Alcornoque (3) - Los alimentos y los fenicios

Los alimentos y los fenicios
El gran cortijo o granja de los llanos andaluces es un descendiente directo de la villa romana. Tiene las mismas dependencias y habitaciones, exceptuando únicamente los baños calientes situados alrededor de un espacioso patio. La planta baja alberga las almazaras, las cubas del vino y las despensas, y a veces, también, los establos. La planta superior se reparte entre las habitaciones del propietario, cuando se digna hacer una visita, y la vivienda del administrador. Sobre la monumental puerta de entrada hay un nicho para una imagen sagrada, y sobre la casa se erige un mirador o torre. Esta disposición es la que se ha seguido, en la medida de lo posible, en las más pequeñas granjas de la Alpujarra y en las casas solariegas de las aldeas. Y esta era la distribución de la mía. Tenía las habitaciones principales y la puerta de entrada hacia la calle, mientras que el hombre que trabajaba para mi casero vivía al otro lado del patio. Sin embargo, como esta puerta sólo podía abrirse con una pesada llave, yo utilizaba la puerta trasera, por la que se descendía, mediante unos cuantos escalones, de la cocina al patio. Aquí estaban situados los establos, la tahona, la vaquería, el porche cubierto, con sus bancos de piedra para uso de los mendigos y la entrada al jardín.
Al granjero con quien yo compartía este patio se le conocía como el tío Maximiliano. Era un anciano de voz estentórea y un lenguaje cargado de obscenidades y blasfemias. Ni siquiera el respeto que debía a doña Lucía era suficiente para moderar su lenguaje. Su esposa era la tía Rosario, una mujer delgada, insignificante y suave, prematuramente envejecida por el trabajo y por haber traído al mundo media docena de niños. En su juventud había sido la belleza de la aldea, y por eso le habían dado el apodo de la «Reina». Esto y su carácter apacible y gentil le habían valido el puesto de sirvienta de la madre de don Fadrique, y al mismo tiempo el de amante de su padre —ambos oficios iban juntos en las familias de los caciques—. Después fue dada en matrimonio al ganadero, quien por su condescendencia fue puesto al cargo de las propiedades de don Fadrique en la aldea, explotándolas en aparcería. Juan el Mudo y Araceli, que por aquella época llevaba la granja de la montaña, debían su puesto a unas circunstancias prácticamente similares —el matrimonio de una criada de confianza con un ganadero—, y a la muerte del tío Maximiliano ocuparon su lugar.
Una de las más útiles creaciones de la Iglesia católica ha sido la institución de los padrinos. En las comunidades rurales esta relación contribuye a consolidar los lazos de sangre formados por concubinato entre el terrateniente y quienes para él trabajan. Así, don Fadrique era el padrino de los niños menores de la tía Rosario, y él y el tío Maximiliano se trataban siempre de compadre, mientras que para los niños aquel era el padrino. Y cuando se casó con doña Lucía, esta se convirtió automáticamente, por lo menos de una manera nominal, en su madrina. Con esto —la omisión del don— se disminuía la diferencia de rango y se pasaba a constituir, hasta cierto punto, una familia única. Es decir, tenemos aquí una versión de la familia romana, o grupo de servidores, en la que se preserva el rango principal: la sangre del amo corre por las venas de la mayoría de ellos. Sus hazañas amorosas y su matrimonio legal se habían puesto al servicio de sus intereses económicos, como se ve en la actualidad, y a escala prodigiosa, entre los caíds del Gran Atlas. Y esta familia extensa, junto con la clientela que la rodea, forma el núcleo de ese sistema de clan que en todo tiempo ha jugado un papel tan importante en la vida española. Como cosa útil en sí misma, la creación espontánea de una sociedad que desconfía de sus propias instituciones formales ha preparado el terreno para ese pequeño despotismo, tan vituperado, llamado caciquismo: el gobierno del hombre importante de la localidad, o cacique. El impulso para actuar de esta forma surgió del deseo del español de fortalecerse mediante una red de relaciones humanas. El rico y poderoso necesita clientes respetuosos para con sus intereses: el pobre necesita de un protector, y así se ha creado un gran número de pequeños clanes, manteniéndose por la necesidad de defensa mutua contra los peligros y asperezas de la vida española. Dado que este es un país en el que los motivos puramente egoístas merecen poco respeto, el grupo ha de vincularse, en la medida de lo posible, mediante lazos morales y religiosos, es decir, por los matrimonios, el padrinazgo, las relaciones extramatrimoniales y la amistad personal. De esta forma las obligaciones mutuas se ven sancionadas por una cierta inviolabilidad.
