Araucaria (10) - Ahora, que llueva lo que Dios quiera, que truene, que el granizo os reviente la naranja, los pomelos; yo estoy a cubierto, bajo techo.

De niño, es mayor el que está un curso por encima de ti, el que tiene unos cuantos meses más que tú, un año más. De viejo, como dice el tango, veinte años no es nada: mi madre una vieja, yo un viejo: para Miriam, para Félix, abuelo y bisabuela confundidos en la sucia nevisca de la vejez), pues sí, la abuela no quería saber nada, nunca quiso preguntarse nada, se guardaba su dinero en el banco, compraba obligaciones del Estado, bonos, todo lo que fuera seguro, y guardaba sus huertos agonizantes que apenas si daban para mantenerse a sí mismos sin secarse, para pagar las instalaciones de riego por goteo que necesitaban, los tratamientos fitosanitarios, los polvos contra la mosca del Mediterráneo, contra el minador, las podas, los herbicidas, las máquinas, los gastos de la recolección, embalaje y transporte. Ella decía que no quería saber nada del cemento, nada de convertir en rentables, de multiplicar de un solo golpe por diez, por cien, por mil, el valor de aquellos terrenos ruinosos que se han defendido en vano, porque, después de tanto esfuerzo, acabaron por ser yermos, extensiones cubiertas por árboles secos y hierbas, para, como no podía ser de otra manera, convertirse al final ellos también en solares, también ellos en bloques de apartamentos, en bungalows, en chalets; solares como los demás, urbanizables, edificables, en un momento en el que ya no quise comprar, porque ya no los necesitaba. Se lo dije a ella en su día: Ahora, que llueva lo que Dios quiera, que truene, que el granizo os reviente la naranja, los pomelos; yo estoy a cubierto, bajo techo. Los había necesitado antes, en su momento, aquellos terrenos que resplandecían vírgenes en las fotos aéreas en medio de todos los solares, las rayas perfectas de los naranjos en torno a la casa, el bosquecillo de pinos, las palmeras, las araucarias, como un oasis en el desierto de cemento en las fotos aéreas que ponían en los folletos de turismo del ayuntamiento, de la Generalitat, en los escaparates de las inmobiliarias, y cuando me los ofrecieron Matías y mamá, ya no los quise. Les dije que tenía otras cosas más interesantes en las que meterme, porque ni siquiera me los ofrecieron para que me beneficiara como copropietario, sino que querían hacerlos valer, que pagara lo mismo que iba a pagar cualquiera, una vez que todo se había revalorizado hasta rozar los precios de locura, ahora no era el momento de comprar. Se lo dije así, es momento de vender, pero no es momento de comprar, y los mandé a negociar con otros, a humillarse regateando con Bataller, con Guillén, con Dondavi, con Maestre, con Rofersa, con todas las constructoras de la comarca. No los quiero, les dije. Ahora no puedo meterme en eso. No es el momento, les dije. Lo que tenía que hacer lo había hecho por mi cuenta. Yo había tenido que hundir la mano hasta el codo, hubo que buscar algo para empezar, algo que empujara hacia arriba, el hidrógeno, el helio, el gas que consigue que se eleve el globo aerostático, porque lo importante en ese primer momento, antes de elegir el rumbo, es subir; si no asciendes, si no tocas el cielo y miras la tierra abajo, como un pañuelo a cuadros, no hay viaje, hay que subir aunque no sean más que unos palmos, unos pocos metros, el cielo, al fin y al cabo, empieza un par de palmos por encima de tu cabeza, pero tienes que notarte arriba, mirar las cosas desde arriba, aunque sólo sea unos pocos metros, y entonces sientes que ya puedes elegir el rumbo; pero la altiva torre gótica se negó a ayudarme a levantar ese vuelo. Hermética, cerrada a cal y canto. 

