientada hacia el norte, y parecía haber sido destinada a cuarto almacén.
Las piazzas del cuerpo principal y del ala oeste no estaban soladas, como es costumbre; pero ante las puertas y las ventanas, anchas losas de granito llanas e irregulares se encajaban en el delicioso césped, proporcionando en todo tiempo un cómodo piso. Excelentes pasos de la misma materia —no muy bien ajustados, sino que dejaban entre las piedras frecuentes espacios por los que salía el aterciopelado césped— conducían, aquí y allá, desde la casa, a una fuente de cristal, que manaba unos cinco pasos más lejos, a la carretera o a uno o dos pabellones situados al norte, más allá del arroyo, y completamente ocultos por algunos curbariles y catalpas.
A no más de seis pasos de la puerta principal de la quinta, se alzaba el tronco muerto de un fantástico peral, tan revestido desde la copa al pie por magníficas flores de bignonia, que exigía un minucioso examen el determinar qué especie de fenómeno podía ser aquello. De las diversas ramas de aquel árbol colgaban jaulas con diferentes clases de pájaros. En una, amplio cilindro de mimbre con un anillo en el remate, retozaba un sinsonte; en otra, una oropéndola; en una tercera, el descarado gorrión de los arrozales, mientras tres o cuatro prisiones más delicadas resonaban agudamente con el canto de los canarios.
Los pilares de la piazza estaban enguirnaldados de jazmín y de madreselva, en tanto que del ángulo formado por el cuerpo principal y su ala oeste, enfrente, brotaba una parra de una exuberancia sin igual.
Despreciando toda contención, había trepado primero hasta el tejado inferior y luego hacia el superior, y a lo largo del borde de este último seguía retorciéndose, lanzando sus zarcillos a derecha y a izquierda, hasta alcanzar el caballete del este, dejándose caer y arrastrándose sobre la escalera.
Toda la vivienda, con sus alas, estaba construida, conforme a la vieja moda holandesa, con alfarjías anchas y no redondeadas en los cantos. Este material posee la peculiaridad de dar a las casas el aspecto de ser más anchas en la base que en el remate, a la manera de la arquitectura egipcia, y en el caso presente, aquel efecto sumamente pintoresco estaba ayudado por numerosos tiestos de flores que circundaban casi la base de los edificios.
Las alfarjías estaban pintadas de un gris oscuro, y un artista puede imaginar sin esfuerzo hasta qué punto se fundía aquel tono neutro a maravilla con el verde vivo de las hojas de los tulíperos que sombreaban parcialmente la quinta.
Desde el sitio próximo al muro de piedra, como he descrito ya, se veían los edificios con gran facilidad —pues el ángulo sudeste se proyectaba hacia delante—; de modo que la mirada captaba enseguida la totalidad de las dos fachadas con el pintoresco caballete del este, y al mismo tiempo tenía la plural visión del ala norte, de una parte de un lindo tejado del invernadero, y casi de la mitad de un ligero puente que se arqueaba sobre el arroyo en la proximidad de los edificios principales.
No permanecí mucho tiempo sobre la cumbre de la colina, aunque sí el suficiente para contemplar por completo el paisaje a mis pies. Era evidente que me había apartado de la carretera del pueblo, y tenía así una buena disculpa de viajero para abrir la puerta frente a mí y preguntar mi camino, en todo caso; por lo cual, sin más rodeos, avancé.
Después de franquear la puerta, la carretera parecía extenderse sobre un reborde natural que iba descendiendo a lo largo de la pared noroeste de las rocas. Me condujo al pie del precipicio norte, y luego al puente, y bordeando el caballete del este, a la puerta de la fachada. En mi marcha observé que no se podían ver los pabellones.
Cuando torcía la esquina del caballete, el mastín saltó hacia mí, silenciosamente amenazador, con los ojos y todo el aspecto de un tigre. Le alargué mi mano, sin embargo, en prueba de amistad, y no he conocido nunca perro más sensible a aquel llamamiento hecho a su cortesía. No solo cerró su boca y meneó su rabo, sino que me ofreció de veras su pata, después de haber extendido también sus afabilidades a Ponto.
