María Antonieta comprendió que allí estaba la tempestad.

Este hombre la miraba con extraña fijeza.
¡Era el mismo personaje del castillo de Taverney, el que vio en el jardín de las Tullerías, el hombre de palabras amenazadoras y de actos misteriosos y terribles!
Una vez fija la mirada de la reina en aquel hombre, ya no pudo separarla de él; porque ejercía en ella la fascinación de la serpiente sobre el pájaro.
El espectáculo comenzó; la reina hizo un esfuerzo, rompió el encanto y pudo volver la cabeza para mirar la escena.
Se representaban los Acontecimientos imprevistos.
Mas por mucho que se esforzase María Antonieta para distraer su pensamiento del hombre misterioso, a pesar suyo, y como por efecto de una fuerza magnética más poderosa que su voluntad, volvíase y dirigía una mirada de espanto hacia el temible personaje.
Y el hombre continuaba en el mismo sitio inmóvil, sardónico, burlón. Aquello era una obsesión dolorosa, íntima y fatal, una cosa semejante a la pesadilla durante la noche.
Por lo demás, en el teatro flotaba una especie de electricidad. Aquellas dos cóleras suspendidas no podían menos de chocar, como sucede en los días tempestuosos de agosto, cuando dos nubes, llegando de dos extremidades del horizonte, se encuentran y producen el relámpago, si no el rayo.
No tardó en presentarse una oportunidad.
Madame Dugazon, mujer encantadora, debía cantar un dúo con el tenor, y decir estos versos:
¡Oh!, ¡cómo amo a mi ama!
La valerosa mujer se adelantó hasta el borde del escenario, y levantando los ojos y los brazos hacia la reina, hizo la fatal provocación.
María Antonieta comprendió que allí estaba la tempestad.
Volvióse espantada y fijó involuntariamente los ojos en el hombre de la columna.
Entonces creyó verle hacer una señal de mando, a la que toda la platea obedeció.
En efecto, con una sola voz, voz terrible, todos los espectadores que la ocupaban gritaron a la vez.
—¡Ya no hay amo ni ama! ¡Libertad!…
Pero a este grito, palcos y galerías contestaron:
—¡Viva el rey! ¡Viva la reina! ¡Vivan para siempre nuestro amo y nuestra ama!
—¡Ni uno ni otra! ¡Libertad, libertad, libertad! —vociferó por segunda vez la platea.
Después de esta doble declaración de guerra, así lanzada y aceptada, la lucha comenzó.
La reina profirió un grito de terror y cerró los ojos, sin fuerza ya para mirar a aquel demonio que parecía el rey del desorden y el espíritu de la destrucción.
En el mismo instante los oficiales de la guardia nacional la rodearon, formando una barrera con sus cuerpos, y la condujeron hasta fuera del teatro.
Pero en los corredores siguió persiguiéndola este grito:
—¡Nada de amo ni ama! ¡Nada de rey ni de reina!
Se llevó a la reina desmayada a su coche.
Y aquella fue la última vez que asistió al teatro.
El 30 de septiembre, la Asamblea, por boca de su presidente Thouret, declaraba que había cumplido su misión y terminado sus sesiones.
He aquí, en pocas líneas, el resultado de sus trabajos que habían durado dos años y cuatro meses.
La desorganización completa de la monarquía.
La organización del poder popular.
La anulación de todos los privilegios nobiliarios y eclesiásticos.
Mil doscientos millones de asignados decretados.
La hipoteca sobre los bienes nacionales.
La libertad de cultos reconocida.
Abolición de los votos monásticos.
Supresión de las órdenes de prisión.
Legalidad de los cargos públicos.
Supresión de las aduanas interiores.
Institución de la guardia nacional.
Y, en fin, la constitución votada y sometida a la aceptación del rey.
Hubiera sido necesario tener muy tristes presentimientos para creer —rey o reina de Francia— que debía temerse más de la Asamblea que iba a reunirse que de aquella que acababa de disolverse.

Alexandre Dumas
La Condesa de Charny
Revolución francesa - 4

Los sangrientos sucesos posteriores a la toma de la Bastilla continúan. La familia real es trasladada de Versalles a París, a las Tullerías más exactamente, escoltada por el pueblo, que ha asaltado el palacio para hacer justicia por su propia mano. Un miembro de la Asamblea General, el doctor Guillotín, empieza a dar forma al invento que lo hará famoso.
La familia real es apresada en Varennes y conducida a París. Luis XVI, secretamente y con ayuda de Charny y Bouillé, empieza a planear la huida. Mientras tanto, se proclaman los derechos del hombre y del ciudadano, y al grito de: Libertad, igualdad y fraternidad se inicia la revolución.
El ciudadano Juan Bautista Drouet, es el primero en reconocer al rey en su fuga por el camino de Varennes, y da la voz de alarma. La familia real es apresada y conducida por la fuerza a París. Charny, al conocer el secreto de su esposa Andrea, empieza a amarla, sobre todo por el motivo del ocultamiento. Lamenta haberse dado cuenta tarde del tesoro que tiene a su lado. Andrea conoce la felicidad y, aunque durará poco, para ella será suficiente. (…el amor ha sido dado al hombre para que tenga la medida de lo que puede sufrir…).
Reaparece Angel Pitou, que se ha convertido en capitán y héroe de la revolución, pero sigue siendo el noble e inocente enamorado de Catalina a pesar de todo. Esto terminará por revertir su mala suerte en el amor, al convertirse tempranamente en un buen padre de un niño de quien tal vez él no hubiera esperado.

—Dottore, al pollo que llevo aquí dentro le han pegado un tiro. En la cabeza, como al pez del lunes pasado.

La noche era oscura y no se veía ni una estrella, el cielo cubierto por cargados nubarrones. El camino estaba bastante impracticable, con afiladas rocas que sobresalían y baches que parecían fosas. El viejo y maltrecho coche avanzaba dando brincos y sacudidas. Por si fuera poco, el hombre que iba al volante sólo encendía los faros de vez en cuando, apenas unos segundos, y después los apagaba. A aquella hora de la noche no era fácil que pasara un automóvil por aquel sendero, y por eso lo mejor era no despertar curiosidad. A ojo de buen cubero debía de faltarle muy poco para llegar. Encendió las luces largas y a unos veinte metros de distancia, a mano derecha, vio un rótulo escrito a mano y clavado en una estaca. Detuvo el coche, apagó el motor y bajó. El aire fresco y húmedo intensificaba la fragancia de la campiña. El hombre respiró hondo y echó a andar, con las manos en los bolsillos. A medio camino lo asaltó un pensamiento. Se paró. ¿Cuánto tiempo había tardado en llegar? ¿Y si fuera demasiado temprano? Había salido del pueblo pasadas las once y media, pero no había tráfico. Como no conseguía calcular cuánto rato había conducido, sacó la linterna del bolsillo y la encendió lo que dura un relámpago, suficiente para consultar su reloj de pulsera: las doce y diez. El nuevo día había empezado hacía diez minutos. Perfecto. Reanudó la marcha.
Esta vez no necesitó un silenciador para disparar. La detonación sólo la oyó algún perro lejano que se puso a ladrar sin mucha convicción, únicamente para demostrar que se ganaba el pan.
El lunes 29 de septiembre, Fazio se presentó en la comisaría hacia el mediodía con una bolsa de supermercado.
—¿Has ido a hacer la compra?
—No, señor dottore. Traigo un pollo. Cómaselo usted, que yo ya me zampé el muletto la otra semana.
—A ver si te explicas mejor.
—Dottore, al pollo que llevo aquí dentro le han pegado un tiro. En la cabeza, como al pez del lunes pasado.
—¿Dónde ha ocurrido?
—En la granja de Masino Contrera, en el campo, hacia Montereale, a una media hora por carretera desde aquí. Pero es un lugar solitario. Aquí tiene la bala. —Montalbano abrió el cajón, buscó la otra y las comparó. Idénticas—. Y también ha dejado una nota —añadió Fazio, sacándosela del bolsillo y entregándosela al comisario.
Estaba escrita en bolígrafo en un trozo de papel cuadriculado con letras mayúsculas: «Me sigo contrayendo».
—¿Y esto qué quiere decir? —preguntó Montalbano.
—¿Me permite?
—Pues claro.
—Yo he pensado que, a lo mejor, este señor se ha equivocado al escribir.
—Ah, ¿sí?
—Pues sí, dottore. Quizá quería poner: «Me sigo contrariando». A lo mejor está contrariado por algún motivo, qué sé yo, los impuestos, la mujer que le pone los cuernos, un hijo drogata, cosas por el estilo. Y entonces va y se desahoga.
—¿Disparando contra peces y pollos? No, Fazio; aquí dice exactamente «contrayendo». Pero a partir de esta nota podemos intuir el contenido de la primera, la que no pudiste leer porque se había mojado. Aquí pone «sigo».
—¿Y entonces?
—Significa que en la primera usaba un verbo del tipo «empezar» o «comenzar». «Empiezo a contraerme» o algo así.
—¿Y eso qué significa?
—Vete tú a saber.
—¿Qué hacemos, dottore? —preguntó Fazio, inquieto.
—¿Esta historia te pone nervioso?
—Sí, señor.
—¿Por qué?
—Porque es un asunto sin pies ni cabeza. Y a mí las cosas que no tienen explicación lógica me impresionan.
—No podemos hacer nada, Fazio. Esperaremos a que este señor termine de contraerse y entonces ya veremos. Pero ¿seguro seguro que el pollo no te apetece?

Andrea Camilleri
El primer caso de Montalbano
Relatos
Comisario Montalbano 

Reflejo de tres épocas muy diferentes en la vida del comisario Salvo Montalbano, los relatos que componen esta nueva entrega del famoso personaje creado por Andrea Camilleri —uno de los autores más leídos de Italia en los últimos años— ofrecen una cara desconocida de Montalbano que deleitará a los iniciados y sorprenderá a aquellos lectores que se acerquen por primera vez al irresistible universo del seductor sabueso siciliano. Si el primer relato nos presenta un caso insólito en el que la interpretación de la Cábala resulta decisiva para esclarecer la muerte violenta de una serie de animales de todo tipo y tamaño, el tercero, un extraño secuestro exprés que no termina de convencer a Montalbano, nos plantea la nueva realidad de la mafia, moderna y actualizada, que se enfrenta a unos policías obligados a salir a fumar a la calle para cumplir con la ley antitabaco. Y entre ambos, el relato que da título al libro, un viaje al pasado para conocer al joven subcomisario Montalbano mientras espera con ansiedad un próximo ascenso. Harto de un paisaje de montaña acartonado, Salvo sueña con una casita a la orilla del mar, con el olor del salitre al amanecer y el rumor de las olas que rompen… Cuando su sueño se hace realidad, el flamante comisario se lanza a la carretera, loco de alegría, deseoso de llegar a Vigàta y conocer a sus nuevos compañeros. Y como presagio de lo que será su dilatada carrera, ya desde el primer caso se le plantea el dilema entre seguir sus corazonadas o atenerse estrictamente a las normas que marca la ley.

