Alcornoque (5) - Él, que odiaba los gritos, aullaba con toda la fuerza de sus enormes pulmones. Creyendo que tenía una mesa delante, descargó un puñetazo sobre sus propias rodillas, se hizo daño y también él se calmó.

Don Fabrizio sólo comunicó el contenido de la carta a su mujer, cuando ya estaban acostados y a través de la tulipa la lámpara de aceite difundía su resplandor azulino. En un primer momento, Maria-Stella no dijo nada: no paraba de santiguarse —más tarde diría que mejor hubiese sido hacerlo con la izquierda que con la derecha—; una vez expresado su estupor, se desencadenaron los rayos de su elocuencia. Estaba sentada en la cama y sus dedos estrujaban la sábana mientras las palabras, rojas como antorchas furiosas, surcaban la atmósfera lunar que invadía el cuarto cerrado. «¡Y yo que esperaba que se casase con Concetta! Es un traidor, como todos los liberales de su calaña; ¡primero traicionó al Rey, ahora nos traiciona a nosotros! ¡Él, con su cara falsa, con sus palabras llenas de miel y sus actos cargados de veneno! ¡Esto es lo que sucede cuando se trae a casa gente que tiene sangre extraña mezclada con la propia!». En ese punto irrumpió la carga de coraceros que nunca faltaba en los altercados familiares: «¡Yo siempre lo había dicho! Pero nadie me escucha. Nunca pude soportar a ese pisaverde. ¡Sólo tú complacías todos sus caprichos!».. En realidad, también a ella la habían conquistado los melindres de Tancredi; también ella le tenía cariño; pero como para la criatura humana no hay mayor placer que el de gritar «¡la culpa es tuya!»., todas las verdades y todos los sentimientos quedaron desplazados. «¡Y ahora incluso tiene el descaro de encargarte a ti, su tío, el Príncipe de Salina, la persona que más debería respetar en el mundo, el padre de la criatura a quien acaba de engañar, que transmitas su indigna petición a ese bribón, padre de esa desvergonzada! ¡Pero no debes hacerlo, Fabrizio, no debes hacerlo, no lo harás, no debes hacerlo!». La voz era cada vez más aguda, el cuerpo empezaba a ponerse tieso. Don Fabrizio, que aún estaba acostado de espaldas, echó una ojeada para asegurarse de que la valeriana se hallaba sobre la cómoda. En la glauca penumbra, la botella y la cuchara de plata apoyada sobre el tapón brillaban como un faro tranquilizador erigido contra las tempestades histéricas. Por un momento pensó en levantarse para cogerlas, pero se limitó a sentarse él también: aquello le hizo recuperar una parte de su prestigio. «Stelluccia, estás diciendo demasiadas tonterías; además no sabes lo que dices. Angelica no es una desvergonzada; quizá llegue a serlo, pero por el momento es una muchacha como todas, más hermosa que las otras y quizá también un poco enamorada de Tancredi, como todo el mundo. En todo caso, dinero no le faltará; dinero nuestro en gran parte, pero administrado demasiado bien por Don Calogero; y Tancredi lo necesita mucho: es un señor, tiene ambición, el dinero se le deshace entre las manos. A Concetta jamás le ha dicho nada; ha sido ella incluso quien lo ha tratado como un perro desde que llegamos a Donnafugata. Además, no es un traidor: sabe adaptarse a las circunstancias, tanto en política como en la vida privada, por otra parte es el muchacho más simpático que conozco; y tú lo sabes tan bien como yo, querida Stelluccia».
Cinco enormes dedos rozaron la minúscula caja craneana de la esposa. Ahora sollozaba; había tenido el buen tino de beber un sorbo de agua y el fuego de la ira se había transformado en desconsuelo. Don Fabrizio alentó esperanzas de que no tendría que abandonar la tibieza de la cama para afrontar con los pies descalzos una travesía por la habitación ya bastante fresca. Para asegurarse la tranquilidad futura, fingió un ataque de furia: «¡Además, no quiero gritos en mi casa, en mi dormitorio, en mi cama! ¡Nada de “harás” y “no harás”! El que decide soy yo; y ya he decidido, mucho antes de que pudieras imaginártelo. ¡Basta!»..
Él, que odiaba los gritos, aullaba con toda la fuerza de sus enormes pulmones. Creyendo que tenía una mesa delante, descargó un puñetazo sobre sus propias rodillas, se hizo daño y también él se calmó.
