Está muy tranquilo… Jamás había visto su rostro tan sereno. Aquí al fin puede encontrar lo que los hombres no le han concedido. Paz. Por primera vez está a solas con su Dios.

ESCENA TERCERA
Tres días después (31 de octubre de 1910). La sala de espera del edificio de la estación de Astápovo. A la derecha, una gran puerta acristalada lleva al andén. A la izquierda, una más pequeña da al cuarto del jefe de la estación, Iván Ivanovich Osoling. En los bancos de madera de la sala, y en torno a una mesa, están sentados unos cuantos pasajeros que esperan el expreso de Danlov. Campesinas que duermen, envueltas en sus pañuelos. Pequeños comerciantes, con abrigos de piel de oveja. Además de algunos empleados de la gran ciudad. Al parecer, funcionarios o comerciantes.
VIAJERO 1° (leyendo el periódico, dice de pronto en voz alta): ¡Lo ha hecho admirablemente! ¡Una excelente obra del viejo! Nadie lo habría esperado.
VIAJERO 2°: ¿Qué es lo que pasa?
VIAJERO 1°: Que se ha fugado Lev Tolstói. De su casa. Nadie sabe adónde. Se escapó por la noche. Se puso las botas y el abrigo de piel y así, sin equipaje y sin despedirse, se marchó de allí, acompañado únicamente por su médico, Duschan Petrovich.
VIAJERO 2°: Y a la vieja la ha dejado en casa. No resultará divertido para Sofia Andréievna. Él debe de tener ochenta y tres años. ¿Quién lo habría esperado de él? ¿Y dónde dices que se ha marchado?
VIAJERO 1°: Eso quisieran saber en su casa. Y los de los periódicos. Están enviando telegramas al mundo entero. Uno dice haberle visto en la frontera búlgara. Y otros hablan de Siberia. Pero nadie sabe nada a ciencia cierta. ¡Lo ha hecho bien, el viejo!
VIAJERO 3° (un joven estudiante): ¿Qué decís? ¿Que Lev Tolstói se ha marchado de su casa? Por favor, dame el periódico. Déjame que lo lea yo mismo. (Echa un vistazo.) Ah, qué bien. ¡Qué bien que por fin haya sacado fuerzas de flaqueza!
VIAJERO 1°: ¿Por qué está bien?
VIAJERO 3°: Porque su modo de vida era una afrenta contra su palabra. Ya le han obligado durante bastante tiempo a hacer de conde, ahogando su voz con lisonjas. Ahora por fin Lev Tolstói puede hablar libremente a los hombres desde su alma. Quiera Dios que por él el mundo se entere de lo que está pasando con el pueblo aquí en Rusia. Sí, es bueno. Que ese hombre santo se haya salvado al fin supone una bendición y la regeneración para Rusia.
VIAJERO 2°: Tal vez no sea todo cierto, lo que dicen aquí. Tal vez… (Se vuelve, para comprobar si alguien le escucha. Y susurra:) Tal vez lo hayan puesto en los periódicos para confundir y en realidad le han hecho desaparecer…
VIAJERO 1°: ¿Quién podría estar interesado en quitar de en medio a Lev Tolstói…?
VIAJERO 2°: Ellos… Todos aquellos a los que él obstaculiza el camino… Todos ellos. El sínodo. Y la policía. Y el ejército. Todos los que le tienen miedo. Así han desaparecido ya algunos… En el extranjero, según se ha dicho. Pero nosotros sabemos lo que quieren decir con el extranjero…
VIAJERO 1° (también en voz baja): Podría ser…
VIAJERO 3°: No, a eso no se atreven. Ese hombre solo, simplemente con su palabra, es más fuerte que todos ellos. No, a eso no se atreven, porque saben que le sacaríamos con nuestros puños.
VIAJERO 1° (bruscamente): Cuidado… Atención… Viene Cyrill Gregorovich… Rápido, esconde el periódico…
El jefe de policía, Cyrill Gregorovich, ha aparecido con su uniforme tras la puerta de cristal del andén. En seguida se dirige al cuarto del jefe de estación y llama a la puerta.
IVÁN IVANOVICH OSOLING (el jefe de estación, que sale de su cuarto, con la gorra de servicio puesta): Ah, es usted, Cyrill Gregorovich…
EL JEFE DE POLICÍA: Tengo que hablar ahora mismo con usted. ¿Está su esposa ahí dentro?
EL JEFE DE ESTACIÓN: Sí.
EL JEFE DE POLICÍA: Entonces mejor aquí. (Dirigiéndose a los viajeros, en tono rudo e imperioso.) El expreso de Danlov llegará enseguida. Por favor, despejen de inmediato la sala de espera y diríjanse al andén. (Todos se ponen en pie y empujándose se precipitan hacia la salida. El jefe de policía al jefe de estación:) Acaban de llegar unos importantes telegramas cifrados. Aseguran que en su huida Lev Tolstói se presentó antes de ayer en el monasterio de Schamardino para ver a su hermana. Ciertos indicios llevan a sospechar que tiene intención de continuar viaje desde allí. Desde entonces todos los trenes de Schamardino, sea cual sea su dirección, son escoltados por agentes de la policía.
EL JEFE DE ESTACIÓN: Pero aclárame una cosa, padrecito Cyrill Gregorovich. En realidad, ¿por qué? Si no es ningún agitador. Lev Tolstói es nuestra gloria. Ese gran hombre es un verdadero tesoro para nuestro país.
EL JEFE DE POLICÍA: Pero alborota más y supone un peligro mayor que todos los revolucionarios juntos. Además, a mí qué me importa. Yo sólo he recibido la orden de vigilar cada tren. Aunque en Moscú quieren que nuestra vigilancia sea por completo imperceptible. Por eso le ruego, Iván Ivanovich, que se dirija usted al andén en mi lugar, pues con el uniforme cualquiera podría reconocerme. En cuanto llegue el tren, se bajará un miembro de la policía secreta que le informará de lo que haya observado durante el trayecto. Yo a mi vez transmitiré el comunicado de inmediato.
Suena la campana que anuncia la llegada de un tren.
EL JEFE DE POLICÍA: Salude usted al agente sin llamar la atención, como si fuera un conocido, ¿de acuerdo? Los pasajeros no deben darse cuenta del control. Para nosotros, si lo ejecutamos todo hábilmente, puede ser de utilidad, pues cada informe va a parar a San Petersburgo, a las más altas instancias. Tal vez alguno de nosotros pesque alguna vez la Cruz de San Jorge.
El tren avanza con gran estruendo. El jefe de estación sale enseguida por la puerta de cristal. Tras unos minutos, los primeros pasajeros, campesinos y campesinas, con pesados cestos, cruzan la puerta de cristal. Algunos se sientan en la sala de espera, para descansar o preparar un té.
EL JEFE DE ESTACIÓN (de pronto, a través de la puerta, grita excitado a los que se han sentado allí): ¡Abandonen la sala de inmediato! ¡Todos! Enseguida…
LA GENTE (asombrada y refunfuñando): Pero, ¿por qué…? Si hemos pagado… ¿Por qué no podemos sentarnos aquí, en la sala de espera? Si sólo estamos esperando el tren de pasajeros.
EL JEFE DE ESTACIÓN (chillando): Enseguida. ¡He dicho que todos fuera de inmediato! (Con precipitación, los empuja hacia fuera. Vuelve corriendo a la puerta, que abre del todo.) Aquí, por favor. Lleven al señor conde ahí dentro.
Tolstói, al que Duschan sujeta por la derecha y Sascha por la izquierda, entra con esfuerzo. Se ha levantado el cuello del abrigo de piel y lleva un chal en torno. Pero se nota que su cuerpo, aun estando totalmente cubierto, tiembla y tirita de frío. Tras él entran cinco o seis personas.
EL JEFE DE ESTACIÓN (a los que entran): ¡Quédense fuera!
VOCES: Pero déjenos pasar… Sólo queremos ayudar a Lev Nikoláievich… Tal vez un poco de coñac o de té…
EL JEFE DE ESTACIÓN (muy excitado): ¡Nadie puede entrar aquí! (Con violencia los empuja hacia afuera y con pestillo cierra la puerta de cristal que da al andén. Pero en todo momento siguen viéndose rostros curiosos que pasan por detrás de la puerta y que espían el interior. El jefe de estación rápidamente ha agarrado un sillón y lo ha acercado a la mesa.) ¿No quiere Su Excelencia descansar un poco y sentarse?
TOLSTÓI: No, Excelencia no… Por Dios, ya no más. Es el final. (Agitado, mira a su alrededor y percibe a la gente que se encuentra tras la puerta de cristal.) Fuera… Que se vaya esa gente. Quiero estar solo… Siempre hay gente… Por una vez quiero estar solo.
Sascha corre hacia la puerta de cristal y a toda prisa la cubre con su abrigo.
DUSCHAN (hablando entre tanto en voz baja con el jefe de estación): Tenemos que acostarle de inmediato. En el tren le dio de repente un ataque de fiebre, más de cuarenta grados. Creo que no está bien. ¿Hay alguna casa de huéspedes por aquí cerca que tenga un par de habitaciones decentes?
EL JEFE DE ESTACIÓN: ¡No, ninguna! En todo Astápovo no hay una sola casa de huéspedes.
DUSCHAN: Pero debe acostarse enseguida. Ya ve usted la fiebre que tiene. Puede ser peligroso.
EL JEFE DE ESTACIÓN: Por supuesto que para mí sería un verdadero honor ofrecer a Lev Tolstói la habitación que tengo aquí al lado… Pero, discúlpeme… Es tan pobre… Tan sencilla. Un cuarto de servicio, en la planta baja, estrecho… ¿Cómo podría yo atreverme a dar cobijo en él a Lev Tolstói?
DUSCHAN: Eso no importa. Ahora tenemos que acostarle, como sea. (A Tolstói, que temblando de frío está sentado junto a la mesa, le sacuden repentinos escalofríos:) El señor jefe de estación es tan amable que nos ofrece una habitación. Tiene usted que descansar ahora mismo. Mañana estará otra vez como nuevo y podremos continuar viaje.
TOLSTÓI: ¿Continuar viaje? No, no. Creo que no seguiré. Éste ha sido mi último viaje. He llegado a la meta.
DUSCHAN (dándole ánimos): No se preocupe por ese poco de fiebre. No significa nada. Se ha enfriado usted un poco. Mañana se sentirá del todo bien.
TOLSTÓI: Ahora me siento muy bien… Muy, muy bien. Sólo que esta noche, fue horrible. Se me ocurrió que alguien de casa podría perseguirme, que me cogerían y que me llevarían de vuelta a aquel infierno… En ese momento me levanté y os desperté. Tan fuerte era el desgarro. Durante todo el camino ese miedo no me abandonó, ni la fiebre, que hizo que los dientes me castañetearan… Pero, ahora, desde que estoy aquí… Aunque, en realidad, ¿dónde estoy? Jamás he visto este lugar. Ahora todo es diferente… Ahora ya no tengo ningún miedo. Ya no vendrán a buscarme.
DUSCHAN: Seguro que no. Seguro. Puede usted acostarse tranquilo. Aquí no le encontrará nadie.
Entre los dos ayudan a Tolstói a levantarse.
EL JEFE DE ESTACIÓN (saliéndoles al paso): Les ruego que me disculpen… Sólo puedo ofrecerle una habitación muy sencilla… Mi propio cuarto. Y la cama tal vez tampoco sea buena… Sólo es una cama de hierro. Pero lo dispondré todo para que, enseguida con un telegrama, envíen otra con el próximo tren…
TOLSTÓI: No, no. No quiero otra… Durante demasiado tiempo las he tenido mejores que las de los demás. Cuanto peor sea ahora, tanto mejor para mí. ¿Cómo mueren los campesinos? Y, sin embargo, también tienen una buena muerte…
SASCHA (ayudándole): Ven, padre. Ven. Estarás cansado.
TOLSTÓI (deteniéndose de nuevo): No sé… Estoy cansado, tienes razón. Todos mis miembros tiran de mí hacia abajo. Estoy muy cansado, pero aún espero algo más… Es como cuando uno está cansado y sin embargo no puede dormirse, porque piensa en algo bueno que le espera y no quiere perder esa idea al dormirse… Es extraño, nunca hasta ahora me había sentido así… Tal vez sea algo propio de la muerte… Durante años y años, lo sabéis, siempre tuve miedo a morir. Un miedo tal que no podía acostarme en mi cama, y me habría puesto a chillar como un animal y me habría escondido. Y ahora, tal vez esté allí dentro, en el cuarto. La muerte. Esperándome. Y, sin embargo, voy a su encuentro sin ningún miedo.
Sascha y Duschan le han llevado hasta la puerta.
TOLSTÓI (parándose junto a la puerta y mirando hacia adentro): Se está bien aquí, muy bien. Es pequeño, estrecho, de techo bajo, pobre… Me parece como si ya alguna vez hubiera soñado con esto, con una cama como ésa, ajena. En alguna parte, en una casa ajena, en una cama yace un… Un hombre viejo, cansado… Espera, ¿cómo se llama? Lo escribí hace un par de años… ¿Cómo se llama el viejo? El que, habiendo sido rico, vuelve muy pobre, sin que nadie le reconozca, y se arrastra hasta la cama, junto a la estufa… ¡Ah, mi cabeza! ¡Mi estúpida cabeza! ¿Cómo se llamaba el viejo? Él, que había sido rico y que ahora no tiene más que la camisa que lleva… Y la mujer, que le pone enfermo, no está con él cuando muere… Sí, sí, ya lo sé, lo sé. En mi relato al viejo le puse el nombre de Kornei Vasiliev. Y la noche en la que muere, Dios despierta el corazón de su mujer. Y ella viene, Marfa, para verle una vez más… Pero llega demasiado tarde. Él yace completamente rígido y con los ojos cerrados sobre una cama ajena. Y ella no sabe si aún le guardaba rencor o si ya la había perdonado. Aún no lo sabe, Sofia Andréievna… (Como despertando:) No, se llama Marfa… Ya me estoy confundiendo… Sí, quiero acostarme. (Sascha y el jefe de estación le han seguido guiando. Tolstói al jefe de estación:) Te agradezco que, aunque no me conoces, me des cobijo en tu casa, que me des lo que el animal tiene en el bosque… Y para lo que Dios me ha enviado a mí, Kornei Vasiliev… (De pronto, muy asustado.) Pero, cerrad las puertas, no dejéis que entre nadie, no quiero ver a nadie más… Quiero estar solo con Él, más intensamente, mejor que nunca en la vida… (Sascha y Duschan le conducen hasta el dormitorio. El jefe de estación cierra cuidadosamente la puerta tras de sí y se queda de pie, embargado por la emoción.)
Afuera se oye que alguien llama dando fuertes golpes en la puerta de cristal. El jefe de estación abre la puerta. Y el jefe de policía entra precipitadamente.
EL JEFE DE POLICÍA: ¿Qué le ha dicho? ¡Tengo que comunicarlo todo, de inmediato! Al final, ¿quiere quedarse aquí? ¿Cuánto tiempo?
EL JEFE DE ESTACIÓN: Eso no lo sabe ni él, ni nadie. Eso sólo Dios lo sabe.
EL JEFE DE POLICÍA: Pero, ¿cómo puede usted prestarle alojamiento en un edificio público? Si es su vivienda oficial. ¡No puede usted cedérsela a un extraño!
EL JEFE DE ESTACIÓN: Lev Tolstói no es ningún extraño a mi corazón. Ninguno de mis hermanos me es más próximo.
EL JEFE DE POLICÍA: Pero su deber era informarse antes.
EL JEFE DE ESTACIÓN: He consultado con mi conciencia.
EL JEFE DE POLICÍA: Bueno, esto corre de su cuenta. Tengo que enviar de inmediato un comunicado… ¡Es terrible, la responsabilidad que de pronto recae sobre uno! Si al menos supiera cómo se considera a Lev Tolstói en las altas instancias…
EL JEFE DE ESTACIÓN: Yo creo que en las altas instancias siempre han tenido buena opinión de Lev Tolstói… (El jefe de policía le mira perplejo.)
Duschan y Sascha salen del cuarto, cerrando la puerta con cuidado.
El jefe de policía se aleja a toda prisa.
EL JEFE DE ESTACIÓN: ¿Cómo dejan solo al señor conde?
DUSCHAN: Está muy tranquilo… Jamás había visto su rostro tan sereno. Aquí al fin puede encontrar lo que los hombres no le han concedido. Paz. Por primera vez está a solas con su Dios.
EL JEFE DE ESTACIÓN: Discúlpeme, soy un hombre simple, pero me tiembla el corazón. No puedo entenderlo. ¿Cómo pudo Dios depararle tanto sufrimiento, hasta el punto de que Lev Tolstói tuviera que huir de su casa y que ahora tenga que morir en mi pobre e indigno lecho? ¿Cómo pueden los seres humanos, cómo pueden los rusos molestar a un alma tan santa? ¿Cómo, en lugar de amarle con respeto, son capaces de…?
DUSCHAN: Precisamente aquellos que aman a un gran hombre, suelen interponerse entre ese hombre y su misión. Y de aquellos que están más próximos a él, es de quienes más lejos tiene que huir. Está bien que haya sucedido tal y como ha ocurrido. Sólo esta muerte consuma y justifica su vida.
EL JEFE DE ESTACIÓN: De todos modos… Mi corazón no puede y no quiere entender que ese hombre, ese tesoro de nuestro suelo ruso, haya tenido que sufrir por nosotros, los hombres, y que uno mismo haya vivido entre tanto despreocupado… Debería uno avergonzarse hasta de respirar…
DUSCHAN: No se lamente usted por él, querido buen hombre. Un destino deslustrado y vulgar no habría estado a la altura de su grandeza. Si no hubiera sufrido por nosotros, Lev Tolstói nunca habría llegado a ser lo que hoy representa para la humanidad.

