Castillos en Negreira

Castillos en Negreira
Faro de Vigo, 31 de enero de 1954.
Íbamos siguiendo las aguas del Tambre, por el gusto de verlas, y fantaseando de los tamaricos y de Trastamara, de los celtas y de los condes. Blanqueaba la helada en los cómaros, en los prados y en los labradíos, pero ya todo el valle de Barcala era una enorme redoma de cristal llena de luz. Una y otra robleda parecen todavía resistirse a dar a la tierra materna las secas hojas, como dueños los robles de una cruda y poderosa senectud. Se veía pasar la luz, del sol a la sombra, como una seda impalpable, y en cualquiera de estas colinas que conforman el valle, ya que la luz es un río, como el viento o el Tambre, se podrían levantar molinos de luz: sumergir las manos en el río de la luz y retirarlas, lleno el cuenco de polvo luminoso, y esconderlo hasta la hora de la tiniebla nocturna, y alimentar entonces las extrañas lámparas que alumbran los países de nuestros sueños, tal imaginaba, en un hermosísimo poema, Luisa de Vilmorin. Y al recordar a Luisa de Vilmorin —esos poemas suyos en los que el corazón reclama ángeles custodios, sean puertas para el alba, oscuros espejos para el rostro o los oficiales de la guardia blanca para los pensamientos que sorprenden la noche—, digo, sin pensar que, vagabunda neblina, al levantar la mañana los he visto.
Les chevaux blancs de ce matin
s'endorment bleus dans la prairie.
Pero ¿son caballos marinos, o es la sirena materna y antigua de los Mariños de Lobeira que se esconde en las estancias almenadas del Cotón? O quizá sea el dulce tremolar de la marina celestial en el sueño de la barca de San Amaro. Suponed que San Amaro era de Negreira, y Tambre abajo se fue al mar, y por la orilla de Noya lo encontró y lo navegó hasta sus fuentes —nada hay probado contra la idea de algunos geógrafos árabes de que los mares tienen fuentes como los ríos, además de los ríos—, y pasando al otro lado de «las doradas lagunas de la tarde» se encontró en la playa del Paraíso, donde cantan los ángeles y les responden las enormes y coloreadas caracolas… Al llegar al Cotón le preguntaré a San Amaro si es más hermosa y serena la claridad de la marina aquélla, o si esta luminosa mañana fría es la memoria suya de la lejana navegación. Por veces hay más luz en lo soñado que en lo vivido, y la parte más real de la memoria se hace con sueños… Todas estas vaguedades iba yo deletreando desde que pasé la Ponte Maceira, mientras contemplaba la tierra y la mañana, cuando me vi en Negreira y en el bureo de la feria, que era tercer domingo de mes. De donde yo soy natural, somos gallegos de acento oscuro y el habla morosa, y siempre me es novedad oír gallegos de acento claro y el habla vivaz, y el párrafo largo y flexible, y el gesto compañero, múltiple y expresivo. En el trato, por lo que vi, por ahí nos vamos de confiados. ¡Cómo le gusta dramatizar —tramar— el trato al gallego! Me pasaría todo este día escuchando, si no fuese que tengo que verle, al sol del mediodía, las torres al Cotón y las almenas al pazo de Chancela.
Yo conocía, por un dibujo del último año del pasado siglo, las cuatro torres redondas del Cotón, y los arcos de su galería: tal está el Cotón en el dibujo como un castillo, con aire militar, y en una miranda guardando el país de Barcala, me recordaba los castillos que venían pintados en una historia de la chouanería, que leí de rapaz. Yo estaba por los chouans, naturalmente, y los legítimos reyes, y todo me era soñar caballos en el desamparo de la noche, bajo la lluvia, y vizcondesas de ojos claros, y en el corazón como un sagrado temor… Pero aquí, en el Cotón, los paladines fueron otros, sangres iracundas y rebeldes, Mariños y Trastamaras, los unos con la parte de la sirena en la sangre, los otros con la soberbia bastarda, célebre desde Shakespeare: «Soy hijo», dirá el bastardo Plantagenet, «de la lujuria y el amor loco, que no de la rutina y del insomnio». (Bastardo vale por fils de bast, hijo de la enjalma o manta del macho sobre la que dormían los arrieros en las posadas). Pero todas estas telarañas no me impidieron ver el Cotón ni la gentileza del pazo de Chancela, como ni tamaricos, ni la sirena de los Mariño, ni los ásperos Trastamara me impidieron ver la mañana por la orilla del Tambre, la Puente Maceira y el país de Barcala, severo y serio como su nombre… Ya vuelve a helar en la sombra, pero al sol permanece todavía un vidrio dorado. Desde el valle de Barcala vamos a Xallas, «d’uces nutriz», a saludar los cuervos pondalianos. En el Cotón habíamos saludado a los mirlos, a los que de seguro, por el tiempo del verano, San Amaro les enseña tonadas que oyó, en las robledas del Paraíso, a los mirlos celestiales.

Álvaro Cunqueiro
El pasajero en Galicia

Bajo el título El pasajero en Galicia, Álvaro Cunqueiro escribió, a comienzos de los años cincuenta, una serie de artículos para el periódico Faro de Vigo en los que, pueblo a pueblo, ciudad a ciudad, hacía la crónica turística y sentimental de su país natal. Constituye, así, una inmejorable guía de las tierras y leyendas realizada por el más sabio, ameno y cordial de los cicerones. El volumen, cuidadosamente editado por César Antonio Molina, contiene además dos crónicas de los viajes de Cunqueiro por las rutas de peregrinación, así como los artículos escritos para una serie que, con el título Introducción a una historia de las tabernas gallegas, el autor proyectaba ir publicando, y otros textos de diversa procedencia donde el célebre escritor se recrea en la geografía y las gentes de Galicia.

Quebrantado en verdad quedó Schiller de aquella paliza mental de Corina. Meses después de irse ella cogió un resfriado, que le duró todo el otoño y se agravó en invierno.

Quebrantado en verdad quedó Schiller de aquella paliza mental de Corina. Meses después de irse ella cogió un resfriado, que le duró todo el otoño y se agravó en invierno. El clásico resfriado del tuberculoso in extremis. El invierno siguiente continuó enfermo: fiebre, tos, delirio. Como por simpatía, también Goethe se sintió mal aquel invierno, y aquejado de cólicos nefríticos tuvo que guardar cama, lo que le impedía visitar al otro diunviro. Ambos se comunicaban por cartas y se enviaban libros. Desde sus respectivos lechos de enfermo concibieron el plan de una tragedia de corte clásico titulada Demetrio; empezaron a trabajar en ella, y cuando mejoró el tiempo y mejoraron ellos corrieron a verse para cambiar impresiones acerca de ella. Pero se sentían tan agotados física y moralmente, que dieron de lado aquella empresa, que requería mayor concentración de espíritu y tensión de nervios, y buscaron un derivativo más fácil a su anhelo de actividad en la tarea subalterna de traducir, Goethe, El sobrino de Rameau, y Schiller, la Fedra, de Racine. Dejaron, pues, de verse ambos amigos con la asiduidad de antes; Schiller tenía que laborar a prisa en su versión, cuyo estreno estaba ya anunciado para el 30 de enero; cumplió el poeta su palabra, y el día señalado pudo el público de Weimar aplaudir esa obra de un genio, traducida por otro genio.
En esa ocasión volvieron a verse Goethe y Schiller; luego tornaron a separarse. Goethe se sentía mal; se recluyó en casa, y desde allí cambiaba frecuentes comunicaciones epistolares con su amigo, que tampoco se encontraba muy bien. Es conmovedora esa coincidencia de encontrarse los dos enfermos al mismo tiempo, pues sugiere la idea de una simpatía incluso física entre ambos y parece indicio de la perfecta sincronización fraternal de sus temperamentos. Goethe y Schiller, en las cartas que desde sus sendos retiros se envían, cambian quejidos de dolor y frases de aliento, entre las que sonríe una esperanza de buena primavera a la vista. Llega, en efecto, mayo, y Goethe se anima al reclamo de esa dulce amiga de los poetas; se atreve a salir de casa, y la suerte pone en su camino a Schiller, que también dejó su cuarto de enfermo y se dirige a su otra casa: el teatro. Invita, como es natural, a Goethe a acompañarlo; pero éste, que a pesar de todo tiene los nervios de punta, no se siente con humor para ver gente y se despide de su amigo, sin saber que desperdicia la última ocasión que la suerte le brinda de estar aún unas horas en su compañía. Aquélla es la última vez que se dan las manos esos entrañables amigos. Goethe se vuelve a su casa, pues apenas puede tenerse en pie; se tiende en un diván y deja pasar los días en un absoluto aislamiento, que apenas interrumpen sus íntimos; hablan éstos en voz baja y andan de puntillas. A fin de que sus nervios deprimidos no se depriman más, le ocultan toda noticia alarmante sobre el estado de su amigo, manteniéndolo en una ignorancia piadosa; Goethe no sabe que Schiller ha muerto sino días después, cuando ya sus restos reposan bajo tierra y su alma ha subido al cielo de los poetas (el autor de Guillermo Tell ha fallecido el 9 de mayo en su casita con jardín, donde vuelan mariposas y apuntan flores que no ha de ver). Una mano delicada cierra el balcón del gabinete el día del entierro de Schiller, para que no lleguen a Goethe los ecos de la marcha fúnebre que la música toca dando escolta de armonía a su féretro. Un amigo del poeta, H. Voss, que tenía acceso a su retiro, nos refiere el estado de Goethe en esos tristes días: «Durante la última enfermedad de Schiller, Goethe da muestras de abatimiento profundo. Una vez lo encontré llorando en su jardín; brillaban en sus ojos las lágrimas, pero era, sobre todo, su espíritu el que lloraba… Le di detalles sobre el estado de Schiller; él me escuchó con una serenidad imposible de describir. “El sino es inexorable, y el hombre puede muy poco”; he ahí todo cuanto dijo. Después pasó a hablar de otras cosas.» Se ve a Goethe pugnando aún por conservar su máscara olímpica, impasible; pero sus lágrimas le descubren el fondo de lo humano. Schiller vive aún, y Goethe llora. ¿Qué será cuando sepa su muerte? ¿O será que ya la sabe, que simpáticamente ha sentido el filo de la guadaña que se lleva a su mellizo espiritual y que por eso llora? «La muerte de Schiller —sigue diciendo H. Voss— nadie se atrevía a comunicársela. Estaba allí Meyer (el pintor Heinrich Meyer, tan dilecto de Goethe) cuando llegó la noticia de que Schiller acababa de expirar. Lo llamamos para que saliera de la alcoba del enfermo; le comunicamos la noticia, y él no tuvo valor para volver a entrar y anunciársela a Goethe.» La soledad en que todos lo dejan, la confusión que doquiera percibe, los esfuerzos de los visitantes para evitar que se entere, le hacen presentir algo fatal. «“Muy enfermo —dijo al fin— debe estar Schiller, según veo”. No dijo más, y se pasó ya toda la noche abismado en sus pensamientos. Más de una vez se le siente llorar. A la mañana siguiente llama a una amiga (eufemismo que designa a Christiane Vulpius) y le dice: “¿No es verdad que Schiller estuvo ayer muy grave?” Ese muy impresiona vivamente a la amiga, que pierde la serenidad, y en lugar de responderle rompe en llanto. “¿Es que ha muerto?”, pregunta Goethe con voz firme. “Tú lo has dicho”, responde ella. “¡Ha muerto!”, repite Goethe, y se cubre los ojos con las manos. A las diez de la mañana veo a Goethe que se está paseando por el jardín; mas no tengo valor para acercarme a él. Por espacio de tres días procuro evitar su encuentro; al cuarto, aceché el momento en que estaba en la biblioteca. Pasé allá, lo saludé y empecé a hablarle lo menos de diez asuntos referentes a la biblioteca, pero poniendo tan poca atención en mis palabras como Goethe en las suyas; tenía el poeta traza de estar pensando en otra cosa, y parecía muy preocupado. Más tarde dijo que celebró mucho que yo no le hablase entonces de Schiller, pues le habría costado gran trabajo conservar la serenidad y contestarme sin alterarse. Ahora, Goethe habla rara vez de Schiller; cuando lo hace, evoca los lados agradables de su bella vida en común.»

