De niña, Catherine prometía ser alta; pero a los dieciséis años dejó de crecer, y su estatura, como la mayoría de sus rasgos, no tenían nada de extraordinario. Sin embargo, era fuerte, bien formada y, afortunadamente, tenía una magnífica salud. Ya se ha dicho que el doctor era un filósofo, pero yo no habría respondido de su filosofía si la niña hubiese resultado enfermiza. Su aspecto de salud era su principal atributo de belleza; y su piel fresca, en la cual el blanco y el rojo estaban equitativamente distribuidos, era muy agradable de ver. Tenía los ojos pequeños y tranquilos, los rasgos bastos, las trenzas suaves y oscuras. Los críticos severos decían que era una muchacha vulgar; los que tenían más imaginación, decían que era una muchacha callada y digna, pero ninguno de ellos la discutía a fondo. Cuando le hicieron comprender que era una joven —y tardó bastante tiempo en darse cuenta— desarrolló bruscamente una pasión por los vestidos, pero su juicio en la materia distaba mucho de ser infalible y solía tener grandes confusiones. Su deseo era realmente el deseo de una naturaleza inarticulada que lucha por manifestarse; Catherine quería expresarse en sus vestidos, y recompensar su timidez de lenguaje, con su franqueza en los atavíos. Pero si lograba expresarse en sus trajes, es cierto que no había que censurar a los que la consideraban poco ingeniosa. Hay que añadir que aunque se la creía heredera de una gran fortuna —el doctor Sloper llevaba mucho tiempo ganando veinte mil dólares por año y ahorrando la mitad de ello—, la cantidad de que disponía no era superior a la asignación de las muchachas pobres. En Nueva York, en aquella época, había aún algunos fuegos encendidos en los altares de la sencillez republicana, y al doctor Sloper le hubiese agradado ver que su hija se presentaba, con clásica gracia, como sacerdotisa de aquella suave fe. En privado, hacía una mueca al pensar que una hija suya podía ser a la vez fea y ostentosa. El médico era aficionado a las buenas cosas de la vida, y hacía un considerable uso de ellas; pero tenía horror por la vulgaridad, e incluso la teoría de que se extendía entre la sociedad que le rodeaba. Además, hace treinta años, en los Estados Unidos no había el lujo de ahora, y el padre de Catherine adoptaba el criterio anticuado en la educación de las jóvenes. El médico no tenía opinión particular sobre el tema; por entonces no era aún un caso de propia defensa el tener una colección de teorías. Para él simplemente era adecuado y razonable que una joven bien educada no llevase su fortuna sobre la espalda. La espalda de Catherine era muy ancha y podía haber llevado una gran cantidad; pero ella no se expuso nunca al enojo paternal, y nuestra heroína había cumplido ya los veinte años antes de permitirse el lujo de llevar un traje de noche de raso rojo, adornado con un fleco dorado, a pesar de que durante años lo había deseado en secreto. Cuando se lo puso, le dio un aspecto de mujer de treinta años; pero a pesar de su gusto por las buenas ropas, Catherine no era nada coqueta, y al ponerse los vestidos pensaba más en cómo quedaban ellos que en cómo le quedaban a ella. En ese punto la historia no ha sido muy explícita, pero la suposición es justificada; con este atavío real, Catherine se presentó en una pequeña fiesta dada por su tía, Mrs. Almond. La muchacha tenía por entonces veintiún años, y la fiesta de Mrs. Almond fue el comienzo de algo muy importante.
Tres o cuatro años antes, el doctor Sloper había trasladado su casa a las afueras. Desde su matrimonio había estado viviendo en un edificio de ladrillo rojo, con albardillas de granito y un enorme montante sobre la puerta, situada en una calle a cinco minutos de marcha del Ayuntamiento, que vio sus mejores épocas —desde el punto de vista social— alrededor de 1820. Después, la marejada de la moda se dirigió hacia el Norte, como tiene que hacerlo en Nueva York, merced al estrecho canal por donde corre, y el ruido del tráfico resonó a derecha e izquierda de Broadway. Por el tiempo en que el doctor cambió de residencia, el murmullo del comercio se había convertido en poderoso estruendo, que era música en los oídos de los buenos ciudadanos interesados en el desarrollo comercial de su isla afortunada. El interés del doctor Sloper en aquel fenómeno era sólo indirecto; aunque al ver que la mayoría de sus pacientes se convertían en hombres de negocios, debía haber sido más inmediato, y cuando la mayoría de las residencias de sus vecinos, también adornadas con albardillas de granito y enormes montantes, fueron transformadas en oficinas, depósitos y agencias marítimas, y aplicadas en mil diversas formas a los bajos usos del comercio, decidió buscar un lugar más tranquilo. El ideal de la tranquilidad y el retiro distinguido, en 1835, fue hallado en Washington Square, donde el doctor se construyó una casa moderna de amplio frente, con una gran terraza delante del gabinete, y una escalera de mármol blanco que conducía hasta un portal recubierto también de mármol blanco. Aquel edificio y muchos de sus vecinos, iguales a él, se consideraban, cuarenta años antes, como el último modelo de la ciencia