Siempre que yo abría la puerta de la cocina y miraba al patio veía a la tía Rosario y a sus hijas ocupadas en sus labores domésticas, y si lo hacía por la tarde oía la voz ronca del tío Maximiliano profiriendo juramentos obscenos. A pesar de su lenguaje, era bastante buena persona, y sus imprecaciones se dirigían más al aire que le rodeaba que a alguien en particular. Pero no era un hombre comunicativo. Solía sentarme de vez en cuando junto a su chimenea e intentaba hablar con él, pero a pesar de que debía tener cosas muy interesantes que contarme del pasado, de los días en que los lobos bajaban hasta la aldea, cuando las viñas se enroscaban en los álamos y el vino era tan barato que regaban con él los jardines, jamás logré sacarle una palabra. Su noción de la conversación consistía en una aserción estridente y vociferante de su propia existencia. ¡Cuán diferente era su carácter del tío Miguel Medina, el administrador de mi casero, un hombre sobrio, severo y reservado que bien podría haber nacido en las llanuras de Castilla la Vieja!
Como antes he dicho, la única entrada práctica de mi casa cruzaba la cocina. Era esta una habitación más bien pequeña, con un hogar abierto, una hilera de fogones de carbón, situados hacia el interior de un entrepaño de tejas, y un fregadero de piedra. Los aparadores de nogal oscuro empotrados en la pared suavizaban su aspecto, y fuera de ella estaban el horno del pan y los retretes. Los romanos, como sabe cualquiera que haya visitado Pompeya, establecían una íntima asociación entre la preparación del alimento y la evacuación del cuerpo, y en las antiguas casas españolas el retrete todavía se sitúa junto a la cocina. El nuestro —aunque carecía de agua— era un lugar original y hasta poético. El asiento era de mármol finamente veteado y su agujero tenía una bien ventilada salida a un corral cerrado, a unos seis metros por debajo. Cuando soplaba el viento, entraba por la abertura con una fuerza extraordinaria y producía un sonido quejumbroso, haciendo inutilizable el lugar. La mayoría de las casas de la aldea no tenían retrete de ningún tipo; la gente bajaba simplemente al establo y buscaba un sitio vacío entre las mulas y los cerdos.
No muy distante de la cocina estaba la despensa, un sitio muy importante. Todos los otoños colgábamos de su techo de cien a ciento cincuenta kilos de uva fina, que se mantiene fresca hasta abril, aunque se vuelve cada vez más dulce y rugosa. También guardábamos varios cientos de caquis, fruto de dos árboles que crecían en el jardín; recogidos después de las primeras heladas, maduraban lentamente y se comían con una cuchara cuando estaban suaves y tiernos. También se guardaban aquí los membrillos, así como las naranjas, los limones y las manzanas, y botes de mermelada de naranja, de cereza y de higos verdes, cuyo modo de preparar yo le había enseñado a María. Y siempre había uno o dos de los famosos jamones de la Alpujarra, que se conservan a lo largo del verano si se les frota con sal cada semana o cada quince días. Luego venían las hortalizas: tomates secos y berenjenas, cortadas en rebanadas y tendidas en los estantes, los pimientos colgados del techo, las orzas con aceitunas curadas en casa y albaricoques secos e higos; los garbanzos, las lentejas y otras legumbres se guardaban en espuertas. Y, subiendo las escaleras, en la azotea, se guardaban las cebollas, pues olla sin cebolla, es baile sin tamboril. Nada de esto se podía obtener en la tienda, sino que debía guardarse almacenado durante todo el año o comprárselo a un vecino a precio más caro.