Rafael Cansinos Assens
Goethe: una biografía

Rafael Cansinos Assens revela en esta obra singular el cariño que suscitó en él la profunda humanidad del autor de Los sufrimientos del joven Werther y Fausto. Además de trazar un soberbio estudio psicológico del gran clásico alemán, describe con extraordinaria amenidad los diversos avatares de su aleccionadora existencia.

A las tres de la mañana hubo un bombardeo. No bajamos al bar.

En la tarde del 29 de enero —un sábado—, el gerente del hotel bajó al bar a buscar a Ilsa: alguien la esperaba en el hall. Después de un rato, un camarero me dijo: «Creo que era la policía» y subí corriendo. Estaba sentada en el hall con uno de los agentes del SIM y su cara estaba color ceniza. Me alargó un telegrama: «Poldi murió de repente el viernes. Sigue carta». Firmaba un nombre que no conocía. El agente había venido para estar seguro de que no se trataba de una clave. Ilsa explicó cuidadosamente la situación y contestó llanamente a los comentarios locuaces del agente sobre los traficantes internacionales que había en el hotel. Después bajamos al bar, ella rígida delante de mí, y nos reunimos con el padre Lobo, que estaba con nosotros. Había conocido a Poldi, le había considerado un hombre fundamentalmente bueno y grande, y sin embargo había visto que Ilsa no le pertenecía. Ahora la consolaba gentilmente.
Se pasó una noche entera sentada en la cama peleándose consigo misma. Yo no podía hacer más que acompañarla. Se creía responsable de la muerte de él, porque pensaba que su manera de vivir desde que ella le había dejado había minado su salud. Pensaba que no se había preocupado de sí mismo, precisamente porque ella se había ido de su lado y porque había intentado encontrar una finalidad en la vida distinta de sus sentimientos hacia ella. Esto fue al menos lo que me dijo, aunque no habló mucho. No era más fácil para ella el que no sintiera remordimientos, sino sólo pena de haberle herido mortalmente y de haber perdido una amistad profunda y vieja. Habían tenido buenos ratos en su vida en común. Pero ella conocía el fracaso de él, porque ella no había podido amarle, y esto le angustiaba. Era el precio que tenía que pagar.
A las tres de la mañana hubo un bombardeo. No bajamos al bar. Las bombas cayeron muy cerca. Unas pocas horas más tarde Ilsa cayó en un sueño inquieto; me levanté, me vestí y bajé al hall. Las mujeres de la limpieza no habían terminado aún y tendría que esperar para poder trabajar. Me quedé en el hall. Un inglés joven —el segundo oficial de un barco inglés que había sido hundido por bombas italianas, según me contó el gerente del hotel— se paseaba de arriba abajo y de abajo arriba como un oso en una jaula. Tenía los ojos de un animal amedrentado y la mandíbula le colgaba floja. Se paseaba en el hall en dirección opuesta a la mía y cada vez que nos cruzábamos nos mirábamos uno a otro.

Arturo Barea
La llama
La forja de un rebelde 3

La trilogía La forja de un rebelde se cierra con este volumen centrado en las vísperas y el estallido de la Guerra Civil. Este transito esta marcado en la novela por el paso de la crónica individual a la biografía colectiva de la ciudad. El Madrid de la resistencia antifascista, cantado por los poetas del mundo, el de las Brigadas Internacionales y el «no pasarán», es el gran protagonista de «La llama». Un Madrid en el que arden las iglesias y los curas ocultan su condición, Madrid de las consignas, himnos y puños en alto, de tiroteos y registros, de bombardeos y detenciones arbitrarias. Madrid agitado y siniestro, salvaje y efervescente, capital del dolor y de la gloria. Madrid asediado y enardecido. En este torbellino el protagonista, vive también sus avatares personales. Conoce a Ilsa, escritora austriaca exiliada, con la que vivirá una nueva etapa, tras divorciarse de su mujer y abandonar a su amante.

Pero las gramáticas no se ocupan de los niños, sino es para procurarles problemas en la escuela.

UN VERBO PARA JUGAR
 (véase cap. 33: El niño como protagonista)
«Los niños saben más que la gramática», escribía yo el 28 de enero de 1961, en un artículo publicado en «Paese Sera», dedicado a ese pretérito imperfecto que los niños usan «cuando asumen una personalidad imaginaria, cuando entran en la fábula, justo en el umbral, donde tienen lugar los últimos preparativos antes del juego». Aquel imperfecto, hijo legítimo del «Érase una vez…» con que comienzan los cuentos, es así un presente especial, un tiempo inventado, un tiempo, un verbo para jugar; para la gramática, un presente del pasado. Pero los vocabularios y gramáticas parecen ignorar este presente del pasado, este uso del pretérito imperfecto. Cappellini, en su útil Dizionario Grammaticale, registra hasta cinco usos del pretérito imperfecto, y el quinto es definido como «el tiempo clásico de las descripciones y de las fábulas», pero se olvida de los juegos de los niños. Panzini y Vicinelli (véase La Parola e la Vita) están casi a punto de hacer el descubrimiento definitivo cuando dicen que el imperfecto «circunscribe los momentos decisivos de las evocaciones y de los recuerdos poéticos», y más aún cuando recuerda que «fábula» viene del latín «fari», esto es: hablar («fábula»: la cosa dicha…); pero no llegan a clasificar un «imperfecto fabulativo».
Giacomo Leopardi, que para los verbos tenía un oído verdaderamente fabuloso, llega a descubrir en Petrarca un imperfecto con significado de condicional pasado: «Ch’ogni altra sua voglia / era a me morte, e a lei infamia rea» (aquí: «era a me morte» —«era para mí la muerte»— debe ser interpretado como «sarebbe stata la morte per me»: «habría sido la muerte para mí»). Pero se ve que Leopardi no prestaba atención al verbo de los niños, cuando los veía saltar y jugar «tumultuosamente en la plaza», y era feliz con su «alegre rumor». Y pensar que, tal vez, entre aquel «alegre rumor», se podía oír la voz de un niñito que proponía un juego: «Yo era el jorobado, ¡sí!; el condesito jorobado…»
Toddi, en su Grammatica rivoluzionaria, llega casi a describir nuestro «imperfecto», con una imagen feliz: «El pretérito imperfecto es usado a menudo como fundamento escénico, en torno del cual discurre el resto de la historia…» Cuando el niño dice «yo era», de hecho, destaca aquel fundamento o fondo escénico, cambia la escena. Pero las gramáticas no se ocupan de los niños, sino es para procurarles problemas en la escuela.

Gianni Rodari
Gramática de la fantasía
Introducción al arte de inventar historias

Debemos considerar «Gramática de la Fantasía», como un clásico del prestigioso escritor italiano, en él se encarga de difundir una serie de técnicas cuyo objetivo principal está centrado en el desarrollo de la creatividad de los niños, en el momento de escribir historias y relatos fantásticos. Gianni Rodari demuestra a través de una selección de actividades cómo se ponen en juego los mecanismos fantásticos y analiza los «secretos» de la creación literaria para que los educadores puedan trabajar «la escritura» en las aulas, proveyendo a la invención de cuentos y narraciones cargadas de diversión y entusiasmo. Esta obra, producto de las investigaciones realizadas por Rodari, ejemplifica a través de situaciones concretas, desarrolladas en escuelas italianas, estrategias de trabajo conjunto entre docentes y alumnos. Rodari dice en el prefacio de su obra «… se habla aquí de algunas formas de inventar historias para niños y de cómo ayudarles a inventarlas ellos solos…» y que además espera que… «estas páginas puedan ser igualmente útiles a quien cree en la necesidad de que la imaginación ocupe un lugar en la educación: a quien tiene confianza en la creatividad infantil…». Las técnicas que se explicitan en este libro son: el binomio fantástico, la hipótesis fantástica, el juguete como personaje, el niño como protagonista, el tratamiento de cuentos clásicos, fábulas, personajes de diversos materiales, la construcción de adivinanzas, de limerick, historias equivocadas y muchas más. «Gramática de la fantasía» ya es un clásico que no debe faltar en la biblioteca de todo docente preocupado por desarrollar la escritura espontánea. Servirá de instrumento para incrementar la imaginación, desde una propuesta práctica y reflexiva, convirtiéndose además, en un valioso material a tener en cuenta a la hora de promover espacios de acercamiento a la lectura.

en Heller Books no habría despidos

27 de enero. Si la empresa se hunde, escribirás un libro titulado Cuarenta años en el desierto: publicar literatura en un país donde la gente odia los libros. La cifra de ventas navideñas ha sido aún peor de lo que temías, los peores resultados de la historia. En la oficina, todos tienen cara de preocupación: los veteranos, los jóvenes, todo el mundo, desde editores hasta becarios de rostro infantil. Y la visión de tu cuerpo debilitado y demacrado tampoco inspira mucha confianza en el futuro. Sin embargo, te alegras de estar de vuelta, contento de encontrarte en el lugar que te corresponde, y aunque el alemán y el israelí han rechazado tu oferta, te sientes menos desesperado por la situación que antes de caer enfermo. Nada como una breve charla con la Muerte para poner las cosas en perspectiva, y supones que si lograste evitar un mutis prematuro en aquel hospital británico, encontrarás el medio de pilotar la empresa hasta sacarla de este desagradable tifón. Ninguna tormenta dura para siempre, y ahora que estás de nuevo al timón, comprendes lo mucho que disfrutas con tu posición de jefe, cuánto apoyo te ha dado esta pequeña empresa a lo largo de todos estos años. Y debes de ser un buen jefe, o al menos un jefe apreciado, porque cuando ayer volviste al trabajo, Jill Hertzberg te echó los brazos al cuello y dijo: Por Dios santo, Morris, no vuelvas a hacer eso, por favor, te lo ruego; y entonces, uno por uno, todos los miembros de la plantilla, los nueve, mujeres y hombres por igual, fueron entrando en tu despacho para abrazarte y darte la bienvenida después de tu prolongada y tumultuosa ausencia. Tu propia familia podrá estar desmoronándose, pero ésta también es tu familia y tienes el deber de protegerlos y hacerles entender que a pesar de la necia cultura que los rodea, los libros siguen contando y el trabajo que realizan es importante, esencial. Sin duda eres un viejo sentimental, un hombre que no va al compás de los tiempos, pero te gusta nadar contra corriente, ése fue el principio fundador de la empresa hace treinta y cinco años, y ahora no tienes intención de cambiar de costumbres. Todos están preocupados por si pierden el puesto de trabajo. Eso es lo que hay en su rostro cuando los ves hablar entre ellos, y por eso convocaste una reunión general esta tarde para decirles que se olvidasen de 2008, porque ese año ya era historia, y aunque 2009 no resultara mejor, en Heller Books no habría despidos. Pensad en la liga de softball de los editores, dijiste. Toda reducción de plantilla hará imposible que pueda formarse equipo para la primavera y entonces se acabará el récord que con tanto orgullo ostenta Heller Books de estar veintisiete temporadas consecutivas sin ganar. ¿Qué no hay equipo de softball esta temporada? Impensable.

Paul Auster
Sunset Park

Miles Heller tiene veintiocho años, y a los veinte abandonó la universidad, se despidió de sus padres, dejó Nueva York, y nadie ha vuelto a saber nada de él. Ahora vive en Florida, y trabaja para una empresa que se encarga de vaciar las viviendas de los desahuciados. Además de ­acarrear bultos y repintar paredes, Miles saca fotos de todas las cosas abandonadas para probar que los fantasmas de esa gente aún están presentes. Miles vive con lo mínimo, y habría seguido así de no haber sido por Pilar Sánchez. El único inconveniente es la edad de Pilar: dieciséis años. Y como Miles puede ir a la cárcel por la relación con una menor, y la codiciosa hermana de Pilar comienza a ­chantajearlos, regresa a Nueva York y espera allí la mayoría de edad de Pilar. Su vuelta es el retorno al pasado y a sus secretos; a su padre, un brillante editor; a su madre, una actriz implacablemente seductora. Y también la vuelta a la comunidad de Sunset Park y a sus compañeros okupas; a la vida, con todos sus horrores y esplendores. «Sunset Park también es, como Invisible, un libro sobre la inocencia de la juventud… Se habla de Auster como del maestro de la metanarrativa, pero él prefiere citar como fuente de inspiración a Emily Brontë antes que a Baudrillard» (Arifa Akbar, The Independent); «Volverá a seducir a sus fans de siempre, pero también atraerá a una multitud de nuevos lectores» (Kirkus Review); «En tiempos de crisis y de cambios abrumadores, Auster nos recuerda las cosas duraderas: el amor, el arte y la “extraña sensación de estar vivo”» (Donna Seaman, Booklist).