Stefan Zweig
Momentos estelares de la humanidad
Catorce miniaturas históricas


Éste es probablemente el libro más famoso de Stefan Zweig. En él lleva a su cima el arte de la miniatura histórica y literaria. Muy variados son los acontecimientos que reúne bajo el título de Momentos estelares: el ocaso del imperio de Oriente, en el que la caída de Constantinopla a manos de los turcos en 1453 adquiere su signo más visible; el nacimiento de El Mesías de Händel en 1741; la derrota de Napoleón en 1815; el indulto de Dostoievski momentos antes de su ejecución en 1849; el viaje de Lenin hacia Rusia en 1917… «Cada uno de estos momentos estelares —escribe Stefan Zweig con acierto— marca un rumbo durante décadas y siglos», de manera que podemos ver en ellos unos puntos clave de inflexión de la historia, que leemos en estas catorce miniaturas históricas con la fascinación que siempre nos produce Zweig.

EN EL PUENTE DE CARLOS

EN EL PUENTE DE CARLOS
Praga - Por el Puente de Carlos, delante de la estatua de San Juan Nepomuceno —arrojado por el rey Venceslao IV al Moldava porque su lengua, que se ha mantenido milagrosamente fresca y roja durante siglos, se negaba a revelarle los pecados murmurados por la reina en el confesonario— avanzan dos carros de madera de los que tiran robustos caballos dejando expansivas huellas a su paso. Ya no se ven carros así desde hace tiempo y los carreteros van vestidos de manera algo inusual, pero en este puente esas chaquetas harapientas y esos sombreruchos no parecen lo raros que serían en otro lugar, y si no fuera por los gestos de uno que, a poca distancia —algo ridículo, como quienquiera que pretenda poner en orden algo—, manda parar, volver a empezar y repetir intimando a otro que vaya un metro adelante o atrás, no nos daríamos cuenta de que están rodando una escena de la película Kafka, de Steven Soderbergh. Esa escena, por lo demás, es marginal, no atañe a los protagonistas ni a los momentos centrales de la trama.
La escena se repite, como es habitual, más de una vez; tan solo el caballo se niega a prodigar más boñigas. Sobre el Moldava que discurre lentamente, la cámara, que narrará una historia donde se recreará la ilusión del fluir de la vida indivisa como el discurrir de un río, aísla los fragmentos y detalles de la vida misma, los toma saqueando la realidad para recomponerlos después como en un mecano. El arte del cine, que desmonta y recompone las piezas de lo real, armoniza con Praga, ciudad que Ripellino comparaba con una tienda lunática en la que el tiempo, formidable chamarilero, ha hacinado los retazos y derrelictos de la historia. En Praga, a pesar del encantador paisaje total que lo envuelve todo, la mirada es capturada continuamente por los detalles con una seducción imperiosa, sobre todo por los tejados y las buhardillas, por las tejas que se transforman en ornamentos fantásticos; se podría vagabundear durante horas por la ciudad mirando solo hacia lo alto, hechizados por un sinfín de cosas inolvidables.
Errando por calles y plazas, mirando cerca y lejos, uno cree parecerse a ese personaje de un escritor alemán-praguense, Meyrink, el autor de El Golem, que apuntaba con el catalejo a la ciudad y aislaba imágenes individuales, caras en la multitud o frisos de un portal, el ala de una estatua, una aguja, un pilar del puente que se sumerge en el agua. También la literatura checa está caracterizada a menudo por la irrupción y la revuelta de las cosas aisladas, de los objetos que se emancipan de cualquier totalidad y cualquier orden conjunto y se presentan en primer término con su vida disgregada y secreta. Desde los decimonónicos Cuentos de Malá Strana de Jan Neruda a los Cuentos de un bolsillo y Cuentos de otro bolsillo de Čapek y a diferentes relatos y novelas de Hrabal, la narrativa checa es con frecuencia una épica de las cosas pequeñas o aparentemente mínimas, palique de taberna y paseos de extrarradio donde relampaguea el senado más auténtico de la vida, experiencias amenazadas por la violencia de la historia y la abstracción de los mecanismos sociales.
Sobre todo, pero no solo, durante los regímenes estalinista y brezneviano, la literatura checa ha sido una irónica, grotesca y acrobática resistencia contra la alienación que vuelve irreales las cosas. El propio Havel, en sus ensayos escritos cuando era perseguido, defendía la tangible y concreta autenticidad de la existencia contra la falsificación genérica de la ideología totalizadora. Y también el soldado Švejk de Hašek defiende la vida desde abajo; defiende su elemental, escueta corporeidad frente a la abstracción. En la más intensa de sus novelas, La vida está en otra parte, Kundera toma partido por la cálida y familiar existencia cotidiana contra el totalitarismo ideológico disfrazado de sagrado e inspirado furor poético, que quiere someter la humilde multiplicidad de las cosas a sus delirios narcisistas: también quien predica en pos de «la imaginación en el poder» es a menudo un tirano.
En este momento de euforia y tristeza, euforia por la libertad reconquistada y tristeza por el aciago futuro a punto de llegar, los checos pueden confiar especialmente, o acaso tan solo, en esta tenaz y anárquica fantasía. Las tomas cinematográficas de gentes con anticuada indumentaria en el Puente de Carlos son poco llamativas por otro motivo particular. Es difícil que algo parezca anacrónico en esta Praga, toda ella un paisaje de tiempos múltiples y estratificados que se superponen y se enmarañan. Un viaje por Checoslovaquia, como por otros países de Europa central, es también un viaje en el tiempo, que en ocasiones hace dar un vuelco al corazón. No se trata solo de la presencia viva y urgente de memorias seculares, típica de Mitteleuropa, sino que es como volver a encontrarse de improviso en nuestros años cincuenta, en su atmósfera férvida y pobre, acuciada por las estrecheces cotidianas.
Sobre todo son los olores, fundamentales indicadores de la realidad, los que nos llevan de golpe hasta aquellos días: los olores de portales y edificios, de escaleras y pasillos, un olor indefinible que sabe a viejo, a pobreza, a agua de Seltz y a carbón; un olor que pertenece a nuestro pasado, a un período que hemos dejado atrás, a una especie de adolescencia de nuestra sociedad presente, desgarradora y amarga como toda adolescencia. El deshollinador real que veo pasar tiznado de pies a cabeza mientras va a trabajar, con sus escobas y alambres al hombro, es una imagen casi tan lejana en el tiempo como las comparsas en esos carros. Cuarenta años de comunismo conducen de nuevo al país —al menos a esos países que ya entonces se hallaban en una fase social evolucionada, no los más retrasados que el comunismo ha modernizado de todos modos— a la desolación y la esperanza de la inmediata posguerra.
También la trepidación, el fervor y la espera que se sienten en el aire recuerdan aquellos años en que nuestra vida era mísera y difícil. En Checoslovaquia, el año pasado, hubo una renovación radical y maravillosa, pero otros cambios, que podrían ser más prosaicos y negativos, están al acecho. La catastrófica herencia del comunismo es mitigada todavía por una precaria protección económico-social, que hasta ahora ha ido aplazando el electrochoque del vuelco global; el año que viene, cuando se dé la salida a una economía libre, tal vez haya tragedias de individuos y de categorías que verán pulverizarse el poder de adquisición del dinero, hoy suficiente para permitirles vivir, y subvertirse las bases de su existencia. En el país se advierte la presencia de un fuerte impulso, de iniciativas y esperanzas densas de futuro, a la vez que hay atisbos de una especie de expropiación que podría mellar su identidad.
En el Puente de Carlos, teatrillos ambulantes, músicos y pintores son aún los de la Praga mágica, pero las caras de los tiburones que se ven por ahí —exfuncionarios de partido enriquecidos ilegal mente gracias a la nomenklatura, encaminados a convertirse en nuevos capitalistas, y extranjeros, especialmente alemanes e italianos— son caras de personajes de Dickens o de Grosz, listos para explotar esos teatrillos o ponerles las manos encima. Tres compatriotas míos, en la mesa de al lado, están haciendo acuerdos arteros con el maître para localizar edificios y hacerse con ellos, sorteando los impedimentos legales, a precio de ganga. Uno de los tres —bajo, con el vientre abultado y la nuca grasienta y sudada— lamenta que la noche antes quería tirarse a la chica que estaba con él, pero bebió demasiado y no llegó al tercio de varas. La chica puede dar las gracias a alguna de las santas que adornan el Puente —no sé si la cosa es de competencia de Santa Ludmila o de Santa Luitgarda— porque ahorrarse, aunque solo sea una vez, semejante experiencia, no deja de ser una suerte.
Los checoslovacos, que han de volver a empezar poco más que desde cero, tienen su cultura y su fantasía, la inteligencia de una sociedad plurisecular acostumbrada a luchar para sobrevivir. Pero, frente a las dificultades y a los poderosos vecinos, no cuentan en lo económico con los nutridos batallones de los que por suerte no tienen necesidad en lo militar. Muchos soldados Švejk, ha sido dicho, no forman un ejército pese a su exorbitante genialidad. No obstante, creo que, a despecho de las dificultades sin duda ásperas del futuro próximo, Checoslovaquia sabrá conservar su propia identidad, esencial para la civilización europea. Mitteleuropa es esencialmente el resultado del encuentro entre la civilización alemana, que le ha dado cierta unidad de base a su heterogéneo mosaico, y la eslava, que ha enriquecido a la alemana con esa gentileza fabulosa y quimérica que Praga muestra en sus torres y sus puentes. Lo que sucederá en Praga le incumbe al mundo entero.
2. A propósito de pentagonales. Se dice Praga, pero es una concentración restrictiva de la que los otros, moravos y especialmente eslovacos, se lamentan. En Bratislava y Brno, aparte de las livianas y en ocasiones recalcadas diversidades, se dan una extraordinaria vitalidad cultural, un intenso fervor intelectual y, en particular, un marcado interés por Italia y por la lengua italiana. La colaboración pentagonal, propuesta por nuestro Ministerio de Asuntos Exteriores, va cobrando favor porque es sentida cual protectora solidaridad respecto a colosos vecinos como el alemán. Las iniciativas puestas en marcha son muchas y vivaces, pero Italia podría hacer todavía más —como hacen alemanes, austríacos y franceses— en el pequeño gran terreno de las necesidades cotidianas, que es el verdadero terreno de la cultura: nada de congresos, exposiciones u otros acontecimientos imponentes, que al igual que todo lo imponente dejan las cosas como estaban, sino ayudas más sencillas como el envío de libros, cantidad de libros, que tanta falta hacen y que a nosotros nos costarían relativamente poco, sumas irrisorias respecto a las que se gastan para empresas epatantes. Hacer que sean accesibles clásicos de ayer y de hoy o textos de historia del arte con buenas reproducciones vale más que organizar muestras por espléndidas que sean. Resultaría fácil, en un momento en que estos países miran hacia nosotros con mucha atención, darles una pequeña gran ayuda real.
3. En una entrevista de Giovanni Firmian en L’Europeo, el príncipe Karl Schwarzenberg se ha definido como ciudadano Karel Schwarzenberg. El príncipe, perteneciente a una de las familias más grandes de la aristocracia habsbúrgica, ha dejado Viena y regresado a su Praga natal, que había abandonado a los diez años, para convertirse en canciller, o sea, primer consejero de Havel. En este gesto hay tantas cosas: una conmovedora fidelidad, la asunción de una responsabilidad en un país incierto aún y menos fácil y cómodo que Viena, y el sentimiento de pertenencia a un pueblo unido al de pertenecer a una supranacional civilización centroeuropea. En un momento en que las discrepancias nacionales se hacen amenazadoras por doquier, también en Checoslovaquia, esta actitud asume un valor particular. Por lo demás, cuando Hitler invadió Checoslovaquia, muchas de las familias de la aristocracia habsbúrgica que residían en Praga y se habían considerado desde siempre supranacionales aunque de cultura fundamentalmente alemana, declararon que en aquel momento se reconocían en el pueblo checo.
En la citada entrevista, Schwarzenberg rechaza cualquier nostalgia habsbúrgica, aun la indirecta, que a menudo es una pacotilla kitsch. Pero la catástrofe del comunismo, con sus aspectos trágicos, no es solo una victoria de la democracia liberal, sino que bien pudiera implicar, más allá del propio comunismo, al pensamiento democrático y liberal haciendo que vuelvan a aflorar en los más diferentes países fuerzas adormecidas y formas tradicionales de agregación social; que se vuelva, según modos técnicamente actualizados, a cierto tipo de ancien régime. En Italia, las críticas al Risorgimento, a menudo burdas, son uno de los muchos indicadores de este proceso que tiene bastantes aspectos regresivos y arremete con el arte y la literatura, como si, después de dos siglos, la poesía moderna de la ausencia y la escisión, habiendo encontrado su propia verdad en la dolorosa renuncia a toda pacífica armonía, tuviese que ceder el paso a una literatura nueva y beatamente ajena a la laceración y el exilio; como si las novelillas bien confeccionadas se tomaran el desquite respecto a Musil o Beckett. De estas tendencias restaurativas es preciso ser conscientes, sobre todo si se quiere, como es justo, combatir contra ellas. Se es fiel a la verdad y la felicidad si se sabe, como Kafka, que no se poseen, que se está fuera del Paraíso terrenal; si se responde, como hace ese personaje de Borges a quien le pregunta si es de Praga, «Yo era de Praga».