Su mujer estaba aterrada y gemía débilmente como un cachorro amenazado. «Ahora durmamos. Mañana saldré a cazar y tengo que levantarme temprano. ¡Basta! La decisión ya está tomada. Buenas noches, Stelluccia». Besó a su mujer, primero en la frente, señal de reconciliación, y luego en la boca, señal de amor. Se acostó de nuevo y se volvió hacia el lado de la pared. Sobre el entapizado de seda, la sombra de su cuerpo yacente se recortaba como el perfil de una cordillera contra un horizonte cerúleo.
También Stelluccia volvió a ocupar su lugar, y mientras su pierna derecha rozaba la izquierda del Príncipe, se sintió plenamente consolada y orgullosa de tener por esposo a un hombre tan enérgico y fiero. Qué importaba Tancredi… y también Concetta…
Aquellas acrobacias en la cuerda floja quedaron totalmente olvidadas de momento, junto con el resto de los pensamientos, en el paisaje arcaico y perfumado del campo, si así puede llamarse a los parajes que solía recorrer cuando salía a cazar. El término «campo» evoca la tierra transformada por el trabajo: aquellos matorrales, en cambio, agarrados a las faldas de las colinas, se encontraban en el mismo estado de aromática confusión en que los habían hallado los Fenicios, los Dorios y los Jonios cuando desembarcaron en Sicilia, esa América de la Antigüedad. Don Fabrizio y Tumeo subían, bajaban, resbalaban, eran arañados por las espinas, como se había arañado veinticinco siglos antes cualquier Arquídamo o Filóstrato; veían las mismas plantas, un sudor igualmente pegajoso empapaba sus ropas, el mismo viento marino indiferente agitaba sin cesar los mirtos y las retamas y esparcía la fragancia del tomillo. La inmovilidad meditativa en que de pronto se sumían los perros, la patética tensión con que aguardaban la presa, eran las mismas de las épocas en que no se salía a cazar sin antes haber invocado a Artemisa. Reducida a estos elementos esenciales, con el rostro limpio de la costra de preocupaciones, la vida se mostraba bajo un aspecto tolerable.
Aquella mañana, poco antes de llegar a la cima de la colina, Arguto y Teresina iniciaron la danza ritual de los perros que han olfateado la caza: se arrastraban, se ponían tensos, levantaban las patas con cautela, ahogaban los ladridos: minutos después un culito cubierto de pelos grises se deslizó entre la hierba, dos disparos simultáneos pusieron fin a la silenciosa espera; Arguto depositó a los pies del Príncipe un animalillo agonizante. Era un conejo salvaje; la modesta casaca color de greda no había conseguido salvarlo. Horribles heridas le habían desgarrado el hocico y el pecho. Don Fabrizio se vio contemplado por dos grandes ojos negros que, invadidos rápidamente por un velo glauco, lo miraban sin rencor pero cuya expresión de doloroso asombro era un reproche dirigido contra el orden mismo de las cosas; las aterciopeladas orejas ya estaban frías, las patitas se contraían enérgica y rítmicamente, símbolo póstumo de una inútil fuga; el animal moría torturado por una angustiosa esperanza de salvación, imaginando, como tantos hombres, que aún podría superar el trance, cuando ya estaba condenado; mientras los piadosos dedos acariciaban el pobre hociquillo, un último estremecimiento sacudió el cuerpo del animal; el conejo murió, pero Don Fabrizio y Tumeo se habían entretenido; el primero incluso había experimentado, además del placer de matar, el goce tranquilizador de compadecer.
Cuando los cazadores llegaron a la cima, a través de los tamariscos y los escasos alcornoques surgió la verdadera imagen de Sicilia, comparados con la cual las ciudades barrocas y los naranjales no son más que detalles despreciables. La imagen de una aridez cuyas ondas se perdían en el infinito, encabalgadas unas sobre otras, desamparadas e irracionales, con perfiles que la mente era incapaz de atrapar, concebidas en una etapa delirante de la creación; un mar como petrificado en el instante en que un salto de viento hubiera enloquecido las olas. Donnafugata, agazapada, se escondía en un repliegue cualquiera del terreno, y no se veía ni un alma: desnudas hileras de vides eran la única señal del paso del hombre. Más allá de las colinas, a un lado, la mancha añil del mar, aún más duro y estéril que la tierra. El viento leve pasaba sobre todo, universalizaba los olores del estiércol, la carroña y la salvia, con su soplo indolente iba borrando, suprimiendo y rehaciendo cada cosa; secaba las gotitas de sangre que eran el único legado del conejo, mucho más lejos alborotaba la cabellera de Garibaldi y más allá aún arrojaba polvillo a los ojos de los soldados napolitanos que corrían a reforzar los bastiones de Gaeta, engañados por una esperanza tan vana como la huida del conejo abatido.
