Álamo (5) - Atrás quedaban las preocupaciones ciudadanas, dispersas como tropel de brujas sorprendidas con el canto del gallo o por la aparición del ofuscante sol a la mitad de su aquelarre.

Amaro Rodeiro no tuvo que insistir para convencimiento del mozo. Le había dicho con voz grave, con cierta tristeza en la ancha faz bondadosa:
—Es preciso que vuelvas. Se acabó la aventura. Tu madre conviene en que no se hable jamás de lo ocurrido. Cree la pobre que estos meses de vida fuera de su amparo te han servido de lección. Ahora quedarías abandonado en la ciudad. Mi ascenso me obliga a partir. ¡Otra vez a Castilla!
Había suspirado melancólicamente. Añadió:
—Esta tarde marcharemos en mi tílburi.
Y Sergio calló, también melancólico.
Partieron. Fue como una caminata hacia la paz. Cuando la copa de un árbol ocultó la última pared blanca y el más saliente tejado rojo del pueblo, llegó el blando sosiego campesino hasta el último rincón de sus ánimos. Atrás quedaban las preocupaciones ciudadanas, dispersas como tropel de brujas sorprendidas con el canto del gallo o por la aparición del ofuscante sol a la mitad de su aquelarre.
Sergio iba sintiendo poco a poco penetrar en él la suave paz campesina y levantarse evocadores mil recuerdos sutiles, como si volviese de un largo destierro. Callaba, mirándolo todo con avidez. En el polvo de la carretera, las rodadas le parecían como la indicación bondadosa que en los cuentos de los niños guía a los personajes hacia la hospitalaria casita del bosque o hacia el palacio extraño donde un buen rey de barbas blancas pide la solución de tres enigmas como precio fijado a una breve mano de princesa.
Al pasar el coche, saludaba un campesino o miraba, curiosa, una mujercilla jineta en un caballejo de piel oscura, de larga crin. Todo era quietud veraniega; hasta en el cansado rodar del coche parecía sentirse el mandato imperativo de la calma. Humeaba una casita junto al charco de una represa, y un álamo negro, torcido, parecía ir a caer para formar puente sobre el terso cristal. Y en un recodo se mostró de pronto la ría, plana, inmóvil, en el verde vaso de los montes que la rodeaban; y en medio de un intenso azul, robado al cielo, la mancha sepia de una dorna, y en la dorna la motita roja de un pañuelo de mujer, que volvía acaso de mariscar en los bajos arenosos que descubría el reflujo.
La amargura de su desengaño tuvo aún un aleteo en el alma juvenil al divisar los grandes olmos de la carretera de la Gándara. Pero el mismo paisaje amigo le devolvía la paz. Deseó fundirse en él. ¡Sentirse árbol, sentirse mata, sentirse hierbecilla!… ¡Dios mío, si pudiese contar todo lo que dice al alma el enorme silencio de la tarde aldeana!… ¿Quién lo narró jamás? ¿Imagináis el contraste de la verdad con el artificio del poeta que busca palabras, del pintor que elige colores? ¿No habéis advertido muchas veces esta sugestión del campo, esta enérgica reclamación que hace de vuestra alma, de vuestro cuerpo mismo? Llegáis; habéis saltado del automóvil o del coche; tenéis en lo íntimo cierta sensación de hombre que está descentrado, fuera del medio; que condesciende a pisar el barro de los caminos estrechos y a escuchar la infantil charla aldeana; entráis como un ateo cortés en un templo. Y poco a poco, el recogimiento, la grave quietud, penetra en el alma como una suave admonición y corre por vuestro espíritu como si hallase abierto en él un viejo cauce. ¿Qué eres tú, voz aldeana; qué eres tú, que tienes tan aguda angustia en tu paz?
Y la voz habla lentamente, y el alma la oye con un íntimo amargor, como una mujer que llorase al saber la pena de un amador desdeñado.
Eres la verdad. Eres el aldeano ignorante, que no siente el ansia ponzoñosa del saber; que siembra y recoge; que al sembrar piensa que el desamor ajeno no puede estorbar el crecimiento de la planta nueva; que al recoger tiene el alto orgullo de su obra. Eres la mujer sencilla que no sabe engañar. Eres la ley sabia y la ley fuerte de la Naturaleza. Y en ti es santa la ignorancia del hombre, y en ti es santa siempre la caricia del amor, por ser de amor, y en la fuente donde bebió un sediento bebe otro sediento, feliz por hallar el agua fresca y rumorosa, sin el escrúpulo atormentante de que otro cariño descubrió antes el manantial y aplicó a él sus labios ansiosos.