30 de octubre de 1990

Claudio Magris
El infinito viajar


El infinito viajar reúne cerca de cuarenta crónicas de viaje publicadas en el Corriere della Sera, e incluye un prefacio donde Magris contrapone dos formas de entender el viaje en nuestra cultura: la concepción clásica del viaje circular, que implica el retorno final, y la moderna, en la que el desplazamiento es rectilíneo y cuya meta no es otra que la muerte. Muerte que se intenta diferir mediante «vivir, viajar y escribir», tres facetas de una experiencia que está en el origen de una nueva forma de la literatura donde se diluyen las fronteras entre relato, ensayo y libro de viajes. Los textos abarcan un amplio espectro geográfico, empezando en España hasta China, Irán o Vietnam, y en ellos se conjura la indiferencia con una curiosidad que es afán de conocimiento.


¡Qué noche tan trágica! ¡Qué pluma podría describir sus horrores!

CAPÍTULO XIV
Durante la noche del 29 de octubre.
AUNQUE nos encontramos en una situación sumamente desesperada, todos han experimentado el horror de la tragedia que acaba de desarrollarse.
Ruby no existe ya; pero sus últimas palabras van a tener consecuencias muy funestas. Los marineros, que le han oído gritar, «¡El picrato, el picrato!», han comprendido que el buque puede saltar hecho pedazos de un momento a otro, y que no es sólo un incendio, sino una explosión lo que les amenaza.
Algunos, no pudiendo ya contenerse, quieren huir a todo trance y en seguida, y gritan:
—¡La canoa, la canoa!
Sin duda no ven o no quieren ver los insensatos que el mar está alborotado y que no hay lancha que pueda arrostrar el empuje de las olas embravecidas que se elevan a una altura prodigiosa. Nada puede contenerlos y ya no oyen la voz del capitán, quien se arroja en medio de ellos inútilmente. El marinero Owen excita a sus compañeros; se largan las trapas de la lancha y la embarcación es empujada al exterior.
Balancéase un instante en el espacio y, obedeciendo al movimiento del buque, va a chocar contra la vagara. Los marineros hacen otro esfuerzo y consiguen desprenderla, y, cuando ya está a punto de llegar al mar, una ola monstruosa la toma por debajo, la aparta momentáneamente y con fuerza irresistible la estrella contra el costado del buque.
Habiendo sido destruidas la chalupa y la canoa, sólo nos quedó ya una frágil y estrecha ballenera.
Los marineros, presa de estupor, permanecen inmóviles. No se oye más que los silbidos del viento entre las cuerdas y los ronquidos del incendio. El horno se abre profundamente en el centro del buque y por las escotillas brotan torrentes de vapor fuliginoso que ascienden al cielo. Desde el castillo de proa a la toldilla ya no se ve, y el Chancellor queda dividido en dos partes por una barrera de llamas.
Los pasajeros y dos o tres hombres de la tripulación van a refugiarse detrás de la toldilla. La señora Kear permanece tendida sin conocimiento sobre una de las jaulas de las gallinas, y la señorita Herbey se encuentra a su lado auxiliándola. El señor Letourneur se ha apoderado de su hijo y lo estrecha sobre su corazón; y yo soy víctima de una agitación nerviosa que me es imposible dominar.
Mientras tanto, el ingeniero Falsten consulta con tranquilidad su reloj y anota la hora en su libro de memorias.
¿Qué sucede a proa, donde se han quedado el teniente, el contramaestre y el resto de la tripulación a quienes no podemos ver?
Se ha interrumpido la comunicación entre las dos mitades del buque y nadie podría atravesar la cortina de fuego que sale por la escotilla mayor.
—¿Está todo perdido? —pregunto a Roberto Kurtis, acercándome.
—Todavía no —me responde—. Puesto que está abierta la escotilla, vamos a arrojar por ella un torrente de agua a este horno y quizá consigamos apagarlo.
—Pero ¿cómo es posible manejar las bombas en ese puente que abrasa los pies, señor Kurtis? ¿Cómo va usted a dar órdenes a los marineros a través de las llamas?
Como Roberto Kurtis no me respondiese inmediatamente, insistí:
—¿Está todo perdido?
—No, señor, no —me dice Roberto Kurtis—; y mientras haya una sola tabla bajo mis pies no perderé la esperanza.
Mientras tanto, redobla la violencia del incendio, que esparce sobre las aguas del mar una claridad rojiza; por encima de nuestras cabezas, las nubes, bastante bajas, se cubren de reflejos leonados; de las escotillas salen continuamente grandes chorros de llamas y nosotros nos refugiamos sobre el coronamiento de popa, detrás de la toldilla. La señora Kear ha sido depositada en la ballenera, que permanece suspendida de sus pescantes de popa, y la señorita Herbey se encuentra a su lado.
¡Qué noche tan trágica! ¡Qué pluma podría describir sus horrores!
El huracán, en toda su violencia a la sazón, sopla sobre aquel brasero como un inmenso ventilador, y el Chancellor corre en las tinieblas como un brulote gigantesco. No hay más alternativa que la de arrojarse al mar o perecer abrasado entre las llamas.
Pero ¿cómo es que no se inflama, el picrato? ¿No se abrirá el volcán bajo nuestros pies? ¿Habrá mentido Ruby? ¿No habrá semejante sustancia explosiva encerrada en la bodega?
A las once y media, en el momento en que el mar está más imponente que nunca, óyese un estrépito particular, el más temido por los marineros, que viene a aumentar el de los elementos desencadenados.
—¡Rompientes, rompientes a estribor! —Grita una voz a proa.
Roberto Kurtis salta sobre el parapeto, dirige una rápida mirada a las blancas olas, y, volviéndose hacia el timonel, grita imperativamente:
—¡La barra a estribor, toda!
Pero ya es tarde. En aquel momento, una ola monstruosa nos levanta sobre sus espaldas y de repente se produce el choque. El buque toca en un obstáculo por la proa, talonea, y el mástil de mesana, roto a raíz del puente, cae al mar.

CAPÍTULO XV
Continuación de la noche del 29 de octubre.
NO son todavía las doce, y como la luna no brilla en el espacio, la oscuridad es profunda. ¿En qué sitio acaba el buque de encallar? Nos es imposible saberlo. Violentamente rechazado por la tormenta, ¿habrá llegado el buque a la costa americana y estaremos a la vista de tierra?
El Chancellor, después de haber taloneado varias veces, había quedado absolutamente inmóvil. Pocos instantes después, se oyó hacia proa un ruido de cadenas, lo que revela a Roberto Kurtis que se han echado las anclas.
—Bien, bien —dice—; el teniente y el contramaestre han echado las dos anclas, y es de esperar que resistirán.
Entonces veo a Roberto Kurtis avanzar por los parapetos hasta el límite adonde permiten llegar las llamas; se desliza por la mesa de guarnición de estribor, por el lado donde el buque da la banda, y permanece allí durante algunos minutos, a pesar de las grandes oleadas que amenazan arrebatarlo. Presta oído como si percibiera un ruido particular en medio del rumor de la tormenta.
Al fin vuelve a la toldilla, diciendo:
—El agua entra en el buque, y esa agua, si el Cielo nos ayuda, puede apagar el incendio.
—Pero ¿y después? —le pregunto.
—Señor Kazallon —responde Roberto Kurtis—, después nuestro porvenir está en las manos de Dios. Ahora sólo debemos pensar en lo presente. Lo primero que debería hacerse es acudir a las bombas, pero en este momento es imposible llegar a ellas entre las llamas. Probablemente, por alguna abertura de la tablazón, hundida en el fondo del buque, entra gran cantidad de agua, porque creo que ya disminuye la violencia del fuego y se oyen silbidos atronadores, que revelan que los dos elementos luchan entre sí. La base del foco del incendio ha sido seguramente atacada por el agua, y la primera fila de las balas de algodón se encuentra ya anegada. Pues bien, cuando el agua haya extinguido el fuego, nosotros la combatiremos a su vez. Quizá sea menos temible que el fuego, porque es el elemento del marino, y éste está ya acostumbrado a vencerla.
Con ansiedad indescriptible esperamos que transcurran las tres horas que faltan aún para que concluya esta trágica noche. ¿En dónde estamos? Las olas se retiran poco a poco, y su furor se apacigua. El Chancellor debe de haber encallado una hora después de la pleamar, pero es difícil saberlo con exactitud, sin hacer cálculos ni observaciones. Si es así, podemos tener alguna esperanza, si, por fin, se apaga el fuego, de ponernos a flote muy en breve, cuando vuelva la próxima marea.
Conseguimos distinguir más allá un grupo negro.
Hacia las cuatro y media de la madrugada, empieza a disiparse poco a poco la cortina de llamas tendida entre la proa y la popa del buque, y conseguimos distinguir más allá un grupo negro. Es la tripulación refugiada en el estrecho castillo de proa. Al poco rato se restablece la comunicación entre los extremos del Chancellor, y el teniente y el contramaestre vienen a la toldilla, marchando por las vagaras, porque no es posible poner el pie en el puente.
El capitán Kurtis, el teniente y el contramaestre conferencian en mi presencia, conviniendo en que no puede hacerse nada hasta que amanezca. Si la tierra está cerca y el mar practicable, nos dirigiremos a la costa, con la ballenera o con una balsa que se construya. Si no hay tierra a la vista, y el Chancellor ha encallado en un arrecife aislado, se tratará de ponerlo nuevamente a flote, y repararlo en lo posible, con objeto de que pueda llegar al puerto más próximo.
—Pero —dice Roberto Kurtis, y así opinan también el teniente y el contramaestre— es difícil adivinar dónde nos encontramos, porque con estos vientos del Noroeste, el Chancellor ha debido ser arrojado muy lejos, hacia el Sur. Ya hace mucho tiempo que no he podido tomar la altura; pero como no sé que exista ningún escollo en esta parte del Atlántico, creo que habremos encallado en tierras de la América del Sur. —Pero —pregunto yo— continuamos bajo la amenaza de una explosión. ¿No podremos abandonar el Chancellor y refugiarnos en alguna parte?
—¿En este arrecife? —Replica Roberto Kurtis—. Pero ¿qué forma tiene y de qué se compone? ¿No lo cubre totalmente el agua durante la pleamar? ¿Podemos reconocerlo en medio de esta oscuridad? Dejemos que amanezca y veremos lo que se puede hacer.
Me apresuro a comunicar estas palabras de Roberto Kurtis a los demás pasajeros, y, aunque no son muy tranquilizadoras, nadie se detiene a pensar en el nuevo peligro que entraña la situación del buque, si desgraciadamente hubiera sido arrojado sobre algún arrecife desconocido a muchos centenares de millas de tierra. Una sola consideración domina a las demás, y es la de que en estos momentos el agua combate por nosotros y lucha ventajosamente contra el incendio y, por consiguiente, contra las probabilidades de explosión.
Efectivamente, a las rojas llamas ha sucedido poco a poco una humareda densa y negra que se escapa por la escotilla en húmedos torbellinos. Todavía se proyectan algunas lenguas ardientes entre las sombrías volutas, pero se extinguen casi inmediatamente. A los ronquidos del fuego suceden los silbidos del agua que se evapora en el foco interior, a causa, sin duda, de que el mar hace allí lo que no habrían podido hacer nuestros cubos ni nuestras bombas, porque era necesario toda una inundación para extinguir aquel incendio propagado en medio de mil setecientas balas de algodón.

Jules Verne
El Chancellor
Viajes extraordinarios - 13


Cuando los pasajeros del Chancellor descubren que su barco está ardiendo, aún no son capaces de imaginar los horrores que les aguardan. Verne, gran admirador de Poe, pretendió escribir un relato de tal crueldad, que recordara La narración de Arthur Gordon Pym. «Le llevaré un volumen de un realismo espantoso —escribió a su editor—. Creo que la balsa de La Medusa no ha producido nada tan terrible».
Con el estilo cortado propio de un diario, uno de los náufragos va contando las torturas que padecen en una balsa perdida en el océano. Pero, como es habitual en Verne, siempre hay personajes cuya abnegación, inocencia y heroísmo alcanzan límites insospechados.




La prensa anunciaba la desarticulación de un golpe de Estado preparado para la víspera de las elecciones del 28 de octubre.

La prensa anunciaba la desarticulación de un golpe de Estado preparado para la víspera de las elecciones del 28 de octubre. De momento se había detenido a tres jefes militares, dos coroneles y un teniente coronel, y se conocía el plan general del golpe. A juzgar por el plan, los dos coroneles y el teniente coronel debían ser los encargados de llevar los bocadillos a los golpistas, pero el gobierno se mantenía en la prudente reserva que le había caracterizado desde el día en que nació y que, sin duda, podía acompañarle hasta el día en que muriera víctima de un golpe de Estado. El milagro de haber sobrevivido a la explosión de la primera materia existente en el universo se relativizaba en el Chad por la carencia de agua y en España por la generación espontánea de salvadores de la patria. En caso de golpe de Estado, Carvalho consideraba que su negocio iría mejor. La democracia liberaliza a las gentes y cada vez eran menos los maridos que buscaban o seguían a sus mujeres y los padres que le ponían tras la pista de adolescentes fugitivos de las oligarquías familiares. Sin duda las dictaduras dan una mayor clientela a los confesionarios, a los detectives privados y a los abogados laboralistas. Las contraindicaciones estéticas y éticas no iban con él. Ni siquiera le alcanzarían las salpicaduras de sangre ni los gemidos provocados por la represión. Estaba al margen del juego, como un tendero, exactamente igual que un tendero. Anduvo hasta el portal de la casa donde tenía el despacho, levantó la cabeza para ver a través de las ventanas la luz encendida por Biscuter y dio media vuelta. Mañana sería otro día. Pero fue media vuelta tardía o insuficiente porque allí, cortándole el paso, estaba Marta Miguel, con una expresión de sorpresa desigualmente repartida por el rostro. La boca decía oh, pero los ojos estudiaban a Carvalho como si hiciera ya tiempo que le estuvieran observando.
—¡Caramba! ¡Ya es casualidad!
Carvalho asintió y quedó a la expectativa de lo que decidiera la mujer. Ni se justificó ni se despidió.
—¿Sigue husmeando lo de Celia?
—No.
—Bien. Así me gusta, hombre. Parece que ha entrado en razón. ¿Sabe que la policía ha vuelto a llamarme? Claro, no puede saberlo. Era para preguntarme sobre posibles amistades de Celia. Parece que sospechan de un medio ligue que tuvo hace unos meses. ¿Qué iba a decirles yo? Yo apenas la conocía.
Carvalho asumió con un gesto lo poco que conocía Marta a Celia.
—Pero ya se sabe cómo es esa gente. Tienen ideas fijas.
—Si tuvieran ideas sueltas se dedicarían a otra cosa.
—¿Ya se le ha quitado la perra?
—Soy un profesional. Y sólo acepto casos por encargo.
—Le invito a un café.
Era una propuesta pistoletazo para la que la mujer había reunido oscuras fuerzas internas.
—¿Un café a estas horas? Podemos tomar un gimlet o un mojito en el Boadas. Basta subir Rambla arriba. Como es un capricho mío, invito yo. —Ni hablar. Yo invito a lo que sea.