Emma está un poco decepcionada, porque pensaba verse incluida en una selección de quince o veinte.

Sábado, 28 de septiembre
Hemos estado en el Círculo de Bellas Artes haciendo la foto multitudinaria para el libro Cuentos de cine, organizado todo por Juan Cruz. Se han hecho unas cuantas fotos distintas, todas multitudinarias, porque los cuentos que se publicarán en el libro son casi cuarenta. Emma está un poco decepcionada, porque pensaba verse incluida en una selección de quince o veinte. Confieso que yo también.
Después de las fotos y una copita servida en la sala de juntas —que habría valido muy bien para la de la película Pesadilla— Juan Cruz nos ha llevado a unos cuantos a comer a La Estrecha. Lo he pasado bastante bien oyendo las invenciones que ha contado Manuel Vicent.
Al volver a casa, trozos de películas y fútbol en la tele.
Lectura de El jinete polaco.
Veo dos trozos de películas, una española y otra alemana, a cuál más rara. ¿O será que estamos ya, como me dijo hace tiempo Gutiérrez Aragón, fuera de órbita?

Fernando Fernán Gómez
El tiempo amarillo
Memorias ampliadas (1921-1997)

El tiempo amarillo brinda al lector una nueva y personalísima mirada sobre varias décadas de nuestro país, y también, y sobre todo, una profunda mirada de Fernando Fernán-Gómez sobre sí mismo; una mirada distanciada y cercana a la vez, y que cristaliza en un lenguaje preciso que transmite y contagia sinceridad y emoción.

Creo que solamente he visto a Borrallo de Lagóa sin zamarra, una vez, en el San Bartolomé de Espasande

Borrallo de Lagóa
Creo que solamente he visto a Borrallo de Lagóa sin zamarra, una vez, en el San Bartolomé de Espasande, que es en Miranda el día más caluroso del año, que siempre andaba abrigándose con ella, con un par de chalecos y una bufanda colorada. Era albino. Por el país se cree que los albinos ven mejor que nadie, en la noche, el oro perdido en los caminos. Los albinos no pueden echar el mal de ojo, y no hay noticia de que hubiese caído el rayo en casa en la que viva mujer albina. Borrallo era pequeño y delgado, y andaba siempre como escurriéndose o agazapándose. Citaba a los enfermos en los sitios más imprevisibles, en una fuente que hay a una legua de Pacios, o al pie de un tejo que hay en Vilarin, o en el atrio de Reigosa, a la anochecida. Curaba locos, morriñosos inapetentes, y tipos con los huesos cansados, enojados de la vida, o con la paletilla caída. Lo dejaban solo en el campo o en la era, con locos iracundos, y no le hacían nada, que le obedecían y se quedaban quietos y pacíficos. Lo primero que hacía con un loco era cambiarle de nombre. Le decía al loco, que por casualidad se llamaba Secundino:
—Tú eres Pepito. ¡No contestes a nadie más que por Pepito!
Después, arrancando del Pepito, le inventaba a Secundino una vida nueva. A uno que nunca saliera de Bretoña le hacía creer que estuviera en La Habana, y que allí tomara café con sus vecinos Fulano y Mengano, y que pusiera una carbonería o una bodega, y que se retratara en Santa Clara 31, donde había un fotógrafo que era de Ribadeo, junto a un tren de lavado… Y Borrallo le enseñaba al nuevo Pepito una fotografía, y el loco se reconocía en ella. El loco dejaba de pensar en sus temas, de rascar en ellos, y se ponía en los asuntos del ficticio Pepito, que le caían algo más lejos. Todos atestiguan que Borrallo hacía calmos a los locos más furiosos, y que poco a poco a muchos los volvía a la vida cotidiana, y al oficio. Aunque a muchos, al cambiarles el nombre, también les cambiaba el trabajo.
A los que en otras partes de Galicia llaman alganados o ensumidos, por Miranda y Pastoriza les dicen afrixoados. Es gente que entristece, enflaquece, se cansa, desgana la comida, y muere aburrida y callada en un rincón, la piel color de cera, y a veces quejándose de puntos fríos que andan vagabundos por su cuerpo, cuando en el pecho, cuando en la espina. Borrallo estaba especializado, porque él mismo fuera un afrixoado, y se autocuró. Vendió una tierra y fue a pasar un mes a Orense, donde aprendió a leer. Volvió como nuevo. Contaba y no paraba de los cafés cantantes y de las Burgas, las famosas fuentes de aguas cálidas. A los afrixoados hay que convencerlos de que no lo son, de que tienen algo de estómago, o puesta la molleja, —la gente gallega cree que el hombre tiene molleja, como gallo, aunque los médicos titulados, ni aun los de Santiago, sepan de qué lado cae—, o una piedra de ijada, o un catarro de dentro, con flema. Si se logra convencerlos de que no están afrixoados, entonces se inquietan, se animan, se ponen en cura, comen algo, compran las medicinas.
A uno que le llamaban Listeiro, de los Parciales de Úbeda, que se dejaba morir, y se hiciera blasfemo, le dijo Borrallo:
—¡Aún me has de llevar en brazos al San Cosme de Galgao!
Listeiro, haciendo un esfuerzo para levantarse del escaño de la cocina, juró que no llegaba a tal fiesta, que la vida era una mierda, dispensando, y que si no se colgaba era por no darle por el gusto a una nuera que tenía, que estaba esperando a que muriese para comprar mobiliario nuevo. Borralo lograba llevar todas las tardes a Listeiro a dar paseos, que llegaron a ser de una legua, y si se les hacía noche durante el regreso, en los meses veraniegos se quedaban a dormir en una posada o en un pajar. Listeiro se fue aficionando a aquella vagancia. A la hora de la merienda bebían algo. Listeiro se animaba. Borrallo, mientras paseaban, le enseñaba a leer en Los cuatro jinetes del Apocalipsis, de Blasco Ibáñez, que comprara en Orense. Listeiro curó. El 27 de septiembre de 1934, Listeiro entró en el campo de la Xesta, donde se celebra la romería de San Cosme de Galgao, llevando en brazos a Borrallo, como este había profetizado. A un Borrallo con tres chalecos y dos bufandas, que en aquel alto siempre soplan fríos nordestes. La nuera se fue a servir a Barcelona y se arrimó a un dependiente que echaba discursos. Borrallo, en el verano del 36, apareció muerto en una cuneta, de un tiro en la cabeza. A Borrallo se le recuerda mucho.
—¡Valía más que Conxo[3]!, me dice un amigo de él.
De niño enseñó a comer del mismo zatico de pan a un ratón y a un mirlo. Me parece estar viéndolo en la farmacia de mi padre, encogido, sentado en un rincón, escuchando cantar un canario, y esperando a que le despachasen pastillas de clorato de potasa, y cinco pesetas de aguardiente alemán.

Álvaro Cunqueiro
Tertulia de boticas y escuela de curanderos

Álvaro Cunqueiro, que ha estado poniendo en zapatillas de andar por casa a buena parte de la mitología clásica, empieza con este libro a mitificar personajes cotidianos.
En la primera parte, «Tertulia de boticas prodigiosas» dice aprovechar los saberes adquiridos en la rebotica de la farmacia paterna para hacer un repaso irónico y socarrón a la farmacopea tradicional, a la legendaria y a la literaria, sazonándolas —con Cunqueiro nunca se sabe hasta qué punto— con remedios salidos de su prodigiosa imaginación.
En la segunda parte, «Escuela de curanderos», hace desfilar a una serie de curanderos, cada uno con su especialidad, sus técnicas y sobre todo su humanidad y sentido común. Estos curanderos pueden parecer inventados, y puede que lo sean, pero los gallegos sabemos que existen, aunque los conozcamos con otros nombres y en otras épocas.
Un libro que se lee con una media sonrisa constante y algunas buenas carcajadas y una nueva oportunidad para disfrutar de la ironía y el delicioso castellano galleguizante de Álvaro Cunqueiro.

Asamblea del ozet judío convocada para las cinco. Comienza a las siete.

26 de septiembre, domingo, Odesa.
Asamblea del ozet judío convocada para las cinco. Comienza a las siete. Un público increíble. Ni una sola muchacha bonita. No hay proletariado judío. Solo una plebeya pequeña burguesía, raza incorrupta. Partiendo de la rudeza de su naturaleza saca la conclusión de que pertenece al proletariado. Con lo noble que puede ser un judío noble, ¡y qué rudo, basto y odioso puede ser uno vulgar! En las personas sencillas de viejas razas no se da ninguna nobleza natural. El proletariado ario puede ser noble. Entiendo el arquetipo del plebeyo de la Antigüedad clásica. Era un plebeyo, no un proletario. Las razas mediterráneas quizá generen esta clase de hombres. Los pañuelos de bolsillo parecen ser una característica oriental. (Los negros también los llevan). Y probablemente todos los pueblos que, por naturaleza, anden descalzos. La impertinencia es la característica principal del judío. Qué desagradable el restaurante judío Gobermann, en el que sirven las mesas el propio hostelero y su hija. Para que uno no crea que son camareros, se comportan con arrogancia. Allí donde vive junta una masa de judíos, esta sigue procreando, con la endogamia, sus malas características: las multiplican por diez y por cien. No es por eso que surge el antisemitismo. Pues los instintos que se dejan sentir en la masa judía son igual de rudos que los antisemitas. El antisemita debería encontrarse entre las masas judías como en casa. Pero el antisemitismo, me parece a mí, no es sino una variante del odio general que la persona ordinaria siente hacia la buena.
Esta tarde he sido invitado por el dentista Freund. Me aburre. Pienso todo el día en Friedl, en por qué no ha contestado a mi telegrama. Tal vez no esté en Viena. Todavía no ha llegado el correo recibido en Moscú.
Desde hace algunos días amo a Friedl con más fuerza que nunca. Sí, empiezo a amarla.
Era una muchachita cuando yo era un joven que estaba aún muy verde. ¿Ha crecido conmigo? A veces me parece que ha crecido más rápidamente que yo. Su foto me dice demasiado poco. He olvidado qué aspecto tiene. Pero hoy me parece que posee un encanto increíble. Siento curiosidad por conocerlo.

Joseph Roth
Viaje a Rusia

En 1926 el Frankfurter Zeitung propuso a Joseph Roth ir a la Unión Soviética y relatar su experiencia. Roth aceptó de buen grado el encargo puesto que el periplo que estaba a punto de emprender representaba la ocasión para conocer de cerca un país por el que siempre se había sentido atraído y que, tras la revolución, suscitaba también el interés de la mayoría de intelectuales europeos. Tras prepararse intensamente para el más largo de sus viajes como reportero, Roth partió al término del verano. Curioso, atento, avisado testimonio, visitó las grandes ciudades, siguió el curso del Volga y llegó hasta el mar Caspio. Los textos aquí reunidos son sagaces y apasionados, reflejo fiel de sus impresiones. Este libro, además, marca un momento importante en la evolución personal y política de Roth. Tal como él mismo afirmó en una carta que envió desde Odesa: «Es una suerte que haya emprendido este viaje, de otra forma no me habría conocido jamás».