Me olvidaba de la miel. Esta había que obtenerla de un colmenero que vivía cerca del Cortijo Colorado, a una hora o más de camino. Llevaba sus colmenas a lomos de una mula, subiendo y bajando por la montaña para aprovechar el tomillo, el espliego y el romero y otras flores aromáticas a medida que crecían. Todas las primaveras le hacía yo una visita en burro y volvía con dos arrobas en dos orzas o ánforas. A veces, al atravesar un solitario barranco, uno se topaba con sus colmenas, alrededor de veinte cántaros de barro, lastrado cada uno con una piedra. Era esta una vecindad que convenía evitar, pues las abejas españolas son mucho más furiosas que las inglesas.
Sólo comíamos carne de vez en cuando, siempre que se mataba un cabrito. Poca gente la comía, excepto en días de fiesta; sin embargo, el pescado llegaba desde la costa en mulas casi todas las noches del año: sardinas, boquerones, jureles y pulpos, y el hombre que lo traía lo vendía de puerta en puerta. Únicamente en verano escaseaba, de acuerdo con el verso que dice:
En los meses que no tienen erre,
ni pescado ni mujeres.
Este adagio se explica porque consideraban que el pescado en verano, al estar criando, es insalubre; y si un hombre hace el amor con su esposa, se encontrará debilitado para el largo día de trabajo que le espera. Esto es, al menos, lo que la gente dice, si bien la verdadera razón radica en que mientras la sementera requiere la asistencia mágica de un lecho matrimonial lujurioso, la recolección ha de llevarse a cabo en un estado de pureza ritual. Por la misma razón, las mujeres no han de recoger plantas o flores, ni tocar el maíz ni los aperos ni, si es posible, cocinar cuando tienen el período. Si se lavan las manos o la cara caerán enfermas, y si intentan hacer pan, la masa no esponjará.
Los méritos o deméritos de la cocina española merecen encontradas opiniones. Mi experiencia es que, en su más humilde nivel, presenta unos cuantos platos admirables y dos o tres deplorables. El plato que más me gustaba en Yegen se llamaba la cazuela, por la vasija en la que se cocinaba. Consistía en un guiso de arroz, patatas y verduras frescas cocinado o con pescado o con carne y sazonado con tomates, pimientos, cebollas, ajos, almendras ralladas y de vez en cuando azafrán. Para prepararlo se rehogaba el arroz y alguno de los otros ingredientes en aceite de oliva, añadiendo agua cuando el guiso adquiría un color dorado. Luego se echaban las patatas y las verduras frescas, y tras una cocción de veinte minutos, el resultado era una especie de revuelto que se tomaba con cuchara. A continuación, en cuanto a méritos, colocaré la famosa paella, el plato regional de Valencia. Mariscos, pollo, pimientos y arroz constituyen los principales ingredientes, pero no admite patatas. Se cocina en una especie de sartén plana y muy grande, hasta que absorbe todo el agua, y luego se toma elegantemente con un tenedor.
A un nivel bastante más bajo se sitúan los platos vegetarianos: la olla gitana, la ropa vieja, los potajes de lentejas y judías, las habichuelas verdes con huevo, diversas clases de tortilla, y al nivel ínfimo de la lista el plato regional de Castilla, que lleva el nombre de puchero. Es un hervido no muy distinto del pôt-au-feu francés, cuyos ingredientes esenciales son carne de cerdo, pedazos de tocino, patatas, nabos y garbanzos. El garbanzo, del que tomó su nombre Cicerón, es una bala amarilla que explota en el interior del cuerpo produciendo varios centímetros cúbicos de gas. Si la cocinera conoce su oficio, procurará que la carne hierva hasta que no le quede sabor alguno y que el tocino, de color blanco amarillento, esté rancio. Cuando un español come este plato siente que ha vindicado el vigor de su fibra; que no ha degenerado aquella raza de hombres que conquistaron un continente con un puñado de aventureros, que llevaban día y noche aquellos cilicios de pelo de animales que se pegaban a su carne y que desafiaban los mosquitos del Pilcomayo y del Amazonas.