Manuel Vázquez Montalbán
Los pájaros de Bangkok
Saga Pepe Carvalho, 6

Tres historias, dos de ellas situadas en Barcelona y la tercera en Tailandia, llenan las páginas de la novela y las horas de un Carvalho que según palabras del autor «emprende un exótico viaje en un tiempo en que la aventura es casi imposible».
Tras resolver un desfalco en una pequeña empresa textil, Carvalho, sin ningún asunto a la vista, decide investigar por su cuenta la muerte de una bella mujer. El «asesinato de la botella de champán», como titulan los medios este misterio, le lleva a interrogar a los conocidos de la víctima, cuya imagen le obsesiona distrayéndole de una realidad que considera insuficiente y tediosa.
Intuyendo quién es el asesino pero sin conseguir que le contrate nadie del entorno de la víctima, decide dejar de lado este asunto cuando el hijo de una vieja amiga, Teresa Marsé, le comunica que ésta ha desaparecido durante un viaje a Tailandia.
Reacio a las peticiones de la familia finalmente decide aceptar su encargo y viaja a Tailandia. El detective desciende hasta los escenarios más sórdidos de Bangkok tras los pasos de Teresa y su amante Archit, perseguido como sospechoso del asesinato de un importante líder mafioso.
Sin embargo la resolución del caso llegará con su retorno a Barcelona.

El retorno a la tierra natal

El retorno a la tierra natal
El Capitán Agustín Prío terminaba de ajustarse la corbata de mariposa de los días festivos, que le daba un aire de referee de boxeo, cuando el treno de las sirenas que crecía hasta llenar el aposento puso una llamarada turbia en el espejo. Se asomó al balcón y un repentino soplo de aire tibio pareció empujarlo de nuevo hacia dentro. Al otro lado de la plaza, parvadas de campesinos desprevenidos huían de la embestida de las motocicletas Harley-Davidson que atronaban bajo el fuego del sol abriendo paso a la caravana que ya se detenía frente a la catedral, mientras los manifestantes seguían bajando de las jaulas de transportar algodón y de los volquetes anaranjados del Ministerio de Fomento y Obras Públicas, recibían de manos de los caporales los cartelones que chorreaban anilina, los enarbolaban o se cubrían con ellos la cabeza, detrás de sus pasos las mujeres, los críos prendidos de sus pechos magros y de la mano los grandecitos, e iban a perderse entre los demás comarcanos igualmente desorientados y la gente llegada a pie de los barrios con sus gorras rojas, y marchantas nalgonas, fresqueras ensombreradas, barrenderos municipales de zapatones, maestras de escuela bajo sus sombrillas, reclutas rapados, empleados públicos de corbatas lánguidas.
Y ahora, portazos en sucesión, carreras de los guardaespaldas vestidos de casimir negro cocinándose en la resolana, la corona de subametralladoras Thompson ya en torno a la limosina blindada, también de color negro funeral, y bajaba Somoza, traje de palm-beach blanco, el pitillo de plata prendido entre sus dientes, alzaba el sombrero panamá para saludar a los manifestantes que desperdigaban de lejos sus aplausos, un primer chillido alcanzaba su oído, ¡que viva el perromacho, jodido!, y se elevaba la respuesta en una ola cavernosa que el Capitán Prío oía estallar desde el balcón, tras Somoza la Primera Dama, vestido de seda verde botella bordado en verde más profundo, casquete verde tierno sobre su peinado de bucles, el velillo pendiente del casquete sobre el rostro maquillado, subían a prisa las gradas del atrio entre la valla de soldados y guardaespaldas, el obispo de León esperándolos en la puerta mayor de la catedral. Y lo último que el Capitán Prío vio desde su atalaya fue el relumbrar de los flashes porque ahora la comitiva avanzaba por el pasillo central de la nave desierta vigilada en cada palmo por los soldados.
La corona de lirios de papel crepé y rosas de trapo aguardaba asentada en su trípode al pie de la estatua de San Pablo, frente a la tumba custodiada por un león de cemento que lloraba, la melena abatida sobre el escudo también de cemento. La Primera Dama, atormentada por el corsé que reprimía sus carnes, se acercó al oído de su consorte que por respeto al lugar había entregado el pitillo de plata a su edecán, el coronel (GN) Abelardo Lira, el Lucky Strike aún a medio consumir. A Somoza, ralo de cabello, doble la papada, numerosas las pecas color de tabaco en la nariz y las mejillas, también lo atormentaba un corsé que reprimía sus carnes, el corsé de peso liviano tejido en hilo de acero que le había enviado Edgar J. Hoover, con su tarjeta personal, por mano de Sartorius Van Wynckle.
No se alcanzaba a oírla. Pero presumo, Capitán, que no estaría recordándole al marido que quien reposa bajo el peso del león doliente fue despojado de su cerebro la misma noche de su muerte, un enojoso asunto de familia. Por el contrario, es mucho más probable que su pensamiento volara hacia los versos que le escribiera un día en su abanico de niña:
La perla nueva, la frase escrita,
Por la celeste luz infinita,
Darán un día su resplandor;
¡ay, Salvadora, Salvadorita,
no mates nunca tu ruiseñor!

El ruiseñor, bien cebado, asintió y sonrió. El orfebre Segismundo, uno de los contertulios de la mesa maldita, que se reúnen por vieja tradición al otro lado, en la Casa Prío —desde uno de cuyos balcones el Capitán Prío se asomaba a la plaza— aunque ya lo supiera preguntaría, confianzudo, si le estuviera permitido: ¿cuándo fue eso, Salvadorita?
Ese entremetimiento es imposible. Por tanto, dejo que el rostro de la Primera Dama, maquillado sin piedad y avejentado con menos piedad, se mire por su cuenta en el veloz espejo de las aguas del tiempo; que el caer invisible de una piedra agite en ondas la transparente superficie para que ella recobre en el fondo la imagen en temblor de la niña de diez años, vestida de organdí igual que su hermana Margarita, sus sombreros de paja italiana con dos cintas bajando a sus espaldas; que se vea sentada en la barca mecida por el oleaje, donde una parte de ustedes debe apresurarse en buscar lugar.
Es la mañana del 27 de octubre de 1907 y de lejos se avizora ya el Pacific Mail, a cuya cubierta otros de ustedes harían bien en subir, pues allí llega aquel que yace bajo el león de cemento, en su retorno a la tierra natal:
El steamer pone proa hacia la bahía de Corinto cuando el cielo del amanecer finge ante los ojos del pasajero una floresta incendiada. Asido al raíl de la cubierta, se había apostado desde antes del alba en el costado de estribor, ansioso por descubrir los relieves de la costa que empezaron a iluminarse con tonalidades grises; y al palidecer las constelaciones, descubrió en la lontananza los volcanes de la cordillera de los Maribios que divisara por vez primera desde el mar al alejarse rumbo a Chile en otro amanecer ya lejano.

Sergio Ramírez
Margarita, está linda la mar


1907. León, Nicaragua. Durante un homenaje que le rinde su ciudad natal, Rubén Darío escribe en el abanico de una niña uno de sus más hermosos poemas: «Margarita, está linda la mar…».
1956. En un café de León una tertulia se reúne desde hace años, dedicada, entre otras cosas, a la rigurosa reconstrucción de la leyenda del poeta. Pero también a conspirar. Anastasio Somoza visita la ciudad en compañía de su esposa, doña Salvadorita. Está previsto un banquete de pompa y boato. Habrá un atentado contra la vida del tirano, y aquella niña del abanico, medio siglo más tarde, no será ajena a los hechos.
Sergio Ramírez logra, en Margarita, está linda la mar, que toda la historia de su país quepa en una cumplida metáfora de realidad y leyenda. En un lenguaje cuya brillantez subyuga al lector, con ráfagas de humor e ironía que asombran por su precisión poética, la acción va tramando caminos de medio siglo entre los dos niveles del relato, creando un continuo temporal entre el pasado y el presente que parece pertenecer a los mejores territorios del mito. Y dentro de este ámbito literario, con mucha más realidad que los hechos concretos, el autor nos hace conocer personajes de impecable identidad, originales, tiernos, necesarios, inscritos en la mejor tradición de las grandes personalidades de la literatura latinoamericana.
Una novela perfecta, rebosante de nobleza. Una obra excepcional.


26 de octubre

26 de octubre
Hoy otro día movido. J. R. lo pasó muy bien con sus visitantes de hoy, sobre todo con la familia Homar. Almorcé en el Caribe [Hilton] porque quería que asistiera Lulú [Benítez], y vino también a conocer a Mrs. de Beers, Margarita Ashford de Lee. Lo pasamos muy bien, aunque eché de menos la economía del Centro [Club] de la Facultad, pero allí no cuento con Lulú por los chismes y cuentos y celos. Lulú me dio una carta de presentación para su cuñado y mañana iré a verlo con Cecilia para interesarlo en el caso de la pobre Sra. de Peñagarícano, que encima de quedarse viuda se ha quedado sin pensión por haber la hija idiota llegado a los 18 años. El almuerzo junto al mar, un verdadero sueño. Allí estaba Marion Wolf jugando a cartas con 3 otras cotorronas «continentales [de los EE.UU.]» ¡Qué vidas tan vacías!

Zenobia Camprubí Aymar
Diario 3. Puerto Rico (1951-1956)


Zenobia Camprubí llevó a cabo un Diario a lo largo de los casi veinte años que duró su vida en el exilio. Redactado parte en inglés y parte en español, lenguas que por sus antecedentes familiares y trayectoria personal dominó con idéntica facilidad, el Diario nos revela el carácter extraordinario de quien fuera la esposa del poeta Juan Ramón Jiménez. Entrelazados con la vida activa de su autora, se recogen en este monólogo sus estados de ánimo, los de su marido, sus frustraciones y ambiciones, sus reflexiones respecto al poeta y a su entorno. El Diario destaca por su valor como obra intimista, lo que pone de manifiesto la competencia literaria de la autora, y su importancia como testimonio histórico y documental. Si un diario conecta las dos partes del ser, la que escribe y la que lee, y ese vínculo se convierte en un modo de observar la propia supervivencia, el Diario de Zenobia Camprubí sería, como se observa en el prólogo del primer volumen, «un instrumento de supervivencia por el que Zenobia trató de reencontrar el perdido sentido de la vida a raíz del trauma de la Guerra Civil española».
El primer volumen abarca el periodo comprendido entre 1937 y 1939, correspondiente a la estancia del matrimonio en Cuba; el segundo cubre los años que van de 1939 a 1950, los vividos en Estados Unidos; el último, hasta ahora inédito, se centra en los años finales de su vida, transcurridos en Puerto Rico.
La edición y preparación de este diario completo ha estado a cargo de Graciela Palau de Nemes
.

tal se va el otoño, como una copa de oro que ruede de las cumbres al valle

Las cuatro estaciones
Faro de Vigo, 25 de octubre de 1953.
Siempre he hablado de con cuánto atento amor sigo la rueda de las cuatro estaciones, cómo atiendo a su nacimiento, signo, fábula y huida: tal se va, fugaz, la primavera, como «cervo ferido por monteiro maior», tal se va el otoño, como una copa de oro que ruede de las cumbres al valle. Ese polvo insistente de oro, esa cortina dorada que ahora lentamente cierra sobre el rostro del mundo, anida en las copas umbrías de los árboles y se tiende a dormir, como un gran rey derribado, en el flanco poderoso de la montaña. El río, el Avia, maduro como un maduro fruto antiguo, se ha bebido el Viñao y el Arenteiro en esa dorada copa del otoño. Ambos son ríos molineros, de molinos de pan, y sus aguas participan, pues, en la especie sacramental, en la blanquísima harina, como el Avia participa en el vino. Leiro, Beade, Regadas, Abeleda…, toda la mañana está aquí en una redoma de cristal, palpable y audible: vibra, sonora como si el dedo índice de Dios, disparado por la ballesta del pulgar, la golpease.
Al pasar por Regadas, toda la mañana debía ser un ancho prado, como un pañuelo verde puesto a secar al sol, y debían verse y oírse los hilos de agua de los regatos y alcazuelas, y desde el camino, con la mano, poder herborizar nombres latinos: la festuca pratensis de fino talle y la gracia de sus racimillos, o la arrhenatherum elatius, una explosión de hilos y estrellas verdes, dulce el talle cuando se lo masca en el verano, en los henares: treboiña le llaman a la hierba en mi mindoniense país, y me parece que lleva con más gracia el romance que la pulcritud latina de su denominación linneana, tan aparatosa. Abeleda debía estar, como un trobo de viejo castaño, rodeado de la tribu fungadora de las abejas, o como un panal de dorada miel, en el corazón de la mañana, y que pudiese reconocer el pasajero, con el labio en el panal, toda la flora de la montaña, todo lo que tiene color y aroma en el Faro de Avión. Todo lo que tiene nombre debía vivir su nombre. Un amigo me cuenta que en lengua quechua el nombre de una persona o cosa se designa como «aquello que gotea de su alma». Abeleda debía gotear miel en los labios de quien dijese su nombre; unas casas blancas, maíz puesto a secar en una solana, una niña de rubias trenzas en bicicleta. Quedarse a vivir en una de esas casas blancas, tomar el sol con el maíz en la solana, hacerle versos y verla sonreír a la niña de las trenzas y la bicicleta: pero quizás todo esto fuese presurosa y gentil ocupación de primavera que no melancolía del otoño. Aquel príncipe japonés de las historias de Lafcadio Heamrn que estaba encargado, en una montaña sagrada que tenía cerezos y mariposas en la falda, de avisar de la llegada de las aves emigrantes, y entre ellas de los grandes pájaros de las estaciones, avisaba a toda la cortesía nipona, advirtiendo: «Moveos más lentamente que ha llegado el pájaro de las alas secas», y colgaba los grandes tapices que representaban a un samurai en la madura edad, probando su casco de escamas de coral a un niño: es decir, viéndose a sí mismo, tierno paje, y en el casco, con el coral, bordada la melancolía: ¡Dios me libre de tener que probar, a una infantil cabeza, mis melancolías! Que sean otras mis ocupaciones otoñales. Cuáles pueden ser, las pienso en este camino de Leiro a Carballino. Quizá sentarme a oír latir el corazón del vino nuevo en las bodegas —los divinos fermentos creadores, «el semen bullicioso de la naturaleza», grato a Paracelso—, o con el tacón del zapato esbilar un erizo que ha caído del castaño, y recoger las castañas, y comerlas, yendo de vagar por la mañana, que del podre de las hojas secas exhala, aquí en el bosque, tan intenso perfume. Vuela una paloma torcaz. ¿Ha llegado, Señor, la hora del soneto de Ulises?
«Si ángel fueras, necesaria altura
de aire el sueño y de cristal, yo digo
si pudiera volar, volar contigo,
el ala al hombro, mecedora pura».
Demasiado á la page me está saliendo el soneto, y gongorino. Lo de gongorino es necesario, que la mañana es un cristal, y lo propio de la poesía de Góngora es estar construida con tantas palabras como cristales. La mañana está empedrada de cristales verdes, ocres, violetas, dorados. Y el chófer, que va diciendo la toponimia, tan clara y a la vez tan misteriosa, parece que va poniendo las consonantes a un enorme soneto de largos y estremecedores catorce versos que dice, a la luz del día, la voz de Dios. Cuando entramos de regreso en Carballino, ya cumplida la tarde y aposentado el silencio en el crepúsculo, y Venus surgiendo hacia donde me imagino, por los vientos, que está Orense, el primer verso del segundo cuarteto lo digo como quien reza, oliendo una rosa de otoño, de finísima piel levemente perfumada y tibia, cogida en Leiro, y recordando el vuelo tan seguro de la paloma.
«¿Más que el ala, Señor, la rosa dura?»
Se oye un piano en la noche de Carballino. He viajado a través del otoño, del más dorado y nostálgico, perfecto otoño todo el día, para venir a oír ahora, en la callada noche, un vals en un piano que en vez de cuerdas tiene hilos de agua y de cristal.