Ya llega el buen tiempo. Se nota cuando empiezan a verse cometas sobre los terrados.

Ya llega el buen tiempo. Se nota cuando empiezan a verse cometas sobre los terrados. Fíjate en aquella cometa. Seguro que la mueven desde un terrado de la calle San Clemente. Yo te digo que si tuviera una cometa me ponía a correr desde aquí y saltando de casa en casa no paraba hasta el borde de la plaza del Padró.
El otro corretea sobre los ladrillos requemados, marcados por los orines de los perros que han abandonado cagarros calcinados por los soles que el corredor danzarín utiliza como obstáculos para la tensión del esgrima de sus piernas, de acero, como cables de acero, se comenta mentalmente Andrés al verle saltar y brincar y hacer amagos de revolverse para golpearse la propia sombra.
—Vas a pillar una tisis como sigas entrenándote así y comiendo lo que nos dan de racionamiento, Young. Para ya, coño, Young.
Pero Young, Young Serra, campeón «Guante de oro» de los pesos gallo de Barcelona, revolotea en torno a Andrés e incluso finge golpearle, le acerca el puño a dos centímetros del mentón.
—Que un día me vas a dar.
A lo lejos el trapecio de la montaña de Montjuich, su castillo, demasiado distante para que las descargas de recientes fusilamientos llegaran a la ciudad, pero plataforma aún habitual para las salvas de cañón con las que el poder subraya las fiestas políticas de guardar: 26 de enero, Día de la Liberación de Barcelona; 1 de abril, Día de la Victoria; 18 de julio, Día del Alzamiento Nacional; 4 de octubre, San Francisco, onomástica de Su Excelencia el Jefe del Estado; 12 de octubre, Fiesta de la Raza…
—¿No te has quedado ningún periódico?
Young enseña las manos vacías mientras sigue saltando sobre una y otra pierna.
—Dame uno cuando vuelvan tus padres de repartir.
Inmediatamente en el escalón siguiente las tres chimeneas del Paralelo, la Fábrica del Gas, la Canadiense. Don Frutos, el viejo profesor de la calle de la Cera, les hablaba de las huelgas del 17 y de las cargas de la policía por el Paralelo y a ellos les parecía un fragmento fascinante de memoria, ajenos todavía al protagonismo de guerreros, de matarifes y muertos, de vencedores y vencidos que les esperaba.
—Young. Me estoy haciendo una radio de galena y cuando empiece a trabajar de chófer ahorraré para comprarme un aparato de radio de verdad. Tengo un amigo, ya lo conoces, Quintana, que escucha cada noche la Pirenaica y Radio París. Aquí no nos enteramos de nada.
Luego la inmediatez de los tejados y terrados sucesivos desde la falda de la montaña hasta allí mismo, a medio camino del mar, coronaciones del casco viejo de la ciudad, tapaderas de una vida entre la memoria y el deseo, pretextos para asomarse a los desfiladeros de las calles estrechas que partían de las antiguas murallas y se adentraban en el barrio chino en pos del corazón maligno de la ciudad portuaria.
—En el campo de concentración, conocí a alguien que había viajado, que había estado en París y me dijo: la entrada en Barcelona por la Diagonal es comparable a la entrada en París por los Campos Elíseos. Si no tuviera a mi madre viuda, te aseguro que no me iba a quedar yo en este puñetero país ni un minuto. Me iba a Francia o a Bélgica o a Brasil, el país del futuro. Me lo decía aquel barbero que también era amigo del Quintana, el que se quedó sin los tres dedos de la mano derecha por culpa de una infección. Tenía a la mujer medio a la greña porque era un poco golfo y hoy tenía ganas de cortar el pelo y mañana no y venga darle al carajillo porque le faltaba valor para todo. Se fue al Brasil y me envió una foto hace unos días debajo de una palmera, con un sombrero de paja, en una playa y a su lado la mujer, más contenta que unas pascuas y con un bikini, un traje de baño de mujer de dos piezas. Parecían otros. Sonreían y me decían: venga, Andrés, déjate de hostias y vente con nosotros. Llega allí alguien con ganas de trabajar y se forra en dos días, luego vienes de vacaciones o te instalas aquí, ya mayor y a vivir de renta.
—¿De qué trabaja en Brasil?
—De barbero. Pero allí tiene el trabajo que quiere y le pagan en cruceiros, que es una moneda seria, y cuando ahorre se montará una peluquería, la mitad para hombres y la mitad para mujeres. Su mujer también peina. Tenía buenas manos. Ya lo ves. Irse de esta mierda de país y empezar a prosperar. Basta verles en la fotografía para darse cuenta de que están de puta madre, son otra cosa, otras personas. Se han sacado de encima todo esto. O te vas o revientas. A veces me asomo a ese lado, al que apunta hacia la calle de la Cera y el cine Padró, y me imagino que estoy aquí arriba con una ametralladora y por esa calle pasan todos los fachas de España y ratatatatá, no dejó a uno y me sienta bien el desahogo. Si alguna vez me ves subido ahí y ametrallando con la boca, no me hagas caso. Me estoy desahogando.
—Ratata ta tata…
Le imitó el boxeador, revolviéndose contra un cerco de enemigos.

Manuel Vázquez Montalbán
El pianista

No era concertista, sino que tocaba en un club: sus ilusiones se habían desmoronado a la misma velocidad, con el mismo compás trágico que la historia de España. Un día, al local donde trabajaba llegó un viejo conocido. El pianista no le dijo nada: del mismo modo que él llevaba el estigma de la derrota en los pliegues de su existencia, el conocido ostentaba los signos del vencedor.
De todos modos, el pianista no pudo evitar que la máquina del recuerdo se pusiera en marcha. Y de ese modo, durante un lapso mágico, él fue memoria y presente, exaltación y decadencia, vigor y sumisión: un fruto esquizofrénico de una historia particularmente difícil.
El pianista, incluso más allá de la metáfora del esplendor y caída de un proyecto histórico, es una reivindicación de la ética como guía del comportamiento y una espléndida novela.

Pero no te pongas así. ¡Por Dios, Esperanza: cómo me van a importar el Archiduque y el proceso más que tú!

Esperanza… Esperanza… ¿estás dormida? No te puedes haber dormido tan rápido. Te estás haciendo la dormida, ¿verdad? Te dije que si me metía a la cama contigo era con la condición de que te estuvieras quieta y tranquila para que me dejaras pensar en el proceso del Archiduque. Pero no te dije que te durmieras. Me gusta tu compañía. Me gusta que me escuches. ¿Me oyes, Esperanza? Bueno, peor para ti. Me voy a vestir y me largo. ¿Cómo? Perdóname. Es que creía que dormías. No, si no te estoy mordiendo el cuello. Es nada más un beso. ¿Por qué no te volteas de mi lado? Claro que me gusta tu espalda. Me gustas toda. No, no te duermas, por favor. Te prometo ya no hablar del Archiduque. Estoy harto de él, y de Mejía y de Miramón. Harto de la Constitución y de Escriche y de Vattel y de Reynoso. Ah, por supuesto, citarán a Reynoso y la situación de los pueblos indefensos… bueno, pues si no quieres así, voltéate. De someterse al conquistador según el derecho natural. Así, así. Ahora abrázame. Y político. Y dirán que la Ley del 3 de octubre… me gusta más acariciar tus nalgas cuando te tengo de frente a mí. Qué nalgas más hermosas tienes, Esperanza. Espérate. No me toques. Y dirán, te decía, que esa ley perseguía metas semejantes a la del Decreto del 25 de enero y que sólo se dio ad terrorem. Que no me toques. ¿Sabes? Me gusta mucho que se me encajen en los ijares los huesos de tus caderas, mujer. Y éstos, Esperanza, son tus omóplatos. Abre un poco las piernas, sólo un poquito. Por favor. Ándale, Esperanza, no te hagas la rejega. Estás empapada. Sí, sí, me lavé las manos, ¿no te acuerdas? Estás temblando otra vez. Espérate. No, no te voltees. Así ya no vas a tener frío. ¿Te peso mucho, amor? Y además yo diría que la Ley del 25 de enero. No, no las abras tanto, nada más un poquito. Ayúdame un poco. Espérate, espérate, que me lastimas con el anillo. Así, así. Ahora sí, ya, ya… ay, Esperanza, amor mío, no sabes cómo me gustas, cómo te quiero, cómo… La Ley, decía, del 25 de enero. Juárez… Pero no te pongas así. ¡Por Dios, Esperanza: cómo me van a importar el Archiduque y el proceso más que tú! Así, así, amor mío. Pero ya sabes que necesito pensar o hablar de otras cosas para no acabar tan pronto. Espérate, que me estás arañando otra vez con las uñas. No tan fuerte. Ay, Esperanza, Esperanza, qué bonito sabes mover el cuerpo. Así, así, más, amor mío. No, no tanto. No abras tanto las piernas que ya no puedo aguantarme, Mejía, Miramón. Espérate, quédate quieta unos momentos. No, así como estamos. Pero no te muevas, déjame pensar en otras cosas. Las atrocidades que cometieron. No te muevas. Los mataban a bayonetazos. Michoacán, Coahuila, Sinaloa. ¿Me escuchas, Esperanza? Tamaulipas, Nuevo León. Déjame comenzar a moverme, así, muy poco a poco. Pero tú no, como si estuvieras dormida, ¿me escuchas? Nuevo León, Tamaulipas. Vamos a matar al Archiduque. Así, mi amor, así nada más un poquito. No, no las abras más. A Miramón. A Miramón. Y con él a Mejía, Márquez, Coahuila. Por haber venido… por haber… ¿te estoy lastimando? A matarlo. Por contumacia, por rebeldía… Ahora otro poco. No, no tanto… Bueno, sí, así, así, Esperanza, muy despacio. Muy despacio y después, pero hasta que te diga, y entonces más rápido. Ay, no sabes cómo me gustas, Esperanza. Coahuila, Juárez, Tamaulipas. Me estás matando, Esperanza. No, no me quejo, nada más… abre más las piernas, ahora sí, Esperanza, todo lo que puedas. Muévete, amor, muévete, Esperanza. No, espérate. Espérate, por el amor de Dios. Coahuila, Miramón, Mejía, Esperanza, Dios mío, Márquez, Esperanza, por favor, Tamaulipas, Nuevo León, por favor, ya no puedo más, Coahuila, Mejía, Miramón, Miramón, ¡Miramón! ¡Miramón! ¡Mira… mmmm… ooohhh…!

Fernando del Paso
Noticias del Imperio

Basada en la trágica historia del efímero Imperio Mexicano instaurado en la segunda mitad del siglo XIX, esta grandiosa novela otorga el protagonismo a la voz de la emperatriz Carlota, viuda de Maximiliano. Ya octogenaria, Carlota escribe sus memorias y desgrana sus recuerdos en torno a la figura de su esposo, y de ellos van surgiendo una serie de personajes que perfilan nítidamente una época irrepetible. Un país —México—, dos continentes y una historia universal se funden en esta obra tan ambiciosa como lograda.

