«¿Dónde te instalaste?», me preguntó.
«No sería un caballero si te lo dijera».
Estábamos en el café de la calle Verdi, detrás de Santa Croce, una antigua lechería transformada en local novecentista, nuestra «Rotonde», nuestro «Dôme», centinela avanzado de las «Casacas Rojas», decíamos. Y en la misma mesa, allá al fondo, bajo el espejo con la propaganda de las Destilerías del Aurum, había escrito mis primeros cuentos dostoievskianos, más «Noches blancas» que «Karamazov» o «Crimen y castigo», e inmediatamente corría a leérselos; era la época en que Vieri había descubierto a Scipione y existía en sus cuadros una luz inflamable, el ocaso que precede al Juicio Universal. Sobre esas sillas se habían sentado Gloria y Sara, en los últimos días, cuando no teníamos más cigarrillos y yo me había negado a llevar al Monte de Empeños su pulsera de oro blanco. Vieri y yo, ahora a solas, nos mirábamos como surgidos de otros diluvios.
«¿O sea?».
«Anoche», le contesté, «después de haberte dejado, encontré a la Portinari mientras estaba sentado en el pretil del Lungarno».
«Los desastres de la guerra. En otro tiempo, las putas te molestaban».
«Dije Beatrice. Mejor dicho, Matelda».
«Con todas las cosas que tenemos para contarnos», dijo él. Y esto era una extensa introducción para su naturaleza lacónica. Lo dijo: «Agotemos el tema, oigamos».
«De acuerdo», admití. «Es un poco ridículo empezar con lo de anoche. Pero es la verdad, como si allá en África no me hubiese sucedido nada, ¿puedes creerme?».
Me miró alisándose los bigotes con el pulgar y el medio de la mano izquierda: un gesto convencional, pero que lo distingue. Sus ojos, habitualmente cargados de afectuosa complicidad, compensaban la lentitud de sus palabras. La manera extraordinaria que tiene de hablar con los ojos, por lo cual nuestros coloquios son a veces un ininterrumpido monólogo de mi parte y él, lo llama «Prometeo cerebralmente encadenado», sólo responde con la mirada. Según la intensidad de sus pupilas, me anima o disiente; yo me explico a mí mismo y luego le explico a él una idea que capté no tanto de sus labios como de una de sus frases breves y absolutas que sitúan y encierran un pensamiento mediante sustantivos, evocando casi una materia que se representa por sí sola. Él reflexiona como un rumiante rumia. Junto a él la amistad adopta el tono del maestro y al mismo tiempo la humildad del alumno. Me siento su señor y su súbdito. Y estoy seguro de que a él le sucede lo mismo. Depende de mi humor, rumia algo durante varias semanas y después, de golpe; «no es verdad»; o si no: «Sí», exclama. Y yo, mágicamente, lo entiendo. Hablábamos de Rita, por ejemplo, de nuestra coincidencia o no en una lejana disputa sobre Modigliani: «Pura forma, puro color. Entre Paolo Ucello y Botticelli. Sin embargo es moderno, se conoce que estuvo en París». Después de un largo silencio, yo leo, está la estufa encendida, o el cantero y la acacia florecidas, y él concentrado delante del caballete, sus desnudos ululantes, sus naturalezas muertas superrealistas, pronuncia por enésima vez su juicio sobre Mussolini: «Es una mierda. Pero nos ha enmerdado tanto que, si no lo ayudamos a limpiarse, ¿cómo nos limpiaremos?». Ahora me sonreía.
«¿Matelda?».
«Purgatorio Treinta y Tres. La Belleza, el Leteo, antes que Adán cogiese la manzana. “E se tu ricordar non te ne puoi / or ti rammenta”[8]. ¿Estamos?». «Soy ignorante», dijo él, «Lo que me cuentas, ¿ocurrió ayer o esta mañana?».
«Bueno, guarda el secreto. Se trata de Francesca. Estuve con ella, en su casa, en su cama, me dio de cenar».
«Matelda», dijo, sarcástico.
«Siempre pensaste lo mismo de Francesca que es una modelo y nada más. Un objeto. Como una botella o una silla. Pero en cambio es una persona».
«Ah, una persona».
«Y muy auténtica, sabes, Vieri», le dije. «Resulta difícil intimar con ella. También me ocurre contigo. No sé si te habrás dado cuenta de que estoy desmoralizado. Me sucede muy pocas veces, tú eres testigo. Y especialmente en este momento me perjudica. Ayer por la noche Francesca me encontró en la calle».
Vasco Pratolini
Alegoría y escarnio
Una historia italiana - 3
En Alegoría y escarnio, conclusión de la trilogía Una historia italiana, el protagonista se cuenta a sí mismo, en una ardua tarea de desciframiento interior, ansioso por hallar la clave o claves de su juventud. Esa especie de diario vivido, actualiza las escenas decisivas de su pasado, que se incorpora con una fuerza actuante, perentoria, a sus ideas y acciones presentes. Resumen vital, en el que Pratolini combina los más variados discursos muchas veces superpuestos, técnicas y tonos narrativos. La incorporación de una fábula con visible intención alegórica en el contexto amplía el sentido y la crisis de la vida particular del protagonista hasta convertirla en una audaz parábola de la conciencia política contemporánea, de sus dificultades, conquistas y miserias, lo cual otorga a la novela un gran interés ideológico además de la extraña fascinación propia de Pratolini.
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