Rafael Chirbes
Crematorio

La muerte de Matías Bertomeu, el ideólogo que cambió la revolución por la agricultura, pone en marcha los mecanismos que componen Crematorio. El dolor devuelve el reverso de vidas levantadas sobre oscuros cimientos: la del hermano de Matías, Rubén, el constructor sin escrúpulos; la de Silvia, la hija de Rubén, biempensante restauradora de arte casada con Juan Mullor, el catedrático que prepara la biografía de Federico Brouard, viejo amigo de los Bertomeu, un escritor alcohólico que vive el fracaso de sus últimos días; la de Ramón Collado, el hombre que hizo los trabajos sucios del constructor; la de Traian, el mafioso ruso, viejo socio de Rubén; y la de Mónica, la jovencísima y ambiciosa esposa.
Chirbes nos ofrece un panorama terrible: la corrupción como savia que recorre todo el cuerpo de una sociedad en la que la destrucción del paisaje adquiere valor de símbolo. Chirbes despliega así un mundo abandonado por los dioses en el que las palabras y las ideas son sólo envoltorios, y el arte y la literatura, juguetes inanes. Rafael Chirbes se nos muestra, en esta gran novela, más radical, más feroz, más «Francis Bacon» y mejor escritor que nunca.

Araucaria (9) - Ante nosotros aparecía un muro de roca pura, en la que no había ni una grieta por la que pudiera deslizarse un ratón.

—Sin duda es alguna clase de escritura —dijo Challenger.
—Parece como un rompecabezas de esos concursos cuyo premio es una guinea —comentó lord John, estirando el cuello para observarlo. De improviso alargó su mano y cogió el rompecabezas—. ¡Por Dios! —exclamó—. Creo que ya lo tengo. El muchacho lo había acertado desde el primer momento. ¡Vean aquí! ¿Cuántas marcas hay en ese papel? Dieciocho. Y bien: si piensan en ello, verán que hay dieciocho bocas de cueva en la ladera de la colina que está sobre nosotros.
—Cuando me dio el papel señaló las cuevas —dije.
—Bien, esto lo aclara todo. Es un mapa de las cuevas, ¿eh? Dieciocho de ellas en una hilera, algunas cortas, otras profundas, algunas bifurcadas, tal como las hemos visto. Es un mapa y aquí hay una cruz. ¿Para qué está colocada? Lo está para señalar una cueva que es mucho más profunda que las otras.
—Una que atraviesa todo el risco —exclamé.
—Creo que nuestro joven amigo ha descifrado el enigma —dijo Challenger—. Si la cueva no atraviesa de parte a parte el risco, no comprendo por qué esta persona, que tiene toda clase de razones para desearnos el bien, va a llamarnos la atención sobre ello. Pero si lo atraviesa y sale del otro lado por un punto situado a la misma altura, no tendremos que descender más que un centenar de pies.
—¡Un centenar de pies! —refunfuñó Summerlee.
—Bueno, nuestra cuerda todavía tiene más de cien pies —exclamó—. Sin duda podremos hacer el descenso.
—¿Y qué pasará con los indios que están en la cueva? —objetó Summerlee.
—No hay indios en ninguna de las cuevas que hay por encima de nosotros —dije—. Todas se utilizan como graneros y depósitos. ¿Por qué no subimos ahora mismo y atisbamos el terreno?
Se halla en la meseta una madera seca y bituminosa —una especie de araucaria, de acuerdo con nuestros botánicos— que siempre usan los indios como antorcha. Cada uno de nosotros cogió un manojo de éstas y subimos por la escalera cubierta de maleza hasta la cueva marcada en el dibujo. Estaba, tal como ya había dicho, completamente vacía, si se exceptúa un gran número de enormes murciélagos, que aletearon en torno a nuestras cabezas a medida que nos adentrábamos en ella. Como no deseábamos atraer la atención de los indios acerca de nuestras acciones, anduvimos dando traspiés en la oscuridad hasta que dejando atrás varias cuevas penetramos una considerable distancia en el interior de la caverna. Entonces, por fin, encendimos nuestras antorchas. Era un túnel hermoso y seco, con lisas paredes grises, cubiertas de símbolos indígenas, el techo curvado con arcos sobre nuestras cabezas y una arena blanca que brillaba bajo nuestros pies. Nos precipitamos anhelantes por este túnel hasta que, con un profundo gemido de amargo desencanto, nos vimos forzados a hacer un alto. Ante nosotros aparecía un muro de roca pura, en la que no había ni una grieta por la que pudiera deslizarse un ratón. Allí no había salida para nosotros.
Nos quedamos inmóviles, contemplando con amargura en el corazón ese inesperado obstáculo. Éste no era el resultado de ningún cataclismo, como en el caso del túnel de ascenso. Aquello era, y había sido siempre, un cul de sac.
—No importa, amigos míos —dijo el indomable Challenger—. Todavía cuentan ustedes con mi firme promesa de otro globo.
Summerlee lanzó un quejido.
—¿No habremos seguido una cueva equivocada? —sugerí.
—Es inútil, compañerito —dijo lord John con el dedo apoyado en nuestro mapa—. La diecisiete empezando por la derecha y la segunda desde la izquierda. Ésta es la cueva, con toda seguridad.
Yo miré la marca que señalaba su dedo y lancé un grito de repentina alegría.
—¡Creo que lo tengo! ¡Síganme, síganme!
Retrocedía a todo correr por el camino que habíamos seguido, con la antorcha en la mano.
—Aquí —dije, señalando hacia unas cerillas que había en el suelo— es donde encendimos las antorchas.
—Exacto.