El arca del pan

El arca del pan
Faro de Vigo, 24 de enero de 1954.
He ido a ver un arca que fue de la abadía de Meira: un arca para el centeno de las rentas abaciales. Las armas están en el gran tablón delantero, de noble y oscuro castaño, y es fina la labra del hierro del pasador, que asegura el cierre. Tiene el arca mi altura, es decir, la altura de un abad bernardo del siglo XIII. Ya no guarda el arca el centeno de la alta ribera de Piquín o de las tierras de barbecho —aquí dicen de folgado— de Viladonga, Suegos, Piñeiro… (Nevaba en Suegos, y las ovejas del rebaño con que nos cruzamos llevaban copos de nieve en los copos de lana, y dos pastorcillos se atareaban con el rebaño en la ventisca y en aquella enorme y descampada soledad). Ahora, en el arca, el largo grano del antiguo centeno meirés —da una harina negra y dulce— ha sido sustituido por el rotundo grano del trigo de la Pastoriza y la Terrachá: ese trigo que ahora asoma en los largos surcos hilillos verde tierno.
Llegamos cuando están lavando y humeando el arca por mor del gorgojo, que el pasado año prosperó «como las pulgas de los suizos en Venecia», que dijo el señor embajador Correro, hablando de la multiplicación de la hugonotería en el cristianísimo reino de Francia. Ignoro si el gorgojo del trigo es el mismo o parecido insecto que el gorgojo del guisante, ese geómetra cuya vida y andanzas yo leía en Fabre y en Uexküll: la hembra del gorgojo pone sus huevos sobre la vaina del guisante joven, y las larvas, al salir del huevo, perforan la vaina y se adentran en el guisante aún tierno. La larva que anida en el punto medio del guisante crece rápidamente, mientras las otras dejan de alimentarse y mueren. La larva geómetra socava primero el centro del guisante, pero después se labra un paso hacia la superficie del guisante y rasca, a la salida del paso, la piel de éste, fabricándose una puerta: así, cuando el guisante endurece, la larva tendrá abierta una salida. Pero Von Uexküll habla de un pequeño icneumón que se dedica a abrir las puertas de las larvas del gorgojo, y deposita su huevo en ellas: de este huevo sale una larva que se come a la del gorgojo, se transforma luego en icneumón, y por el camino labrado por su presa sale al aire libre. He aquí una breve frase de la gran sinfonía de la vida. Se la cuento a los que lavan y humean, y se me ríen en la cara.
¿Cuántas cargas de pan, cargas de las que vienen en los foros y en las donaciones de antaño, cabían en esta arca? ¿No valdrá tanto preguntar cuántos siervos? ¿Cuánta tierra, cuántos surcos, cuántos días? Y aún falta medir el hambre. El hidalgo de Killmore, golpeando con su bastón de caña las arcas vacías, cuando las grandes hambres de Irlanda, medía el hambre del país: «Hasta aquí», decía midiendo un palmo, «el hambre del artillero Flannagan y sus catorce hijos». Y el artillero Flannagan, con las lágrimas en los ojos, respondía: «¡Alabado sea Dios!».
Donde estamos se llama Quintás, y son tres casas y un molino, y me gusta el camino que lleva al río, porque el cierre de las huertas es de laurel romano y hay una pequeña alameda paralela a la presa: los árboles están desnudos, pero la hiedra viciosa y verde, se enrosca en ellos como una primavera irresistible. Y donde parte el camino del molino del que va a Lugo, hay un crucero de madera, muy repintado, y la Virgen —un redondo rostro, unos grandes ojos asombrados— tiene un manto rojo, de tan viva y violenta entonación que pasma. Nieva en Quintás. Parece que alguien, lentamente, y con harina blanca, estuviese fabricando silencio. El roble arde amigablemente en el hogar, con llamas largas y agudas, agujas azules, amarillas, rojas. La luz parece haberse detenido en la ventana y solamente deja pasar un velo pálido que flota lento. Blake había averiguado que la cantidad de luz que ilumina en un momento dado el mundo depende del número de ángeles que vuelen cerca de la tierra. También Santa Francisca Romana llegó a saber que la luz es un ángel, y por eso veía ella en la tiniebla nocturna como en la claridad del día, y todo porque veía a su ángel custodio, su dulce y alada lámpara. Un ángel, pues, está ahora en Quintás cerca de la ventana, y esa luz que entra es la tierna sombra de sus alas. Quizá sea el ángel del arca del pan, y esa luz sea blanca harina, flor de la harina antigua posada en su túnica y en sus plumas. Antes de marchar de Quintás iré al arca de Meira, levantaré la pesada tapa, tras descorrer el cerrojo de labrado hierro chantadino, cuyo empuño semeja un báculo, por ver si allí dentro, donde habitó el pan, habita la luz. De Quintás a Meira se va por un camino llano a la orilla de un regato, que cruza una carballeira centenaria. En verano, debe ser uno de los más alegres caminos del mundo.

Álvaro Cunqueiro
El pasajero en Galicia

Bajo el título El pasajero en Galicia, Álvaro Cunqueiro escribió, a comienzos de los años cincuenta, una serie de artículos para el periódico Faro de Vigo en los que, pueblo a pueblo, ciudad a ciudad, hacía la crónica turística y sentimental de su país natal. Constituye, así, una inmejorable guía de las tierras y leyendas realizada por el más sabio, ameno y cordial de los cicerones. El volumen, cuidadosamente editado por César Antonio Molina, contiene además dos crónicas de los viajes de Cunqueiro por las rutas de peregrinación, así como los artículos escritos para una serie que, con el título Introducción a una historia de las tabernas gallegas, el autor proyectaba ir publicando, y otros textos de diversa procedencia donde el célebre escritor se recrea en la geografía y las gentes de Galicia.

Al entrar, Emma se sintió envuelta por un aire cálido, mezcla de perfume de flores y de buena ropa blanca, del aroma de las viandas y del olor de las trufas.