Y la voz aldeana os dice: «Tú eres así también; tú debes ser así; las pobres ideas tuyas son como las plantas parásitas de mis campos, y ellas han podido ocultar la verdad.»
Y sentís entonces un punzante dolor, como si hubieseis negado a la madre humilde, a la madre buena, porque no fuesen de moda sus vestidos o fuese torpe su hablar. La vida debiera ser así; conocer tan solo los pequeños misterios, las pequeñas sensaciones del campo, sin torturas, sin retorcimientos del alma. Sentirse aldeano rudo. Mejor, sentirse alondra que canta, cuervo que pasa, mastín perezoso y atento a la vez. Mejor aún, sentirse árbol, mata, hierbecilla.
Ser primero semilla en el surco, en la grieta donde el azar la pusiese. Romper la tierra, subir. Ser alfombra blanda, ser sombra amparadora. Gustar el bien de soportar un niño; gustar la alegría de la lluvia y la caricia del sol. Y a veces, cuando el viento llegase del mar o bajase de las montañas, mover la copa poblada y cantar como cantan los árboles; sordamente, con un contenido placer de sanidad.
Y, al fin, un día, muchos días, ir muriendo, poquito a poquito, secándose una a una las hojas, haciéndose leñoso el tronco flexible; y morir así con la más bella muerte, sin saber de pasiones, sin saber de tristezas, sin saber del bien ni del mal. En un divino egoísmo; con un alma diminuta, extraña, que no conociese una traición, que no debiese una gratitud, que no hubiese soñado nunca con moverse del palmo de tierra del barranco o del cerro donde cayó una vez la semilla que trajo una ráfaga loca.
¡Si se pudiese borrar la vida y recomenzarla! ¡Si se pudiese elegir! ¡Si pudiéramos matar el germen atormentante, venenoso, de la vida ciudadana!… Con qué tristeza se piensa que en todo el campo no hay tierra bastante para sepultar el maleficio del ambiente vivido, tan poderoso que una sola amargura suya entenebrece. Con qué devoción, con qué ansia extrahumana se recibiría la limosna de esta paz en que nos sentimos extraños.
¡Oh, ser árbol, ser roca, no saber, no querer, no importar nada, no tener un alma enloquecida siempre con uno, siempre en un monólogo de obsesión, de tormento!
Pero en el joven el ambiente amigo recuperó súbitamente su influjo. ¡Tanta ternura había en el olor de la brisa que llegaba del mar, atravesando el bosque de pinos!… Cuando abrazó a doña Rosa, grave, pálida, rompió a llorar. Luego, ante el severo retrato de su padre, entogado, solemne, tuvo la tentación de una reverencia.
Amaro cenó con ellos, para atenuar lo violento de las primeras horas. Después, acodado en la galería, mirando la negrura de la noche, esperó a que enganchasen el caballejo, que había de llevarle a su caserón. Isabel asomóse también. Callados, desvaída la atención en la sombra infinita, permanecieron así largo rato. Un fuerte aroma campesino crecía en la tibieza del aire encalmado. Débiles rumores llegaban alguna vez, acaso el zumbido de un insecto, acaso el rozar de las tiesas hojas del maíz contra el cuerpo del invisible perro vigilante que atravesaba la era… Muy lejos se oyó el chirrido de los carros que venían de las aldeas remotas a buscar la arena de la playa. Entornando los ojos, Isabel hacía llegar los destellos de algún astro de cambiante color hasta la misma tierra tenebrosa, claros y rectos como un haz de saetas milagrosas de suave luz.