Arthur Conan Doyle
El mundo perdido
Aventuras del profesor Challenger 

Una de las más divertidas sátiras de los científicos modernos, sus querellas académicas y su visión reductora pero enérgica de la realidad, es también una de las mejores novelas de aventuras que ha consentido este siglo. Novela en que se crea al profesor Challenger y que figura entre las historias mejor contadas de este narrador fuera de serie. El argumento nos parece hoy manido, a causa de las incontables imitaciones que ha soportado […]; puede resumirse así: el profesor Challenger, viajando por América del Sur, descubre rastros de vida prehistórica en las selvas amazónicas; vuelve a Londres y prepara una expedición para verificar sus teorías; encuentran estos exploradores una meseta inaccesible en plena jungla, habitada por bestias antediluvianas y razas en los albores de la humanidad; tras numerosos peligros, vuelven a Londres con sorprendentes pruebas de su descubrimiento. Conan Doyle consigue narrar toda la aventura, situando siempre al lector en el punto más adecuado para disfrutar de ella, por lo que cada escena adquiere una suerte de mágica intensidad gozosa: El mundo perdido es una novela que se lee en un estado de ánimo permanentemente jubiloso, propia de una víspera de fiesta o del alba ensoñada y excitante en que vamos a emprender un viaje anhelado. Es un libro escrito con buen humor, en el que el autor contagia a su público el disfrute que le produjo componer cada página. Las figuras de los dos científicos expedicionarios, Challenger y su rival Summerlee, quedan simpáticamente maltratadas. Ambos son obstinados, incapaces de todo goce que no derive de la taxonomía o de la prioridad en el descubrimiento, pero con todo, esclavos de una especie de fanatismo que casi podría confundirse, en ocasiones, con la grandeza.

Araucaria (8) - Fue cosa de decirlo e iniciarse la estampida, primero hacia la cocina y luego hacia la puerta de calle, como si todos hubieran enloquecido de repente.

Todo empezó hace muchos años, el 11 de septiembre de 1973, a las siete de la mañana, en la biblioteca de la casa de campo de Antonio Narváez, ginecólogo de reconocido prestigio y en los ratos libres mecenas de las Bellas Artes. ¡Ante mis ojos enrojecidos por el sueño unas veinte personas se desparramaban por los sofás y las alfombras! ¡Todos habían bebido y discutido hasta la saciedad aquella noche! ¡Todos habían reído y habían hecho proyectos y habían bailado hasta la saciedad aquella noche interminable! Menos yo. Entonces, a las siete o a las ocho de la mañana, a pedido del anfitrión y de su mujer me subí a una silla y empecé a recitar un poema para levantar los ánimos y hacer tiempo mientras se calentaba el café, un café de calidad excepcional que Antonio Narváez conseguía en el mercado negro y que, para arreglar el cuerpo, servía con chorros de pisco o de whisky, acto previo al de descorrer las cortinas y dejar entrar los primeros rayos del sol que ya despuntaba sobre la cordillera de los Andes.
¡Bueno, me subí a la silla y los dueños de casa pidieron un minuto de silencio! Era mi especialidad. El motivo por el que me invitaban a las fiestas. Ante un auditorio compuesto de caras conocidas que trabajaban o estudiaban en la Universidad de Concepción, rostros encontrados en funciones de cine o de teatro, o vistos en anteriores reuniones campestres en aquel mismo lugar, en los malones literarios que gustaba organizar el doctor Narváez, recité, de memoria, uno de los mejores poemas de Nicanor Parra. Mi voz temblaba. Mis manos, al gesticular, temblaban. Pero todavía sigo creyendo que era un buen poema, aunque entonces fue recibido con beneplácito por unos y con manifiesta desaprobación por otros. Recuerdo que al subirme a la silla me di cuenta que aquella noche yo también había bebido como un cosaco. La silla era de madera de araucaria y desde allí arriba el suelo, los arabescos de la alfombra parecían infinitamente lejanos.
Iría por el decimoquinto verso cuando una muchacha y dos muchachos aparecieron por la puerta de la cocina y dieron la noticia. La radio informaba que en Santiago se estaba perpetrando un golpe militar. Blitzkrieg o Anschluss, qué más daba, el Ejército de Chile estaba en marcha.
Fue cosa de decirlo e iniciarse la estampida, primero hacia la cocina y luego hacia la puerta de calle, como si todos hubieran enloquecido de repente.
Recuerdo que en medio de la desbandada alguien gritó que me callara, por lo que colijo que yo seguía recitando. Recuerdo insultos, amenazas, exclamaciones de incredulidad, rostros que pasaban de la heroicidad más sublime al espanto, alternativamente, todo revuelto e inacabado, mientras yo tartamudeaba enredado con un verso y miraba hacia todos los rincones, el último en entender lo que se cernía sobre la República. Mi silla, ante la avalancha de gente que salía disparada, se tambaleó y caí de bruces contra el suelo. El costalazo fue seco e indoloro. Semiinconsciente, pensé que no acababa nunca de desmayarme. Luego todo se volvió negro.
Cuando desperté en la casa no quedaba nadie salvo una muchacha en cuyo regazo reposaba mi cabeza. Al principio no la reconocí. Sin embargo no era la primera vez que la veía, aquella noche había cruzado unas palabras con ella y antes nos habíamos encontrado un par de veces en el taller de Fernández o Cherniakovski, en aquel momento no pude precisarlo.