Álvaro Cunqueiro
El pasajero en Galicia

Bajo el título El pasajero en Galicia, Álvaro Cunqueiro escribió, a comienzos de los años cincuenta, una serie de artículos para el periódico Faro de Vigo en los que, pueblo a pueblo, ciudad a ciudad, hacía la crónica turística y sentimental de su país natal. Constituye, así, una inmejorable guía de las tierras y leyendas realizada por el más sabio, ameno y cordial de los cicerones. El volumen, cuidadosamente editado por César Antonio Molina, contiene además dos crónicas de los viajes de Cunqueiro por las rutas de peregrinación, así como los artículos escritos para una serie que, con el título Introducción a una historia de las tabernas gallegas, el autor proyectaba ir publicando, y otros textos de diversa procedencia donde el célebre escritor se recrea en la geografía y las gentes de Galicia.

Catorce días más tarde, el 24 de octubre, nuestro cautivo embarca con otros cinco redimidos en un navío que pertenece a maese Antón Francés.

El 29 de mayo de 1580, fray Juan Gil llega en efecto a Argel en compañía de fray Antón de la Bella, uno de sus correligionarios. Descubre una ciudad que se repone a duras penas de un invierno terrible, diezmada por una hambruna que ha matado a más de cinco mil personas; cansada de un bajá que multiplica los actos arbitrarios; inquieta por las concentraciones de tropas españolas señaladas en Badajoz y en Cádiz y que hacen temer —erróneamente— el envío de una armada contra la ciudad. Sin más tardar, los dos religiosos inician las primeras conversaciones con Hasán. Pero las discusiones se estancan porque los principales corsarios se hallan en el mar. En agosto, los dos redentores consiguen rescatar un centenar de cautivos; pero entre ellos no figura Cervantes. Hasán, cuyo mandato toca a su fin, ofrece entonces a fray Juan Gil sus mejores esclavos; fija el rescate en quinientos ducados por cabeza, a excepción de un tal Jerónimo de Palafox, estimado por él en mil ducados. En la incapacidad de pagar semejante suma, el trinitario decide rescatar a Miguel por el precio indicado: los doscientos ochenta escudos de que todavía dispone se completan con doscientos veinte escudos tomados del fondo general. El 19 de septiembre de 1580, mientras el bajá se prepara para hacerse a la vela, con sus esclavos ya encadenados a los bancos de su galera, fray Juan Gil entrega, en escudos de oro español, el monto del rescate. Cervantes es libre al fin. A punto estuvo de partir con su amo para Constantinopla: tal vez no hubiera vuelto jamás.
Se imagina cuál fue su júbilo. «Tanto es el gusto de alcanzar la libertad perdida», dirá Ruy Pérez de Viedma. No obstante, antes de dejar Argel, quiere saldar sus cuentas. Debe, en efecto, hacer frente a una campaña de difamación dirigida contra él por Blanco de Paz. No conocemos el contenido de las palabras difundidas sobre él por este «hombre murmurador, maldiziente, soberbio y de malas ynclinaciones». ¿De qué se le acusó?¿De amistades con Maltrapillo, de complacencias con Hasán o de compromisos con Agi Morato? Los testimonios de que disponemos sólo hablan de «cosas viciosas y feas». La amenaza era grave, porque Blanco de Paz se decía nada menos que comisario de la Inquisición. Así se explica por qué, siendo ya huésped de otro redimido, su amigo Diego de Benavides, Miguel quiso cortar en seco los rumores malévolos; a partir del 10 de octubre, hace que se proceda a la investigación a la que debemos las informaciones más claras relativas a su cautiverio. En presencia de fray Juan Gil y de Pedro de Rivera, notario apostólico en Argel, doce testigos, entre los que figuran Benavides y el doctor Sosa, confirman las afirmaciones emitidas en el interrogatorio sobre el «cautiverio, vida y costumbres» del requirente, demostrando, en esta ocasión, la inanidad de las palabras del aquel sacerdote indigno que era, en realidad, el sedicente comisario. Catorce días más tarde, el 24 de octubre, nuestro cautivo embarca con otros cinco redimidos en un navío que pertenece a maese Antón Francés. El 27 está a la vista de las costas españolas; su cautiverio ha durado cinco años y un mes.
El desenlace que tuvo ese cautiverio se parece al que nos ofrece El trato de Argel. El coro de cautivos que concluye esta comedia nos informa de la llegada inminente de fray Juan Gil, dirigiendo a la Virgen una ferviente acción de gracias. En cambio, la aventura del cautivo, igual que la de Don Lope, su homólogo de Los baños de Argel, ilustra una distancia mayor con respecto a las tribulaciones que padeció el manco de Lepanto: en efecto, los dos se evaden por mar, gracias a un renegado más leal que el Dorador o Caybán. Pero la última palabra será la que oigan los estudiantes vagabundos del Persiles: dos falsos cautivos que engañan a los campesinos de un pueblo castellano con el pretendido relato de sus desgracias en las galeras turcas. Desenmascarados por el alcalde, en otros tiempos esclavo en Argel, reciben de él los detalles que les permitirán engañar en el futuro. Esta ironía final nos muestra hasta qué punto Cervantes, en el crepúsculo de su vida, ha despertado de sus sueños de antaño. Pero no renegará nunca de la lección que sacó de su experiencia argelina. No sólo le abrió horizontes nuevos; a prueba de la adversidad, le ayudó a revelarse a los demás tanto como a sí mismo. Por ese motivo fue el crisol en que siguió forjando su propio destino.

Jean Canavaggio
Cervantes


Hablar del príncipe de los ingenios significa no sólo enfrentarse con el misterio de su vida, sino acercarse a un mito, donde lo fabuloso, lo seguro y lo verosímil están inextricablemente mezclados. El propio autor nos advierte que «explicar a Cervantes es aventura arriesgada». En efecto, no basta con recopilar rigurosamente lo que de él y de su contexto se sabe, sino que la tarea apasionante radica en ir al encuentro de este personaje enigmático. Así, en busca de una verdad que no cesa de ocultarse, se ve surgir en este libro el perfil de un hombre de una modernidad sorprendente.

Hacia las cuatro, Sfax empezó lentamente a despertarse. Aparecieron centenares de niños, luego mujeres con la cara tapada, guardias vestidos de popelín gris, mendigos, carretas, asnos, burgueses inmaculados.

Se fueron, pues. Los acompañaron a la estación, y el 23 de octubre por la mañana, con cuatro baúles de libros y una cama de campaña, se embarcaron en Marsella a bordo del Commandant-Crubellier, con destino a Túnez. El mar estaba revuelto y la comida fue mala. Se marearon, tomaron unas pastillas y durmieron profundamente. Al día siguiente se veía Tunicia. Hacía buen tiempo. Se sonrieron. Vieron una isla que les dijeron se llamaba isla Plane, luego grandes playas largas y estrechas, y, después de La Goleta, en el lago, bandadas de aves de paso.
Se sentían dichosos de haberse ido. Les parecía que salían de un infierno de metros atestados, de noches demasiado cortas, de dolores de muelas, de incertidumbres. No veían nada claro. Su vida no había sido más que una especie de danza incesante sobre una cuerda tensa, que no llevaba a nada: un apetito vacío, un deseo desnudo, sin límites y sin apoyos. Estaban agotados. Se iban para enterrarse, para olvidar, para calmarse.
Lucía el sol. El barco avanzaba lenta, silenciosamente, por el estrecho canal. En la carretera muy cercana, algunas personas de pie en coches descubiertos les hacían grandes saludos. Había en el cielo unas nubecitas blancas inmóviles. Ya hacía calor. Las placas de la borda estaban tibias. En la cubierta, debajo de ellos, unos marineros apilaban las tumbonas, enrollaban las largas lonas alquitranadas que protegían las bodegas. Se formaban colas en las pasarelas de desembarco.
Llegaron a Sfax dos días después sobre las dos de la tarde, tras un viaje de siete horas en ferrocarril. El calor era agobiante. Frente a la estación, minúsculo edificio blanco y rosa, se abría una avenida interminable, gris de polvo, plantada de palmeras feas, bordeada de casas nuevas. Pocos minutos después de llegar el tren, una vez se fueron los escasos coches y bicicletas, la ciudad volvió a caer en un silencio total.
Dejaron las maletas en la consigna. Tiraron por la avenida, que se llamaba avenida Burguiba; llegaron, al cabo de unos trescientos metros más o menos, ante un restaurante. Un gran ventilador de pared, orientable, zumbaba de modo irregular. En las mesas pringosas, cubiertas con hule, se aglutinaban unas cuantas docenas de moscas que un mozo mal afeitado espantó agitando una servilleta con indolencia. Comieron, por doscientos francos, una ensalada con atún y una escalopa a la milanesa.
Luego buscaron un hotel, tomaron una habitación, mandaron traer las maletas. Se lavaron las manos y la cara, se echaron un rato, se cambiaron, salieron. Sylvie fue al instituto técnico, Jérôme la esperó fuera, en un banco. Hacia las cuatro, Sfax empezó lentamente a despertarse. Aparecieron centenares de niños, luego mujeres con la cara tapada, guardias vestidos de popelín gris, mendigos, carretas, asnos, burgueses inmaculados.
Sylvie salió, con el horario en la mano. Pasearon un rato más; bebieron cerveza y comieron aceitunas y almendras saladas. Vendedores callejeros de periódicos pregonaban Le Figaro de hacía dos días. Habían llegado.

Georges Perec
Las cosas


Publicada originalmente en 1965, Las cosas obtuvo el Premio Renaudot y consagró a Georges Perec como escritor de primera fila y lúcido testigo de, en palabras de Jean Duvignaud, «la incoercible dificultad de existir en los años sesenta».
Jérôme y Sylvie, una pareja de jóvenes pequeñoburgueses que se ganan la vida realizando encuestas para empresas de publicidad, sueñan con una existencia arropada de objetos exquisitos y elegantes. De hecho viven en un apartamento diminuto e incómodo y apenas si ganan dinero para cubrir sus necesidades básicas. Naturalmente, les gustaría ser ricos: sabrían vestir, mirar y sonreír como la gente rica, tendrían su tacto y discreción, su clase… El fulgurante y despreocupado París de la época constituye una tentación irresistible: escaparates de anticuarios, tiendas de libros raros, mercados y tenderetes repletos de agradables sorpresas. La sociedad de la opulencia les seduce con los signos de una vida refinada y garante de una tradición de buen gusto: divanes Chesterfield, camisas Arrow, corbatas de Old England. Sueños de una existencia dichosa y prometedora, creados por una sociedad tentacular que fomenta expectativas artificiales en quienes no pueden satisfacerlas, que a la postre les precipitan en una encrucijada en que el tener promete el ser, en que la necesidad de belleza y perfección les lleva a alienarse de sí mismos…
Las cosas es una aguda e irónica radiografía de la sociedad de consumo y, en particular, de la mistificación del confort y de los goces ofrecidos por un mundo cuya reconfortante banalidad propone múltiples espejismos de quimeras inasequibles. Narrada con magistral sencillez y distanciamiento, Las cosas desmenuza los perversos mecanismos con que las cosas subyugan a los hombres y es, sin duda, una novela anticipatoria cuya riqueza de significados se ha acrecentado con el paso de los años, al tiempo que Georges Perec se ha ido consolidando indiscutiblemente como uno de los grandes novelistas franceses del siglo XX.


El ardor se halla en proporción con la falta de verdadero saber.