Nuestras hortalizas eran tan variadas que podíamos hacer buen número de combinaciones en la preparación de algunos platos. Podíamos regalarnos con ensaladas durante casi todo el año, y en el verano sorbíamos esa deliciosa sopa salada, el gazpacho andaluz. El gazpacho de invierno tomaba la forma de un huevo escalfado flotando sobre una mezcla de agua, vinagre y aceite de oliva, entre pequeños pedazos de pan. Un plato humilde, que apenas costaba dos perras, y que a mí, cuando estaba cansado, me resultaba un primer plato agradable. Pero ¿cómo habré podido olvidarme del más característico de los alimentos españoles: el bacalao? Entrad en cualquier tienda de ultramarinos de la península y veréis una hilera de objetos aplanados, con forma de cometa, de color blanco sucio, colgando como despojos momificados del cinturón de un guardabosques, o como ropa desteñida y sucia suspendida de una cuerda atada al techo. Este pescado, al cocerlo, desprende un olor parecido al de la leonera en el zoo, pero cuando se cocina bien y es de buena calidad resulta tan delicioso como nutritivo y alimenticio. Constituye el alimento tanto de ricos como de pobres, pero como, para mi desgracia, los pobres en Yegen eran la gran mayoría, el bacalao que vendían en la aldea era de la peor calidad. Además, María, cuyo talento natural se dirigía a las hierbas medicinales y a las plantas de tintura, estaba poco versada en el arte culinario.
Eran famosos nuestros jamones curados en la nieve, que se comían crudos, y de vez en cuando podíamos comprar conejos, liebres y perdices. Se cree que España debe su nombre al conejo (sapan, en fenicio), pero en la actualidad son escasos. Desde que los bosques fueron talados el conejo carece de refugio contra los halcones, que se multiplicaron en las sierras españolas a expensas de los pájaros y animales que solían vivir en ellas. Pero cuando se conseguía alguno de estos conejos era delicioso y más magro y tierno que sus parientes del norte. Nuestras perdices pertenecían a la especie roja, eran voluminosas y muy abundantes en las colinas secas y en los barrancos, pero resultaba difícil acercarse a ellas para dispararlas con escopeta. Por lo general se las cazaba de una manera antideportiva, con señuelo, sin tener en cuenta la época de cría, lo que daba lugar a una curiosa y poco edificante exhibición del comportamiento de las aves. Cuando el señuelo era una hembra y el macho que se aproximaba era derribado y muerto, el pájaro enjaulado danzaba, gorjeaba y aleteaba con un aire gozoso y triunfante. Pero cuando el señuelo era un macho, caía en un profundo abatimiento y permanecía silencioso.
No he mencionado dos platos desconocidos en la cocina occidental, si bien en épocas más primitivas fueron bastante comunes. El primero de ellos, las gachas, es una masa de harina de trigo cocida en agua, que en Inglaterra solía denominarse papilla. Constituye el principal alimento en las granjas montañosas y en los campamentos de pastores, que lo comen durante meses y meses, tres veces al día, mezclado con leche. En las aldeas se toman las gachas con sardinas fritas, tomate y pimientos. El segundo plato lo constituían las migas, una especie de gachas fritas con aceite de oliva, con ajo y agua. Se pueden hacer con harina de trigo o de maíz, o con migas de pan. Los pobres las comen con las invariables sardinas, el más barato e insulso de los pescados mediterráneos y frecuentemente el único que llegaba a nuestra aldea, mientras que a los ricos les gustaba echar chocolate caliente sobre ellas. Mi casero, como ya he dicho, las tomaba con chocolate y pescado frito, bien mezclado.
Casi todos coinciden en cantar las excelencias del pan español. La hogaza es un pan muy metido en harina, pero tiene un sabor y una suavidad como el de ningún otro pan en el mundo. Me imagino que esto se debe a que el grano madura por completo antes de ser cosechado. Además de las hogazas teníamos roscos, o rollos en forma de anillos, y tortas, que son bollos aplanados hechos con harina de trigo, azúcar y aceite. Los pobres, y los ricos también, de vez en cuando comían pan de maíz, y en las granjas de la montaña se comía pan negro, de centeno. Para los pastores tiene la ventaja de que no se endurece.