Roberto Bolaño
Sepulcros de vaqueros

«La vida da muchas vueltas, señor Belano, la aventura no termina nunca…»
Escritor incansable, Roberto Bolaño se desenvuelve con igual maestría en las novelas de largo aliento que le han dado fama universal y en los relatos y novelas cortas. Este volumen incluye tres nouvelles inéditas: «Patria», «Sepulcros de vaqueros» y «Comedia del horror de Francia». En ellas está presente lo mejor del genio literario del autor chileno: el Mal, la violencia, la historia, la literatura, la ironía, México, Chile, el amor, el suspense, la búsqueda… a lo que se suma alguno de sus personajes más célebres, como el ubicuo detective salvaje Arturo Belano.

Araucaria (7) - Recé un padrenuestro. Cerré los ojos. Más no podía pedir. Si acaso, el rumor de un río

Recé un padrenuestro. Cerré los ojos. Más no podía pedir. Si acaso, el rumor de un río. El canto del agua pura sobre las lajas. Cuando rehíce el camino a través del bosque aún resonaba en mis oídos el Sordel, Sordello, ¿qué Sordello?, pero algo en el interior del bosque enturbiaba la evocación musical y entusiasta. Salí por el lado equivocado. No estaba enfrente de la casa principal sino de unos huertos que parecían dejados de la mano de Dios. Escuché, sin sorpresa, el ladrido de unos perros que no vi y al cruzar los huertos, donde bajo la sombra protectora de unos paltos se cultivaba toda clase de frutos y verduras dignas de un Archimboldo, distinguí a un niño y a una niña que cual Adán y Eva se afanaban desnudos a lo largo de un surco de tierra. El niño me miró: una ristra de mocos le colgaba de la nariz al pecho. Aparté rápidamente la mirada pero no pude desterrar unas náuseas inmensas. Me sentí caer en el vacío, un vacío intestinal, un vacío hecho de estómagos y de entrañas. Cuando por fin pude controlar las arcadas el niño y la niña habían desaparecido. Después llegué a una especie de gallinero. Pese a que el sol aún estaba alto vi a todas las gallinas durmiendo sobre sus palos sucios. Volví a oír el ladrido de los perros y el rumor de un cuerpo más o menos voluminoso que se introducía a la fuerza en el ramaje. Lo achaqué al viento. Más allá había un establo y una cochiquera. Los rodeé. Al otro lado se erguía una araucaria. ¿Qué hacía allí un árbol tan majestuoso y bello? La gracia de Dios lo ha colocado aquí, me dije. Me apoyé en la araucaria y respiré. Así permanecí un rato hasta que oí voces muy lejanas. Avancé en la seguridad de que esas voces eran las de Farewell, Neruda y sus amigos que me buscaban. Crucé un canal por el que se arrastraba un agua fangosa. Vi ortigas y toda clase de malas hierbas y vi piedras puestas aparentemente al dictado del azar pero cuyo trazo respondía a una voluntad humana. ¿Quién había dispuesto esas piedras de esa manera?, me pregunté. Imaginé a un niño vestido con un suéter raído, hecho de lana de oveja, demasiado grande para él, moviéndose pensativo en la inmensa soledad que precede a los anocheceres del campo. Imaginé una rata. Imaginé un jabalí. Imaginé un vultúrido muerto en