Los doctores papistas se habían empeñado en demostrar à priori que, a causa de la decisiva influencia de los planetas el día veintidós de octubre de 1483— (en que la luna se encontraba en la duodécima casa celeste,——Júpiter, Marte y Venus en la tercera, el Sol, Saturno y Mercurio, todos juntos, en la cuarta),—Lutero era un hombre destinado a condenarse inevitablemente,—y que sus doctrinas, por corolario directo, estaban igualmente condenadas de antemano.
El examen de su horóscopo, en el que cinco planetas copulaban todos al mismo tiempo con Escorpión (al leer esto mi padre siempre negaba con la cabeza en señal de desaprobación) en la novena casa celeste, que los árabes asignaban a la religión,—demostraba que a Martín Lutero le importaba un ochavo esta cuestión;——y si se orientaba el horóscopo hacia la conjunción de Marte,—se podía deducir también, clarísimamente, que estaba destinado a morir maldiciendo y blasfemando;—este influjo maligno era la constatación de que su alma (empapada de culpa) había navegado a dos puños hasta el lago de fuego del infierno.
El insignificante reparo que los doctores luteranos le ponían a esta teoría era que, sin duda alguna, tenía que haber sido el alma de algún otro hombre, nacido el 22 de octubre del 83, la que se había visto obligada a navegar a dos puños de aquella manera,—ya que, como constaba en el registro de Islaben, en el condado de Mansfelt, Lutero no había nacido el año 1483, sino el 84; y tampoco el 22 de octubre, sino el 10 de noviembre, la noche del día de San Martín, razón por la que, precisamente, él se llamaba Martín.
[—Tengo que interrumpir por unos momentos mi traducción; pues estoy seguro de que, si no lo hiciera, no pegaría más ojo en toda la noche de lo que lo hizo la abadesa de Quedlinburg en aquella ocasión.—Es para decirle al lector que siempre que mi padre le leía este pasaje del Slawkenbergius a mi tío Toby, lo hada con aire triunfal——(no dedicado a mi tío Toby, pues él jamás le contradijo en cuestiones religiosas,—sino al mundo entero en general).
—Ya ves, hermano Toby, solía decirle elevando los ojos al cielo, ‘que los nombres de pila no carecen de importancia’;——aquí nos encontramos con que si Lutero se hubiera llamado cualquier otra cosa que no fuera Martín, se habría condenado para toda la eternidad.——No es que yo considere, añadía, que Martín es un buen nombre,—nada más lejos:—es un poco mejor que un nombre neutro, pero sólo un poco;—y sin embargo, siendo tan poca cosa como es, ya ves que a él le fue de bastante utilidad.
Mi padre sabía, con tanta certeza como si el mejor lógico del mundo se hubiera encargado de demostrárselo, que este sostén para su teoría era sumamente endeble;—y sin embargo, al mismo tiempo, es la debilidad del hombre tan extraña que, puesto que se lo había topado en su camino, no podía evitar hacer uso de él; y ésta era seguramente la razón por la que, aun cuando en las Décadas de Hafen Slawkenbergius hay otras muchas historias tan divertidas como la que estoy traduciendo, no había ninguna que mi padre leyera ni con la mitad de placer que ésta,—que a un mismo tiempo halagaba a dos de sus más extrañas teorías:—la de los NOMBRES y la de las NARICES.—Y me atrevería a decir que ya podría mi padre haberse leído todos los libros de la biblioteca de Alejandría (si el destino no se hubiera ocupado de ellos), que no habría encontrado uno solo, ni un pasaje tampoco, que, como éste, diera de un mismo martillazo dos veces en el clavo.]
Las dos universidades de Estrasburgo estaban haciendo indecibles esfuerzos para aclarar el asunto de la navegación de Lutero. Los doctores protestantes habían demostrado que aquél no había navegado a dos puños, como pretendían los doctores papistas; y como todo el mundo sabía que no se podía navegar en dirección contraria a la del viento,—se aprestaron a determinar (suponiendo que realmente hubiera navegado) a cuántos rumbos de distancia lo había hecho; y, asimismo, si Martín había doblado el cabo o si había ido a parar a una costa de sotavento; y como la investigación era muy edificante, al menos para los que entendían de esta clase de NAVEGACIÓN, sin duda habrían seguido con ella a pesar del tamaño de la nariz del extranjero si no hubiera sucedido que el tamaño de la nariz del extranjero desvió la atención de todo el mundo del asunto que ellos se traían entre manos:—las universidades tienen la obligación de seguir las sendas impuestas por los acontecimientos.——
La abadesa de Quedlinburg y sus cuatro dignatarias no representaron obstáculo, porque la enormidad de la nariz del extranjero les llenaba la imaginación tanto como su caso de conciencia:—la cuestión de las aberturas de las sayas se enfrió.—En una palabra, los impresores recibieron orden de distribuir los moldes—y todas las demás controversias cesaron.
Se cruzaban apuestas: un gorrito cuadrado con una borla plateada encima —contra una cascara de nuez—para el que adivinara hacia qué lado de la nariz se inclinarla cada universidad.
—Está por encima de la razón, exclamaron los doctores de un bando.
—Está por debajo de ella, exclamaron los del otro.
—¡Es cuestión de fe!, exclamó uno.
—¡Y un rábano!, dijo otro.
—¡Es posible!, exclamó el primero.
—¡Es imposible!, dijo el segundo.
—¡El poder de Dios es infinito!, exclamaron los Naricistas, puede hacer cualquier cosa.
—¡No puede hacer nada, contestaron los Antinaricistas, que implique contradicción!
—¡Puede hacer pensar a la material!, dijeron los Naricistas.
—Tan cierto como que vosotros, con la oreja de una marrana, podéis hacer una gorra de terciopelo, respondieron los Antinaricistas.
—¡Puede hacer que dos y dos sean cinco!, replicaron los doctores papistas.——¡Eso es falso!, dijeron sus adversarios.—
—El poder infinito es el poder infinito, dijeron los doctores que sostenían que la nariz era de verdad.——Pero solamente afecta a lo posible, replicaron los luteranos.
—¡Por el Dios del cielo!, exclamaron los doctores papistas: si lo juzga oportuno, puede hacer una nariz tan grande como el campanario de Estrasburgo.
El campanario de la iglesia de Estrasburgo era el campanario más grande y más alto que podía encontrarse en el mundo por aquel entonces, y los Antinaricistas dijeron que nadie (o cuando menos no un hombre de mediana edad) podía llevar una nariz de 575 pies geométricos de longitud.—Los doctores papistas juraron que sí se podía.—Los doctores luteranos dijeron que No;—que no se podía.
Al instante esto trajo consigo una nueva discusión (que duró bastante tiempo) acerca de la magnitud y limitaciones de los atributos morales y naturales de Dios.—Esta controversia los llevó naturalmente a Tomás de Aquino, y Tomás de Aquino los llevó al diablo a su vez.
No se volvió a oír hablar de la nariz del extranjero en toda la disputa;—solamente les había servido de fragata que los condujera al golfo de la teología escolástica,—y ahora todos navegaban a dos puños.
El ardor se halla en proporción con la falta de verdadero saber.
La controversia acerca de los atributos y demás, lejos de enfriárselas, había, por el contrario, inflamado las imaginaciones de los estrasburgueses hasta un grado insospechado. —Cuanto menos entendían del asunto, mayor era su asombro y más se preguntaban por él;—abandonados a las miserias del deseo insatisfecho,—vieron cómo sus doctores (los Pergaministas, los Broncistas y los Trementinistas por un lado,—los doctores papistas por otro) se embarcaban y perdían de vista como Pantagruel y sus compañeros cuando partieron en busca del oráculo de la botella.
—¡Los pobres estrasburgueses se quedaron en tierra!
—¿Qué hacer?—Había que actuar rápidamente, sin demora;—la conmoción iba en aumento,—todo el mundo estaba fuera de sí,—las puertas de la ciudad abiertas de par en par.—
¡Desventurados estrasburgueses! ¿Quedó en el almacén de la naturaleza,——o en el desván del saber,——o en el gran arsenal del azar, quedó una sola máquina sin poner en marcha para tormento de vuestra curiosidad y tensión de vuestros deseos, una sola que la mano del destino no dispusiera y preparara para burla de vuestros corazones?—No humedezco mi pluma en la tinta para disculpar vuestra rendición,—sino para escribir vuestro panegírico. Mostradme una ciudad tan macerada por la expectación,—una ciudad que no hubiera comido, ni bebido, ni dormido, ni rezado, ni atendido a las llamadas de la religión ni de la naturaleza durante veintisiete días consecutivos——y que hubiera podido resistir un día más.
El vigésimo octavo día era el día en que el amable extranjero había prometido estar de vuelta en Estrasburgo.

Laurence Sterne
Tristram Shandy
La vida y las opiniones del caballero Tristram Shandy

«Una obra rica, ambiciosa, compleja, burlona y poco definible, que valió a su autor en su época tanto fama como denuestos, y en todas las demás épocas hasta hoy conocidas una ardiente admiración: el incomparable ritmo de su prosa, su ingenio inagotable, los inverosímiles juegos de palabras, la complicada estructura narrativa, la negación absoluta de una concepción lineal del tiempo, su vibrante y aguda escritura y su originalisima puntuación, su irónica aplicación a la novela de teorías filosóficas y científicas, su perfecto manejo de la parodia y sus numerosas extravagancias y osadías sintácticas y tipográficas, hablan por sí solos de su modernidad y nos hacen ver como simples imitaciones, ya anticuadas, a demasiadas “originalidades” contemporáneas.
Tristram Shandy es mi libro favorito: es, a un mismo tiempo, la novela clásica más cercana al Quijote y a la del siglo en que escribo; tanto su recuerdo como su frecuentación esporádica me producen un indefectible placer; puede abrirse por cualquier página, con asombro y sonrisa siempre. No creo haber aprendido más sobre el arte de la novela que durante su traducción. Sin duda, mi mejor obra.»
Javier Marías

Esta mañana había una luz gris en las ventanas.