arquitectónica, y en la actualidad seguían siendo residencias sólidas y honorables. Frente a ellos se hallaba la plaza en la cual había una gran cantidad de vegetación vulgar, rodeada por una cerca de madera, que aumentaba su apariencia rural; y en la esquina estaba el recinto augusto de la Quinta Avenida, que nacía en aquel lugar con un aire tan confiado y espacioso, que indicaba ya sus altos destinos. No sé si se debe a la ternura de las asociaciones primeras, pero dicha porción de Nueva York es para muchas personas la más encantadora. En ella hay una especie de reposo del que carecen otros barrios de la larga y estruendosa ciudad; tiene un aspecto más honorable y maduro que cualquiera de las ramificaciones superiores de la gran avenida longitudinal, el aspecto de haber tomado parte en la historia social; allí, como podrían haberos dicho personas calificadas, parecía que se llegaba a un mundo que ofrecía variadas fuentes de interés; allí fue el lugar donde vivió vuestra abuela, en venerable retiro, dispensando una hospitalidad igualmente atractiva para la imaginación como para el paladar infantiles; allí fue donde disteis vuestros primeros pasos por el mundo, siguiendo a la niñera, con pasos vacilantes, y aspirando el extraño perfume de los ailantos que por entonces constituían la principal sombra dela plaza, y que difundían un aroma que vosotros entonces no sabíais desdeñar como se merece; finalmente, fue allí donde vuestra escuela, regida por una anciana de ancho pecho y ancha base con una férula, que constantemente bebía té en una taza azul con un platillo que no jugaba, ensanchó el círculo de vuestras observaciones y de vuestras sensaciones. Allí fue, de todas formas, donde mi heroína pasó muchos años de su vida; lo cual es mi excusa para este paréntesis topográfico.
Mrs. Almond vivía mucho más arriba en una calle embriónica de alta numeración; en una región donde la extensión de la ciudad asumía un aire teórico, donde los álamos crecían junto al pavimento —cuando lo había— mezclaban su sombra con los empinados tejados de las casas holandesas. Estos elementos de carácter pintoresco rural han desaparecido ahora del escenario de Nueva York, pero siguen estando en la memoria de las personas maduras, en barrios que ahora nos avergonzaría recordar. Catherine tenía muchos primos, y con los hijos de su tía Almond, que eran nueve, vivía en términos de gran intimidad. Cuando era más pequeña, sus primos la habían temido; se la tenía por muy bien educada, y una persona que vivía con Mrs. Penniman disfrutaba del reflejo de su gloria. Entre los Almond, Mrs. Penniman era más admirada que querida. Sus modales eran extraños e imponentes, y sus trajes de luto —vistió de negro durante veinte años y luego, de repente, apareció una mañana con rosas rojas en el sombrero—, eran complicados y estaban llenos de hebillas, abalorios y nifileres, que evitaban la familiaridad. Tomaba a los niños demasiado en serio, en las cosas buenas y en las malas, y tenía el aire abrumador de esperar de ellos acciones sutiles; de manera que ir con ella era semejante a sentarse en el primer banco de la iglesia. Sin embargo, al cabo de un tiempo se descubrió que la tía Penniman era sólo un accidente en la existencia de Catherine, y no parte de su esencia, y que cuando la niña venía a pasar un sábado en casa de sus primos, jugaba a «la una la mula» a todos los demás juegos. Sobre aquella base se llegó fácilmente a un entendimiento, y durante varios años Catherine fraternizó con sus jóvenes parientes. Digo parientes, porque siete de los Almond eran varones, y Catherine tenía una gran preferencia por los juegos que se juegan mejor en pantalones. Sin embargo, gradualmente, los pantalones de los Almond se fueron haciendo más largos, y los que los llevaban a dispersarse y establecerse en la vida. Los chicos mayores eran de más edad que Catherine, y fueron enviados a la universidad, o a departamentos de contabilidad; de las chicas, una se casó muy puntualmente, y la otra se comprometió con igual puntualidad.
Y para celebrar este último acontecimiento, Mrs. Almond dio la pequeña fiesta mencionada ya, a la que Catherine acudió con su vestido de raso rojo. Su prima iba a casarse con un joven agente de Bolsa, un muchacho de veinte años: considerado por todos como un excelente partido.
Henry James
Washington Square
Catherine Sloper no es muy inteligente ni muy atractiva. A pesar de ello, Morris Townsend la encuentra absolutamente irresistible, no tanto por su nobleza y bondad como por la fortuna que está destinada a heredar. Townsend no tiene dificultades en seducir a Catherine, pero se encuentra con la oposición de su padre, el doctor Sloper, que no se deja engañar por las apariencias y lo considera un desaprensivo cazafortunas.
Washington Square (La heredera), de 1881, ambientada en Nueva York, es una intensa y conmovedora historia sobre lealtades divididas e inocencia traicionada y es, también, como dijo Graham Greene, «quizá la única novela en la que un hombre ha invadido con éxito el terreno femenino consiguiendo una obra comparable a las de Jane Austen».
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