Como no vi campanilla alguna, golpeé con mi bastón sobre la puerta, que estaba entornada. Inmediatamente avanzó una figura hacia el umbral, una joven de unos veintiocho años de edad, delgada o más bien ligera, y de una estatura superior a la mediana. Cuando se acercaba con cierta modesta decisión, con su paso de todo punto indescriptible, me dije a mí mismo: «He encontrado, de seguro, la perfección de lo natural, en oposición a la gracia artificial». La segunda impresión que me hizo, aun siendo la más viva de las dos, fue una impresión de entusiasmo. No había penetrado nunca en el fondo de mi corazón hasta entonces una impresión novelesca tan intensa, si es que puede llamarse así, o de tal espiritualidad como la que brillaba en sus ojos muy hundidos. No sé cómo sucede esto; pero esa peculiar expresión de ojos que a veces se apodera de los labios es el hechizo más poderoso, si no el único, que capta mi atención hacia una mujer. «Novelesca», con tal que mis lectores comprendan a fondo lo que quisiera encerrar en esa palabra; «novelesca» y «femenina» me parecen términos recíprocos, y, después de todo, lo que el hombre ama verdaderamente en la mujer es su «femineidad». Los ojos de Annie[273] (oí que alguien, desde el interior, la llamaba su «¡querida Annie!») eran de un «gris espiritual»; su cabello, de un castaño claro: esto fue todo lo que tuve tiempo de observar de ella.
Ante su muy cortés invitación, entré, pasando primero por un vestíbulo bastante espacioso. Habiendo venido especialmente para observar, noté que a mi derecha, al entrar, había una ventana parecida a las de la fachada de la casa; a la izquierda, una puerta conduciendo a la estancia principal, mientras enfrente de mí otra puerta abierta me permitió ver una pequeña habitación, del mismo tamaño que el vestíbulo, arreglada para gabinete de trabajo y con una ancha ventana saliente que daba al norte.
Al pasar a la sala de confianza, me encontré con mister Landor, que tal era su nombre, como supe después; se mostraba afable, incluso cordial en sus maneras; pero precisamente en aquel momento estaba yo más atento a observar el decorado de la casa, que tanto me había interesado, que el aspecto personal del morador.
El ala norte, lo vi entonces, era un dormitorio; su puerta abierta conducía a la sala de confianza. Al oeste de esta puerta se veía una ventana sencilla que miraba al arroyo. En el extremo oeste de esta sala de confianza había una chimenea y una puerta que daba acceso al ala oeste, donde, al parecer, se encontraba la cocina.
No puede haber nada más rigurosamente sencillo que el mobiliario de la sala de confianza. Cubría el suelo una alfombra de nudo de excelente tejido, con un fondo blanco sembrado de figuritas verdes, circulares. Las cortinas de las ventanas eran de muselina de chaconada blanca, bastante anchas, y cayendo en pliegues paralelos hasta el suelo, hasta el mismo suelo. Los muros estaban tendidos con un papel francés de gran finura, de fondo plateado, que tenía una tira de un verde pálido corriendo en zigzag sobre él. Lo realzaban en toda su superficie no más de tres exquisitas litografías de Lulien à trois crayons,[274] colgadas en la pared, sin marcos. Uno de estos dibujos representaba una escena de riqueza o más bien de voluptuosidad oriental; otra era una «escena de carnaval» de un brío incomparable; el tercero era una cabeza de mujer griega, un rostro tan divinamente bello, y, sin embargo, con una expresión de vaguedad tan provocativa como nunca había atraído mi atención.
Los muebles más importantes consistían en una mesa redonda, unas cuantas sillas (incluyendo entre ellas una mecedora) y un sofá, o más bien un canapé de madera de arce lisa, pintada de un blanco crema, con un ligero fileteado verde, y el asiento de bejuco. Las sillas y la mesa «hacían juego»; pero las formas de todas habían sido, evidentemente, trazadas por el mismo cerebro que planeó el trazado de «los terrenos»: imposible concebir nada más gracioso.