Martes, 21 de octubre de 1976
Michel Sommo
Tarnaz, 7
Jerusalén
Mi querido Michel:
Ha estado lloviendo desde anoche. Esta mañana había una luz gris en las ventanas. Y en el horizonte, repentinos rayos se dirigían hacia el mar en silencio, sin ningún trueno. Las palomas que arrullaban hasta ayer están hoy silenciosas, como aturdidas. El único sonido que atraviesa la lluvia es el ocasional ladrido de los perros. La gran casa permanece una vez más desierta y extinguida, con los vestíbulos, dormitorios, bodegas y desvanes entregados de nuevo a los viejos fantasmas. La vida se ha replegado a la cocina: Boaz encendió un agradable buen fuego allí esta mañana. Se sientan alrededor de este fuego, o se echan en los colchones, inactivos, adormilados: durante interminables horas han estado entristeciendo la desierta casa con la guitarra y sus apagadas canciones inacabables.
Boaz les domina casi sin palabras. Está sentado en un rincón de la cocina, con las piernas cruzadas, cosiendo sacos en silencio, envuelto en una capa de piel de cordero que se ha hecho él mismo. Ninguna tarea está por debajo de su dignidad. La semana pasada, como si sintiera la temprana aparición de la lluvia, deshollinó la chimenea y rellenó las grietas con cemento. Y hoy también yo he estado con ellos toda la mañana. Mientras tocaban la guitarra pelé patatas, batí la mantequilla, escabeché en vinagre, ajo y perejil unos gherkins[52]. Ataviada con un amplio traje negro bordado de beduina que me ha prestado una chica llamada Amy, con la cabeza enfundada en una pañoleta a cuadros, como una campesina polaca de mi infancia. Y los pies descalzos, como ellos.
Ahora son las dos de la tarde. He terminado mi trabajo en la cocina y he ido a la habitación abandonada donde Yifat y yo estuvimos al principio, antes de que enviaras por ella y la alejaras de mi lado. He encendido la estufa de queroseno y me he sentado a escribirte estas páginas. Espero que con toda esta lluvia Yifat y tú hayáis puesto una estera de paja en el suelo. Que te hayas acordado de ponerle braguitas de plástico debajo de los pantalones de franela. Que hayas preparado huevos fritos para los dos y quitado la nata de la leche. Y que tú y ella estéis construyendo un avión para la muñeca que llora de verdad o atacando la otomana donde guardamos la ropa de cama en busca del dragón alado. Luego le prepararás el baño, harás pompas de jabón con ella, os peinaréis mutuamente el cabello, le pondrás un pijama de abrigo y cantarás para ella La novia del Sabbath. Refunfuñará por entre los dedos de la mano y tú la besarás y dirás: «Pequeña Señorita Vaciavasos-Meterruido, ahora prohibido levantarse de la cama». Y encenderás la televisión, y con el periódico de la tarde en el regazo verás las noticias en árabe y luego una comedia y las noticias en hebreo y un reportaje sobre la naturaleza y una obra de teatro y «Lectura de hoy de las Escrituras» y tal vez te duermas con los calcetines puestos delante del televisor. Sin mí. Yo soy la pecadora y tú tienes que pronunciar la sentencia. ¿No se la has confiado a tu cuñada? ¿A tu prima y su esposo? ¿No has trazado una línea debajo de ella y comenzado una nueva vida? ¿O tal vez tu sorprendente familia te ha encontrado ya pareja, una criatura piadosa, dócil, regordeta, con la cabeza cubierta y gruesas medias de lana? ¿Una viuda? ¿O divorciada? ¿Has vendido nuestro apartamento y te has ido a vivir a tu querida Kiryat Arba? Silencio. Yo no debo saberlo. Cruel Michel. Pobre Michel. Tus peludas manos oscuras tantean por la noche por entre los pliegues de las sábanas en busca de mi cuerpo que no está allí. Tus labios buscan mi pecho en un sueño. No me olvidarás.
Un olor indefinido, sensual, penetra del exterior. Es el olor de las gotas de lluvia al tocar la pesada tierra abrasada por el sol a lo largo de todo el verano. Un rumor atraviesa las hojas de los árboles del jardín. Hay nubes en las arboladas colinas del lado este. Esta carta no tiene sentido: no la leerás. Y si lo haces, no me contestarás. O contestarás por mediación de tu hermano, quien me exigirá de nuevo, insistentemente, que deje de atormentarte y me aparte de una vez por todas de tu vida, que he convertido en un infierno. Y escribirá que por mis malas acciones he perdido todo derecho sobre la niña, y que hay justicia divina y un Juez y el mundo no es un desierto moral.
Pronto pasará ante mi ventana una chica agachándose bajo la lluvia, con un trozo de lona cubriéndole la cabeza y los hombros. Sandra o Amy o Cindy, estarán dando de comer a los animales. Los perros la seguirán. Mientras, nada, aparte de cortinas de lluvia en la ventana. No se filtra del exterior más sonido que los susurros conspiradores de los pinos y las palmeras y el roce del empapado viento. Tampoco viene sonido alguno del interior, ya que la música y las canciones han cesado en la cocina. Un reguero de agua baja por el tobogán que Boaz le construyó a Yifat. Y desde arriba llega hasta mí el eco de sus rítmicas pisadas. El golpeteo del bastón que su hijo le hizo. Con extrañas zancadas mide una y otra vez los tres metros vacíos que median entre la pared y la puerta de su nuevo rincón en el ático. Hace tres semanas dijo a Boaz de repente que sacara el carillón de botellas y trasladara todas sus cosas al antiguo dormitorio de su madre. En la desnuda pared, llena de desconchados, encontró un clavo oxidado en el que colgó los restos de las sandalias de ella, que había excavado de debajo de un tablón suelto en el ala. En un baúl del sótano descubrió su fotografía color sepia, descolorida por manchas de humedad. Y se la colocó en su mesa, aunque sin los candelabros y las flores artificiales con que su padre solía rodear esa misma fotografía en la antigua biblioteca.
Y ahora nos mira con su soñadora mirada rusa, las trenzas ciñéndole el apenado semblante como una guirnalda, y la sombra de una desmayada sonrisa planeando tal vez por sus labios. Alec le habla con hosca voz infantil, como un niño malcriado que no goza de un momento de contento. Y no está en mi mano el calmarle. Lo que intento decir es que yo también me he trasladado aquí. Sólo para cuidar de él por la noche: a veces se despierta lleno de pánico. Se sienta en la cama y empieza a mascullar órdenes vagas, como si continuara su pesadilla. Y yo me apresuro a levantarme del colchón que he colocado a los pies de su cama, darle a beber una infusión de hierbas del termo, meterle un par de píldoras entre los labios y cogerle las manos hasta que se queda de nuevo dormido y empieza un ronquido entrecortado y doloroso.
¿Resplandece de celos tu rostro? ¿Se te oscurece la mirada por el odio? No me arrojes una piedra. En algún lugar de uno de tus libros sagrados debe estar escrito que estoy cumpliendo un mandamiento. O quizá llevando a cabo un acto de piedad. ¿No abrirás para mí aquellas puertas del arrepentimiento? Cada mañana le afeito con su maquinilla eléctrica de pilas. Peino los cabellos que le restan. Lo visto, le pongo los zapatos y ato los cordones, y luego le ayudo con cuidado a sentarse a su mesa. Le pongo un babero y le doy un huevo pasado por agua y un yogur con una cuchara. O una papilla de copos de maíz. Le limpio la barbilla y la boca. A la hora del día en que te acabas el café, doblas el periódico de la mañana, y desde los pies de la cuna haces una imitación perfecta del cacareo del gallo y dices: «Bonjour, señorita Sommo, levántese, renueve su juventud como un león al servicio del Creador». ¿Y si pregunta por mí? ¿Me he ido muy lejos? ¿Y si quiere saber cuándo volveré? ¿Cuándo volveré, Michel?
Los días en que no hace demasiado frío suelo sentarlo durante media hora en la butaca que Boaz ha colocado para él en el porche, le pongo las gafas de sol y vigilo mientras dormita al sol. A veces pide que le explique historias. Recito de memoria capítulos de las novelas que me traías de la biblioteca pública. Posee ahora una leve y distraída curiosidad por saber de la vida de los demás. Historias que solía contemplar, como tú, con absoluto desprecio: Le Père Goriot, Dickens, Galsworthy, Somerset Maugham. Puede que le pida a Boaz que compre una televisión. Estamos conectados ya a la red eléctrica.
Boaz le cuida con una especie de cortesía sumisa: ha colocado postigos en las ventanas, repuesto uno de los cristales, le ha instalado una alfombrilla de piel de cordero en el baño; se cuida de comprarle las medicinas en la farmacia de Zikhron, cada día le va a buscar un manojo de menta fresca para eliminar el olor a enfermo, todo en tenso silencio. Evita obstinadamente toda conversación, aparte de «Buenos días», «Buenas noches». Como Viernes con Robinson Crusoe.
A veces él y yo pasamos la mayor parte de la mañana jugando interminables partidas de ajedrez. O de cartas: bridge, rummy o canasta. Cuando gana sonríe con júbilo infantil, como un niño consentido. Y si gano yo comienza a dar patadas en el suelo y se queja a su madre de que le han engañado. Manipulo los juegos para que gane la mayoría de las veces. Si intenta engañarme, volver a poner en el tablero una pieza que ya me he comido, o servirse una carta de más, le doy un cachete en la mano y me levanto como para irme de la habitación. Le dejo que suplique y prometa que en adelante se portará bien. En dos ocasiones fijó en mí una extraña mirada, sonrió con silente locura y me pidió que me desnudara. Una vez me pidió que enviara a Boaz al teléfono público a llamar al ministro de Defensa y al jefe del Gabinete, ambos viejos amigos suyos, y les pidiera que vinieran urgentemente por un asunto del que yo no debía saber nada pero que no admitía espera. Y en otra oportunidad me sorprendió de forma diferente: lanzó un discurso muy coherente, aterrador, brillante y totalmente lúcido sobre la forma en que los ejércitos árabes derrotarían a Israel en los años noventa.
Pero la mayor parte del tiempo no dice nada. Sólo rompe su silencio para pedirme que le acompañe al baño. Éste es un asunto complicado y doloroso, y tengo que ayudarle en todo; es como cambiar a un bebé.
Hacia el mediodía generalmente se siente un poco mejor. Se levanta y da vueltas obsesivamente por la habitación poniendo cada cosa en su sitio. Dobla mi ropa, colgada en el respaldo de una silla. Guarda las cartas en su caja. Se lanza sobre un pedazo de papel. Saca los vasos vacíos de la habitación y los deja en el banco del pasillo. Hace grandes esfuerzos para conseguir que la manta esté perfectamente lisa, como si esto fuera una base para nuevos reclutas. Me regaña por dejar el peine encima de la mesa.
Al mediodía le doy puré de patatas o budín de arroz. Le hago beber un vaso de zumo de zanahoria. Luego bajo, llevándome conmigo los platos sucios del banco del pasillo y la ropa para lavar que se ha ido acumulando, y trabajo durante una o dos horas en la cocina o en una de las despensas. Y él da comienzo a su paseo diario entre la pared y la puerta, golpeando con el bastón, siguiendo siempre el mismo recorrido, como una fiera enjaulada. Hasta las cuatro o las cinco, cuando empieza a oscurecer, y avanza a tientas con el bastón escaleras abajo hasta la cocina. Boaz le ha preparado una especie de cama diurna, una suerte de cuna de cuerdas enmarcada en ramas de eucalipto. Se acurruca en ella, cerca del fuego, envuelto en tres mantas, mirando en silencio cómo las chicas preparan la cena. O a Boaz mientras estudia gramática. A veces se adormila en su cuna y se duerme en paz boca arriba con el pulgar en la boca, el rostro sereno y la respiración lenta y acompasada. Es el mejor momento del día para él. Cuando se despierta, afuera ya ha oscurecido totalmente y la cocina está iluminada con la amarilla luz eléctrica y los leños de la chimenea. Le doy de comer. Las píldoras con un vaso de agua. Luego se sienta en su cuna, apoyado en un montón de cojines confeccionados por Boaz con sacos rellenos de algas, escuchando la guitarra hasta cerca de medianoche. Uno a uno, o por parejas, se levantan, le dan educadamente las buenas noches desde lejos y abandonan la habitación. Boaz se inclina sobre él, lo levanta con cuidado en los brazos y lo acarrea en silencio escaleras arriba hasta nuestra habitación del ático. Lo deposita suavemente en la cama y sale de la habitación y cierra la puerta.
Cuando él sale, llego yo. Con un termo para la noche y una bandeja de medicinas. Giro hacia aquí y hacia allá la estufa de queroseno. Cierro los postigos que ha colocado Boaz. Lo envuelvo en mantas y le canto unas nanas. Si considera que he cantado sin prestar atención, que me he repetido o que he terminado demasiado pronto, se vuelve hacia su madre y se queja. Pero a veces, por un instante, se le enciende en los ojos una llama repentina, un rápido y taimado aleteo, y una sonrisa de lobo le atraviesa y muere en sus labios. Como para darme a entender que a pesar de todo aún lleva las riendas, y que es su propia voluntad la que ha escogido hacerse un poco el loco para que yo pueda jugar a ser enfermera. Si el dolor le perla alguna vez de sudor la pálida frente, se lo seco con la mano. Paso los dedos por su rostro y por los pocos cabellos que le restan. Luego, su mano entre las mías, y silencio y adormilamiento y el burbujeo del queroseno cada pocos instantes al pasar del tanque al calentador y a la mecha que quema con llama azulada. Mientras dormita, a veces suspira desconsolado: «Ilana. Mojado».
Y le cambio el pantalón del pijama y la sábana de abajo sin levantarlo. Lo hago ya como una experta. He puesto un hule sobre el colchón. Y a la una de la madrugada se agita, se sienta en la cama y pide dictarme algo. Me siento a la mesa, enciendo la luz y le quito la tapa al Hermes portátil. Aguardo. Duda, tose, y finalmente musita: «No es importante. Duérmete, madre. Tú también estás cansada».
Y se arropa él mismo con la manta.
En el silencio de la noche dice tras un par de horas, con su voz de bajo, más profunda: «Estás muy guapa con ese traje de beduina». O: «Fue una matanza, no una batalla». O: «Aníbal debió asegurarse primero la supremacía naval». Cuando por fin se duerme tengo que dejar encendida la luz de la pared. Me siento y hago punto acompañada por el ladrido de los perros y el viento que barre el jardín en sombras, hasta que se me cierran los ojos. Durante las últimas cuatro semanas le he tricotado un suéter, un gorro y una bufanda. Le he hecho a Yifat unos guantes y una chaqueta con botones. Te haré algo también a ti, Michel: un suéter. Blanco. Con rayas. ¿Quién te plancha las camisas? ¿Tu cuñada? ¿La prima? ¿La pareja regordeta que te han buscado? ¿O has aprendido a lavar y planchar la ropa de Yifat y la tuya? Silencio. No hay respuesta. Exilio. Como si no existiera. No me merezco todos los castigos bíblicos a los que me habéis condenado entre todos. ¿Qué harás si me presento mañana por la tarde a la puerta de tu casa? Con una maleta en la mano derecha, una bolsa de plástico colgada al hombro, un osito de lana para Yifat, y una corbata y una loción para después del afeitado para ti, llamaré al timbre y tú abrirás la puerta y diré: «Aquí estoy, he vuelto». ¿Qué harás, Michel? ¿Dónde esconderás tu vergüenza? Me cerrarás la puerta en las narices. Ya no volverán nunca nuestras mañanas de domingo en el sencillo piso, el último sueño invadido por el piar de los gorriones desde las ramas del olivo a través de la ventana abierta. Yifat, con el pijama estampado de flores de ciclamen y la muñeca, trepando entre los dos bajo la manta para hacer una cueva con almohadas. Tu mano cálida, medio dormida antes de que se te abrieran los ojos, tanteando a ciegas por entre mis largos cabellos y sus desordenados rizos. El ceremonioso beso matutino que los tres depositábamos sobre la calva de la muñeca de plástico. El vaso de naranjada y la taza de chocolate que acostumbrabas traernos a la cama los sábados por la mañana. El hábito de sentar a Yifat en el estante de mármol cercano al lavabo, de enjabonar sus mejillas y las tuyas con espuma de afeitar y hacer carreras de cepillos de dientes mientras yo preparaba el desayuno y los gorriones chirriaban en el exterior como si no pudieran soportar tanta felicidad. Nuestros paseos al uadi durante el Sabbath, hasta los pies del monasterio. Plegaria de gracias después de las comidas en la terraza ejecutada por el Trío Sommo. La gran batalla de almohadas y las fábulas de pájaros y animales y la reconstrucción del Templo con ladrillos de juguete sobre la alfombra con la Cámara de Piedra Labrada hecha con fichas de dominó y botones de colores de mi canasto de costura representando sacerdotes y levitas. El descanso del Sabbath por la tarde entre diarios vespertinos esparcidos por la cama, el sillón y la alfombra. Tu repertorio de anécdotas parisinas y la imitación de clochards cantantes, que nos hacía llorar de risa. Y hasta me llena los ojos de lágrimas ahora, mientras recuerdo y escribo. Una vez Yifat cogió mi barra de labios y coloreó un mapa con las diez tribus de Israel que colgaba sobre tu escritorio, regalo de un periódico de la tarde a sus lectores, y tú, furioso, la encerraste fuera en la terraza «para que rumiara sobre sus acciones y enmendara sus maldades», y te taponaste los oídos con algodón para que no se te ablandara el corazón con sus débiles sollozos y me prohibiste que me apiadara de ella a causa de las palabras del texto: «El que ahorra el castigo, odia a su hijo». Pero cuando dejó de sollozar de repente y sobrevino un extraño silencio, te lanzaste al exterior y la abrazaste y envolviste su diminuto cuerpo muy dentro de tu suéter. Como si hubieras estado embarazado de ella. ¿No te apiadarás también de mí, Michel? ¿No me envolverás en el calor de tu velludo vientre, debajo de la camisa, cuando haya terminado mi castigo?