En la parada de la Lothringer Strasse acaban de subir cuatro personas en el 4

En la parada de la Lothringer Strasse acaban de subir cuatro personas en el 4: dos mujeres de edad, un hombre modesto de aspecto preocupado y un muchacho con gorra de orejeras. Las dos señoras van juntas, son la señora Plück y la señora Hoppe. Quieren comprar una faja para la señora Hoppe, la de más edad, que tiene cierta propensión a la hernia umbilical. Han estado en el ortopédico de la Brunnenstrasse y quieren recoger luego a sus maridos para comer. El hombre es el cochero Hasebrudc, que anda de cabeza por una plancha eléctrica que compró para su jefe, barata y de segunda mano. Le dieron una en mal estado, su jefe la probó unos días, luego dejó de funcionar, ahora tiene que cambiarla, los otros no quieren, es la tercera vez que va, hoy tendrá que poner algo de su bolsillo. El muchacho, Max Rüst, será más adelante fontanero, padre de otros siete Rüst, trabajará con la empresa Hallis y Cía., instalaciones y cubiertas, de Grünau, a los 52 años le tocará la cuarta parte del gordo en la lotería de Prusia y se retirara, y morirá a los 55 años durante su juicio de transacción con la empresa Hallis y Cía. Su esquela dirá así: El 25 de septiembre falleció repentinamente, de un ataque al corazón, nuestro queridísimo marido y querido padre, hijo, hermano, cuñado y tío Max Rüst, sin haber cumplido aún los 56 años. Lo que participa profundamente afligida y en nombre de sus allegados Marie Rüst. La nota de agradecimiento, después del entierro, estará redactada en estos términos: ¡Gracias! Dado que no nos es posible expresar a cada uno nuestro sincero agradecimiento por las manifestaciones de simpatía, etc., lo hacemos por la presente a todos nuestros parientes y amigos, así como a los vecinos de la casa de las Kleiststrasse 4 y a todos nuestros conocidos. Agradecemos en especial al señor Deinen sus sentidas palabras de consuelo… Ese Max Rüst tiene ahora 14 años, acaba de salir de la escuela comunal, en su camino tiene que pasar por el centro de orientación para personas con dificultades de elocución, duras de oído, miopes, débiles mentales o incorregibles, donde ha estado a menudo porque tartamudea, aunque ha mejorado.

Alfred Döblin
Berlín Alexanderplatz
La historia de Franz Biberkopf

Berlín Alexanderplatz aparece en 1929. Su éxito es extraordinario y, en pocos años, alcanza cuarenta y cinco ediciones y se traduce a varios idiomas. La novela se consideró una exaltación de Berlín, ciudad que el autor, por su profesión de médico, conocía muy bien. Los ojos de Döblin (y sus cuadernos) registran todos los detalles de la geografía berlinesa, pero como narrador omnisciente, Döblin interviene en la acción y comenta lo que ocurre. Fondo y forma se funde en un libro desconcertante y abierto a la interpretación.
Berlín Alexanderplatz se considera una «novela moderna» por muchos aspectos: no solamente por la ruptura con el carácter tradicional de héroe y con la estructura cronológica de relato, sino también por el uso de nuevas maneras de narrar (monólogos interiores, combinación de distintos niveles de lenguaje y puntos de vista…) y por el constante uso del collage intertextual (mezclando textos de canciones, titulares de los periódicos, transcripciones de sonidos, etc.).
La historia se sitúa en el barrio de clase obrera, Alexanderplatz, en el Berlín de los años 20, y empieza con la salida de la cárcel de Franz Biberkopf. Döblin describe su lucha y su desdicha al intentar buscar por los submundos de Berlín un futuro y su intención de convertirse en «un hombre nuevo».

Cerco a Cascorro

Cerco a Cascorro
Darse una vuelta por El Rastro de Madrid lleva sin más remedio a una plaza en donde hay un soldado de bronce sobre un pedestal, con una lata de petróleo, una antorcha y una cuerda. Una estatua que tiene mucho que ver con lo sucedido el 24 de septiembre de 1895.
Estábamos los españoles en plena bronca con los cubanos —nosotros intentando amarrar Cuba y ellos tratando de que la soltáramos—, cuando se dio una de las más famosas batallas de aquella guerra por la independencia, la batalla de Cascorro, que se hubiera perdido si no llega a ser por el tipo de la lata de petróleo, la antorcha y la cuerda.
Cascorro está tierra adentro, cerca de Camagüey. Allí estaba acuartelado el Regimiento de Infantería María Cristina nº 63 cuando llegaron los independentistas cubanos al mando de un general en jefe con malas pulgas, Máximo Gómez. Aquel que, cuando le preguntaron quiénes eran sus mejores generales para acabar con los españoles en Cuba, respondió: «Los generales junio, julio y agosto». Porque en estos meses las enfermedades tropicales mataban más españoles que las balas.
El Regimiento español atrincherado en Cascorro estaba acogotado por el asedio y a punto de sucumbir, cuando un soldado español llamado Eloy Gonzalo, en plan torero, dijo eso de «dejadme solo». Agarró una lata de petróleo y una antorcha, y se ató una cuerda a la cintura. Se deslizó en la noche hacia el campamento cubano, esparció el petróleo, prendió fuego con la antorcha y salió por pies. Aquella acción dio un par de días de respiro hasta que llegaron refuerzos españoles, y entonces los que corrieron fueron los cubanos.
¿Que por qué el soldado Eloy Gonzalo llevaba una cuerda atada a la cintura? Porque no se fiaba de que su plan tuviera éxito y pidió a los compañeros de su regimiento que, en caso de que muriera, tiraran de la cuerda y recuperaran su cadáver. El soldado Eloy se libró de morir en aquella refriega, pero no salió vivo de Cuba. Murió en la isla dos años después. Se lo llevó la disentería, una enfermedad tropical. O sea, que acabó matándolo uno de los más efectivos generales de las tropas cubanas. El general junio.

Nieves Concostrina
Se armó la de San Quintín
Y otras menudas historias de la Historia

Tras el extraordinario éxito de Menudas historias de la Historia —40.000 ejemplares vendidos—, Nieves Concostrina vuelve a agudizar su ingenio para regalarnos más de trescientas nuevas historias, tan menudas y divertidas como la primera vez.
Una colección de sucesos, pifias y barrabasadas que ha rastreado siglo tras siglo y que no deja a nadie libre de una insólita peripecia: políticos, militares, reyes, artistas, obispos, inventores…
El encuentro de fútbol que irritó al Führer
¡A por los templarios!
El calculador ojo de Saladino
La madre que parió a los Cien Mil Hijos de San Luis
La increíble boda de Quevedo
El emperador mocoso
Se armó la de San Quintín es una clara muestra de que la Historia NO es aburrida; que lo que hay que saber es contarla y transmitirla como lo hace la autora de este magnífico libro.

Merlín en Carmarthen

Merlín en Carmarthen
Un amigo que no quiere decirme su nombre, me envía un recorte de «L’Osservatore Romano» del 23 de septiembre en el que figura una fotografía del famoso roble de Merlín en la pequeña villa galesa de Carmarthen y se comenta la polémica entablada entre el concejo municipal carmarthiano y el ministro de Transportes del Gobierno británico, Mr. Marples. Éste, por facilitar el tráfico automovilista, quiere que el roble —un muñón hueco, una cachopa de la que por milagro sale una rama viva, única, que en mayo se cubre de hojas—, sea arrancado de su asiento, en el cruce de dos carreteras. El concejo municipal de Carmarthen le recuerda al ministro que Merlín ha profetizado que el día que aquel roble sea abatido, muerte y destrucción vendrán sobre Gales y el universo mundo, y pruebas terribles se abatirán sobre el reino de Bretaña. Mr. Marples puede objetar que el universo mundo ya ha conocido mucha más muerte y destrucción que la que ha podido profetizar Merlín sentado en odres llenos de agua de fuente virgen, en la que ningún humano bebió, y que el reino de Bretaña ya no lo hay. Se podrá aceptar la primera proposición, pero se podrá responder a la segunda con Gaufrido de Monmouth en su Historia Britonorum, y con Las Crónicas de Raphael Holinshed, que el actual Reino de la Gran Bretaña es continuación del reino de Arturo —rey perpetuo y futuro—, que como es sabido, y desde los días mismos de Merlín, está en figura de cuervo en la isla de Avalón, y un día regresará vistiendo espléndida armadura a recobrar su corona. Los concejales de Carmarthen, por mayoría, han decidido mantener el roble de Merlín, aunque ello suponga que los coches den un rodeo o amengüen su velocidad y que los progresistas de la villa les llamen ridículos paganos, reaccionarios y supersticiosos, y alrededor del viejo tronco han construido un sostén de cemento coronado por una verja de hierro. El ministro Mr. Marples, afortunadamente, y por la completa legislación galesa, no tiene poder para hacer quitar el tronco, ni aun usando la Ley de los Tres Vellones, que rige en Gales —es decir, en Gaula, ¡oh, Amadís!—, desde antes del año mil.
El roble de Carmarthen es todo lo que queda de la famosa selva de Llwyddccroth —Lidanda de las setenta encrucijadas, cabalgada en las mañanas artúricas por los famosos paladines— Un grabado de un famoso manuscrito que se halla en la Folger Shakespeare Library, de Nueva York, nos muestra el roble de Carmarthen, cuando ya había desaparecido la selva y aún no había sido fundada la villa, y en el tiempo de la siembra del centeno venían a él, a convidarse con el menudo y oscuro grano que caía en el surco, desde Avalón, el gran Arturo y sus irreprochables compañeros. Ahí están, cuervos de agria parla y brillantes alas. En este tronco apoyó su frente al sabio Merlín cuando declamó sus siempre cumplidas profecías y lo puso por testigo ante los siglos. Es, por otra parte, un roble célebre en la filosofía de la mitología. Mircea Elíade lo pone como ejemplo del famoso «mito del centro» —de esos mágicos objetos sobre los cuales descansa, viga de oro, árbol de los gasikas, cuernos del toro Uznul, etc., el Cosmos, el Buen Orden—, y hay que pensar muy seriamente si al arrancarlo o al cambiarlo de sitio, no provocaremos una grande e inútil catástrofe, y se derrumbarán sobre los mortales y sus reinos efímeros —los peritura regna—, los siete cielos con todas sus lámparas. Y punto final. Y tengo que decir que me alegra que el periódico vaticano se haya preocupado de la cuestión, que no es trivial.
NOTICIA VARIA DE LUGARES Y CIUDADES

Álvaro Cunqueiro
Viajes imaginarios y reales


Leyendo a Álvaro Cunqueiro todo se resuelve en viajar, pues él es amable guía, propicio siempre a conducirnos por los inabarcables territorios de su sabiduría e imaginación. «Viajamos con nuestras imaginaciones y recuerdos», escribe, «y lo que vamos creando o soñando son memorias y nostalgias. Quizá sea verdad que el fin último de toda cultura es la invención y la melancolía». Si así fuera, tendríamos que reconocer en Cunqueiro al hombre culto por excelencia, incomparable en el arte de fundir un insólito caudal de conocimientos a un talante cordial y humanístico, que hace de sus artículos piezas ejemplares de precisión y amenidad.
El viaje entendido como recorrido de la fantasía, el viaje entendido como experiencia intelectual, cobra en el gran polígrafo gallego una envergadura extrovertida, deliciosamente extravagante, y ello sin caer nunca en la erudición, pues, como el propio Cunqueiro escribe, «yo no soy un erudito, por eso pido perdón si alguna vez me encuentran como tal; a mí lo que me gusta es contar llano y seguido, fantástico y sentimental a la vez; lo que pasa es que a veces está uno distraído».