un pequeño valle no hollado por persona. La certidumbre de esa soledad absoluta siguió inmaculada. Más allá del canal, colgando de cáñamos trenzados de árbol en árbol, vi ropa recién lavada que el viento movía esparciendo alrededor un aroma de jabón barato. Aparté las sábanas y las camisas y lo que vi, a unos treinta metros de distancia, fue a dos mujeres y a tres hombres, enhiestos en un imperfecto semicírculo, con las manos tapando sus caras. Eso hacían. Parecía imposible, pero eso era lo que hacían. ¡Se cubrían las caras! Y aunque el gesto duró poco y al verme tres de ellos echaron a andar hacia mí, la visión (y todo lo que ella conllevaba), pese a su brevedad, consiguió alterar mi equilibrio mental y físico, el feliz equilibrio que minutos antes me había obsequiado la contemplación de la naturaleza. Recuerdo que retrocedí. Me enredé en una sábana. Di un par de manotazos y me habría caído de espaldas si no llega a ser porque uno de los campesinos me aferró por la muñeca. Ensayé una mueca perpleja de agradecimiento. Eso es lo que guardo en la memoria. Mi sonrisa tímida, mis dientes tímidos, mi voz que rompía el silencio del campo para dar gracias. Las dos mujeres me preguntaron si me sentía mal. ¿Cómo se siente, padrecito?, dijeron. 

Roberto Bolaño
Nocturno de Chile

Sebastián Urrutia Lacroix, sacerdote del Opus Dei, crítico literario y poeta mediocre, revisa su vida en una noche de fiebre alta en la que cree que va a morir. Y en su delirio febril van apareciendo Jünger y un pintor guatemalteco que se deja morir de inanición en el París de 1943, un Pinochet al que el protagonista da clases de marxismo, el ya anciano pope de la crítica nacional, una misteriosa mujer en cuya casa se reúne lo más granado de la literatura chilena, todo ello mientras en las calles de Santiago impera el toque de queda. Una novela escalofriante, imprescindible.

Araucaria (6) - Dormir. Mañana será otro día.

RIVERA
¿Y qué hacemos nosotros?
BARCALA
Dormir. Mañana será otro día.
GARCÉS
Uno más.
LLUCH
Uno menos.
(Silencio. El mar apenas resuella. La noche se deslíe en gris desvaído, atacada por vagos fulgores. Una raya en el horizonte dibuja el lomo de las aguas, su límite redondo. Pájaros madrugadores. Un gallo alerta. Planos lívidos de las casas, un olivo que la noche ha dejado intacto, el perfil geométrico de la araucaria. La gran función de la amanecida comienza, con timbres y colores siempre nuevos. El hombre, preso del capullo del ensueño, agoniza con fantasmas desapacibles, se queja como un bicho desvalido. Del cielo se desploman los aviones, flechados al pueblo. Ya están encima. Estrépito. En manojos, las detonaciones rebotan. Chasquidos, desplomes, polvo, llamas. ¿De dónde sale tanta criatura? Otra pasada. Estruendo de bombas. Ráfagas de metralla. El pueblo corre, aúlla, se desangra. El pueblo arde. Del albergue quedan montones de ladrillos, que expiran humo negro, como si los cociesen otra vez. Los aviones, rumbo al este, brillan a los rayos del sol, invisible desde tierra).
Barcelona, abril, 1937