Capítulo VIII
La mansión, de construcción moderna, al estilo italiano, con dos alas salientes y tres escalinatas, se alzaba en la parte baja de un inmenso prado cubierto de hierba donde pastaban algunas vacas, entre bosquecillos de grandes árboles espaciados mientras que macizos de arbustos, rododendros, celindas y bolas de nieve abombaban sus matas de verdor desiguales sobre la línea curva del camino enarenado.
Por debajo de un puente corría un riachuelo; a través de la bruma, se distinguían unas construcciones cubiertas de paja, esparcidas en la pradera, que terminaba en suave pendiente en dos lomas cubiertas de bosque y, por detrás, en los macizos, se alzaban, en dos líneas paralelas, las cocheras y las cuadras, restos que se conservaban del antiguo castillo demolido.
El carricoche de Carlos se paró delante de la escalinata central; aparecieron unos criados; se adelantó el marqués, y, ofreciendo el brazo a la mujer del médico, la introdujo en el vestíbulo. Estaba pavimentado de losas de mármol, era de techo muy alto, y el ruido de los pasos, junto con el de las voces, resonaba como en una iglesia. Enfrente subía una escalera recta, y a la izquierda una galería que daba al jardín conducía a la sala de billar, desde cuya puerta se oía el ruido de las bolas de marfil al chocar en carambola.
Cuando lo atravesaba para ir al salón, Emma vio alrededor de la mesa a unos hombres de aspecto grave, apoyado el mentón sobre altas corbatas, todos ellos con condecoraciones, y sonriendo en silencio al empujar el taco de billar. De la oscura madera que revestía las paredes colgaban unos grandes cuadros con marco dorado que tenían al pie unos nombres escritos en letras negras. Emma leyó: «Juan Antonio d’Andervilliers d’lberbonville, conde de la Vaubyessard y barón de la Fresnaye, muerto en la batalla de Coutras, el 20 de octubre de 1587». Y en otro: «Juan Antonio Enrique Guy d’Andervilliers de la Vaubyessard, almirante de Francia y caballero de la Orden de San Miguel, herido en el combate de la Hougue. Saint Vaast, el 29 de mayo de 1692, muerto en la Vaubyessard el 23 de enero de 1693».
Después, los siguientes apenas se distinguían porque la luz de las lámparas, proyectada sobre el tapete verde del billar, dejaba flotar una sombra en la estancia. Bruñendo los cuadros horizontales, se quebraba contra ellos en finas aristas, según las resquebrajaduras del barniz; y de todos aquellos grandes cuadros negros enmarcados en oro se destacaba, acá y allá, alguna parte más clara de la pintura, una frente pálida, dos ojos que parecían mirarte, unas pelucas que se extendían sobre el hombro empolvado de los uniformes rojos, o bien la hebilla de una jarretera en lo alto de una rolliza pantorrilla. El marqués abrió la puerta del salón; una de las damas se levantó (la marquesa en persona), fue al encuentro de Emma y le hizo sentarse a su lado en un canapé, donde empezó a hablarle amistosamente, como si la conociese desde hacía mucho tiempo.
Era una mujer de unos cuarenta años, de hermosos hombros, nariz aguileña, voz cansina, y que llevaba aquella noche sobre su pelo castaño, una sencilla mantilla de encaje que le caía por detrás en triángulo. A su lado estaba una joven rubia sentada en una silla de respaldo alto; y unos señores, que llevaban una pequeña flor en el ojal de su frac, conversaban con las señoras alrededor de la chimenea. A las siete sirvieron la cena. Los hombres, más numerosos, pasaron a la primera mesa, en el vestíbulo, y las señoras a la segunda, en el comedor, con el marqués y la marquesa. Al entrar, Emma se sintió envuelta por un aire cálido, mezcla de perfume de flores y de buena ropa blanca, del aroma de las viandas y del olor de las trufas.
Las velas de los candelabros elevaban sus llamas sobre las tapas de las fuentes de plata; los cristales tallados, cubiertos de un vaho mate, reflejaban unos rayos pálidos; a lo largo de la mesa se alineaban ramos de flores, y, en los platos de anchos bordes las servilletas, dispuestas en forma de mitra, sostenían en el hueco de sus dos pliegues cada una un panecillo ovalado. Las patas rojas de los bogavantes salían de las fuentes; grandes frutas en cestas caladas se escalinaban sobre el musgo; las codornices conservaban sus plumas, olía a buena comida; y con medias de seda, calzón corto, corbata blanca, chorreras, grave como un juez, el maestresala que pasaba entre los hombros de los invitados las fuentes con las viandas ya trinchadas, hacía saltar con un golpe de cuchara el trozo que cada uno escogía. Sobre la gran estufa de porcelana una estatua de mujer embozada hasta el mentón miraba inmóvil la sala llena de gente. Madame Bovary observó que varias damas no habían puesto los guantes en su copa[25].
Entretanto, en la cabecera de la mesa, sólo entre todas estas mujeres, inclinado sobre su plato lleno, y con la servilleta atada al cuello como un niño, un anciano comía, dejando caer de su boca gotas de salsa. Tenía los ojos enrojecidos y llevaba una pequeña coleta, atada con una cinta negra. Era el suegro del marqués, el viejo duque de Laverdière, el antiguo favorito del conde de Artón, en tiempos de las partidas de caza en Vaudreuil, en casa del marqués de Conflans, y que había sido, decían, el amante de la reina María Antonieta, entre los señores de Coigny y de Lauzun. Había llevado una vida escandalosa, llena de duelos, de apuestas, de mujeres raptadas, había derrochado su fortuna y asustado a toda su familia. Un criado, detrás de su silla, le nombraba en voz alta, al oído, los platos que él señalaba con el dedo tartamudeando; y sin cesar los ojos de Emma se volvían automáticamente a este hombre de labios colgantes, como a algo extraordinario y augusto. ¡Había vivido en la Corte y se había acostado en lechos de reinas! Sirvieron vino de champaña helado. Emma tembló en toda su piel al sentir aquel frío en su boca. Nunca había visto granadas ni comido piña. El azúcar en polvo incluso le pareció más blanco y más fino que en otros sitios.
Después, las señoras subieron a sus habitaciones a arreglarse para el baile. Emma se acicaló con la conciencia meticulosa de una actriz debutante. Se arregló el pelo, según las recomendaciones del peluquero, y se enfundó en su vestido de barés[26], extendido sobre la cama. A Carlos le apretaba el pantalón en el vientre.
—Las trabillas me van a molestar para bailar —dijo.
—¿Bailar? —replicó Emma.
—¡Sí!
—¡Pero has perdido la cabeza!, se burlarían de ti, quédate en tu sitio. Además, es más propio para un médico —añadió ella.
Carlos se calló. Se paseaba por toda la habitación esperando que Emma terminase de vestirse. La veía por detrás, en el espejo, entre dos candelabros. Sus ojos negros parecían más negros. Sus bandós, suavemente ahuecados hacia las orejas, brillaban con un destello azul; en su moño temblaba una rosa sobre un tallo móvil, con gotas de agua artificiales en la punta de sus hojas. Llevaba un vestido de azafrán pálido, adornado con ramilletes de rosas de pitiminí mezcladas con verde. Carlos fue a besarle en el hombro.
—¡Déjame! —le dijo ella—. Me arrugas el vestido.
Se oyó un ritornelo de un violín y los sonidos de una trompa. Ella bajó la escalera, conteniéndose para no correr. Habían empezado las contradanzas.
Llegaba la gente. Se empujaban. Emma se situó cerca de la puerta, en una banqueta. Terminada la contradanza, quedó libre la pista para los grupos de hombres que charlaban de pie y los servidores de librea que traían grandes bandejas. En la fila de las mujeres sentadas, los abanicos pintados se agitaban, los ramilletes de flores medio ocultaban la sonrisa de las caras, y los frascos con tapa de oro giraban en manos entreabiertas cuyos guantes blancos marcaban la forma de las uñas y apretaban la carne en la muñeca. Los adornos de encajes, los broches de diamantes, las pulseras de medallón temblaban en los corpiños, relucían en los pechos, tintineaban en los brazos desnudos. Las cabelleras, bien pegadas en las frentes y recogidas en la nuca, lucían en coronas, en racimos, o en ramilletes de miosotis, jazmín, flores de granado, espigas o acianos.
Algunas madres, con mirada ceñuda, tocadas de turbantes rojos, permanecían pacíficas en sus asientos. A Emma le palpitó un poco el corazón cuando, enlazada a su caballero por la punta de los dedos, fue a ponerse en fila, y esperó el ataque del violín para comenzar. Pero pronto desapareció la emoción; y balanceándose al ritmo de la orquesta, se deslizaba hacia delante, con ligeros movimientos del cuello.
Una sonrisa le asomaba a los labios al escuchar ciertos primores del violín, que tocaba solo, a veces, cuando se callaban los otros instrumentos; se oía el claro sonido de los luises de oro que se echaban al lado sobre los tapetes de las mesas; después, todo recomenzaba al mismo tiempo, el cornetín lanzaba un trompetazo sonoro, los pies volvían a encontrar el compás, las faldas se ahuecaban, se cogían las manos, se soltaban; los mismos ojos, que se bajaban ante la pareja de baile, volvían a fijarse en ella.
Algunos hombres, unos quince, de veinticinco a cuarenta años, que se movían entre las parejas de baile o charlaban a la entrada de las puertas, se distinguían de la muchedumbre por un aire de familia, cualesquiera que fuesen sus diferencias de edad, de atuendo o de cara. Sus trajes, mejor hechos, parecían de un paño más suave, y sus cabellos peinados en bucles hacia las sienes, abrillantados por pomadas más finas. Tenían la tez de la riqueza, esa tez blanca realzada por la palidez de las porcelanas, los reflejos del raso, el barniz de los bellos muebles, y que se mantiene lozano gracias a un régimen discreto de alimentos exquisitos. Su cuello se movía holgadamente sobre sus corbatas bajas; sus patillas largas caían sobre cuellos vueltos; se limpiaban los labios con pañuelos bordados con una gran inicial y que desprendían un perfume suave.
Los que empezaban a envejecer tenían aspecto juvenil, mientras que un aire de madurez se veía en la cara de los jóvenes. En sus miradas indiferentes flotaba el sosiego de las pasiones diariamente satisfechas; y, a través de sus maneras suaves, se manifestaba esa brutalidad particular que comunica el dominio de las cosas medio fáciles, en las que se ejercita la fuerza y se recrea la vanidad, el manejo de los caballos de raza y el trato con las mujeres perdidas. A tres pasos de Emma, un caballero de frac azul hablaba de Italia con una mujer pálida que lucía un aderezo de perlas. Ponderaban el grosor de los pilares de San Pedro, Tívoli, el Vesubio, Castellamare y los Cassines, las rosas de Génova, el Coliseo a la luz de la luna. Emma escuchaba con su otra oreja una conversación con muchas palabras que no entendía.
Rodeaban a un hombre muy joven que la semana anterior había derrotado a Miss Arabelle y a Romulus y ganado dos mil luises saltando un foso en Inglaterra. Uno se quejaba de sus jinetes, que engordaban; otro, de las erratas de imprenta que habían alterado el nombre del animal. La atmósfera del baile estaba pesada; las lámparas palidecían. La gente refluía a la sala de billar. Un criado se subió a una silla y rompió dos cristales; al ruido de los vidrios rotos, Madame Bovary volvió la cabeza y percibió en el jardín, junto a las vidrieras, unas caras de campesinos que estaban mirando. Entonces acudió a su memoria el recuerdo de Les Bertaux.
Volvió a ver la granja, la charca cenagosa, a su padre en blusa bajo los manzanos, y se vio a sí misma, como antaño, desnatando con su dedo los barreños de leche en la lechería. Pero, ante los fulgores de la hora presente, su vida pasada, tan clara hasta entonces, se desvanecía por completo, y hasta dudaba si la había vivido. Ella estaba allí: después, en torno al baile, no había más que sombra que se extendía a todo lo demás.
En aquel momento estaba tomando un helado de marrasquino, que sostenía con la mano izquierda, en una concha de plata sobredorada, y entornaba los ojos con la cucharilla entre los dientes. Una señora a su lado dejó caer su abanico. Un danzante pasaba.
—¿Me hace el favor —dijo la señora—, de recogerme el abanico, que está detrás de ese canapé?
El caballero se inclinó, y mientras hacía el movimiento de extender el brazo, Emma vio la mano de la joven que echaba en su sombrero algo de color blanco, doblado en forma de triángulo. El caballero recogió el abanico y se lo ofreció a la dama respetuosamente; ella le dio las gracias con una señal de cabeza y se puso a oler su ramillete de flores.
Después de la cena, en la que se sirvieron muchos vinos de España, del Rin, sopas de cangrejos y de leche de almendras, pudín a lo Trafalgar y toda clase de carnes frías con gelatinas alrededor que temblaban en las fuentes, los coches empezaron a marcharse unos detrás de otros. Levantando la punta de la cortina de muselina, se veía deslizarse en la sombra la luz de sus linternas. Las banquetas se vaciaban; todavía quedaban algunos jugadores; los músicos humedecían con la lengua la punta de sus dedos; Carlos estaba medio dormido, con la espalda apoyada contra una puerta. A las tres de la mañana comenzó el cotillón. Emma no sabía bailar el vals. Todo el mundo valseaba, incluso la misma señorita d’Andervilliers y la marquesa; no quedaban más que los huéspedes del palacio, una docena de personas más o menos.
Entretanto, uno de los valseadores, a quien llamaban familiarmente «vizconde», y cuyo chaleco muy abierto parecía ajustado al pecho, se acercó por segunda vez a invitar a Madame Bovary asegurándole que la llevaría y que saldría airosa. Empezaron despacio, después fueron más deprisa. Daban vueltas: todo giraba a su alrededor, las lámparas, los muebles, las maderas, el suelo, como un disco sobre su eje. Al pasar cerca de las puertas, los bajos del vestido de Emma se pegaban al pantalón del vizconde; sus piernas se entrecruzaban; él inclinaba su mirada hacia ella, ella levantaba la suya hacia él; una especie de mareo se apoderó de ella, se quedó parada. Volvieron a empezar; y, con un movimiento más rápido, el vizconde, arrastrándola, desapareció con ella hasta el fondo de la galería, donde Emma, jadeante, estuvo a punto de caerse, y un instante apoyó la cabeza sobre el pecho del vizconde, y después, sin dejar de dar vueltas, pero más despacio, él la volvió a acompañar a su sitio; ella se apoyó en la pared y se tapó los ojos con la mano.
Cuando volvió a abrirlos, en medio del salón, una dama sentada sobre un taburete tenía delante de sí a tres caballeros arrodillados. Ella escogió al vizconde, y el violín volvió a empezar. Los miraban. Pasaban y volvían, ella con el cuerpo inmóvil y el mentón bajado, y él siempre en su misma postura, arqueado el cuerpo, echado hacia atrás, el codo redondeado, los labios salientes. ¡Ésta sí que sabía valsear! Continuaron mucho tiempo y cansaron a todos los demás. Aún siguieron hablando algunos minutos, y, después de darse las buenas noches o más bien los buenos días, los huéspedes del castillo fueron a acostarse.
Carlos arrastraba los pies cogiéndose al pasamanos, las rodillas se le metían en el cuerpo. Había pasado cinco horas seguidas, de pie delante de las mesas, viendo jugar al whist[27] sin entender nada. Por eso dejó escapar suspiros de satisfacción cuando se quitó las botas. Emma se puso un chal sobre los hombros, abrió la ventana y apoyó los codos en el antepecho. La noche estaba oscura. Caían unas gotas de lluvia. Ella aspiró el viento húmedo que le refrescaba los párpados. La música del baile zumbaba todavía en su oído, y hacía esfuerzos por mantenerse despierta, a fin de prolongar la ilusión de aquella vida de lujo que pronto tendría que abandonar.
Empezó a amanecer. Emma miró detenidamente las ventanas del castillo, intentando adivinar cuáles eran las habitaciones de todos aquéllos que había visto la víspera. Hubiera querido conocer sus vidas, penetrar en ellas, confundirse con ellas. Pero temblaba de frío. Se desnudó y se arrebujó entre las sábanas, contra Carlos, que dormía.
Hubo mucha gente en el desayuno. Duró diez minutos; no se sirvió ningún licor, lo cual extrañó al médico. Después, la señorita d’Andervilliers recogió los trozos de bollo en una cestilla para llevárselos a los cisnes del estanque y se fueron a pasear al invernadero, caliente, donde unas plantas raras, erizadas de pelos, se escalonaban en pirámides bajo unos jarrones colgados, que, semejantes a nidos de serpientes, rebosantes, dejaban caer de su borde largos cordones verdes entrelazados. El invernadero de naranjos, que se encontraba al fondo, conducía por un espacio cubierto hasta las dependencias del castillo.
El marqués, para entretener a la joven, la llevó a ver las caballerizas. Por encima de los pesebres, en forma de canasta, unas placas de porcelana tenían grabado en negro el nombre de los caballos. Cada animal se agitaba en su compartimento cuando se pasaba cerca de él chasqueando la lengua. El suelo del guadarnés brillaba a la vista como el de un salón. Los arreos de coche estaban colocados en el medio sobre dos columnas giratorias, y los bocados, los látigos, los estribos, las barbadas, alineadas a todo lo largo de la pared.
Carlos, entretanto, fue a pedir a un criado que le enganchara su coche. Se lo llevaron delante de la escalinata, y una vez en él todos los paquetes, los esposos Bovary hicieron sus cumplidos al marqués y a la marquesa y salieron para Tostes. Emma, silenciosa, miraba girar las ruedas. Carlos, situado en la punta de la banqueta, conducía con los dos brazos separados, y el pequeño caballo trotaba levantando las dos patas del mismo lado entre los varales que estaban demasiado separados para él. Las riendas flojas batían sobre su grupa empapándose de sudor, y la caja atada detrás del coche golpeaba acompasadamente la carrocería.
Estaban en los altos de Thibourville, cuando de pronto los pasaron unos hombres a caballo riendo con sendos cigarros en la boca. Emma creyó reconocer al vizconde; se volvió y no percibió en el horizonte más que el movimiento de cabezas que bajaban y subían, según la desigual cadencia del trote o del galope.
Un cuarto de hora más tarde hubo que pararse para arreglar con una cuerda la correa de la retranca que se había roto. Pero Carlos, echando una última ojeada al arnés, vio algo caído entre las piernas de su caballo; y recogió una cigarrera toda bordada de seda verde y con un escudo en medio como la portezuela de una carroza.
—Hasta hay dos cigarros dentro —dijo—; serán para esta noche, después de cenar.
—¿Así que tú fumas? —le preguntó ella.
—A veces, cuando hay ocasión.
Cuando llegaron a casa la cena no estaba preparada. La señora se enfadó. Anastasia contestó insolentemente.
—¡Márchese! —dijo Emma.
—Esto es una burla, queda despedida.
De cena había sopa de cebolla, con un trozo de ternera con acederas. Carlos, sentado frente a Emma, dijo frotándose las manos con aire feliz:
—¡Qué bien se está en casa!
Se oía llorar a Anastasia. Él le tenía afecto a aquella pobre chica. En otro tiempo le había hecho compañía durante muchas noches, en los ocios de su viudedad. Era su primera paciente, su más antigua relación en el país.
—¿La has despedido de veras?
—Sí. ¿Quién me lo impide? —contestó Emma.
Después se calentaron en la cocina mientras les preparaba su habitación. Carlos se puso a fumar. Fumaba adelantando los labios, escupiendo a cada minuto, echándose atrás a cada bocanada.
—Te va a hacer daño —le dijo ella desdeñosamente.
Dejó su cigarro y corrió a beber en la bomba un vaso de agua fría.
Emma, cogiendo la petaca, la arrojó vivamente en el fondo del armario. ¡Qué largo se hizo el día siguiente! Emma se paseó por su huertecillo, yendo y viniendo por los mismos paseos, parándose ante los arriates, ante la espaldera, ante el cura de alabastro, contemplando embobada todas estas cosas de antaño que conocía tan bien. ¡Qué lejos le parecía el baile! ¿Y quién alejaba tanto la mañana de anteayer de la noche de hoy? Su viaje a la Vaubyessard había abierto una brecha en su vida como esas grandes grietas que una tormenta en una sola noche excava a veces en las montañas. Sin embargo, se resignó; colocó cuidadosamente en la cómoda su hermoso traje y hasta sus zapatos de raso, cuya suela se había vuelto amarilla al contacto con la cera resbaladiza del suelo. Su corazón era como ellos; al roce con la riqueza, se le había pegado encima algo que ya no se borraría. El recuerdo de aquel baile fue una ocupación para Emma.
Cada miércoles se decía al despertar: «¡Ah, hace ocho días… hace quince días…, hace tres semanas, yo estaba allí!». Y poco a poco, las fisonomías se fueron confundiendo en su memoria, olvidó el aire de las contradanzas, no vio con tanta claridad las libreas y los salones; algunos detalles se le borraron, pero le quedó la añoranza.