VIII

VIII
27. El último argumento contra la inalterabilidad de los cuerpos celestes se funda en una reciente, y singularísima observación del sabio Veronés Monseñor Bianchini, que referiré, copiando literalmente la noticia, que dan de ella los Autores de las Memorias de Trevoux en el año 1729. Tom. II. art. 62.
28. Examinando (dicen) el señor Bianchini las manchas de Venus con un Telescopio de Campani de ciento y cincuenta palmos de longitud, que el señor Cardenal de Poliñac, siempre celoso por el adelantamiento de las Ciencias, de quienes hace él mismo un grande ornamento, había hecho colocar a costa suya, más ha de veinte años en el tiempo que era Auditor de Rota; hizo el día 25 de Agosto de 1725, a vista de su Eminencia, un nuevo descubrimiento en la Luna; esto es, un resplandor muy considerable en aquella parte del Astro, que llaman Platón; el cual no puede provenir sino de una nueva abertura, o separación de montañas lunares. Los Astrónomos, y Físicos tendrán bien en que ejercitarse. Esta abertura no es una bagatela, pues ocupa una de treinta y dos partes del diámetro de la Luna, cuanto se puede determinar con el Micrómetro; esto es, setenta millas, que hacen más de veinte y tres leguas comunes de Francia. Las observaciones repetidas el día 22 de Septiembre de 1727 han confirmado este descubrimiento. Hasta aquí los Autores de las Memorias.
29. Para que los lectores menos instruidos se pongan en estado de entender esta noticia, deben saber, que en la Luna hay muchas montañas mayores, que las de la tierra; no sólo en proporción a la magnitud de su globo, que es mucho menor que el nuestro, mas aún absolutamente. El Padre Ricciolo, con varias observaciones, halló ser la altura perpendicular de algunos montes lunares de nueve a doce millas; y se puede asegurar, que no hay montaña alguna en nuestro globo, que llegue a esta altura. Así la superficie de la Luna es mucho más desigual, que la de la tierra. Las montañas de la Luna se distinguen por la alternación de la luz, y sombra, y sucesiva degradación, y aumento de una, y otra, según los varios aspectos del Sol, en que siguen perfectamente las leyes Matemáticas, que se observan en la iluminación, y sombra de nuestras montañas, arregladas al movimiento del Sol. Puesto lo cual, digo, que como las montañas de la Luna, que antes existían, fueron conocidas por este método, el mismo pudo servir para distinguir la formación de nuevas montañas, la cual se hizo, o dividiéndose una montaña en dos, o abriéndose hasta alguna profundidad un gran pedazo del cuerpo lunar, aunque no fuese montuoso, pues de cualquiera de los dos modos se vería una nueva alternación de luz, y sombra en los pendientes de la nueva abertura, observando perfectamente las leyes de aquella sucesión de luz, y sombra, que se hace en los pendientes de las montañas, según la variedad con que las mira el Sol.
30. Así me parece se debe entender el que se conociese la nueva abertura de montañas por la aparición del nuevo resplandor. A la verdad los Autores de las Memorias pudieran, pues tenían presente el escrito de Monseñor Bianchini, de donde extrajeron la noticia, darla con más especificación, y lo merecía por su raridad; con eso no nos dejarían en la precisión de adivinar.
31. Mas porque en la relación compendiaria se nota, que el nuevo resplandor era muy considerable, nos parece añadir, que por las observaciones de Felipe de la Hire consta, que hay algunas porciones en la superficie del cuerpo lunar, las cuales en las cuadraturas parecen muy oscuras, y en la oposición (esto es, cuando las hiere el Sol de frente) arrojan un resplandor muy vivo, de modo, que tal vez representan un Etna, que está vibrando llamas: lo que el citado Astrónomo explica naturalísimamente, suponiendo, que en aquellos sitios haya unas cavidades casi esféricas de superficie blanca, que por tanto tienen la propiedad de los espejos cóncavos de reflejar gran golpe de luz. Si el nuevo resplandor, descubierto por Monseñor Bianchini, se llama muy considerable, por tener esta especial brillantez, se debe discurrir, que la nueva abertura se hizo de modo, que resultase en ella una de estas cavidades esféricas, o casi esféricas, o acaso parabólicas.
32. Si se ha de discurrir por comparación a lo que sucede en la tierra, aquella abertura no pudo menos de ser efecto de algún gran terremoto lunar. Ya veo, que esto trae por consecuencia precisa la suposición de que en la Luna haya el aparato de materias, y causas, que en la tierra son menester para los terremotos, o equivalentes a ellas. ¿Y de dónde nos consta, que no las haya? No hay duda, que el vulgo concibe todo esto como aprensiones de gente ilusa; cuando más, como unas quimeras doctas, o sueños no mal concertados. ¿Mas por qué nos hemos de embarazar en lo que concibe el vulgo, el cual sin duda está lleno de errores en materia de Astros, y Cielos? ¡Cuán lejos está el vulgo de pensar manchas en el Sol, y es cierto que las tiene: o de juzgar montes en la Luna, y sin duda los hay! Imagina el vulgo los Planetas como unos cuerpos tersísimos, y perfectamente uniformes, u homogéneos, y ni hay en ellos tal tersura, ni tal uniformidad. Todos los Planetas, exceptuando el Sol, y la Luna, juzga de la misma naturaleza que las estrellas fijas, y son diferentísimos de ellas, y aún bastante diferentes unos de otros. Al Cielo Planetario aprehende dividido en muchos, y en cada uno como un cuerpo solidísimo de dureza más que diamantina; pero todo el Cielo Planetario ciertamente no es más que uno; y bien lejos de la solidez, y dureza, que el vulgo le atribuye, es sin comparación más tenue, más sutil, más fluido, que el aire que respiramos. Así las preocupaciones del vulgo no nos deben retardar el vuelo del discurso, entretanto que no le llevemos por rumbo contrario a la experiencia, y debajo del nombre del vulgo, respecto de la materia en que estamos, comprendemos todos aquéllos, que ignoran las observaciones de los Astrónomos modernos, o con una necia incredulidad las rechazan, prefiriendo lo que leyeron en los Secretarios de Aristóteles, Ptolomeo, y otros Antiguos. Necia incredulidad digo; siendo constante, que ya por la inmensa multitud de observaciones de los Modernos, ya por la frecuente combinación de unas con otras, ya por la excelencia de los instrumentos de que usan, y de que carecieron los Antiguos, se aprehende hoy más Astronomía, y más segura en un año, que en un siglo alcanzaban veinte Astrónomos de los Antiguos.
33. Pero sease la que se quisiere la causa de aquella abertura, el efecto por sí solo prueba una grande alterabilidad, y mutabilidad en los cuerpos celestes.

Benito Jerónimo Feijoo
Teatro crítico universal
Tomo VIII

El «Teatro crítico universal» (teatro ha de entenderse con la acepción, hoy olvidada, de «panorama» o visión general de conjunto), fue publicado entre 1726 y 1739 en ocho tomos. Consta de 118 discursos que versan sobre los temas más diversos, pero todos se hallan presididos por el vigoroso afán patriótico de acabar con toda superstición y el empeño de Feijoo en divulgar toda suerte de novedades científicas para erradicar lo que él llamaba «errores comunes», lo que hizo con toda dureza y determinación, como Christian Thomasius en Alemania, o Thomas Browne en Inglaterra. El autor se denominaba a sí mismo «ciudadano libre de la república de las letras», si bien sometía todos sus juicios a la ortodoxia católica, y poseía una incurable curiosidad, a la par que un estilo muy llano y atractivo, libre de los juegos de ingenio y las oscuridades postbarrocas, que abominaba, si bien se le deslizan frecuentemente los galicismos. Se mantenía al tanto de todas las novedades europeas en ciencias experimentales y humanas y las divulgaba en sus ensayos, pero rara vez se propuso teorizar reformas concretas en línea con su implícito progresismo. En cuestión de estética fue singularmente moderno (véase por ejemplo su artículo «El nosequé») y adelanta posturas que defenderá el Romanticismo, pero critica sin piedad las supersticiones que contradicen la razón, la experiencia empírica y la observación rigurosa y documentada.