En la casa de los Solís había una ventanilla iluminada: la del oratorio donde doña María, entre su servidumbre, guiaba con suspirante voz el santo rosario. Las cuentas de azabache eran invisibles sobre su negro traje; destacábanse en el marfil de las manos y volvían a fundirse con el triste luto. Ella, cerrados los ojos, pálida, esquelética, gemía las palabras de la oración, que el murmullo de voces le devolvía. Después, cuando los servidores marchaban, aún rezaba largamente ante el Cristo sangrante y trágico, cuya sombra hacía temblar en la pared la lamparita de aceite. Cada noche, doña María pronunciaba un nuevo voto de sufrimiento, de penitencia cruel, a cambio de la vida de sus hijos, más transparentes, más ahilados de mes en mes, cargados de amuletos ineficaces, tristes, serios…
Isabel dijo al fin en voz baja, como si temiese romper el encanto de la enorme quietud:
—¡Cuánta paz hay en la noche! ¡Parece que alrededor de nosotros todo ha desaparecido!
Rodeiro calló. Pasaron unos instantes.
—Isabel.
—¿Qué?
Pero Rodeiro tornó a enmudecer. La joven contempló nuevamente la estrella diminuta para prolongar sus hilos de luz. Otra vez, pero más mimosa, más cerca, más apagada, la voz varonil susurró:
—Sabeliña.
Y siguió todavía más próxima:
—Tengo que decirle que estoy enamorado de usted, que siempre estuve enamorado de usted…
Un silencio. La voz, más emocionada, casi temblorosa, agregó:
—Dentro de un mes marcharé; si quiere, antes de un mes nos despedimos los dos en la Gándara en la iglesia de Santa María…
Al dar las once el reloj, doña Rosa miró, soñolienta, la esfera:
—Ya son las once.
Sergio repitió con la misma entonación de escándalo de su madre:
—¡Ya son las once!…
En la estancia parecía haberse amortiguado la luz; había un suave sopor en el ambiente, en las personas, en las cosas. Se había oído correr en la puerta los pasadores de hierro, y después, las pisadas estrepitosas de los zuecos de Chinto, que regresaba, cumplido aquel su último deber de la jornada. Rafaela, antes de subir a su alcoba, había entrado en el comedor. Arrimada al quicio, con sus manos ocultas bajo el mandil, contemplaba a Sergio visiblemente, casi maternalmente complacida de su regreso. Chinto apareció también a recibir órdenes. Era preciso que acompañase a Rodeiro con su farol por entre los campos tenebrosos. Rafaela inquirió, viendo soliviantarse a Sergio en su silla:
—¿Tiene sueño ya?
—Sí, tengo sueño.
—Allá no se acostaría tan temprano.
—No.
Aventuró aún:
—Acaso a la una de la noche.
—Más tarde.
—A lo mejor, a las tres.
—Más.
Rafaela interrogó, asustada:
—¿Y qué harán a esas horas, señor?…
Explicó Chinto, con aire de hombre bien enterado, que habla a un ser de inferior cultura:
—Hacen esas cosas que ponen los papeles, mujer.
Sergio entró en su cuarto. En los vidrios del balcón, el fondo negro de la noche hacía espejo para su imagen. Desde fuera, aquella ventana iluminada tendría a lo lejos un apacible encanto misterioso. ¡Oh, el grato hogar!… Desnudóse, se zambulló en el lecho, apagó la luz. Oyó el crujido de aquellas escaleras que tantas veces había subido, y que gemían ahora bajo el peso de la anciana criada. Y entonces volvió a pensar en Federica, pero sin rencor ni pasión, como algo muy distante ya. Pensó un minuto. El sueño envolvía en gasas su facultad evocadora. ¡La cama era tan blanda, tan amparadora la quietud, tan profundo el recogimiento de la noche!…
Y, casi vencido ya por el sopor, recordó con el mismo espanto de Rafaela aquellos hombres que a esa hora comenzarían su labor en El Avance, llenando cuartillas con «esas cosas» complicadas y absurdas que «se ponen» en los periódicos…

Wenceslao Fernández Flórez
Volvoreta

Federica, llamada Volvoreta («mariposa»), entra a trabajar en la casa de los Abelenda. Sergio, el hijo de la señora, pronto se enamorará de la muchacha, con quien pronto comienza a verse a escondidas.
Aunque el tema no es demasiado original, la novela es más que notable por la belleza y opulencia en las descripciones, el lirismo que envuelve de manera cuasi mágica las descripciones del paisaje rural y campesinado gallego, la viveza y realismo de los frescos diálogos, a los cuales Fernández Flórez impregna del hablar de la zona, y el tono agridulce y melancólico, con sutiles roces humorísticos en algunos personajes.

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