Manuel Azaña
La velada en Benicarló
Diálogo de la guerra de España

La velada en Benicarló es un resumen del pensamiento político de Azaña: en ella mantendrá los postulados indeclinables que forman las bases de su concepción moral de la política, los principios de que parte en sus actuaciones de gobierno, las ideas que alumbran su actitud intelectual, su concepto de la política como algo «razonable», su idea del Estado como motor de la reforma civilizadora, su devoción constante a la libertad. Azaña reflexiona sobre sus liberales principios y la realidad que los niega; pese al choque entre idea y sociedad mantendrá aquella, porque la sigue considerando como «verdad» moral de carácter universal, que no pierde su vigencia aunque en un momento histórico, en una determinada sociedad (en su caso la española de 1936) fracase eventualmente. Pese a sus humanas limitaciones, a sus errores o a su irremediable subjetivismo, La velada en Benicarló puede considerarse una de las obras más importantes del pensamiento político español, el mejor documento quizá sobre la República y también un inapreciable testimonio sobre la Guerra Civil española. La velada cumple así dos importantes objetivos: por un lado, su valor es inmenso para que las generaciones actuales comprendan mejor la guerra y la República, y, por otro, refleja de modo meridiano la real dimensión de Manuel Azaña; el hombre de razón, el liberal insobornable que ni en los momentos más duros de su vida perdió su amor a España y a la libertad.

Araucaria (5) - Ahora estaba asustada de un modo convencional: estómago revuelto, timidez, enmudecimiento, y era horriblemente consciente de su entrada en un mundo nuevo.

El coche pasó a trompicones sobre una valla para el ganado derribada y atravesó un inmenso arco almenado. Un cottage para el guardés, sin cristales en las ventanas, se erigía en un paraje agreste de arbustos castigados por el viento. La desigual senda de grava, erosionada por la lluvia e invadida de maleza, trazó una curva a la derecha y ascendió hacia la casa. Después del terreno rocoso y seco, la tierra allí estaba húmeda y era más oscura, cubierta por parches de hierba tiesa de un vivo verde. Fucsias rojas en flor salpicaban la ladera entre matas de rododendro desaliñadas y oscuras. La vía dio una nueva curva y la casa apareció más cerca. Marian divisó la balaustrada de piedra de una terraza que la rodeaba por completo y la alzaba a una buena altura sobre la tierra turbosa. Había un muro de piedra gris más allá y se insinuaba un jardín descuidado con unos pocos abetos mustios y una araucaria. El coche se detuvo y Scottow apagó el motor.
Marian se sintió consternada por el súbito silencio. Pero el pánico irracional había quedado atrás. Ahora estaba asustada de un modo convencional: estómago revuelto, timidez, enmudecimiento, y era horriblemente consciente de su entrada en un mundo nuevo.
Scottow y Jamesie llevaron las maletas. Sin mirar las ventanas vigilantes, ella los siguió por los escalones conducentes a la terraza, de losas resquebrajadas y entre las que crecían hierbajos, por el porche de piedra, grande y ornamentado, y a través de las puertas batientes de cristal. Dentro el silencio era de una variedad distinta, y estaba oscuro y hacía más bien frío y había un olor dulzón a cortinas y humedad viejas. Dos doncellas con altas cofias de encaje y pelo negro y grasiento, que no dejaban de lanzarle miradas de soslayo, se acercaron por su equipaje.
Jamesie había desaparecido en la oscuridad. Scottow dijo:
—Imagino que querrá usted asearse. No hay prisa. Por supuesto, no nos cambiamos para cenar, no muy en serio, quiero decir. Las doncellas le enseñarán su habitación. Quizá le apetezca a usted bajar en media hora o así. La estaré esperando en la terraza.
Las doncellas se apresuraban ya escaleras arriba con el equipaje. Marian las siguió a través de la semioscuridad. Los suelos estaban en su mayor parte desnudos de alfombras y desnivelados, crujían, producían ecos, pero había suaves colgaduras, cortinas en arcos y tenues tejidos semejantes a telas de araña que pendían en puertas y rincones y se le enganchaban en las mangas al pasar. Finalmente fue conducida a una habitación tomada por la luz del atardecer. Las doncellas desaparecieron.
Cruzó la habitación para asomarse a la ventana. Ofrecía una amplia vista del valle, hasta Riders y el mar. Este tenía ahora un tono azul pavo real y los acantilados, negro azabache, y disminuían en la distancia hasta donde las lejanas islas volvían a ser visibles sobre un cielo ámbar oscuro. Miró y suspiró, olvidándose de sus inquietudes.