En mi aldea se observaban estrictamente algunas curiosas costumbres con respecto al pan, observadas igualmente en toda Andalucía. Antes de cortar una nueva hogaza, se debía trazar la señal de la cruz sobre ella con un cuchillo. Si la hogaza o rosca caía al suelo, el que la recogiera debía besarla y decir: Es pan de Dios. A los chicos no se les permitía golpearlo, ni maltratarlo, ni desmigarlo sobre la mesa, e incluso se consideraba ofensivo que alguien ofreciera a un perro las cortezas duras. Una vez pinché una hogaza con mi cuchillo y la gente reprobó mi acción diciendo que «estaba pinchando el rostro de Cristo». De hecho, el pan era sagrado, y esto, de acuerdo con el doctor Américo Castro, no constituye, como sería de suponer, una inferencia del culto del Sacramento, sino una idea tomada de los árabes. Por otro lado, se desconocía la mantequilla. Manteca quiere decir manteca de cerdo, así como grasa sazonada con ajo, muy utilizada por los trabajadores de la costa, que la comen junto con el pan. Se explica esto por el hecho de que carecíamos de vacas lecheras. Se dice que ni aun en el norte de España hubo vacas hasta la época de Carlos V, y se trajeron entonces en virtud de la influencia flamenca. En Andalucía se crían desde hace pocos años. En el siglo XIX las familias ricas de Málaga solían importar de Hamburgo barriles de mantequilla salada, y por eso se las conocía como la gente de la manteca. Constituía un lujo que señalaba una situación social, como hoy el tener coche.
En nuestra aldea se comían muchas plantas salvajes, así pues, me referiré a unas cuantas. Cualquiera que haya visitado en primavera el sur de España habrá probado el espárrago, delgado y amargo. Jamás se planta en los huertos, sino que se recoge de una planta alta y espinosa que crece en todas las laderas de las montañas del sur de España, siempre que no estén muy lejos del mar. En Yegen se los comprábamos a los hombres que venían vendiéndolos por las calles. Otra planta también muy común en todos los sitios es el hinojo. El conocido en Italia, de largas raíces comestibles, es desconocido en España. Nosotros comíamos la hoja y el troncho de la especie silvestre. Constituía un ingrediente común y, en mi opinión, agradable de las sopas y ollas. Otra planta que recomiendo mucho es la colleja, cuyo nombre botánico es Silene inflata. Se recogen los retoños jóvenes antes de que se produzca la florescencia, y se comen en tortilla. Para las ensaladas, las mujeres utilizan la cerraja, esto es, las hojas jóvenes de la vinagrera, o acedera francesa, y de la achicoria.
A riesgo de resultar tedioso, añadiré que en la costa y en los llanos del interior la gente es muy dada a los cardos. Por ejemplo, los tallos jóvenes de ese cardo espléndidamente dorado, el Scolymus hispanicus, en español tagarnina, se toman en guisos, a pesar de que hay gente a la que produce sarpullidos, mientras que la cabeza y las raíces del cardo lechero, Silybum marianum, fueron muy utilizadas en Andalucía como alimento durante el hambre que siguió a la guerra civil.
Mucha gente en Yegen tenía una especie de neurosis hacia la comida. Gran número de mujeres de la clase más baja parecían sentir antipatía hacia los alimentos, y preferían que se les ofreciera una taza de café antes que una buena comida. Otras se avergonzaban de que alguien extraño les viese comer, y si se veían obligadas a hacerlo en público, se sentaban en una esquina, de cara a la pared. Una vez conocí a una familia de buena situación, de ascendencia en parte gitana, en la que cada uno de los miembros cocinaba su propia comida y comía en mesa diferente, de espaldas a los demás. Tales sentimientos son hasta cierto punto lógicos en un país donde muchos andan en escasez y donde comer se convierte en una especie de desafío y extravagancia. Las ancianas, en particular, manifiestan a este respecto esa especie de gazmoñería que en otros países se reserva para el sexo.
La regla general, excepto entre los ricos, era que el cabeza de familia comiera el primero, él solo. Esto no lo hacía en una mesa de comedor, sino en una mesilla situada frente a él, al estilo oriental. Sus hijos comían en el suelo, en cuclillas, alrededor de una cazuela o sartén, mientras que las mujeres de la casa comían al final, los restos, y de prisa. A veces, sin embargo, había varios hombres adultos en la misma familia, y entonces comían de un plato común puesto en una mesa situada entre ellos. Esta era también la costumbre establecida en ventas y posadas, y cuando se celebraba una fiesta campestre entre amigos. Según el novelista Juan Valera, las clases altas andaluzas comieron de esta manera hasta la mitad del siglo XIX. Naturalmente, como ya he dicho, este modo de comer tenía también su etiqueta. Todos seleccionaban su parte y se la iban comiendo hasta que la línea de partición que la separaba de la parte del vecino desaparecía. Entonces, aquellos que tenían gustos delicados dejaban la cuchara, permitiendo que los de apetito más amplio acabaran con su parte.