Gustave Flaubert
Madame Bovary

Considerada unánimemente una de las mejores novelas de todos los tiempos, Madame Bovary narra la oscura tragedia de Emma Bovary, mujer infelizmente casada, cuyos sueños chocan cruelmente con la realidad. Al hechizo que ejerce la figura de la protagonista hay que añadir la sabia combinación argumental de rebeldía, violencia, melodrama y sexo, «los cuatro grandes ríos», como afirmó en su día Mario Vargas Llosa, que alimentan esta historia inigualable. La publicación de esta obra en 1857 fue recibida con gran polémica y se procesó a Flaubert por atentar contra la moral. A través del personaje de Madame Bovary, el autor rompe con todas las convenciones morales y literarias de la Burguesía del siglo XIX, tal vez porque nadie antes se había atrevido a presentar un prototipo de heroína de ficción rebelde y tan poco resignada al destino. Hoy existe el término «bovarismo» para aludir aquel cambio del prototipo de la mujer idealizada que difundió el romanticismo, negándole sus derechos a la pasión. Ella actúa de acuerdo a la pasión y necesidad que siente su corazón de avanzar en la búsqueda de su felicidad, pasando por los ideales establecidos para la mujer en esa época. Rompe con el denominado encasillamiento en que la mayoría de las mujeres estaban sometidas.

Se me presentó una oportunidad de abordar al coronel Race a la mañana siguiente. Se había terminado de subastar el plato y nos paseamos juntos por cubierta.