La víspera del Año Nuevo[53], hace un mes, enviaste a tu cuñado Armand con su camión Peugeot para que te llevara a Yifat. Por mediación del rabino Bouskila me comunicaste por escrito que habías iniciado el proceso de divorcio, que mi estatus actual era el de «esposa rebelde», y que habías empezado a pedir préstamos para devolverme «ese dinero tuyo manchado». A principios de semana vinieron Rahel y Yoash: vinieron a hablarme de contratar a un abogado (no a Zakheim) e insistir en mi derecho a saber lo que habías hecho con mi hija, exigir verla, y no renunciar a ella por las buenas. Yoash bajó con Boaz a examinar la bomba de agua, y Rahel me pasó los brazos alrededor de los hombros y dijo: «Con o sin abogado, Ilana, no tienes derecho a arruinar tu vida y abandonar a Yifat». Se ofreció voluntariamente a ir a Jerusalén y convencerte para que accedieras a una reconciliación. Pidió hablar con Alex cara a cara. Sugirió alistar a Boaz en la ronda de diplomacia cruzada que parecía estar organizando. Y yo estaba sentada frente a ella como una muñeca que se ha quedado sin pilas y no decía nada, salvo: «Déjame en paz». Cuando se hubieron marchado subí a la habitación de Alec para asegurarme de que se había tomado las pastillas. Le pregunté si accedería a que tú y Yifat vinierais invitados por Boaz. Alec torció el gesto sonriendo y me preguntó si es que pensaba organizar aquí una pequeña orgía. Y añadió: «Claro que sí, encanto; por el contrario, aquí no faltan habitaciones y le pagaré cien dólares por cada día que acceda a quedarse». Al día siguiente nos pidió que fuéramos urgentemente a buscar a Zakheim, que llegó dos horas más tarde, congestionado y sin aliento, con su Citroen desde Jerusalén, y recibió una fría reprimenda e instrucciones de transferirte de inmediato otros veinte mil dólares, que tú decidiste aceptar, parece ser, a pesar de todo, manchado o no manchado: porque el cheque no ha sido devuelto. Alec le dijo también a Zakheim que pusiera la casa y la tierra que la rodea a nombre de Boaz. Dorit Zakheim recibió de regalo un pequeño terreno cerca de Nes Ziyyona, y el propio Zakheim, al día siguiente, dos cajas de champán.
«¿Eres o no su esposa?».
«Sí, y la tuya también».
«¿Y la niña?».
«Con él».
«Ve a su lado. Vístete y vete. Es una orden». Luego, desconsoladamente, con un susurro: «Ilana. Mojado».
Pobre Michel: hasta el final te lleva ventaja. Estoy en sus manos, tiene tu honor en la suela de sus zapatos, y hasta te ha escamoteado el halo de víctima merecedora de compasión, porque se está muriendo, y lo lleva sobre su propia cabeza encalvecida. Vi la noble nota que le escribiste invitándonos magnánimamente a todos a vivir contigo, y en vez de llorar me puse a reír de repente y no podía parar: «Es una rastrera anexión, Alex. Le ha dado la impresión de que te habías debilitado, y de que ha llegado la hora de anexionarnos a todos bajo las alas de su presencia». Y Alex torció los labios en la mueca que le sirve de sonrisa.
Cada sábado voy con él en taxi hasta Haifa, al hospital, donde le dan quimioterapia. Ya no le dan radioterapia. Y sorprendentemente ha mejorado un poco: todavía está débil y cansado, todavía dormita la mayor parte del día y yace medio dormido por la noche, tiene la mente enturbiada por los medicamentos, pero sufre menos. Consigue invertir dos o tres horas paseando entre la puerta y la pared. Abrirse camino con la ayuda del bastón hasta la cocina por la noche. Le permito quedarse allí hasta que cada uno se va a su habitación, cerca de medianoche. Hasta le animo a conversar con ellos para distraerse. Pero una vez, la semana pasada, sucedió que no pudo controlarse y se mojó estando en compañía de ellos. No se molestó en hacerlo, u olvidó pedirme que le llevara al baño. Le dije a Boaz que lo llevara inmediatamente a nuestra habitación, lo limpié, le cambié la ropa y al día siguiente, como castigo, le prohibí que bajara. Desde entonces se esfuerza más. Antes de la lluvia, que empezó a caer ayer, incluso paseaba solo por el jardín un rato. Alto y depauperado, con sus vaqueros llenos de parches y una camiseta ridícula. Cuando se porta mal no dudo un instante en pegarle. Por ejemplo, cuando una noche se escapó de mi lado y trepó hasta el observatorio del tejado y al bajar resbaló y se cayó de la escalera de cuerda y se quedó tirado sin sentido en el pasillo hasta que lo encontré. Le pegué como a un cachorro, y ahora ha quedado muy claro que carece de la fuerza necesaria para subir escaleras y deja que Boaz le suba cada noche en brazos hasta nuestra habitación. Nos has enseñado a todos a tener compasión.
¿Y qué me dices de ti? ¿Le quitas tiempo a tu trabajo de recuperación y vas a buscar a Yifat a la guardería a la una y media? ¿Le cantas con tu voz cascada «Por los alimentos que Tú nos has concedido», «Contempla, tú eres justo», «Todopoderoso en el trono»? ¿O tal vez la has colocado con la familia de tu hermano, empaquetado todos sus vestidos y muñecos y partido hacia las rocosas colinas de Hebrón? Si vienes y la traes te perdonaré, Michel. Hasta dormiré contigo. Haré lo que me pidas. Y hasta eso que la timidez te impide pedir. El tiempo pasa, y cada día que se nos va y cada noche es otra colina y otro valle que hemos perdido. No volverán. No dices nada. Sientes lástima por Israel, por viejas ruinas, por Boaz, por Alec, pero no por tu mujer y tu hija. Hasta te pareció bien comunicarle lo del proceso de divorcio por medio del rabino, que me informó en tu nombre que soy una esposa rebelde y por lo tanto se me prohíbe ver a Yifat. ¿Soy demasiado indigna para que tú me exijas una explicación? ¿Para que me impongas una pena y me indiques el camino del arrepentimiento, o me escribas una maldición bíblica?
Boaz dice: «Lo mejor que puedes hacer, Ilana, es dejar que se le pase el enfado. Deja que lo descargue todo con sus amigotes de religión. Luego tiene que calmarse por fuerza y darte lo que le pidas».
«¿Crees que le he ofendido?».
«Nadie es mejor que otro».
«Boaz, con franqueza. ¿Crees que estoy loca?».
«Nadie está más cuerdo que otro. ¿Te apetece clasificar unas cuantas semillas?».
«Dime: ¿para quién estás haciendo ese tiovivo?».
«Para la niña. Es decir, para cuando vuelva».
«¿Lo crees?».
«No lo sé. Tal vez. ¿Por qué no?».
Esta mañana le pegué otra vez. Porque salió a la terraza sin mi permiso y se quedó bajo la lluvia y se mojó. Su torturado rostro tenía una expresión de idiotez total. ¿Es que quería matarse? Sonrió. Contestó que la lluvia era muy buena para el campo. Le agarré por la camisa y le empujé hacia dentro y le propiné una bofetada. Y ya no pude contenerme. Le pegué en el pecho con los puños y lo dejé tumbado en la cama y seguí pegándole hasta que me dolió la mano, y él no dejaba de sonreír, como si disfrutara por hacerme feliz. Me eché a su lado y le besé en los ojos, en el hundido pecho, en la frente que avanza hacia arriba gracias al cabello que se le cae. Le acaricié hasta que se durmió. Y yo me levanté y fui hasta la terraza para ver lo buena que era la lluvia para el campo y lavarme la pena de mi vehemente deseo de ti, del olor de tu cuerpo velludo, el olor a pan y halva[54] y ajo. De tu voz cascada por el tabaco y tu arrojada moderación. ¿Vendrás? ¿Traerás a Yifat? Estaremos todos aquí. Esto es muy agradable. Maravillosamente tranquilo.
Mira el ruinoso estanque de peces, por ejemplo: lo han arreglado con cemento y ahora tiene peces de nuevo. Carpas en vez de peces de colores. La renovada fuente replica a la lluvia en su propia lengua: no surte a chorros, gotea. Y alrededor, los árboles frutales y los ornamentales se levantan en el gris silencioso bajo la apacible lluvia que cae sobre ellos todo el día. No tengo esperanzas, Michel. Esta carta es inútil. En el momento en que identifiques la letra del sobre harás pedazos el papel, lo arrojarás al retrete y tirarás de la cadena. Ya me has llorado. Todo está perdido. ¿Qué me queda salvo acompañar a mi obsesión hasta su tumba?
Y luego desaparecer. No existir. Si Alec me deja algún dinero me iré al extranjero. Alquilaré una pequeña habitación en una gran ciudad lejana. Si la soledad me vence me entregaré a extraños. Cerraré con fuerza los ojos y os saborearé a ti y a él en ellos. Todavía consigo despertar vergonzosas miradas de deseo en los tres curiosos jóvenes que deambulan por aquí entre chicas que tienen veinte años menos que yo. Porque la comuna de Boaz se amplía poco a poco: de vez en cuando se presenta otra alma perdida. Y ahora el jardín está cultivado, los frutales del huerto han sido podados, se han plantado nuevos arbolillos en la ladera de la montaña. Los palomos han sido desahuciados de la casa e instalados en amplios palomares. Sólo al pavo real se le permite vagar a su capricho por los dormitorios, pasillos y escaleras. La mayoría de las habitaciones han sido limpiadas. La instalación eléctrica se ha renovado.
Tenemos unas veinte estufas de queroseno. ¿Compradas o robadas? Imposible decirlo. En vez de las baldosas hundidas se ha puesto suelo de cemento. En el hogar de la cocina arde un aromático fuego de leños. El pequeño tractor se guarda en un depósito de planchas de metal ondulado y alrededor están los complementos: fumigadora, segadora, cultivadora espigadora. Compra todo esto con el dinero que le da su padre. Y hay panales de abejas y corrales de cabras y un pequeño establo para el burro y gallineros para las ocas, que he aprendido a cuidar. Aunque las gallinas todavía vagabundean por el patio, picoteando entre las plantas como en un villorrio árabe, y los perros las persiguen. Frente a mi ventana el viento agita los andrajos de los espantapájaros que Yifat y yo clavamos en el huerto antes de que enviaras a quitármela. ¿Pregunta si puede volver? ¿Pregunta por Boaz? ¿O el pavo real? Si se queja del oído otra vez, no te precipites a darle antibióticos. Espera un día o dos, Michel.
La buganvilla y la adelfa silvestre han sido arrancadas de la casa. Se han rellenado las grietas de las paredes. De noche ya no hay más correrías de ratones por el suelo. Los amigos de Boaz se hacen su propio pan; su olor cálido, gutural, me llena de deseo de ti. Hacemos también yogur, e incluso queso de leche de cabra. Boaz ha hecho dos barriles de madera, y el próximo año tendremos nuestro propio vino. En el tejado hay un telescopio, y la noche del Día de la Expiación se me invitó a subir allá arriba y mirar por él, y vi los mares muertos que se extienden por la superficie de la luna.
Lenta, casi obstinada, sigue cayendo la lluvia. Para llenar el aljibe de piedra del patio, el hoyo que cavó Volodia Gudonski y su nieto limpió y restauró y que erróneamente llaman pozo. Los almacenes, cobertizos y depósitos están llenos de sacos de semillas, sacos de fertilizantes químicos y orgánicos, bidones de queroseno y petróleo, pesticidas, latas de lubricante, mangueras, aspersores y otros equipos de irrigación. Yoash envía la revista El Campo cada mes. Han recogido aquí y allá muebles viejos, camas de campaña, colchones, estanterías, armarios, una mezcolanza de utensilios para la casa y la cocina. En el taller del sótano, equipado de nuevo, hace mesas, bancos, sillones para su padre. ¿Está intentando decirle algo a Alec con sus manazas? ¿O está también embrujado a su manera? En un nicho excavado debajo de la oxidada caldera han descubierto el cofre del tesoro que el padre de Alec escondió allí. Todo lo que quedaba eran cinco monedas de oro turcas, que Boaz ha guardado para Yifat. A ti te reserva el trabajo de constructor, porque le dije que el primer año de tu llegada al país trabajaste de albañil.
El carillón de botellas tintinea en la planta baja, porque la cama de tablones de Alec, su mesa, silla y máquina de escribir se han subido a la antigua habitación de su madre, que tiene una ventana y una terracita de cara a la franja costera y el mar. No escribe una coma, ni tampoco me dicta. El polvo se acumula en la máquina de escribir. Los libros que pidió a Boaz que le comprara en la tienda de Zikhron están alineados por orden de altura, como soldados, en la estantería, pero Alec no los toca. Se contenta con las historias que le explico. Sólo están abiertos en la mesa el diccionario y la gramática hebreos. Porque en las horas lúcidas, por la tarde, Boaz sube a veces: Alec le enseña ortografía y sintaxis elemental. Como Robinson Crusoe con Viernes.
Al marcharse, Boaz se inclina un poco en el umbral de la puerta, como haciéndonos una reverencia. Alec coge su bastón y comienza a medir la habitación con pasos rítmicos. Las sandalias de goma y cuerda que Boaz le hizo producen un sonido almohadillado. A veces se para, sorprendido, muerde la pipa apagada y se inclina para ajustar el ángulo de la silla a la mesa. Estira con severidad su manta. O la mía. Retira mi vestido del gancho de la puerta y lo cuelga en la caja de embalaje que nos hace las veces de armario. Un hombre ligeramente encorvado, calvo, de piel delicada; su aspecto me recuerda al de un pastor protestante de un pueblo de Escandinavia, el rostro cruzado por una extraña mezcla de mortificación, meditación e ironía, con los hombros inclinados hacia abajo, la espalda huesuda y rígida. Sólo los ojos grises parecen nublados y húmedos, como los de un alcohólico declarado. A las cuatro le subo una infusión de hierbas, pita recién salida del horno y un poco de queso de cabra que le he hecho yo misma. Y en la misma bandeja una taza de café para mí. La mayoría de las veces nos sentamos y bebemos en silencio. Una vez se decidió a hablar y dijo, sin interrogantes: «Ilana. Qué estás haciendo aquí».
Y contestó por mí: «Brasas. Pero no hay brasas».
Y luego: «Cartago está destruida. Y qué. Y si no lo hubiera estado, qué entonces. El problema es bastante distinto. El problema es que aquí no hay luz. Vayas por donde vayas, tropiezas».
Encontré la pistola en el fondo de su maleta. Se la di a Boaz y le dije que la escondiera.
No queda mucho tiempo. Ya es invierno. Cuando lleguen las lluvias de verdad habrá que desmantelar el telescopio y bajarlo del tejado. Boaz tendrá que renunciar a sus vagabundeos solitarios por el Monte Carmelo. Ya no desaparecerá durante tres o cuatro días para medir los boscosos valles, explorar cuevas abandonadas, asustar a los pájaros nocturnos en sus agujeros, perderse en la espesa maraña de vegetación. Ya no bajará al mar a flotar solo en una balsa hecha sin un clavo. ¿Huyendo? ¿Persiguiendo? ¿Buscando la inspiración astral? ¿Avanzando a tientas por extensiones vacías, un gigante huérfano inarticulado, tras algún vientre materno perdido que lo atrae hacia sí como por encanto?
Un día se irá a una de sus caminatas y no volverá. Sus amigos le esperarán unas semanas, luego se encogerán de hombros y desaparecerán uno a uno. La comuna se dispersará. No quedará ni un alma viviente. El lagarto, el zorro y la víbora volverán a heredar la casa y retornarán las malas hierbas. Me dejarán sola para velar los espasmos de la muerte.
¿Y luego? ¿Dónde iré?
Cuando era una niña, la hija de inmigrantes debatiéndose con los restos de su cómico acento y sus modales extranjeros, me sentí fascinada por las viejas canciones de los pioneros, que tú no conoces porque viniste más tarde. Melodías que me traían confusos anhelos, un secreto deseo de hembra incluso antes de que fuera mujer. Todavía hoy tiemblo cuando ponen en la radio En la tierra que amaron nuestros padres. O Yo tenía un amor en Kinneret. O Sobre una colina. Como si me estuvieran recordando desde lejos votos de lealtad. Como si estuvieran diciendo que hay una tierra pero no la hemos encontrado. Algún bufón disfrazado se ha introducido subrepticiamente y nos ha inducido a odiar lo que hemos encontrado. A destruir lo que era preciado, y no volverá. Nos ha guiado con luz espectral hasta extraviarnos en lo más profundo del pantano, y las tinieblas se han cernido sobre nosotros. ¿Me recordarás en tus plegarias? Por favor, di por mí que espero clemencia. Para mí y para él y para ti. Para su hijo. Su padre. Para Yifat y mi hermana. Di en tus plegarias, Michel, que la soledad, el deseo y la añoranza son más de lo que podemos soportar. Y sin ellos nos extinguimos. Di que intentamos recibir y retornar amor pero erramos el camino. Di que no deberían olvidarnos y que aún brillamos trémulamente en las tinieblas. Intenta que te expliquen cómo salir. Dónde está la tierra prometida.
O no. No reces.
En vez de rezar construye la Torre de David con los ladrillos de juguete de Yifat. Llévala al zoo. Al cine. Prepárale sus huevos fritos, quítale la nata a la leche, dile: «Beba, Señorita Vaciavasos». No olvides comprarle algunos pijamas de franela para el invierno. Y zapatos nuevos. No se la dejes a tu cuñada. Piensa a veces en cómo lleva Boaz a su padre en brazos. ¿Y qué me dices de la noche, cuando vuelves de tus viajes? ¿Te sientas con los calcetines puestos ante el televisor hasta que te vence el cansancio? ¿Te duermes completamente vestido en el sillón? ¿Empalmando un cigarrillo tras otro? ¿O en vez de eso te sientas a los pies de tu rabino estudiando la Torá con una lágrima? Cómprate una buena bufanda. De mi parte. No cojas un resfriado. No te pongas enfermo.
Te esperaré. Le diré a Boaz que haga una gran cama de tablones y rellene un colchón con algas. Yaceremos bien despiertos y atentos con los ojos abiertos en la oscuridad. La lluvia golpeará en la ventana. La brisa pasará por entre las copas de los árboles. Truenos lejanos avanzarán en dirección a las colinas del este y los perros ladrarán. Si el moribundo gime, y se cuela una racha de viento helado, podremos abrazarle, tú y yo, uno a cada lado hasta que le hagamos entrar en calor. Cuando me desees me pegaré a ti y sus dedos se deslizarán por nuestras espaldas. O puedes pegarte tú a él y yo os acariciaré a los dos. Lo que siempre has anhelado: unirte a él y a mí. Unirte en él a mí, en mí a él. Para que los tres seamos uno. Porque entonces, de la nada, de la oscuridad, por las grietas de los postigos vendrán viento y lluvia, mar, nubes, estrellas para envolvernos silenciosamente a los tres. Y por la mañana mi hijo y mi hija saldrán con un cesto de mimbre a arrancar rábanos en el jardín. No estés triste.
Vuestra madre
Por la Gracia de Dios

Amos Oz
La caja negra

«Querido Alec: Que no hayas destruido esta carta al reconocer mi letra en el sobre prueba que la curiosidad es más poderosa que el odio. O que tu odio necesita carne fresca». Es éste el deslumbrante comienzo de La caja negra, considerada por la crítica internacional como una de las mejores novelas de Amos Oz.
Alec e Ilana no se hablan desde hace siete años. El divorcio ha sido muy duro, las emociones, crueles. Él se ha mudado a Estados Unidos y se ha hecho famoso por sus estudios sobre el fanatismo; ella se ha quedado en Israel y se ha vuelto a casar con un ortodoxo. Tienen, sin embargo, un hijo en común, Boaz, que el padre ignora como ofensa a la madre. El joven es un adolescente inquieto, que ha sido expulsado del colegio por su actitud violenta. Ilana, después de largos años de silencio, escribe a Alec para pedirle ayuda…
Igual que la caja negra de los aviones contiene el registro de los accidentes aéreos, las cartas que se intercambian los personajes desvelan las razones de sus fracasos… La mujer infiel, el marido arrogante, el hijo rebelde: todos se hieren a sí mismos y a los demás en su lucha por la existencia en un país sin compasión.

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