Guarrería

Guarrería
Hace ya nueve años publiqué aquí un artículo titulado «La vergüenza de regresar», y aunque la memoria de los lectores es corta, no quisiera repetirme en exceso. Pero lo he dicho otras veces: la realidad es tan repetitiva que a todos nos obliga a serlo, sobre todo cuando se trata de una reiteración siempre a peor. Cada vez que uno se ausenta de Madrid, e independientemente de los lugares que visite, al volver no da crédito. Ya lo era en 2005, y eso que entonces aún no había crisis ni gobernaba Rajoy con el deterioro intencionado como meta —de todo lo que aprecian los ciudadanos—; en 2014 no hay la menor exageración si se afirma que la capital del Reino es la ciudad más guarra de Europa, una pocilga repugnante (y eso que entre los sitios por los que he pasado este verano está Palermo, con fama de descuidada y ruinosa). No hay nada comparable a la guarrería de aquí, sobre todo en los barrios del Centro, incluido Malasaña. Los anteriores alcaldes, Manzano y Gallardón, se dedicaron a poner granito en todas partes, y cualquiera sabe que la mancha sobre granito no sale jamás, de manera que los suelos tienen acumulada la suciedad imborrable de más de un decenio: verdaderos churretones de meadas, vómitos y quién sabe qué son ya una huella indeleble que además va siempre en aumento. Y la porquería atrae la porquería. Si algo está muy pulcro y limpio, da reparo estropearlo. Si está hecho una inmundicia, en cambio, los ciudadanos y turistas piensan: «Total, qué más da, para como está». Así que lo tiran todo a la acera, vuelcan las papeleras que nadie vacía, orinan contra arcos y fachadas. La Plaza Mayor y sus aledaños despiden un hedor que la alcaldesa Botella, como nos recordó en Buenos Aires en supuesto e hilarante inglés, encuentra ideal para tomarse un café con leche con gran relajación y entre ratas que corretean por las mesas, como ya conté.
Pero no es sólo esto. Los alcaldes suelen ser canallas en casi todas partes, y tienden a utilizar las ciudades para hacer negocios y arrinconar a la población. Los barceloneses están ahogados por el turismo salvaje, y la sublevación de los vecinos de La Barceloneta espero que sea el anuncio de un amotinamiento general. Soria, que bien conozco, ha sido destrozada e indeciblemente afeada por las obras que me impelieron a largarme hace casi tres años… y que aún no han concluido. Todo para hacer un parking subterráneo que nadie necesitaba. Y sin duda no ignoran ustedes por qué en tantos paseos y plazas españolas ya no hay ni un solo árbol ni un banco, o éstos han sido «sustituidos» por cubos de piedra sin respaldo, ardientes en verano y en invierno helados: para que quien quiera darse un respiro deba entrar en un bar o sentarse en una terraza y pagar una consumición. Muchas ciudades están secuestradas por sus ayuntamientos; literalmente se ha producido una expropiación. La invasión y aprovechamiento del espacio público no conoce límites: puestos de ferias, chiringuitos, escenarios, terrazas, ocupan hasta los paisajes más nobles (la Plaza de Oriente madrileña está a menudo plagada de adefesios varios). Pero vamos con la Rana. En pleno Paseo de Recoletos, enfrente de la Biblioteca Nacional, el Gran Casino de Madrid ha instalado una gigantesca y espantosa estatua de rana. Mide casi cinco metros, su bronce verdín pesa unas toneladas, y creo no haber visto algo tan feo desde las vidrieras de Kiko el de los «kikos» en la Catedral de La Almudena (pero éstas, al menos, no invaden la calle). Cinco metros de espanto, se dice pronto. Creo que el Casino la ha ofrecido en «agradecimiento» a la capital, pero su colocación parece más bien producto del odio. Es obra de un escultor que se hace llamar dEmo, al que Madrid ya ha premiado con otras afrentas para la vista, y que en mi opinión merecería sólo destierro. La rana permanecerá ahí un año o dos, y luego —creo— se quedará para siempre si a «la gente» le gusta. Como «la gente» tiene con frecuencia el gusto estragado por la televisión y ya se hace selfies batrácicos junto a las ancas, podemos hospedar ese agravio indefinidamente. ¿Cómo ha permitido la alcaldesa la mera instalación del armatoste en un paseo emblemático? Sólo por cuanto llevo enumerado, Botella debería haber sido destituida hace tiempo.
En este contexto resulta desvergonzada (y cómica) la intención del PP de alterar las reglas para la elección de alcaldes: que lo sea el más votado, ea. Veamos: aunque a un alcalde lo elija el 40% de los votantes, eso significa que el 60% no lo quiere, por mucho que ese 60% reparta sus papeletas entre varios candidatos. Pero lo más esperpéntico es que el PP (que tan sólo ansía conservar así ayuntamientos que en mayo próximo podría perder) insiste en que este nuevo método sería «más democrático». Ojo, lo dice un partido que, en la ciudad más habitada, lleva tres años con una alcaldesa y un Presidente de Comunidad a los que no votó nadie. Los votados, recuerden, fueron Gallardón y Aguirre, que nada más ser elegidos se largaron de sus puestos como almas que llevara el diablo. Si esa modificación se confirma, contra el criterio de toda la oposición menos la honrada CiU, ya saben lo que toca hacer para que el PP no culmine la destrucción de Madrid (lleva veintitantos años ininterrumpidos en ello): votar masivamente a otro candidato, sólo a uno. No creo que obligarnos a concentrar el voto sea precisamente lo más democrático. Pero no habrá más remedio si queremos acabar por fin con las guarrerías, monstruosa rana incluida.

Javier Marías. 21 de septiembre de 2014.

Javier Marías
La zona fantasma, 2014
Artículos

Recopilación de los artículos publicados en el suplemento dominical de «El País» durante 2014. El contenido se ha obtenido a través de javiermariasblog.wordpress.com

—Pero, ¿usted no avisó a la policía antes de haber leído en el periódico que un cadáver había sido hallado en aquella carretera?

Capítulo 3
Myrtle Anne Haley se sentó en el lugar destinado a los testigos, con el aspecto de quien sabe que su testimonio ya a ser decisivo.
—Señora Haley —dijo el fiscal—, me permito llamar su atención sobre el mapa de carreteras que constituye la prueba número uno de la acusación. ¿Sabe usted consultar un mapa?
—Sí.
—El territorio representado por éste, ¿le resulta familiar?
—Sí.
—Tenga usted la bondad de fijarse en la sección de Sycamore Road, situado entre Chestnut Street y State Highway.
—Ya está.
—¿Ha conducido usted alguna vez por ahí?
—¡Oh! Sí, muchas veces.
—¿Dónde vive usted?
—En Sycamore Road, al otro lado de State Highway.
—¿Quiere usted señalar con una cruz el lugar donde vive?
La testigo obedeció y el fiscal continuó:
—Le ruego haga el favor de recordar bien la noche del 19 y la madrugada del 20 de septiembre de este año. ¿Circuló por esa carretera en aquella fecha?
—Sí, durante la madrugada del 20…
—¿A qué hora?
—Entre las doce y media de la noche y la una y media.
—¿De la mañana?
—Sí.
—¿En qué dirección iba usted?
—En dirección Oeste. Venía del Este y me dirigía a Chestnut Street.
—¿Observó algo anormal?
—Sí. Delante de mí había un auto que iba de derecha a izquierda de la carretera, haciendo eses continuamente.
—¿Podría identificar ese automóvil?
—Sí, porque anoté su matrícula.
—Y después, ¿qué hizo usted?
—Lo seguí durante un rato; después, al llegar al sitio en que la carretera se ensancha, antes de State Highway, lo sobrepasé a toda velocidad para que no chocara conmigo.
—¿Qué más?
—Después llegué a mi casa y me acosté.
—Quiero que me explique lo que sucedió después de pasar a aquel coche.
—Miré por el retrovisor.
—¿Notó algo de particular?
—Vi al auto en cuestión que se dirigía hacia la izquierda, después otra vez hacia la derecha y, bruscamente, algo negro pasó por delante de los faros, y me pareció que se apagaba el de la derecha.
—¿Le pareció?
—Sí, porque lo volví a ver un instante después.
—¿Y esto sucedió en Sycamore Road, entre Chestnut y State Highway?
—Sí.
—¿Sabe qué es lo que le produjo la impresión de que el faro se había apagado?
—De momento no se me ocurrió nada, pero ahora sí.
—¿Qué era?
—¡Protesto, señor presidente! —exclamó Howland—. Esta pregunta tiende a sugerir a la testigo una conclusión.
—Admitida la protesta. Que la testigo hable únicamente de lo que vio.
—Pero, señor presidente —objetó el fiscal—, la testigo tiene derecho a interpretar lo que vio.
—No; deje esto para el jurado.
El fiscal hizo una pausa y prosiguió:
—Muy bien. ¡Coritrainterrogatorio!
—¿Anotó usted la matrícula del coche? —preguntó Howland.
—Sí.
—¿En una pequeña libreta?
—Sí.
—¿Dónde llevaba esa libreta?
—En mi bolso.
—¿Conducía usted?
—Sí.
—¿La acompañaba alguien?
—No.
—¿Tomó usted la libreta de su bolso?
—Sí.
—¿Y un lápiz?
—No. Una estilográfica.
—¿Anotó la matrícula del coche en su libreta?
—Sí.
—¿Cuál era?
—GMB 665.
—¿Lleva consigo la libreta?
—Sí.
—Si me lo permite, me gustaría verla.
El fiscal sonrió al jurado.
—No tengo ningún inconveniente.
Howland se acercó a la testigo, cogió la libreta y la hojeó.
—En esta libreta, al parecer, usted anota muchas cosas.
—Prefiero hacerlo así que confiar en la memoria.
—Lo que estoy comprobando es que esta matrícula, GMB 665, es la última cosa qué ha escrito en la libreta.
—Efectivamente.
¿El 20 de septiembre?
—Sí, entre las doce y media y la una y media de la madrugada.
—¿Por qué no ha anotado nada más desde entonces?
—Porque después de haberme enterado del accidente por el periódico, fui a informar a la policía, que se quedó con la libreta. Luego me la devolvieron, diciendo que procurara no perderla, pues podía ser una prueba.
—Ya veo —comentó Howland, amablemente—. ¿Cuánto tiempo guardó la policía la libreta?
—¡Oh! No sé exactamente… Algún tiempo.
—¿Y cuándo se la devolvieron?
—Después de que la hubo inspeccionado el attorney del distrito…
—¡Ah! ¿La policía la entregó al attorney?
—Lo ignoro. Todo cuanto sé es que la libreta me fue devuelta por el señor fiscal.
—¿Cuándo?
—Esta mañana.
—¿Esta mañana? —repitió Howland con un tono que quería ser escéptico y sarcástico al mismo tiempo—. ¿Y por qué el señor fiscal se la devolvió está mañana?
—Para que la tuviera en mi poder al prestar declaración.
—¡Ah!, ¿sí? ¿Para, que pudiera decir que llevaba la libreta consigo?
—No lo sé. Sin duda.
—¿Recuerda el número de la matrícula?
—Sí, claro. Como ya lo dije es GMB 665.
—¿Cuándo lo leyó usted por última vez?
—Cuando le pasé la libreta, hace un momento.
—¿Y antes?
—Esta mañana.
—¿A qué hora?
—Hacia las nueve.
—¿Y durante cuánto tiempo estuvo usted contemplando este número esta mañana?
—Pues… no… no lo sé. No veo qué diferencia…
—¿Lo miró durante media hora?
—De ningún modo.
—¿Un cuarto de hora?
—No.
—Entonces, ¿unos diez minutos?
—Es posible.
—O sea, que se lo aprendió de memoria esta mañana.
—¿Qué mal hay en ello?
—¿Cómo sabe usted que es el mismo número?
—Porque es mi caligrafía y está exactamente igual que cuando lo anoté.
—Mientras lo escribía. ¿Podía ver la placa del coche que iba delante de usted?
—Sí.
—¿Durante todo el rato que escribió?
—Sí.
—Quizá lo que hizo usted fue mirar el número, detener el coche, sacar la libreta de notas del bolso y…
—¡De ningún modo! Hice, lo que ya le he dicho. Saqué la libreta mientras conducía y anoté el número.
—¿Escribe usted con la mano derecha?
—Sí.
—¿Conducía, pues, con una sola mano?
—Sí, con la izquierda.
—¿Mientras escribía con la mano derecha?
—Sí.
—¿Lleva usted una estilográfica o un bolígrafo?
—Una estilográfica.
—¿Con capuchón de rosca?
—Sí.
—¿Y pudo sacar el capuchón con una sola mano?
—Sí.
—¿Es usted capaz de hacerlo con una sola mano?
—Evidentemente. Se sujeta la estilográfica con los dos últimos dedos, mientras se desenrosca el capuchón con el pulgar y el índice.
—¿Qué hizo usted después?
—Coloqué la libreta encima de mis rodillas, anoté el número, enrosqué de nuevo el capuchón de la estilográfica y lo volví a dejar todo en el bolso.
—¿A qué distancia se hallaba del otro coche mientras anotaba el número?
—¡Oh! No muy lejos.
—¿Tuvo usted constantemente la matrícula delante de los ojos?
—Sí.
—¿La veía con toda claridad?
—Sí.
—¿Escribió el número a oscuras?
—No.
—En efecto, está escrito con claridad. Por consiguiente, ¿lo hizo bajo alguna luz?
—Sí. Encendí la lámpara del techo para ver lo que escribía.
—Pero —prosiguió, de repente, Howland—, si usted tuvo que aprenderse de memoria esta mañana la matrícula en cuestión, después de que el señor fiscal le devolviera la libreta, ¿es que usted no sabía cuál era este número antes de que se la diera?
—Pues… Usted no puede esperar que una persona recuerde una matrícula durante todo este tiempo.
—Por consiguiente, usted no sabía cuál era este número antes de ver su libreta esta mañana.
—Pues… no.
Howland vaciló un instante:
—Después de haberlo anotado en su libreta, regresó a su domicilio.
—Sí.
—¿Aviso usted a la policía?
—Claro. Ya se lo he dicho antes.
—¿Cuándo la avisó usted?
—Más tarde.
—¿Después de haberse enterado del accidente por el periódico?
—Sí.
—O sea: ¿después de haber leído que en aquella carretera se había encontrado un cadáver?
—Sí.
—¿Antes no?
—No.
—¿Por qué anotó usted ese número?
Los ojos de la testigo comenzaron a brillar de satisfacción.
—Porque me di cuenta de que la persona que iba al volante estaba demasiado embriagada para poder conducir sin peligro.
—¿Sabía usted ya eso cuando apunto el número en la libreta?
—Sí.
—¿Y anotó ese número para poder declarar contra esa persona?
—Para poder cumplir con mi deber.
—Quiere usted decir, ¿para avisar a la policía?
—Consideré que mi deber era anotar aquel número por si la persona que conducía el auto sufría un accidente.
—¿Para poder declarar?
—Para poder informar a la policía.
—Pero, ¿usted no avisó a la policía antes de haber leído en el periódico que un cadáver había sido hallado en aquella carretera?
—No.
—¿Incluso a pesar de haber visto aquel raro eclipse del faro derecho?
—No.
—¿No consideró usted necesario avisar a la policía?
—Antes de haber leído en el periódico que se había encontrado un cadáver en la carretera, no lo creí necesario.
—Entonces, cuando hubo regresado a su domicilió, ¿no pensaba que hubiera ocurrido un accidente?
—Sabía que debía de haber ocurrido algo. No dejaba de preguntarme por qué causa se había apagado el faro.
—¿No supuso que podía haber ocurrido un accidente?
—Sabía que algo había sucedido.
—¿Llegó a pensar que había ocurrido un accidente?
—Sí. Acabé por estar segura de ello.
—¿Cuándo llegó a esta conclusión?
—En cuanto llegué a mi casa.
—¿Y anotó aquel número con objeto de poder avisar a la policía en caso de accidente?
—Anoté el número porque consideré que era mi deber hacerlo así.
—Entonces, ¿por qué no avisó a la policía?
—Me parece que esta pregunta ha sido ya formulada varias veces y respondida otras tantas, señor presidente —intervino el fiscal.
—Así lo creo —convino el juez Caldwell.
—Señor presidente, me permito hacerle observar que los actos de la testigo contradicen sus palabras, y que las razones dadas no están de acuerdo con sus actos.
—Usted podrá discutir sobre ello al exponer su punto de vista al jurado. Por el momento, creo que lo que deseaba dejar sentado por el contrainterrogatorio ya ha sido conseguido.
Howland indicó con un gesto a la testigo que había terminado.
—Eso es todo.
—Es todo, señora Haley —confirmó el fiscal.
Al regresar a su sitio, la señora Haley susurró a la vecina de Mason:
—¿He estado bien?
La joven asintió, mientras el juez Caldwell, después de consultar el reloj, suspendió la sesión hasta las dos de la tarde.