Iris Murdoch
El unicornio

Cuando Marian Taylor acepta un empleo de institutriz en el castillo de Gaze y llega a ese remoto lugar situado en medio de un paisaje terriblemente hermoso y desolado, no imagina que allí encontrará un mundo en que el misterio y lo sobrenatural parecen precipitar una atmósfera de catástrofe que envuelve la extraña mansión, y nimba con una luz de irrealidad las figuras del drama que en ella se está representando. Hannah, una criatura pura y fascinante, es el personaje principal de ese pequeño círculo de familiares y sirvientes que se mueven en torno a ella como guiados hacia un desenlace imprevisible. Pero Marian no puede saber si ese divino ser es en realidad una víctima inocente o si estará expiando algún antiguo crimen.

Araucaria (4) - y yo, apoyado en la puerta de la veranda, tenía miedo de que las boas escondidas en la hierba la devorasen de un bocado

Durante la época de las lluvias, pensé, las boas subían por la mañana a aquella parte de la villa, seguían por el apeadero del tren, en busca de las cabras que se alejaban de las chozas, fuera de la protección de los perros, los insectos vibraban en el aire mojado, hormigas rojas surgían de los pretiles y de las grietas de la caliza, casi se distinguían los paredones de la iglesia y las araucarias del convento sin monjas, de claustros adornados con angelitos, y en esto el cielo ennegrecía de repente, los truenos estallaban de valle en valle en medio de un ruido de muebles, quemando las tierras aradas y los arbustos del café, y mi padre llegaba a casa en el todo-terreno, empapado, temblando por el paludismo, se envolvía en las mantas y le pedía a mi madre, desde el fondo de capas superpuestas de lana, el frasco de comprimidos de quinina. A esas alturas era ella, con bata, galochas, paraguas y linterna, quien encendía y apagaba el motor acompañada por la cocinera con una lata de petróleo en la mano, después de esparcir velas encendidas en los cuartos como en un oratorio sin imágenes, y yo, apoyado en la puerta de la veranda, tenía miedo de que las boas escondidas en la hierba la devorasen de un bocado, como les hacían a las cabras, al mismo tiempo que mi padre, con una compresa que se maceraba en su frente, vomitaba el alma en una jarra de esmalte.
Mi madre, de vuelta del motor, mandaba entonces que me vistiese con unos pantalones por encima de los pantalones del pijama, que me calzase las botas de goma de pescar en el Dondo, que me pusiese la gabardina de mi padre que se arrastraba, larguísima, por el barro y buscase al Delegado de Salud en la pensión de la francesa, acompañado por tres criados negros cuyas órbitas color madera de pino rodaban chispeantes, suspendidas del vacío, en la oscuridad. Cruzábamos charcos y desniveles de talud, un barrio con chabolas de adobe, bosta, cinc y planchas de madera amontonadas en torno a un baobab reducido por las langostas a un esqueleto de cortezas, alcanzábamos, al lado del aeródromo que ningún avión utilizaba, la carretera de arena hacia el centro de la villa, girábamos a la derecha por el convento de las monjas, con su reguero de guijarros, y tocábamos el timbre de la madama en una de las casas del barrio económico que la fábrica de refrescos y cervezas había construido para las familias de los obreros que fermentaban la malta y embotellaban naranjadas.
Era un edificio pequeño e inocente con un huertito de begonias y un candil de cobre en el zaguán, que los clientes reconocían, aun con los ojos cerrados, gracias a los tangos del gramófono que inundaban las tinieblas con acordeones trágicos y con gritos de resignación o de celos. Un edificio pequeño entre edificios pequeños, con visillos fruncidos y pájaros de barro que revoloteaban en la fachada, con todo-terreno y automóviles estacionados en el paseo, una claridad ambarina que suavizaba los anaqueles, y allí dentro una salita con un círculo de sofás y de sillas de cola de bacalao apoyadas en las paredes como en las academias de baile, lámparas vestidas de papel celofán una araña que goteaba aristas de caireles, y un sirviente con chaleco, mangas abombadas y servilleta en el brazo trotando de sillón en sillón con una bandeja de vasos.