Capítulo XVI
Se me presentó una oportunidad de abordar al coronel Race a la mañana siguiente. Se había terminado de subastar el plato y nos paseamos juntos por cubierta.
—¿Cómo anda la gitanilla esta mañana? ¿Suspira por su tierra y su caravana?
Negué con la cabeza.
—Ahora que el mar se porta tan bien, me parece que me gustaría permanecer a flote eternamente.
—¡Qué entusiasmo!
—¿Verdad que hace un tiempo muy hermoso esta mañana?
Nos apoyamos juntos en la borda. Hacía una calma chicha. El mar parecía una balsa de aceite y tenía la policromía de algo engrasado. Salpicábanlo grandes manchas de colorido: azules, verde pálido, esmeralda, púrpuras y anaranjado intenso, como un cuadro cubista. De vez en cuando aparecía un destello plateado que señalaba la presencia de peces voladores. El aire estaba húmedo y cálido, casi pegajoso. Su aliento, dijérase era una caricia perfumada.
—Fue muy interesante esa historia que nos contó usted anoche —dije yo, rompiendo el silencio.
—¿Cuál?
—La de los diamantes.
—Creo que a las mujeres siempre les interesan los diamantes.
—Claro que sí. Y a propósito, ¿qué fue del otro joven? Dijo usted que eran dos.
—¿Lucas? No podían juzgar al uno sin el otro, naturalmente. Conque quedó en libertad.
—Y…, ¿qué fue de él…? Andando el tiempo, quiero decir. ¿Lo sabe alguien?
El coronel Race tenía la mirada clavada en el mar y el rostro tan desprovisto de expresión como una máscara; pero se me antojó que no le gustaban mis preguntas. No obstante, contestó sin vacilar:
—Marchó a la guerra y se portó como un héroe. Se le dio por herido y desaparecido…, probablemente muerto.
Aquello era lo que yo deseaba saber. No proseguí mi interrogatorio. Pero me pregunté, más que nunca, cuánto sabría el coronel Race. Seguía interesándome el papel que desempeñaba él en todo aquello.
Hice una cosa más; entrevistarme con el mayordomo de noche. Untando un poco las ruedas, conseguí que hablase.
—La señora no se asustaría, ¿verdad, señorita? Me pareció una broma inofensiva. Una apuesta, según entendí yo.
Se lo saqué todo, poco a poco. En el viaje desde El Cabo a Inglaterra, uno de los pasajeros le había entregado un rollo de película, pidiéndole que lo dejara caer sobre la litera del camarote número 71, a la una de la madrugada, el día 22 de enero, en el viaje de regreso. Una dama ocuparía el camarote y le dijeron que se trataba de una apuesta. Deduje que al mayordomo le habían pagado muy bien para que cumpliera lo que le pedían. No se había mencionado el nombre de la señora. Como la señora Blair se fue derecha al camarote 71 después de entrevistarse con el sobrecargo al llegar a bordo, no se le ocurrió pensar al mayordomo ni un instante que pudiera no ser ella la dama de quien le habían hablado. El nombre del pasajero que hiciera el encargo era Carton y la descripción concordaba exactamente con la del hombre que murió en el «Metro».
Conque un misterio por lo menos quedaba aclarado y era evidente que los diamantes constituían la clave de toda la situación.
Los últimos días a bordo del Kilmorden parecieron transcurrir muy aprisa. A medida que nos fuimos acercando a la Ciudad de El Cabo me vi obligada a dar cuidadosa consideración a mis planes futuros. ¡Había tanta gente a la que deseaba vigilar! El señor Chichester, sir Eustace y su secretario y… sí, ¡el coronel Race! ¿Cómo iba a componérmelas…? Naturalmente, era Chichester quien merecía ser el primer objeto de mi atención. Es más, estaba a punto de eliminar a sir Eustace y a Pagett, muy a pesar mío, de la lista de sospechosos, cuando una conversación despertó nuevas dudas en mi mente.
No había olvidado la incomprensible emoción del señor Pagett cada vez que se mencionaba a Florencia. La última noche pasada a bordo estábamos todos sentados sobre cubierta y sir Eustace le dirigió una pregunta completamente inocente a su secretario. No recuerdo exactamente qué pregunta fue, algo relacionado con el retraso de los ferrocarriles en Italia, pero observé inmediatamente que Pagett daba muestras de la misma inquietud que había llamado anteriormente mi atención. Cuando sir Eustace sacó a la señora Blair a bailar, me pasé apresuradamente al asiento vecino del secretario. Estaba decidida a aclarar de una vez la cuestión.
—Siempre he soñado con ir a Italia —dije—; y especialmente a Florencia. ¿No encontró muy agradable su estancia allí?
—Ya lo creo que sí, señorita Beddingfeld. Pero tendrá que perdonarme. Tengo unas cartas de sir Eustace…
Le así de la manga.
—¡Oh! ¡No huya usted, por favor! —exclamé con acento tan retozón como el de una viuda—. Estoy segura de que a sir Eustace no le gustaría que me dejase usted sola, sin nadie con quien hablar. Nunca parece querer hablar de Florencia. ¡Oh, señor Pagett! ¡Empiezo a creer que tiene usted algo que ocultar!
Aún tenía la mano posada en su brazo, y noté el brusco sobresalto que experimentó.
—De ninguna manera, señorita Beddingfeld, de ninguna manera —me contestó—. Me encantaría contarle a usted con detalle mis impresiones; pero tengo unos cablegramas que…
—¡Oh, señor Pagett, qué excusa más pobre! Le diré a sir Eustace…
No pude terminar. Dio otro salto. Parecía tener el sistema nervioso deshecho.
—¿Qué es lo que desea usted saber?
La expresión de mártir y el tono de resignación con que hizo la pregunta me hicieron sonreír para mis adentros.
—¡Oh, todo! Los cuadros, los olivos…
Hice una pausa, sin saber cómo continuar.
—¿Supongo que sabe usted italiano? —inquirí.
—Por desgracia, no sé una palabra de ese idioma. Pero, claro está, con conserjes y… ah… guías…
—Justo —me apresuré a responder—. Y, ¿cuál fue su cuadro favorito?
—¡Oh… ah… la Madona… ah… de Rafael!
—¡Qué linda es Florencia! —murmuré, volviéndome sentimental—. ¡Tan pintoresca a orillas del Arno! Hermoso río. Y el Duomo…, ¿recuerda el Duomo?
—Claro, claro.
—Es un río muy hermoso también, ¿no es cierto? —aventuré—. Casi más bonito que el Arno.
—Muchísimo más, en mi opinión.
Envalentonada por el éxito de mi pequeña estratagema, seguí por el mismo camino. Pero no había lugar a duda. El señor Pagett se entregaba en mis manos a cada palabra que pronunciaba. Aquel hombre no había estado en Florencia jamás.
Pero si no en Florencia, ¿dónde había estado? ¿En Inglaterra? ¿En la propia Inglaterra por la época del Misterio de la Casa del Molino? Decidí dar un paso atrevido.
—Lo curioso del caso —dije— es que tenía el convencimiento de que le había visto a usted en alguna otra ocasión. Pero estaré equivocada…, puesto que se hallaba usted en Florencia por entonces. Y, sin embargo…
Le observé con disimulo. Ya mirada de sus ojos era la de una fiera acorralada. Se humedeció los resecos labios.
—¿Dónde… ah… dónde…?
—¿Dónde creí haberle visto? En Marlow. ¿Conoce usted Marlow? ¡Ah, claro! ¡Qué estúpida soy! ¡Si sir Eustace tiene una casa allí! Una hermosa casa, según tengo entendido.
Mascullando incoherentemente una excusa, mi víctima se puso en pie y huyó.
Aquella noche irrumpí en el camarote de Susana, excitada a más no poder.
—Como ve usted, Susana —dije después de haber terminado mi relato—, estaba en Inglaterra, en Marlow, por la época del asesinato. ¿Está usted aún tan segura de que el «Hombre del traje color castaño» es culpable?
—Estoy segura de una cosa —anunció Susana, bailándole inesperadamente la risa en sus ojos.
—¿De qué?
—De que «el hombre del traje color castaño» es más guapo que el pobre señor Pagett. No, Anita; no se enfade. Sólo la quería hacer rabiar. Siéntese aquí. Bromas aparte, estoy convencida de que ha hecho usted un descubrimiento importante. Hasta ahora hemos creído que Pagett podía probar la coartada. Ahora sabemos que no.
—Justo —repliqué—; tendremos que vigilarle.
—Como a todos los demás —contestó ella—. Bueno; ésa es una de las cosas que quiero discutir con usted. Ésa… y la cuestión económica. No; no alce la barbilla de esa manera. Ya sé que es usted absurdamente orgullosa y poco amiga de aceptar favores. Pero tiene que hacer uso de su sentido común en este caso. Somos socias, o colaboradoras. No le ofrecería a usted ni un penique porque me fuera simpática o porque fuese usted una muchacha desvalida. Lo que quiero es una emoción, y estoy dispuesta a pagar por experimentarla. Vamos a emprender esta aventura juntas sin preocuparnos de los gastos. Para empezar, se alojará usted conmigo en el Hotel Nelson, corriendo los gastos de mi cuenta. Y preparemos nuestro plan de campaña.
Discutimos el asunto. Y al fin de cuentas, cedí yo. Pero no me gustó. Quería hacer las cosas por mí misma.
—Ese punto queda resuelto —dijo Susana por fin, poniéndose en pie, desperezándose y bostezando—. Mi propia elocuencia me ha dejado agotada. Ahora discutamos de nuestras víctimas. El señor Chichester continuará el viaje hasta Durban. Sir Eustace se alojará en el Hotel Mount Nelson de la Ciudad de El Cabo y luego se trasladará a Rhodesia. Le van a reservar un coche del tren; y, en un momento de expansión, después de beberse la cuarta copa de champaña, la otra noche me ofreció asiento en él. Seguramente lo dijo nada más que por cumplido. No obstante, mal puede volverse atrás si yo le cojo la palabra.
—¡Magnífico! —aprobé—. Usted vigile a sir Eustace y a Pagett y yo me encargaré de Chichester. Pero ¿y el coronel Race?
Susana me dirigió una mirada singular.
—Anita, no es posible que usted sospeche…
—Sospecho. Sospecho de todo el mundo. Me encuentro de ese humor en que se desconfía de la persona más improbable.
—El coronel Race marcha a Rhodesia también —dijo Susana, pensativa—. Si pudiéramos arreglárnoslas de forma que sir Eustace le invitara también…
—Usted puede conseguirlo. Es capaz de conseguirlo todo.
—Me encanta la adulación —runruneó Susana.
Cuando nos despedimos, había quedado entendido que Susana sacaría el mayor provecho posible a sus habilidades.
Yo estaba demasiado excitada para irme a la cama en seguida. Era la última noche que pasaba a bordo. A primera hora de la mañana estaríamos en la Bahía de Table.
Subí a cubierta. Soplaba una brisa fresca. El buque se balanceaba un poco en el mar picado. Las cubiertas estaban a oscuras y desiertas. Era más de medianoche.
Me incliné sobre la borda contemplando la fosforescente estela de espuma. Delante de nosotros se hallaba África. Corríamos hacia el continente cortando las oscuras aguas. Me sentí sola en un mundo maravilloso. Envuelta en extraña paz, permanecí allí, sin percatarme del tiempo que transcurrió, absorta en mi sueño.
Y de pronto, tuve un singular presentimiento: un peligro me amenazaba. No había oído nada, pero me volví instintivamente. Una sombra se había deslizado detrás de mí. Al volverme yo, saltó. Una mano me asió de la garganta, ahogando el grito que pudiera haber lanzado. Luché desesperadamente, aunque sin la menor probabilidad de salvación. Estaba medio estrangulada; pero mordí, me colgué y arañé como buena mujer. Al hombre le estorbaba el tener que impedir que gritase. De haber logrado acercarse a mi sin ser descubierto, le hubiese costado muy poco trabajo tirarme por la borda de un brusco achuchón. Los tiburones se hubieran encargado de lo demás.
Por mucho que luché, sentí que perdía las fuerzas. Mi adversario se dio cuenta también. Concentró todas sus energías. Y súbitamente, otra figura que corría sin hacer ruido tomó parte en la brega. Con un puñetazo bien plantado tiró a mi contrincante de cabeza a la cubierta. Al estar libre caí sobre la borda, mareada y temblorosa.
Mi salvador se volvió hacia mí con un rápido movimiento.
—¿Le ha hecho daño?
Había algo salvaje en su tono, una amenaza contra la persona que se había atrevido a hacerme daño. Aun antes de que hubiese hablado yo le había reconocido. Era mi hombre, el de la cicatriz.
El único instante en que se volvió hacia mí le bastó al enemigo caído. Rápido como el pensamiento se puso en pie y echó a correr cubierta abajo. Rayburn masculló una maldición y salió corriendo tras él.
Nunca me ha gustado quedarme al margen de los acontecimientos. Emprendí a mi vez la persecución, aunque sin poder alcanzar a los otros. Dimos la vuelta a la cubierta hacia el lado de estribor. Allí junto a la puerta del comedor, yacía el hombre en disforme montón, Rayburn estaba inclinado sobre él.
—¿Le pegó usted otra vez? —pregunté, casi sin aliento.
—No hubo necesidad. Le encontré caído junto a la puerta. O no la podía abrir, o está haciéndose el muerto. Pronto lo veremos. Y averiguaremos también quién es.
Me acerqué palpitándome con violencia el corazón. Me había percatado, desde el primer momento, de que mi adversario era de mayor corpulencia que Chichester. Además, Chichester era un hombre fofo que emplearía un cuchillo en caso de apuro; pero que no debía tener mucha fuerza en las manos.
Rayburn encendió una cerilla. Ambos soltamos una exclamación. El hombre era Guy Pagett.
A Rayburn pareció dejarle completamente estupefacto el descubrimiento.
—Pagett —murmuró—. ¡Dios Santo, Pagett!
Experimenté cierta sensación de superioridad.
—Parece usted sorprendido —dije.
—Lo estoy —respondió él—. Jamás sospeché… ¿Y usted? ¿No lo está? ¿Le reconocería, supongo, cuando le atacó?
—No; no le reconocí. No obstante, no estoy muy sorprendida.
Me miró con desconfianza.
—¿Qué papel pinta usted en este asunto? Y… ¿cuánto sabe usted?
Sonreí.
—Muchísimo, señor… Lucas…
Me asió del brazo. La fuerza que empleó inconscientemente me hizo sobrecogerme.
—¿De dónde sacó ese nombre? —preguntó roncamente.
—¿No es el suyo? —inquirí con dulzura—. O… ¿prefiere usted que le llamen el «Hombre del traje color castaño»?
Aquello si que le llenó de estupor. Me soltó el brazo y retrocedió dos pasos.
—¿Es usted muchacha o bruja? —susurró.
—Soy una amiga. —Di un paso hacia él—. Le ofrecí mi ayuda una vez… Se la vuelvo a ofrecer. ¿La acepta?
La ferocidad de su respuesta me desconcertó.
—¡No! No quiero tratos con usted ni con mujer alguna. ¡Hágame, pues, todo el daño que quiera!
Como la vez anterior su contestación me sublevó.
—Tal vez —dije— no se da usted cuenta hasta qué punto se halla en mi poder. Con decirle yo una palabra al capitán…
—Dígasela —me contestó burlón.
Luego, dando un rápido paso hacia mí:
—Y ya que de darse cuenta de las cosas se trata, muchacha, ¿se da usted cuenta de que se halla en mi poder en este instante? Podría asirla del cuello así… —Con rápido gesto unió la acción a la palabra. Sentí que sus manos me cogían por la garganta y apretaban levemente— así… ¡y dejarla sin vida! Y luego, como nuestro amigo caído, pero con más éxito, echar su cadáver a los tiburones. ¿Qué dice a eso?
Yo nada dije. Me reí. Y sin embargo, sabía que el peligro era real. En aquel instante me odiaba. Pero sabía también que amaba el peligro, que me gustaba sentirme rodeado el cuello por sus manos. ¡Qué no hubiera cambiado aquel momento por ningún otro de mi vida!
Con una risita seca, me soltó.
—¿Cómo se llama usted? —preguntó con exagerada brusquedad.
—Ana Beddingfeld.
—¿No le asusta a usted nada, Ana Beddingfeld?
—¡Oh, sí! —repliqué, fingiendo una serenidad que andaba muy lejos de sentir—. Me asustan las avispas, las mujeres sarcásticas, los hombres muy jóvenes, las cucarachas y los dependientes de comercio demasiado pagados de sí.
Soltó una risita como la primera. Luego removió el cuerpo inerte de Pagett con el pie.
—¿Qué hacemos con esta carroña? ¿La tiramos por la borda? —preguntó, como sin darle importancia a la cosa.
—Si usted quiere… —le respondí con igual tranquilidad.
—Admiro sus sanguinarios instintos, señorita Beddingfeld. Pero le dejaremos aquí para que recobre el conocimiento a su conveniencia. No ha sufrido grave daño.
—Veo que retrocede usted ante un segundo asesinato —le dije con dulzura.
—¿Un segundo asesinato?
Parecía alarmado de verdad.
—La mujer de Marlow —le repliqué, observando estrechamente el efecto de mis palabras.
Una expresión muy fea apareció en su semblante. Pareció haber olvidado mi presencia.
—Hubiera podido matarla —replicó—. A veces creo que tenía la intención de matarla…
Despertó en mí, de pronto, un odio profundo hacia la muerta. Yo hubiese sido capaz de matarla en aquel instante, de haberse hallado ante mí… porque él la debía haber querido alguna vez… por fuerza… por fuerza. Sólo así se explicaba que hablara de semejante manera.
Recobré el dominio de mis nervios y hablé con voz casi normal:
—Parecemos haber dicho ya todo cuanto hay que decir… salvo buenas noches.
—Buenas noches y adiós, señorita Beddingfeld.
—Hasta la vista, señor Lucas.
Volvió a sobrecogerse al oír el nombre. Se acercó más.
—¿Por qué dice usted eso… «hasta la vista», quiero decir?
—Porque me da el corazón que volveremos a encontrarnos.
—¡No, si yo lo puedo remediar!
A pesar del énfasis con que habló, no me sentí ofendida. Por el contrario, experimenté cierta satisfacción interior. No soy tonta del todo.
—Pese a ello —dije—, creo que nos volveremos a ver.
—¿Por qué? —preguntó, sorprendido.
Sacudí la cabeza, incapaz de explicar el sentimiento que me había impulsado a decir semejantes palabras.
—No deseo volverla a ver jamás —dijo él, de pronto, y con violencia.
En realidad, sus palabras eran una grosería; pero me limité a reír dulcemente y perderme en la oscuridad.
Le oí empezar a seguirme y detenerse después. Y en alas de la brisa, una palabra llegó hasta mí, «¡brujas!», creo que fue.

Agatha Christie
El hombre del traje color castaño

Una bailarina rusa que planea un chantaje, un robo de diamantes en África del Sur, un hombre que muere empujado a la vía del metro de Londres y un extraño pedazo de papel. Éstas son las piezas del rompecabezas que casualmente caen en manos de Anne Beddingfeld, la hija de un famoso arqueólogo, que decide descubrir la trama completa sin importarle los riesgos que debe asumir para ello.

LA MUERTE DE LUIS XVI

LA MUERTE DE LUIS XVI
El 21 de enero de 1793 fue ajusticiado en la plaza de la Revolución, hoy de la Concordia, en París, el rey de Francia Luis XVI. Su confesor, el abate Firment le acompañó al cadalso y le despidió diciéndole:
—Hijo de san Luis, subid al cielo. El rey dijo, dirigiéndose a los franceses:
—Muero inocente y perdono a mis enemigos. Deseo que mi sangre no caiga sobre Francia. Un atronador redoble de tambores impidió oír sus últimas palabras. Brilló el relámpago de la cuchilla y la cabeza del rey quedó separada del tronco. La multitud se agolpó ante la plataforma para empapar pañuelos en la sangre del monarca que rezumaba entre las tablas de la plataforma. María Antonieta fue guillotinada el 16 de octubre del mismo año. Se ha hecho famosa la frase que le dijo a la reina el oficial de la guardia:
—Señora, ahora es preciso morir.