Erle Stanley Gardner
El caso de la secretaria insistente
Perry Mason 

Della Street, secretaria de Perry Mason, recibió una extraña llamada: ¿cuánto cobraría el más famoso abogado por asistir a una sesión del tribunal… sin hacer nada más? Así empieza lo que parece ser un sencillo caso de homicidio por conducción imprudente. Pero el asunto se complica cuando se descubre que el hombre atropellado tiene una bala alojada en la cabeza. Es un asesinato y la víctima ha muerto dos veces.

Se ha producido, finalmente, la catástrofe que venía amenazando desde hacía tanto tiempo. No sé cómo describirla. El capitán ha desaparecido.

Se ha producido, finalmente, la catástrofe que venía amenazando desde hacía tanto tiempo. No sé cómo describirla. El capitán ha desaparecido. Pudiera ser que regresase con vida a reunirse con nosotros en el barco, pero abrigo muchos temores…, abrigo muchos temores. Son las siete de la mañana del día 19 de septiembre. Durante toda la noche he estado recorriendo, en compañía de un grupo de marineros, el gran campo flotante de hielo que tenemos delante de nosotros, con la esperanza de descubrir algún rastro suyo; pero todo ha sido en vano. Voy a tratar de relatar de alguna manera las circunstancias que concurrieron en su desaparición. Si alguien, por casualidad, lee las líneas que siguen, yo espero que tendrá muy presente que yo no escribo basándome en conjeturas ni porque me lo hayan contado, sino que, como hombre que está en su sano juicio y es persona educada, relato con exactitud las cosas que sucedieron ante mis propios ojos. Respondo de los hechos, aunque las suposiciones son cosa mía.
Después de la conversación que he copiado, el capitán se mantuvo del mejor humor. Sin embargo, se advertía que se encontraba nervioso e impaciente; a cada instante cambiaba de posición, y sus miembros se agitaban de la manera involuntaria y coreica que a veces le caracteriza. En el espacio de un cuarto de hora subió siete veces a cubierta, volviendo a bajar después de dar algunos pasos precipitados. En todas esas ocasiones fui yo tras él, porque advertí en su cara un algo que me confirmó en mi resolución de no perderlo de vista un momento. Debió de darse cuenta del efecto que sus idas y venidas habían producido, porque trató de tranquilizar mis recelos mediante una hilaridad exagerada, y riéndose a carcajadas al menor chiste.
Después de la cena volvió a subir a la cubierta por el lado de popa, y yo le acompañé. La noche era oscura y muy callada, sin más ruido que el melancólico gemir del viento entre la arboladura. Una espesa nube avanzaba desde el Noroeste, y los desgarrados tentáculos que despedía hacia adelante eran arrastrados y se interponían tapando el disco lunar, que sólo brillaba de cuando en cuando por algunas hendiduras de los nubarrones. El capitán iba y venía con paso rápido por la cubierta; dándose cuenta de que yo le seguía como una sombra, vino hasta mí para darme a entender que estaría mejor en la cámara. No hará falta decir que aquello sólo consiguió reforzar aún más mi resolución de permanecer sobre cubierta.
Creo que después de eso ya no se volvió a acordar de mí, porque permaneció en silencio y apoyado en el coronamiento del antepecho de popa, mirando hacia el gran desierto de nieve, una parte del cual se hallaba envuelto en sombras, y la otra aparecía revestida de un brillo difuso del claror de luna. Me di cuenta, por sus movimientos, de que consultaba en varias ocasiones su reloj; en una de ellas pronunció una breve frase de la que sólo pude captar la palabra «dispuesto». Confieso que sentí reptar por todo mi cuerpo una sensación de terror al ver dibujarse su alta figura en la oscuridad, comprendiendo que respondía por completo a la idea de un hombre que ha acudido a una cita previa. ¿Pero con quién tenía la cita? A medida que iba atando cabos empecé a tener una vaga percepción; pero no sospeché ni remotamente la sucesión de los hechos.
Por la súbita intensidad de su actitud comprendí que estaba viendo algo. Me acerqué furtivamente por detrás. Parecía estar contemplando con mirada anhelante e interrogadora algo que a mí me pareció una guirnalda de nubes que el viento arrastraba rápido paralelamente a nuestro barco. Era un conjunto nebuloso y apenas visible, informe, que unas veces destacaba más y otras menos, según le diese o no la luz. En ese instante, la luna tenía un brillo más apagado por estar cubierta por el pabellón de una nube delgadísima como la tela que recubre una anémona.
—Voy, muchacha, voy —gritó el capitán con un tono de ternura y de compasión infinitas, como quien tranquiliza a la persona amada concediéndole un favor largo tiempo esperado, y tan dulce de otorgar como de recibir.
Lo demás ocurrió en un instante. De un salto se encaramó sobre el antepecho, y de otro pisó el hielo casi al pie mismo de la pálida figura nebulosa. Alargó sus manos como para abrazarla, y en esa actitud, con los brazos abiertos y pronunciando palabras amorosas, se metió en la oscuridad. Permanecí rígido e inmóvil, esforzándome en seguir con la mirada aquella figura que se alejaba, hasta que su voz se perdió en la lejanía. No creí volver a verlo, pero en ese instante brilló la luna con todo su claror por una grieta abierta entre los nubarrones, e iluminó el ancho campo de hielo. Entonces volví a ver la masa negra, ya muy lejos; corría con velocidad prodigiosa por la llanura helada. Fue la última imagen que de él tuvimos, y quiza la última que tengamos. Se organizó un grupo para ir en su busca, y yo forme parte del mismo; pero los hombres no realizaban con entusiasmo aquella tarea y nada se encontró. Dentro de unas horas se organizará otro grupo. Mientras pongo todo esto por escrito, tengo que hacerme fuerza para no creer que he estado soñando o que he sido víctima de una horrenda pesadilla.

Arthur Conan Doyle
Piratas y mar azul

ARTHUR CONAN DOYLE nace en el mismo lugar y apenas ocho años después que Robert Louis Stevenson: Edimburgo, 1859. Tal vez por ello, cuando aparecieron en la prensa algunos de los cuentos que aquí se publican, fueron atribuidos a la pluma del autor de La Isla del Tesoro, en lugar de al padre de Sherlock Holmes. Pero es la experiencia de Conan Doyle como médico a bordo de un ballenero por las aguas del Ártico la que le confiere ese gran conocimiento de la vida marinera. A través de estas páginas el lector volverá a ser un adolescente viviendo aventuras arriesgadas, donde el ron y la sangre son derramados de igual forma sobre las tablas de la cubierta de bajeles siniestros o veloces bergantines. Se verá salpicado por las gotas saladas del mar Caribe, sentirá el calor abrasador del sol de los trópicos, y temerá por su vida cuando vea ondear contra el cielo azul la bandera negra de los piratas más crueles y despiadados.