Con respecto a los vestidos se daban una o dos costumbres extrañas. Los hombres llevaban durante los meses de invierno una bufanda que, incluso cuando hacía bueno, les cubría la boca. Cuando se les preguntaba por qué hacían esto, respondían que resultaba peligroso dejar pasar el aire frío hasta los pulmones. Yo siempre sospeché que era por otra razón diferente, y que la costumbre era una reminiscencia mora. Las tribus Tuaregs del Sahara, que conquistaron España en el siglo XII, tenían la costumbre de llevar siempre la boca tapada para evitar que se introdujeran los espíritus malignos.
Los sombreros eran un importante elemento del vestir; conferían dignidad. Cuando llegaba un visitante, se quitaba el sombrero en la puerta como signo de cortesía, pero había que rogarle inmediatamente que se lo pusiera. Si el visitante veía que se llevaba la cabeza descubierta, se negaría a hacerlo, de manera que encontré aconsejable tener siempre el mío a mano cuando se anunciaba la visita de alguien. Así le evitaba a mi visitante el apuro de actuar descortésmente o de exponerse a un resfriado. El miedo a esto hacía que los hombres de Yegen jamás se quitaran el sombrero hasta el momento de irse a la cama. La gran revolución social de los últimos años veinte estuvo representada por las faldas cortas de las muchachas y las cabezas descubiertas de los jóvenes. La ruptura que tal cosa representaba con el pasado se comprenderá si uno estudia el papel de los sombreros en la historia de España. Para dar un ejemplo, cuando Carlos III ordenó la prohibición de los sombreros de ala ancha, el pueblo de Madrid se sublevó, el rey tuvo que huir a Aranjuez y el ministro que había proclamado el decreto tuvo que abandonar España. La reacción del monarca fue expulsar a los jesuitas, que habían mantenido el fetichismo popular del sombrero de acuerdo con sus designios.
No pasaba todo mi tiempo en casa, leyendo y hablando. También solía viajar. Puesto que tenía poco dinero para autobuses y me gustaba caminar, viajaba, por lo general, a pie. De esta manera llegué a puntos tan lejanos como Murcia y Cartagena, exploré las montañas de mi aldea y de la comarca. En verano, a veces bajaba hasta el mar.
El punto costero más cercano a Yegen es Adra, un pequeño puerto situado en la desembocadura del río que discurre por la mitad oriental de la Alpujarra. El camino más agradable para llegar hasta allí era seguir la rambla que se iniciaba inmediatamente por debajo de la aldea. A trompicones se bajaba por el arroyo hasta que este se convertía en un amplio lecho, bordeado de álamos y adelfas, tamariscos y Vitex agnus-castus. Este último es un arbusto con un tallo de flores azules parecidas a las de la buddleia, y de cuyas hojas se dice que tienen la propiedad de hacer casto a quien las come. Sin embargo, no puedo dar fe de esto, pues jamás supe de nadie que hiciera el experimento.
Tras superar una aldea llamada Darrical, el río penetra en una garganta. El camino de mulas lo elude, pero a pie, y si a uno no le importa tener que vadear y tropezar, es fácil atravesarlo, siempre que el río no lleve mucha agua. Solía tomar este camino. Al otro lado se erguían, escarpados, los acantilados hasta una gran altura. La roca estaba plagada de agujeros y cuevas en los que anidaban las palomas torcaces, los grajos y los halcones, así como las garduñas y los gatos monteses. Era un lugar muy solitario. El agua corría y se despeñaba entre las adelfas, y la franja de cielo azul en lo alto parecía otro río.