Sobre una mesa había unos cuantos libros; un ancho y cuadrado frasco de cristal contenía algún nuevo perfume; una lámpara lisa, de vidrio esmerilado, astral (no solar), con una pantalla italiana, y un búcaro grande lleno de flores espléndidamente lozanas. En realidad, las flores, de magníficos colores, formaban el solo decorado de la estancia. La chimenea estaba casi repleta por un florero con brillantes geranios. Sobre una rinconera triangular, colocada en cada esquina de la habitación, había también un florero semejante, que solo se diferenciaba de los otros en su delicioso contenido. Uno o dos bouquets más pequeños adornaban la repisa de la chimenea, y unas violetas recién cogidas se apiñaban sobre las ventanas abiertas.
Este trabajo no tiene otro objeto que dar con detalle una descripción de la residencia de mister Landor tal como la encontré.
[Trad. de Julio Gómez de la Serna]

Edgar Allan Poe, Cuentos completos, Penguin Clásicos,

Edgar Allan Poe llevó a cabo lo que ningún escritor había logrado antes: liberar las terribles imágenes que atesora el subconsciente para dejarlas caminar entre sus páginas. Abanderado de la novela gótica y precursor del relato detectivesco y de la ciencia ficción, sus historias llevan el suspense y el desasosiego hasta una perfección nunca alcanzada y quizá jamás alcanzable de nuevo.
Cuentos completos reúne un total de setenta piezas, de las cuales siete eran inéditas hasta ahora en castellano. Thomas Ollive Mabbot, máxima figura en el estudio de la obra de Poe, firma la esclarecedora introducción. Asimismo, a cada relato corresponde una sucinta nota editorial, anexos que completamos, cerrando el tomo, con los prefacios que el propio autor compuso para Tales of the Folio Club y Tales of the Grotesque and Arabesque y los escritos de su coetáneo y principal valedor europeo, Charles Baudelaire.

Ciclamor (7) - —Obedeció a su esposo, según tengo entendido —contestó Lucinda—, me parece recordar que fue su esposo el que le pidió que mintiera. Rompió él en franca y alegre carcajada.

La primera cosecha de Malvern estaba en sazón. Pierce se levantaba al amanecer, para gozar del placer de recorrer sus campos, llenos de fruto. En los establos podía oírse otra vez el rumor del ganado, el ordeño de las vacas y el relincho de los caballos. No todo estaba pagado aún; pero con la cosecha tendría dinero contante para hacer frente a los pagos. No sentía ningún temor.
El año había sido extraordinariamente bueno. El invierno, hacia su final, se presentó templado, y la primavera se adelantó, con una explosión de rododendros en los bosques. Durante los años de guerra se había olvidado por completo de toda clase de belleza, y ahora pensaba que todo aquello se le mostraba por vez primera, los encendidos brotes de los arces, la lila verdeante y temprana, los botones vigorosos del ciclamor y del cornejo. Durante la primavera, había espiado con constante ansiedad cada indicio de vida y floración. El azúcar escaseaba todavía y tenía que recurrir al azúcar de arce, a la que su padre y su abuelo habían recurrido también en otras épocas de escasez, aunque él, por fortuna, jamás tuvo que consumirlo, hasta ahora, desde que era dueño y señor de Malvern. Simientes seleccionadas y frescas habían sido arrojadas a los surcos recién abiertos, trigo para el pan, maíz y avena para el ganado, cebada y centeno para la volatería y los caballos. No tenían café, pero el centeno proporcionaba un buen sustitutivo, si se preparaba con un ligero tueste, bañado en melaza. Tampoco disponían de colorantes, y se las había arreglado obteniendo tinte marrón, para los arneses, de las nueces silvestres; amarizo del azufre y rojo obscuro de las moras parásitas. Lucinda se había entregado a los quehaceres de la casa; pero él no se saciaba nunca, no se hartaría jamás, hasta que muriera, de aquella maravilla natural y única que eran sus campos, llenos de vida nueva.