De París a Jerusalén y de Jerusalén a París, yendo por Grecia y volviendo por Egipto, Berbería y España

Se han escrito tantas descripciones de Constantinopla, que sería una necedad en mí el querer hablar de esta ciudad. Pueden leer los curiosos a Esteban de Bizancio, a Gylli de Topographia Constantinopoleos, a Ducange Constantinopolis Christiani, a Porter Observations on the religion, etc. Of the Turks, a Mouradgea d’Ohsson Cuadro del imperio otomano, a Dallaway Constantinopla antigua y moderna, a Pablo Lucas, a Thevenot, a Tournefort, y en fin, al Viaje pintoresco de Constantinopla y de las orillas del Bósforo, y los fragmentos publicados por Mr. Esmenard.
Fui muy bien recibido y obsequiado con esmero por el general Sebastiani, que estaba entonces de embajador de Francia en Constantinopla. Me obligó a admitir diariamente su mesa, me acompañó él mismo a ver todo lo más notable de la ciudad, me proporcionó los firmanes necesarios para hacer mi viaje a Jerusalén, me dio cartas de recomendación para el padre guardián de la Tierra Santa y para los cónsules franceses en Egipto y en Siria, y aun temiendo que me faltase dinero, me permitió que librase contra él letras de cambio a la vista, donde me acomodase.
En aquel mismo tiempo había en Constantinopla una diputación de los padres de la Tierra Santa, que habían venido a reclamar la protección del embajador contra la tiranía de los comandantes de Jerusalén; y estos padres me dieron cartas de recomendación para Jafa, y también tuve la dicha de que estaba pronto a partir el navío donde iban los peregrinos griegos a Siria. Se hallaba en la rada y debía hacerse a la vela, así que se levantase viento favorable, por manera que si se hubiese verificado como yo quería mi viaje a la Troade, no hubiera podido hacer el de Palestina. Pronto arreglé con el capitán del buque el precio de mi viaje y el embajador envió a bordo para mí las provisiones más exquisitas y me dio por intérprete a un griego llamado Juan. Con esto, y colmado de las mayores atenciones y favores, me embarqué el 18 de septiembre.
Confieso que a pesar del buen trato que recibí en Constantinopla, me alegré mucho al salir pronto de aquella ciudad, pues toda su hermosura se desvanecía a mi vista, cuando pensaba en que tan hermosos campos sólo habían sido habitados por griegos del Bajo Imperio y ahora lo eran por turcos, y me parecía que tan viles esclavos y tan crueles tiranos jamás deberían haber deshonrado tan magnífico país. El día mismo en que llegué a Constantinopla, lo fue el de una revolución, pues los rebeldes de Romelia, habían llegado hasta las mismas puertas de la ciudad. Así pues, no podía serme grato el permanecer en ella, pues quería recorrer aquellos parajes que las artes y las virtudes honraban, y ni uno ni otro hallaba en la patria de los Focas y de los Bayacetos. Pronto se cumplieron mis deseos: el día mismo en que me embarqué, levamos el ancla a las cuatro de la tarde. Desplegamos la vela al viento de norte, y navegamos hacia Jerusalén, siguiendo el estandarte de la cruz que ondeaba en los mástiles de nuestro navío.

François-René de Chateaubriand
De París a Jerusalén
Y de Jerusalén a París, yendo por Grecia y volviendo por Egipto, Berbería y España

El 13 de julio de 1806, el famoso político y escritor francés parte de París con destino a Tierra Santa, para conocer de primera mano los escenarios que relataba en sus Mártires. Chateaubriand ya tenía experiencia como viajero, pues había visitado la Norteamérica de los indios y de aquel viaje había nacido su famosísimo Atala. Visita Milán, Venecia, Trieste, y Smirna, rumbo a Grecia y Turquía. Finalmente alcanza Jerusalén y allí los Santos Lugares. Regresa por Egipto, Túnez (donde se ve obligado a refugiarse a causa de una tormenta en la que teme perder la vida) y España. Tras casi diez meses de viaje, el 5 de mayo de 1807, concluye su aventura en Bayona (Francia). En este volumen se recupera una brillantísima versión de D. Pedro María de Olive, publicada en Madrid en 1828, que muestra una gran calidad literaria, agudeza, ritmo y erudición.

Al día siguiente de su llegada, Segismundo se presentó al Papa después de oír misa, y Benedicto desplegó para recibirle la antigua magnificencia de la Corte de Aviñón. Habitaba el Papa el castillo de Perpiñán. El emperador estaba instalado en el convento de los franciscanos; el rey de Aragón, en el de los agustinos, y maestro Vicente, en el de los dominicos.

Finalmente, se presentó Segismundo con un séquito de príncipes, hombres de armas, dieciséis prelados y más de cien doctores. La escolta imperial constaba de cuatro mil jinetes.
La de Benedicto XIII sólo se componía de trescientos hombres de armas, mandados por su sobrino Rodrigo, además de muchos caballeros sanjuanistas que le eran constantemente afectos. Miles de señores catalanes, valencianos y aragoneses, fieles también a Luna en todo momento, acudieron para presenciar esta entrevista de carácter universal.
Tres cortes iban a reunirse: la pontificia, la del emperador y la del rey de Aragón. Dos reinas asistían igualmente a la conferencia: doña Margarita, viuda de don Martín, y doña Violante, esposa del enfermo don Fernando. Además, habían llegado los condes de Foix, de Armagnac, de Saboya, de Lorena y de Provenza; los embajadores del Concilio de Constanza; los enviados de la Universidad de París, que eran su preboste, y tres doctores de la Sorbona; el gran maestre de Rodas; el arzobispo de Reims, representando al rey de Francia; el obispo de Worcester y sus doctores, enviados del rey de Inglaterra; el gran canciller de Hungría y el protonotario del rey de Navarra.
El arzobispo de Burgos, don Pablo de Santa María, antiguo rabino convertido por maestro Vicente, era embajador del rey de Castilla. También fueron llegando doctores y maestros en diversas facultades de todos los centros de enseñanza existentes en Europa. Las universidades de Montpellier y Tolosa, fieles a Benedicto hasta los últimos momentos, enviaron lo mejor de su profesorado. Hasta un rey moro cautivo vino a presenciar este acto, que tanto interesaba a los pueblos de Europa.
Segismundo se detuvo en Narbona, fuera de los dominios del rey de Aragón, creyendo poder influir desde lejos sobre el Papa español. Empezó por enviarle una embajada con orden de no besar sus pies, limitándose a darle el tratamiento de serenísimo y poderosísimo Padre. Maestro Vicente, que había llegado a Perpiñán con el propósito de dar fin al cisma, fuese como fuese, intervino para conseguir que el Papa recibiera a dichos embajadores, sin creer por ello desconocida su autoridad. Benedicto escuchó a los enviados de Segismundo, contestándoles que «haría lo que fuese necesario para el bien de la Iglesia».
Tuvo que darse por satisfecho el emperador con esta ambigua promesa, y entró solemnemente en Perpiñán el 17 de septiembre de 1416. Desde el Concilio que había celebrado Benedicto en esta ciudad años antes, sus vecinos se habían acostumbrado a los recibimientos ostentosos. Todas las calles estaban entoldadas y los edificios cubiertos de tapices. Bandas de danzarines y esgrimidores iban al frente de la comitiva, alegrando a la multitud con bailes y juegos de destreza.
Salió el futuro Alfonso V a recibir al emperador, seguido de la Corte aragonesa, lujosamente vestida. Como presente de su padre había enviado a Segismundo un corcel castellano, grande, hermoso, ricamente guarnecido, y cabalgando en él entró el emperador en Perpiñán.
Describían los cronistas de la conferencia los trescientos hombres de armas de su escolta; los cuarenta pajes y los seis trompeteros, llevando en sus instrumentos pendones con las armas del Imperio, que le precedieron en su entrada. Delante de Segismundo iba un caballero llevando un espadón de dos manos, con la punta hacia arriba, porque entraba en tierra no sujeta a él, y cuatro ballesteros de maza. A continuación desfilaron veinticinco caballos de respeto llevados del diestro y varios ministriles con instrumentos de metal, que venían sonando muy graciosamente.
Su séquito de caballeros alemanes y húngaros comió con él al llegar al alojamiento preparado por el monarca aragonés. Un sillón de brocado sobre siete gradas, delante de una gran mesa, era para él, y más abajo, otras mesas estaban puestas para sus caballeros. Durante cincuenta días don Fernando albergó al emperador y a su Corte, dando a todos «aves y pescados de muy diversas maneras, vinos castellanos, griegos y malvasías en tal abundancia, que los extranjeros se maravillaban de la desmesurada generosidad del rey de Aragón». Los caballeros de la Corte aragonesa combatieron en torneos con los del emperador. Un barón del rey de Apolonia, célebre por sus fuerzas, se batía con el hijo del conde de Pallás en Narbona, y el joven español derribaba al alemán.
Al día siguiente de su llegada, Segismundo se presentó al Papa después de oír misa, y Benedicto desplegó para recibirle la antigua magnificencia de la Corte de Aviñón. Habitaba el Papa el castillo de Perpiñán. El emperador estaba instalado en el convento de los franciscanos; el rey de Aragón, en el de los agustinos, y maestro Vicente, en el de los dominicos.
En aquel tiempo de míseras y escasas posadas, los conventos equivalían a nuestros modernos palaces, y eran el único albergue digno de soberanos y próceres.

Vicente Blasco Ibáñez
El Papa del mar

La vida del aragonés Benedicto XIII, más conocido como «Papa Luna», fue toda una novela, una novela de aventuras y desventuras, intrigas y pasiones, hasta su muerte en su castillo levantino de Peñíscola.
También es una novela romántica en este caso la vida y las peripecias de Claudio Borja, un moderno descendiente de aquel Papa testarudo, por desentrañar la historia de su ilustre antepasado, mientras intenta conquistar el amor de una bella y rica viuda argentina.

Vine a ver, no a ser visto. A aprender, no a enseñar. A lo sumo a estar y no a dar cuenta de mi mediocridad y, menos, de la suya. ¡Y yo que pensaba, por fin, hablar con unos jóvenes de verdad entregados al teatro!