La adelfa es la planta más sorprendente del Mediterráneo meridional. Se la encuentra junto a todas las corrientes de agua, en las ramblas secas y en los barrancos. En este marco sus corimbos de flores de color rojo parecen grotescos y siniestros. Las adelfas solemnizan aquellos cementerios en los que el agua está soterrada y el caudal es demasiado débil para emerger y fertilizar el ardiente suelo. Además, su sabor es amargo y sus hojas son venenosas tanto para el hombre como para el ganado. Como la adelfa amarga, dice una copla española al tratar de describir la amargura de un amor no correspondido, y no hay, en verdad, imagen más apropiada.
Adra es una blanca ciudad situada en un mar verde de caña de azúcar. Aquí el pulso de la vida es distinto. El aire es lánguido y pesado, la vegetación es pujante y lujuriosa, y una pequeña y esbelta planta, la Oxalis cernua, una acedera originaria de Sudáfrica, cubre las lindes y las orillas de los campos con sus pálidas flores amarillas. En la larga calle principal podía olerse el abandono. Paredes desconchadas, moscas bullendo por doquier, enjambres de niños medio desnudos, tufo a orina y excrementos. Y allí, donde terminan los campos, más allá de la última línea de cañas empenachadas, yacía el mar. Monótono, sin mareas, golpeando y golpeando sobre su orilla arenosa; hermoso como la adelfa.
Un año bajé a Adra con un joven amigo, Robin John, hijo del pintor. Dormimos en una pequeña choza de cañas, en la orilla de la playa sobre la que crecía, lo recuerdo, una enorme planta de calabaza. Durante el día nos bañábamos, observábamos a los pescadores halar sus redes barrederas y teníamos siempre los ojos abiertos para las pescadoras. Por las noches oíamos el punteo de una guitarra y el lamento del cante jondo, mientras la luna ascendía sobre el horizonte marino como otra calabaza. De las zanjas y albercas surgía un coro de ranas, como en protesta por tanta lujuria y vicio.
Adra tiene una larga historia. Al parecer, fue una factoría griega (su nombre primitivo, Abdera, sugiere una fundación jonia) tomada luego por los cartagineses en el año 535 a. C., cuando se hicieron con las rutas marítimas españolas, arrebatándoselas a los fenicios. Los cartagineses la convirtieron en una colonia dedicada a la salazón del pescado. Sus monedas muestran un templo cuyos pilares son atunes. Su principal exportación, además del pescado salado, era la famosa salsa garo (en latín garum), tan alabada por los autores griegos y romanos. Se obtenía a partir de las huevas de caballa y de los intestinos del atún, batido todo con huevo y puesto en salmuera, tras lo cual se dejaba en remojo durante varios meses en una mezcla de vino y aceite.
El barrio comercial de Adra se sitúa a lo largo de la carretera de la costa y termina en el puerto. La ciudad antigua, que ocupa el lugar de la ciudad árabe —la ciudad cartaginesa estaba un poco más allá, hacia oriente—, está situada sobre una colina baja al borde del delta del río. Exceptuando unos cuantos cascos y monedas púnicos y las tumbas de dos niños judíos muertos durante el reinado de Augusto, nada se ha encontrado de sus tres mil años de historia, si bien el santuario de la Virgen del Mar, reconstruido tras su destrucción por los piratas en 1610, perpetúa de una manera casta los ritos de Astarté-Afrodita. A diferencia de Grecia y Sicilia, en España es la Virgen la que ha absorbido lo que constituyó la antigüedad pagana. Pero remontando la escarpada pendiente de la montaña, que en esta parte es tan pelada y desnuda como si estuviera hecha de metal, se goza una vista panorámica absoluta. El delta verde, verde, la ciudad blanca, blanca, y desde ella, extendiéndose, el mar, tan tranquilo y tan brillante, y tan moderno, como si Picasso lo acabara de pintar.
Si uno avanza desde Adra hacia el oeste siguiendo la carretera de la costa, encuentra una torre vigía cada pocos kilómetros. Algunas son cuadradas, hechas de una especie de cemento, y muy antiguas. Tito Livio se refiere a ellas con el nombre de turres Hannibalis y dice que fueron construidas por los cartagineses, pero según el profesor Schulten muchas de ellas pertenecen a un período anterior, a Tartessos. Las torres redondas, más numerosas, fueron construidas por los árabes, pero mantenidas en uso por los cristianos hasta el final del siglo XVIII, para prevenir los movimientos de los corsarios. Cuando se atisbaban barcos sospechosos se encendían fogatas en ellas y la milicia montada, conocida como la caballería de la costa, acudía rápidamente al punto de peligro. La frase Hay moros en la costa se convirtió en un proverbio.