Sus preocupaciones se extendieron asimismo a las instalaciones adicionales de la granja. En la lechería ordenó la construcción de nuevos pilares y estanterías. Era un gran consuelo, mientras cabalgaba por las tierras de labor, lejos del caserío, saber que en Malvern estaban los odres llenos de mantequilla, las cántaras llenas de leche y las prensas cuajando quesos sin interrupción.
Aquella mañana de julio, vagando al azar, llevó a su jaca hasta la sombra de un peral y la detuvo, para arrancar una pera amarilla, que empezó a mordisquear con fruición, saboreando el dulzor con parsimonia, como si se tratase de un licor fino y aromático. Llegado octubre, tendría también compota de peras y otras frutas. Y para el invierno, jamones y buenos tocinos y embutidos. ¡Que le dieran cinco años tan sólo, y Malvern estaría en pie, como siempre marchando por sí mismo!
Con todo aquello, sin embargo, apenas cien dólares, en moneda efectiva, estaban disponibles en su bolsillo. Había hecho el milagro sin dinero, pagando a los hombres con amabilidades, alimentándolos con lo que Malvern tenía y nada más. Durante el invierno tuvieron que soportar privaciones. Él y Lucinda se habían sentado a la mesa, más de una vez, con vajilla fina y cubiertos de plata, pero con un pan de maíz en la cestilla y gachas y judías negras como menú, sin apelación. Como sopa, cocimiento de coles. Bien; aquello estaba acabado. Malvern estaba en sazón otra vez. Ahora tenían carne, verduras y patatas de la mejor calidad, sembradas con simiente cambiada a Molly MacBain por gallinas y un gallo.
Se sonrió al recordar a Molly y sintió sonrojo, aun bajo el ardiente sol veraniego. Lucinda iba a tener un bebé, al comienzo del otoño. Se lo había anunciado la noche anterior, aunque para él no era un secreto su estado, desde algunos meses atrás. No quiso, a pesar de ello, darse por aludido, esperando que por sí misma lo confesara.
—Señor Delaney… —le había dicho, la pasada noche, en la habitación.
—Bien, ¿qué ocurre? —había preguntado, a su vez, mientras se vestía para la cena, pues su mujer le obligaba a presentarse en la mesa de punta en blanco, como solía hacerlo antes de la guerra.
Lucinda se había puesto el vestido de tafetán amarillo, del que constantemente se quejaba de que estaba hecho un guiñapo, en una sola pieza gracias a las manos y la paciencia de Georgia. A él no le parecía que estuviese hecho un guiñapo, ni le veía rotos o cosidos por ninguna parte, cuando ella, sentándose a su lado, dejó caer sobre el regazo sus manos, como pétalos de magnolia.
—Debes contar con un aumento de familia, señor Delaney —dijo.
—¡De veras! —exclamó. Luego se inclinó hacia ella y le tomó ambas manos—. ¿Cuándo, si puede saberse?
—En la primera quincena de septiembre, probablemente —replicó Lucinda.
Se mantenía seria, erguida, llena de dignidad. Él se levantó, la cogió por la cabeza y la besó en la frente, con ternura.
—Mucho cuidadito con mi «pompadour» —advirtió ella, temiendo por su peinado, y entonces él se sentó de nuevo.
—¿Cómo la llamaremos, Luce? —preguntó.
—He pensado en Zafiro —opinó ella—; es un nombre bíblico.
Él se quedó meditando unos momentos. Luego objetó:
—¿No fue una mentirosa, Luce, esa Zafiro? —preguntó.
—Obedeció a su esposo, según tengo entendido —contestó Lucinda—, me parece recordar que fue su esposo el que le pidió que mintiera.
Rompió él en franca y alegre carcajada.

John Sedges, Hasta que la muerte nos separe
,
La acción transcurre en EE.UU, en los años inmediatamente posteriores a la guerra de Secesión. Las tensiones de la guerra civil se encarnan en la historia de dos hermanos enfrentados por la guerra, convencidos ambos de que han defendido la causa más justa. El choque de dos concepciones de la vida sirve de fondo al drama de dos hombres incapaces de comprender el cambio que se ha operado en el país. De este enfrentamiento surge una apasionante historia de amor entre un blanco y una mestiza, plasmada con gran maestría.

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