16 de septiembre
Mañana de editores. Proyectos. Proyectos de contratos. Contratos de proyectos entreverados con algunas entrevistas.
Antonio Vilanova, tan fino. Comemos con Esther, que conoce su negocio no sé si por carisma, pero lo conoce. Da gusto hablar con alguien que sabe a dónde va.
Por la tarde vienen Pepe Jurado, mi encantadora señora Ferreras de Gaspar con su marido. Hablamos de una posible exposición de mi amigo Campalans para el año próximo. Les propongo venir a pintar los cuadros una o dos semanas antes. Se nos va el tiempo. Se nos fue.
Otra entrevista.
Pepe me ha traído, de regalo, un libro espléndido. Me dice, y le creo, que es el mejor que tiene.
—No, no tienes idea.
—Ya lo sé.
P. interrumpe: —Es una manera de hablar de Max: siempre lo sabe todo.
Reímos.
—No es para reírse: aquí ocuparon todos los puestos —y Dios sabe si los hubo—, una serie de mediocres que, naturalmente, se han aferrado a sus sillones —de catedráticos, de académicos, de jefes de empresa— como lapas de acero, si es que las hay. Los que tenían algún talento (los conocías como yo) los mandaron fuera, de embajadores; primero, para hacer un papel medio decente y luego para echar posibles opositores de la misma cuña. Lo supieron hacer. El medio no importa sino el resultado: míralo, salta a la vista: en todo, menos en los negocios, en los que han salido águilas. En la técnica, para lo que no se necesita gran cosa —basta con obedecer o copiar— y la Iglesia…
—No me fío.
—Yo tampoco. Pero se trata precisamente de no fiarse. Listos, lo son. A mi juicio, ese redoblado fervor vasco y catalán lo propician ellos.
—¿Para qué? Ya. No me lo digas. Comprendo.
La gente se va por ahí. Y la persecución, en nombre de España una, grande, tiene todavía sus partidarios.
—Los de la ETA…
—Han reemplazado a los comunistas. Pero no quería hablarte de eso sino del ambiente. Tú mira, cuenta, lee. Lee lo mejor de hoy; ve a las clases de la Universidad —¡para qué hablarte de bachillerato!—. Te quedarás boquiabierto. No saben nada de nada. Y no quieren que se sepa nada de nada como no sea de números. Al fin y al cabo, para vivir bien basta y sobra con lo que tenemos. Y no hace ninguna falta saber lo que no sabemos. No es nuevo. Es la vieja teoría filantrópica liberal y conservadora. No saber, no aprender: contentarse con lo que se tiene ahora que no pueden prometerte la vida beatífica en el otro mundo porque les contestan: ¡A mí no me venga con ésas! Al pan, pan y al vino, vino y al culo, culo. Que eso se ha añadido. Los niños y las niñas se las traen al lado de los de nuestro tiempo. La influencia del turismo.
—Será en la costa.
—Va subiendo, y no tan poco a poco, como puedes ver con tanto parador y tanta venta. No es que me parezca mal, en ellos se come bien y barato. Lo malo es que no te dan habitación más que por tres días.
—Ahora va a resultar que el retrógrado eres tú.
—Si hablas del tiempo transcurrido, es posible que sí. Pero, no. A veces, me parece que todavía voy a la tertulia del Oro del Rhin. No. Todo eso ha pasado, enterrado bajo un enorme montón de basura, de podredumbre del que no podemos salir. La mediocridad es muy buena para los mediocres y aquí el Estado los fabrica. Si sobresalen un poco, o se van o les ayudan —entiéndeme— a irse. España es un país que no necesita eminencias porque todos lo somos…
—Y ¿qué crees que va a pasar con Juan Carlos?
—Nada. Hombre, nadie lo sabe, como es natural. Pero la idea de los que le conocen es de que no tiene las agallas necesarias para hacer algo que valga la pena. Y, además, por si fuera poco, está doña Federica. Sin contar que los generales españoles tienen una larga, larga experiencia.
—Y si no, ahí están los coroneles.
—Que son los generales de mañana. Sabes tan bien como yo que aquí siempre mandó el ejército. Desengáñate: cuando no lo hizo, ¡fíjate cómo nos fue! Dejando aparte el ridículo. Te aseguro que nadie se acuerda, como no sea para reírse, al leer las Memorias de Azaña, de Marcelino Domingo —tu amigo— o de Fernando de los Ríos —al que querías tanto—. ¿O me equivoco?
—No.
El hall está lleno, pero estamos solos. No nos oye nadie. No nos importa que nos oiga nadie. Tal vez no estamos aquí.
Los sobresalientes
Me llamó por teléfono y me vino a ver hace unos días, un andaluz, finito de cuerpo, con aladares, jacarandoso, a quien envié hace tiempo unos cuantos Crímenes para un folletín de nada.
—Unos muchachos de Gracia que representaron Espejo de avaricia —me dijo por teléfono—, los de Bambalinas, estarían felices de conocerle y a ser posible de cenar con usted.
No me puedo negar.
—Tal día y tal hora.
—Bueno.
—Pues pasaré por usted.
Joan Brossa —de quien todos hablan bien— hombre de cine y teatro catalán, me lo confirmó al día siguiente.
Hoy se presenta el joven y nos lleva a un restaurante donde nos espera el secretario de Cela, que ha venido especialmente de Palma para estar con nosotros; M., el de los sesenta títulos en menos que te canta un gallo, y cuatro o cinco más —poetas— cuyos nombres ignoro, no por su culpa, claro.
En el camino me entero de que el director del grupo teatral no vendrá.
—Tuvo una reunión.
—¿Estamos todos?
—Sí.
—¿Y los actores?
—No, del teatro sólo tenía que venir el director.
Callo. ¿A qué este engaño?
El malhumor me rezuma. No se me presenta la menor excusa. ¡A ellos, a ellos! ¡A la poesía!
—Y no nos vaya usted a salir con Juan Ramón…
—¿Por qué no? ¿Quién de vosotros ha leído Espacio?
Silencio. Vuelta a lo mismo: nadie ha pasado de la Segunda antología. ¿De qué quieren que les hable? ¿De Celaya? ¿De Otero? ¿De Valente? ¿De González? ¿De Barral? De Marrodán, supongo; de Fernández Molina… Porque no creo que esperen una cátedra magistral acerca de lo que tengo por poesía…
No saben. Tal vez son todavía, a pesar de no serlo mucho, jóvenes. Sólo le han visto la cara a cuatro cosas. Mil otras no les han pasado nunca por el pensamiento —no por su culpa—. Ajenos a casi todo; ignorantes pero sin cuidado de ello, equivocados tan sólo. Como sólo tratan con libros y, de ésos, relativamente pocos, se quedan menos que a medias. La ciencia se aprende perdiendo —y no lo quieren aceptar: «se quedaron ayunos de saber el artificio», escribió don Miguel en el primer capítulo de su libro mayor—. Hay impedidos que andan con muletas; éstos a tientas. Oscuros de las oscuridades de su saber; cegados y ociosos; rendidos a las dificultades del oficio que escogieron. Ni tontos ni arrogantes, sencillamente generosos; faltos de gusto por no haber sido capaces de escoger e incapaces de escoger porque sólo les ofrecieron un camino (a pesar de que —claro— suponen lo contrario). Sin contar su capacidad, de la que no son responsables, aunque hay naturalmente quien sepa amañárselas para aparecer mayor. Cortos de vista, toman un color por otro palpando tinieblas. Calzan tan pocos puntos que se desvanecen.
Blasfemando de lo que ignoran, hablan a tientas, seguros de sí cuando no por boca de otro que sabe tan poco como ellos mismos. Fuera idiotismo oponerme a su natural decantación. ¿Los vulgares se gradúan de necios? No puedo creer que haya tanta injusticia sobre otra. ¿Simples? Sí, pero se dejarían matar antes de aceptarlo. Brossa calla. No saben lo que se pescan ni conocen su morada. Ignoran el lenguaje, fiados de sus buenos deseos. Groseros a fuerza de no entender. Pido mil perdones, pero intento retratar mi ánimo. Nada siento tanto como haberme dejado llevar por mi irritación. Algunos se lo tenían merecido, por el engaño. Los más: tan engañados como yo. No pido sutileza sino honradez. ¿Creían necesario hablarme de cómicos para reunirse conmigo? Lo consiguieron. Me hubiese gustado que, por lo menos, un día, el sedicente invitador me llamara por teléfono para disculparse. ¡Cómo había de hacerlo si no tenía idea de la que armaba en su nombre! Todos se hallan en pelotas sin velo de la ignorancia que se la encubriera. ¿Dónde la ciencia de que han menester para lograr sus deseos? Perdidos en una selva de errores, me dejaron a oscuras. ¿Qué pretendían? ¿Exponer sus letras? ¿Mostrar su cortedad en el hablar? No. ¿Entonces? ¿Sorprenderme? Lo consiguieron, pero también —muy a mi pesar— sacarme de mis casillas; el entendimiento atestado de col agria. (¿A quién se le ocurrió escoger esta «fonda» alemana?). Creo que en Guzmán de Alfarache se lee: «Parecen melones finos y son calabazas». Se lo dije, hice mal. Reventé cuando al nombrar a Rafael Alberti el de más nombre hizo un gesto de claro desprecio como diciendo: ¡Ya salió aquello! Salté. Salté de verdad: me puse de pie. Me apoyé en la mesa, mirándole:
—¿Qué ha leído de él? ¿Marinero en tierra, claro?
No estaba seguro. Cité diez títulos, algún soneto, otras obras recientes.
Nada.
—Antologías.
—¿Qué más?
—¡De la pintura! —Fanfarronea en su derrota.
—¿Sabe de qué fecha es?
—No.
—Lo que sucede es que usted es un pobre tonto.
Y la máquina grabando.
Lo solté y me arrepentí inmediatamente.
—¡Ese libro sobre Roma! —Se defendió desesperadamente.
—¡Qué más quisiera que haber escrito uno solo de sus sonetos…!, —le solté. Pero ya no tenía ganas de hablar ni me iba a poner a explicarles que ahí radicaba una de las barreras más duras de salvar entre ellos —ahí presentes— y nosotros. ¿Dónde la posibilidad de comprender, en verso, en prosa, el humor, la ironía, la broma brutal o sutil lo mismo en línea que en color; la diferencia de lo serio de lo que no lo es? Dejando aparte que siempre hubo en los más de mi edad y gusto, gotas de lo uno en lo otro, para dar sabor. Estos que nada esperan de nosotros (¿cuándo «esperamos» algo de ellos?) han crecido en paisajes de seriedad, sordos de tanto bombo, tuertos del izquierdo, con las varas reglamentarias, descabellados a la buena de Dios. Algunos aprendieron a torear, otros saltaron la barrera y fuéronse fronteras afuera a esclarecer sus tinieblas. Lo malo es que todos son de una misma noche. Durmieron mal y parieron sin dolor poemas sin más finalidad que hacer patente su presencia. ¿Que nadie hizo nunca más, dejando aparte los que de veras cuentan? A todos nos alumbra idéntico sol, aun de noche.
Todo fue mal, quedáronse para mejor ocasión. Nos fuimos y no hubo más que esta página retorcida, por huir de la verdad. ¿Qué querían de mí? ¿Que les dijera que los críticos de hoy nada saben, nada valen, y que sus libros o cuadernillos son excelentes por no decir geniales? Vine a ver, no a ser visto. A aprender, no a enseñar. A lo sumo a estar y no a dar cuenta de mi mediocridad y, menos, de la suya. ¡Y yo que pensaba, por fin, hablar con unos jóvenes de verdad entregados al teatro!
La vuelta, fúnebre.

Max Aub
La gallina ciega
Diario español

La gallina ciega es el diario que Max Aub escribió durante su visita a España desde su exilio en México. En él podemos encontrar sus amargas palabras e impresiones sobre la situación de la España de aquel momento y personajes del mundo de la cultura y la política, que desfilaron por sus páginas con los nombres ocultos para evitar la censura. Es una serie de reflexiones sobre lo que era la España de 1969, lo que era antes y lo que debería haber sido. En las últimas páginas del libro, el autor explica que el país había «empollado huevos de otra especie» y por eso el libro se llama así. Sabía perfectamente que su libro no iba a circular por España debido a la censura durante el franquismo, pero mantiene una pequeña esperanza de que «alguna ejemplar se perderá en Sevilla o Bilbao, Valencia o Santander».
A pesar de su gran pesimismo, a lo largo de su diario español, cuando escriba la introducción, parece que no había perdido por completo su ilusión de que la España que Aub conocía pudiera todavía resucitarse. También en las conclusiones, que escribe en el vuelo de su vuelta a México, dice que no puede ser pesimista porque siempre hay «una minoría que se da cuenta de lo que sucede en el mundo».

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