Unos quince kilómetros más allá está La Rábita, que, como su nombre indica, fue una vez monasterio de derviches musulmanes. Por aquí desciende desde las colinas, sinuosa como una serpiente, una ancha rambla seca, y a unos cuantos kilómetros más arriba se sitúa la pequeña y pulcra ciudad de Albuñol. Su aspecto actual data de finales del siglo XVIII, pues como todos los pueblos de la Sierra de la Contraviesa, estuvo desierto durante casi doscientos años, tras la expulsión de los moriscos, en 1570, porque los ataques de los corsarios africanos hacían la costa inhabitable. A unos cuantos kilómetros de la ciudad está la gruta llamada Cueva de los Murciélagos, en la que se descubrió en 1857 un notable enterramiento neolítico. Hablaré de esto más adelante.
Albuñol es un centro del comercio local de vino y almendra, y de ahí parte una carretera que supera la sierra y llega hasta Órgiva y Granada. El autobús de Granada a Almería solía utilizar esta ruta, haciendo el viaje en unas diez horas. Recomiendo este camino a quienes dispongan de coche. Cuando en febrero florecen los almendros, la rambla de Albuñol constituye una hermosa vista, y el ascenso hasta casi los mil quinientos metros con el mar a los pies resulta estimulante. En la cumbre hay una venta conocida como la Haza del Lino, así como rastros de lo que una vez fue un gran bosque de alcornoques.
Cerraré este capítulo con un relato curioso, y creo que único. Un día, en Yegen, fui a la tienda de la aldea a comprar algunos cigarrillos y al recoger la vuelta me encontré con algunas monedas desconocidas. Al examinarlas en casa vi que se trataba de monedas púnicas e íberas. Es decir, eran monedas de las ciudades púnicas e íberas, acuñadas bajo la república romana, y, por tanto, las primeras en acuñarse en España, si exceptuamos las de las ciudades griegas de Cataluña. Cuando regresé a la tienda y pregunté si tenían más, sacaron unas veinte o treinta. Una oferta de comprarlas a peseta la pieza dio lugar a que otras personas me ofrecieran veinte monedas más. Lo interesante de la cuestión era: ¿de dónde habían salido? ¿Habían circulado tranquilamente en las inmediaciones desde el momento en que fueron acuñadas o provenían de algún tesoro? Tras unas cuantas investigaciones topé con un hombre que recordaba que uno de sus antepasados, al morir, había dejado una colección de viejas monedas, y que su familia, al no saber qué hacer con ellas, decidió gastarlas.
En 1940 envié estas monedas al Ashmolean Museum, para que fueran examinadas, y doné las que aún no figuraban en él. Las autoridades del museo editaron un memorial en el que se decía cómo habían llegado a mi poder. La colección incluye monedas de seis o siete ciudades íberas y púnicas de Andalucía, entre ellas algunas de Adra.

Gerald Brenan
Al sur de Granada

Yegen es un pueblo alpujarreño, plácidamente recostado en una suave ladera rugosa, arañada por limpios regatos de aguas cantarinas, gratas al paladar. En él vivió Brenan varios años, entre 1920 y 1934, en busca de sí mismo, arrebatado por la sencilla espontaneidad de las gentes que lo pueblan. Las palabras, los gestos, los ruidos, el trajín, las creencias y costumbres de tipo folclórico, todo lo anota minuciosamente Brenan, lo contrasta, se documenta, se deja empapar día a día. El resultado es esta obra, un libro curioso en el cual admiramos tanto el primor con que están descritos los tipos y sus maneras, y el marco en que se mueven, como las originales interpretaciones que el autor hace de cuanto observa. Podemos decir que tenemos ante los ojos una valiosa monografía antropológica servida con un lenguaje transido de emociones. De ahí que el libro resulte incitante, tanto para quien busque la lectura placentera como para quienes pretendan una iniciación en el trabajo de campo antropológico.

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