A la breve sombra de los alcornoques, el Príncipe y el organista se sentaron a descansar: bebían el vino tibio de las cantimploras de madera, acompañaban un pollo asado procedente del morral de Don Fabrizio con los deliciosos muffoletti espolvoreados de harina que había traído don Ciccio; saboreaban la dulce insòlia, esa uva de aspecto desagradable pero de sabor tan exquisito; saciaron con gruesas rebanadas de pan el hambre de los sabuesos, que allí frente a ellos parecían impasibles alguaciles tanto más empeñados en cobrar cuanto que los acreedores eran ellos mismos. Bajo el sol endémico estuvieron luego a punto de dormirse.
Pero si un escopetazo había matado al conejo, si los cañones estriados de Cialdini desanimaban ya a los soldados napolitanos, si el calor meridiano adormecía a los hombres, nada había, en cambio, que fuera capaz de detener a las hormigas. Atraídas por algunas uvas rancias que había escupido don Ciccio, acudían en apretadas filas, deseosas de conquistar aquellos montoncillos de podredumbre mojados con saliva de organista. Avanzaban con todo desparpajo, en desorden pero sin vacilaciones: en grupitos de tres o cuatro se detenían un momento para charlar y, probablemente, alababan la gloria secular y la prosperidad futura del hormiguero n.° 2 situado debajo del alcornoque n.° 4 en la cima del Monte Morco; luego junto con las otras retomaban la marcha hacia el seguro porvenir; las brillantes corazas de aquellos insectos vibraban de entusiasmo y, sin duda, por encima de sus filas revoloteaban las notas de un himno.
Como resultado de ciertas asociaciones de ideas que no viene al caso precisar, el ajetreo de las hormigas impidió que Don Fabrizio se durmiera y le hizo recordar las jornadas del plebiscito tal como las había vivido poco tiempo antes en Donnafugata; además de sorprenderlo, aquella votación le había dejado varios enigmas pendientes de solución; ahora, en medio de aquella naturaleza a la que, salvo las hormigas, obviamente le importaban un rábano esos problemas, quizá fuese posible dar con la clave de uno de ellos. Los perros dormían tendidos y sus cuerpos aplastados se recortaban como figurillas sobre el suelo, el conejito, colgado cabeza abajo de una rama, se apartaba de la vertical debido al continuo empuje del viento, pero Tumeo, con la ayuda de su pipa, aún conseguía mantener los ojos abiertos.
«¿Y usted, don Ciccio, qué votó el Veintiuno?».
El pobre hombre tuvo un sobresalto. Cogido de sorpresa, en un momento en que se encontraba fuera del recinto vallado en que, como todos sus paisanos, solía refugiarse, vaciló, no supo qué responder.
El Príncipe creyó ver un gesto de temor donde sólo había sorpresa, y se irritó. «¡Vamos, hombre! ¿De quién tiene miedo? Aquí sólo estamos nosotros, el viento y los perros».
La lista de testigos tranquilizadores no era, a decir verdad, demasiado feliz; el viento era hablador por definición, el Príncipe era a medias siciliano. De absoluta confianza sólo eran los perros, y ello porque carecían de lenguaje articulado. Sin embargo, don Ciccio se había recuperado y la astucia pueblerina le había sugerido la respuesta justa, es decir vacua. «Perdone usted, Excelencia, su pregunta es inútil. Bien sabe que en Donnafugata todo el mundo ha votado por el “sí”».