Luis Carandell
Las anécdotas de la política, De Keops a Clinton,

Las anécdotas son a la Historia como los apuntes de descripción a las buenas novelas. Los historiadores las atesoran porque son esenciales para entender, lejos de las grandes fórmulas interpretativas, la materia misma del quehacer humano. El objetivo de esta colección es presentarlas con rigor, seleccionadas por grandes autores que, además de sensibilidad y criterio, tienen todos sentido del humor.

LA PRIMAVERA

DER FRÜHLING
Die Sonne kehrt zu neuen Freuden wieder,
Der Tag erscheint mit Stralen, wie die Blüthe,
Die Zierde der Natur erscheint sich dem Gemüthe,
Als wie entstanden sind Gesang und Lieder.
Die neut Welt ist aus der thale Grunde,
Und heiter ist des Frühlings Morgenstunde,
Aus Höhen glänzt der Tag, des Abends Leben
Ist der Betrachtung auch des innern Sinns gegeben.
Mit Unterthänigkeit Scardanelli.
d. 20 Jan. 1758.

LA PRIMAVERA
A nuevas alegrías torna el sol
con rayos nace el día, como las flores
el ornato de la Naturaleza a los sentidos aparece
como cuando nacen Canto y canción.
En el fondo del valle un nuevo mundo surge
apacible es la hora matinal de la Primavera
el día brilla desde las alturas, la vida del anochecer
dada nos es para contemplar el íntimo sentido.
Humildemente Scardanelli.
20 de Enero 1758.

Friedrich Hölderlin
Poemas de la locura
Precedidos de algunos testimonios de sus contemporáneos sobre los «años oscuros» del poeta


Treinta y seis años tenía Friedrich Hölderlin en 1806 cuando, declarado loco, fue acogido en su casa de Tubinga, junto al Neckar, por el carpintero Zimmer. Treinta y siete más vivió en aquella casa, olvidado del mundo, de sus amigos, de sus contemporáneos, en constante diálogo consigo mismo y con la Naturaleza.
De las muchas páginas que allí escribió, prácticamente todas se han perdido. Estos 49 poemas que aquí se recogen y traducen al castellano son una ínfima muestra de su actividad intelectual en aquellos años, pero son también lo único que de ellos nos queda. La incuria del tiempo y de los hombres dejó perderse para siempre cuanto el poeta escribió, excepto estos breves textos, desperdigados entre amigos y visitantes ocasionales.
Se han recogido igualmente, junto a sus poemas, algunos testimonios de sus contemporáneos que arrojan cierta luz sobre los «años oscuros» del poeta.

EL APLASTAMIENTO DEL INFAME

EL APLASTAMIENTO DEL INFAME
El Infame ya no es Dios, como en tiempos de Voltaire, el pobre Señor Dios, despedido definitivamente y abolido por la alianza de la ciencia y la razón modernas. El Infame, hoy, es el Arte, el Arte enemigo capaz de elevar los corazones. Un vapor, una gota de agua, decía Pascal, basta para matar a la caña que piensa. Parece que no sobra necedad en el universo para aplastar a la caña que canta y por fin ha llegado el momento de hacerlo, pues la necedad del universo está en nuestra propia casa.
Una tarde de la semana pasada, unos amigos me llevaron al Ateneo. Nunca pongo un pie en una sala de espectáculos por culpa del olor a carne humana, que desgraciadamente me asquea. Pero iba a sonar la música de Charles de Sivry, así que valía la pena un poco de extenuación.
Este Charles de Sivry es una especie de gran artista viajero que nunca se ha desplazado. Parece un príncipe de la fantasía al que le gustaría ir de incógnito y que siempre parece venir de algún lugar demasiado lejano. Un poco mago, un poco miniaturista, un poco periodista, un poco irónico y un poco virtuoso, cuando lo vi por vez primera me pareció como recién salido de la tierra y me desconcertó durante unos minutos. Yo todavía no sabía que esta mezcla de muchas cosas constituía precisamente el carácter de su arte y al poco tiempo me di cuenta de que este músico trabaja mucho para las esferas, justo como Cristóbal Colón antes de descubrir América.
¿Descubrirá él también un nuevo mundo estético, un continente de sensaciones desconocidas que sirva de consuelo a un viejo mundo harto de cantinelas? Es posible, aunque nuestros espíritus, teñidos de plata, no se presten a ello. Me espero cualquier cosa de estos hombres flacos, con bigotes de leopardo, que parecen llevar la vida como un recadero ansioso por cobrar llevaría una carta de pésame a unos burgueses afligidos. Cuando estas fieras han terminado sus encargos, regresan a la caverna iluminada donde el Ideal, sometido, hila a los pies de su Fantasía. Pero ya verán ustedes como eso produce ciudadanos felices en una sociedad que adora a los saltimbanquis.
Aquella tarde oí a una agradable muchacha que cantaba arias populares antiguas, recopiladas y orquestadas por el señor De Sivry, quien sabe muy bien que existe un París moderno con literatura de andar por casa, de cortesanas, incluso de senadores y otras muchas cosas actuales, pero se burla de ellas y se larga a otra parte, muy lejos. Estas cuatro melodías simples: Noël breton, La chanson de Renaud, La vigne y Les sabots, esas sencillas y deliciosas flores de brezo de un solo pétalo, me provocaron una especie de frescor divino. Mientras las escuchaba, el compañero transformado de Ulises que todo parisino lleva dentro vuelve a tomar forma humana por un momento, y es Circe, la abominable transformadora de cerdos, quien se convierte en una cerda inmunda.
Yo le habría dado un abrazo a este amable director de orquesta de singular fisionomía que tal vez realizaba sólo para mí el encantamiento del Sueño de una noche de verano en mitad de la absurda realidad de una noche parisina, por la felicidad que me proporcionó. Pero la experiencia me ha enseñado que no se debe abrazar a los músicos y, además, tengo demasiados asuntos sucios entre manos para permitirme poner los brazos alrededor de cualquier criatura humana.
Pero la ternura para mí no debe ser más que una distracción fugaz. Ahí debe quedarse. Después del señor De Sivry, vimos al señor Donato con sus experiencias. En ese momento, el pobre músico volvió a la nada, el armonioso Ariel se desvaneció ante la aparición de Calibán; el señor De Sivry se convirtió en el escamoteador de sus propios rayos y el señor Donato pasó a ser el artista, el único artista, el fascinador adorado por un público digno de él.
Este tal Donato está gordo, tiene una gran barriga y una cabeza que parece haber salido de ella. Es uno de esos individuos que tienen pinta de haberse pasado el día vendiendo algo, libros o tripas. Por la noche tiene pujanza. Sólo con mirarlo, puede paralizar a cualquier señor o dejarlo idiota. Cuando se le encomienda un hombre, hace lo que quiere con él: lo convierte en una tabla, en una campanilla, en una fuente, incluso en un cadáver si lo desea. Comprenderán ustedes que con tales resultados, logrados ante la mirada severa de un público cebado, cualquier artista —aunque fuera el mejor del mundo— parecerá poca cosa a su lado, si nos atrevemos a compararlo con él. Si no tuviéramos modales, vomitaríamos de buena gana sobre este inútil.
El señor Donato rehúsa representar la ciencia, él la sirve por amor, como Jacob servía a Labán con el objetivo de casarse con sus hijas dotadas convenientemente. Es el mozo de anfiteatro de la Experiencia. No quiere que sospechemos que tiene otras pretensiones. ¿Qué se puede decir de él? Lo que hace no es en realidad ni hermoso ni apetecible y a su persona le falta el destello de la seducción. Respecto a su poder magnetizador, venga de donde venga, no me interesa. Aseguran que tiene compinches y que ese bonito rebaño se mofa del público. Eso me resulta completamente indiferente. Me basta saber que este tipo de hechos son posibles y que desde hace tiempo han sido llevados a cabo por científicos que no se subían a ningún escenario. Pero mi repugnancia es invencible ante estas exhibiciones indecentes en las que la palabrería científica viene acompañada de manos trapacistas.
Tengo la creencia arcaica de que el cuerpo humano es una forma de divinidad simbólica y que debe ser respetado. No aconsejaría al señor Donato que me echara el aliento, aunque tuviera todos los dientes. Tengo también la costumbre arcaica de considerar estiércol todo aquello que carece esencialmente de belleza. Que el señor Donato realice un día una experiencia magnética que provoque el efecto de inspirar en su sujeto una palabra espiritual, un movimiento generoso o simplemente un gesto noble, y yo le lameré la planta de los pies. Hasta entonces, que se cuide mucho de alejar su persona de la mía.
No hablaría tanto de este negociante si sólo lo tuviera presente a él. No hablaría de él en absoluto ni pronunciaría su nombre, que me deja un regusto a tocino en la boca. Pero también está el público. ¡Ay, amigos míos, qué público! El público de aquí y de allá, el público tonto, vil y ordinario que no tiene más que unos ojos y un estómago, pero que carece de corazón, de cerebro e incluso de músculos para castigar a los innobles histriones que deshonran ante él la Semejanza de Dios.
Pasé una hora terrible desgarrándome el alma mientras veía a este ganado que piafaba y se partía de risa ante el espectáculo de dos o tres miserables que devoraban con gestos de simios felices las patatas crudas que el tal Donato les había dado, como si fueran deliciosas peras. Esto me provocó el efecto de una violación en público, a pleno sol, a la vista de una chusma en celo. Me dije que ahí se encontraba el sucio pueblo de esclavos que toda Europa empieza a despreciar. Ahora puede venir el poderoso mendigo, el exterminador providencial; sus pies de bestia entrarán en Francia, Primogénita de la Iglesia convertida en la ramera del mundo, como si entraran en un excremento líquido.
Sólo una voz se alzó contra esta profanación, una voz jadeante e indignada, que enseguida fue acallada por el clamor de los ilotas que no querían que se interrumpiera su ebriedad. Supe entonces que el valiente que había hablado era un joven, un poeta, un meridional ardiente y generoso. Se llama don Georges d’Esparbès. Le doy las gracias en nombre de las almas valientes y los corazones libres que todavía queden, en vísperas de la gran Chabacanería que va a alzarse, como un sol, sobre nuestro planeta.
En lo referente a este pobre Charles de Sivry, le aconsejo que regrese a las esferas más próximas. Tuvo el honor de representar el Arte, el pobre Arte que es tan apropiado para nuestra generación como un collar de perlas para alguien con bocio… y fue vencido, el infame, vencido y aplastado como una flauta por un paquidermo.
Que salga pues volando sobre su arco. ¡Ésa es la mejor escoba para un hechicero de la música cuando quiere acudir al aquelarre de los astros!
19 de enero de 1884.

Léon Bloy
De un experto en demoliciones
Críticas para Le Chat Noir


Este libro supone la primera prueba de cómo Léon Bloy adquirió su fama como «verdugo de la literatura contemporánea». En este temprano panorama crítico, que marcó su salida a la palestra literaria parisina, y una auténtica demolición de la misma, Bloy alimenta ya la propia leyenda de crítico intolerante, panfletario, dado al vituperio y «especialista de la injuria» que diría Borges. Entre sus derribos: Hugo, Zola, Renan, Mendès, Dumas padre, Jules Vallès, Richepin, el pintor Willette, el papa León XIII (entre sus «favoritos» siempre) y una caterva de personajes hoy de segundo orden, pero entonces lo suficientemente notables como para ejercer un silencioso castigo a semejante «niño terrible». La única tabla de salvación a ese triste sino de escritor abandonado, silenciado por la crítica, será precisamente su enorme talento literario, del que este libro es un botón de muestra, y por el que hoy es considerado entre los mejores prosistas de Francia.
De un experto en demoliciones, publicado originalmente en 1884, reúne las colaboraciones de Léon Bloy en Le Chat Noir, órgano artístico y literario del famoso cabaret homónimo, el Gato Negro, símbolo del París modernista de finales del siglo XIX. Bloy, conocido ya por su catolicismo intolerante y su talante radicalmente antimoderno, era entonces capaz de convivir «en la más ecléctica de las redacciones» y en los ambientes de la vanguardia artística más radical, junto a sus colegas hydropatas, hirsutos o fumistas. De hecho, serán éstos los que se salven de la particular quema de este libro, «siempre y cuando no me toquen las narices».


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