Claro que Don Fabrizio lo sabía; precisamente por eso la respuesta no hizo más que transformar un enigma minúsculo en un enigma histórico. Antes de la votación muchas personas habían acudido a él en busca de consejo; a todas les había exhortado sinceramente a votar de modo afirmativo. En efecto, Don Fabrizio ni siquiera lograba imaginar otra posibilidad, tomando en cuenta que estaba ante un hecho consumado y que se trataba de un acto puramente teatral, y atendiendo a la necesidad histórica así como a las eventuales desgracias que podrían abatirse sobre aquellas humildes gentes cuando se descubriera su actitud negativa. Sin embargo, se había percatado de que a muchos sus palabras no los habían convencido. Había entrado en juego el rústico maquiavelismo de los sicilianos que tan a menudo influía, por entonces, en aquellas gentes, proverbialmente generosas, induciéndolas a erigir complicados andamiajes que descansaban sobre bases por demás precarias. Como médicos sumamente hábiles en el arte de curar que, sin embargo, se basaran en análisis de sangre y de orina del todo erróneos, y fuesen demasiado perezosos para hacerlos corregir, los sicilianos (de entonces) acababan matando al enfermo, es decir a ellos mismos, precisamente como resultado de aquella astucia tan refinada que casi nunca se apoyaba en un conocimiento real de los problemas, o al menos de los interlocutores. Algunos de los que habían emprendido el viaje ad limina Gattopardorum consideraban imposible que un Príncipe de Salina pudiese votar a favor de la Revolución (así seguían llamándose en aquel pueblo perdido los cambios que acababan de producirse) e interpretaban sus argumentos como salidas irónicas destinadas a obtener en la práctica un resultado opuesto al que sugerían las palabras; esos peregrinos (y eran los más listos) habían salido de su despacho guiñando el ojo, hasta donde el respeto se lo permitía, orgullosos por haber captado el sentido de las principescas palabras, y frotándose las manos por aquella demostración de perspicacia justo en el momento en que esta acababa de eclipsarse. Otros, en cambio, después de haberlo escuchado se alejaban entristecidos pensando que había cambiado de casaca o era un insensato, y decididos más que nunca a no hacerle caso y a seguir siendo fieles al proverbio milenario que los exhortaba a preferir algo malo pero conocido antes que arriesgarse a probar algo nuevo; también tenían razones más personales para negarse a convalidar la nueva realidad nacional: las creencias religiosas, en unos casos; en otros, la circunstancia de haber recibido favores del régimen pasado y no haber sido suficientemente hábiles para introducirse en el nuevo; además, no faltaba quien, en el jaleo de la liberación, hubiese extraviado un par de capones o algunas medidas de habas, y contraído, en cambio, algún par de cuernos, libremente voluntarios como las tropas garibaldinas o bien de reclutamiento forzoso como las huestes borbónicas. Al menos en el caso de una decena de personas Don Fabrizio había tenido la desagradable pero clara impresión de que votarían «no»; una minoría exigua, desde luego, pero no por ello menos significativa dadas las dimensiones del electorado de Donnafugata. Si además se tomaba en cuenta que las personas que habían acudido a consultarlo sólo representaban la flor y nata del pueblo, y que también debería de haber algunos reacios entre los centenares de electores que ni siquiera habían imaginado la posibilidad de aparecerse por el palacio, el Príncipe había calculado que en el bloque de votos positivos de Donnafugata se insertaría una veta de unos treinta votos negativos.
El día del Plebiscito había sido ventoso y nublado, y por las calles del pueblo se habían visto pasar desanimados grupos de jóvenes exhibiendo el «sí» en unos cartelitos que llevaban prendidos en la cinta del sombrero. Entre los papeles sucios y la basura que levantaban los remolinos de viento, iban cantando algunas estrofas de la «Bella Gigougin» transformadas en lamento árabe, destino ineluctable de cualquier musiquilla festiva que se cante en Sicilia. También se habían visto dos o tres «caras forasteras» (es decir, de Agrigento) instaladas en la taberna de Zzu Menico, donde exaltaban el «destino de esplendor y de progreso»[45] de una nueva Sicilia en el seno de la Italia resurgida; algunos campesinos los escuchaban en silencio, embrutecidos en parte por el uso inmoderado del azadón y en no menor grado por los muchos días de ocio obligatorio y famélico. Carraspeaban y escupían repetidamente, pero callaban; tanto callaban que debió de ser entonces (como diría más tarde Don Fabrizio) cuando las «caras forasteras» decidieron anteponer, entre las artes del Cuadrivio, las Matemáticas a la Retórica.

Giuseppe Tomasi di Lampedusa
El Gatopardo

Novela ambientada durante el desembarco de Garibaldi, El Gatopardo es sin duda el clásico italiano del siglo XX más indiscutible, y desde su polémica primera edición, ya muerto el autor, no ha dejado de reeditarse en todas las lenguas cultas y dio pie a una de las más célebres y populares películas de Visconti. Sin embargo, hasta muy recientemente no se ha podido establecer el texto íntegro tal como Lampedusa lo concibió, gracias al hallazgo de diversos fragmentos que obraban en poder de Alessandra Wolff Stormersee, viuda del autor, y que ahora se publican por primera vez en español.
Esta nueva edición incorpora un clarificador prefacio de Gioacchino Lanza Tomasi y un apéndice con diversos fragmentos vinculados a la novela hallados en la biblioteca del escritor y en manos de su viuda, la princesa Alessandra Wolff Stormersee, que contribuyen a trazar una imagen más completa de este clásico y de su proceso creativo.


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