António Lobo Antunes
Tratado de las pasiones del alma

Un terrorista —el Hombre— y un Juez de Instrucción se enfrentan, desde posiciones encontradas, en un interrogatorio que va mucho más allá del intento de conseguir información. Los dos hombres se conocen desde niños y en la conversación saldrán a relucir —en un entremezclarse de tiempos y voces pasados y presentes— todas sus diferencias ideológicas y de clase: el juez proviene de una mísera familia campesina y el terrorista es nieto del dueño de las tierras donde ésta trabajaba.
Con un lenguaje desbordante, riquísimo en recursos expresivos —donde cada palabra parece haber sido pulida hasta alcanzar una nueva categoría—, Lobo Antunes profundiza admirablemente en el alma humana hasta su médula más desnuda.

Araucaria (3) - Corrió entonces de puntillas hacia la cancela, la abrió con un delincuente sigilo y salió a la calle.

Lorenzo se despidió evasivamente y salió de la sala detrás de la madre y seguido de David. Sintió otra vez aquella gélida sequedad en la boca mientras atravesaba la penumbra del patio por la zona porticada y volvía a imaginarse el acudidero obstinado de Zarandillo, la madroñera que ahora sólo iba a depararle al potro una nueva forma de ofuscación en medio de la negrura. Le llegó como si fuera la primera vez el aliento de los chorreantes macetones de aspidistras y gladiolos, un rectángulo vegetal inscrito en el que formaban las columnas de porte neoclásico con el alcorque central, donde crecía la araucaria que ya rebasaba la altura de la azotea. Veía la sombra opaca de la madre deformada en el piso de mármol, esa lámina de hielo verdoso más traslúcida ahora bajo la módica luz del farol colgado frente a la cancela. David ajustó entonces su paso al de Lorenzo con un gesto confidencial de apoyo, como queriendo patentizarle que entendía muy bien todo lo que estaba ocurriendo y que confiara en su segura discreción. Lorenzo cogió un momento del hombro a su amigo y subió la escalera pausadamente, rozando a trechos con los dedos el barandal tapizado. Al llegar arriba, doña Herminia los besó despidiéndose y se fueron hacia el otro extremo de la galería con un notorio disimulo de conjurados. Antes de que David llegara a su dormitorio, Lorenzo le reiteró otra vez lo que ya sabía y debía callar. David asintió por medio de una solemnidad muda y no entró en la habitación hasta ver que Lorenzo torcía nuevamente hacia la escalera. Lo turbó de pronto la dudosa posibilidad de que apareciera en aquel momento Estefanía y usara de algún simulacro maternal para dejarlo acostado.
Lorenzo se acercó con paso cauteloso a la puerta de la sala y dedujo por la proximidad de las voces que Ambrosio estaba a punto de irse. Corrió entonces de puntillas hacia la cancela, la abrió con un delincuente sigilo y salió a la calle. La tartana permanecía a un lado del portal, vaciada como en un difuso bajorrelieve sobre el fondo gris de las tapias frontales, los dos mulos tan gemelos e inmóviles que parecían uno solo desdoblado por la acción espejeante de la humedad. Lorenzo se situó contra la pared, al resguardo de un cierro, el esbozo de una cara más aniñada y apenas reconocible reflejándose deficitariamente en el cristal mojado. Notaba los pulsos percutiendo en las sienes, creciendo al mismo compás que ese ilusorio sentimiento de hombría donde se confunden la culpa y la vanagloria. No tardó en aparecer Ambrosio, que se dirigió primero a la parte de atrás de la tartana y sacó un impermeable de debajo de uno de los asientos laterales. Lorenzo se aproximó muy despacio y puso una insegura mano en el brazo de Ambrosio, quien se volvió sin ninguna ostensible señal de sorpresa.

José Manuel Caballero Bonald
Toda la noche oyeron pasar pájaros

Una familia inglesa ligada a los negocios marítimos se traslada a vivir a un puerto del sur. A partir de los vínculos que establecen sus miembros con la sociedad portuaria de la zona se desarrolla, con una sinuosa astucia selectiva, un mosaico de relaciones en el que se confunden el vértigo enfermizo de la memoria y la incoherencia del presente.

Araucaria (2) - LAS QUINTAS INDIANAS DE COLOMBRES

LAS QUINTAS INDIANAS DE COLOMBRES
La pequeña localidad de Colombres conserva muy viva la herencia de su pasado indiano en un grupo de impresionantes quintas construidas por indianos enriquecidos que regresaron a este pueblo para disfrutar de lo conseguido después de una vida de trabajo y ahorro y para practicar el mecenazgo con sus paisanos, a los que construían fuentes, escuelas, dispensarios, lavaderos y otras obras de interés comunal. Una interesante ruta indiana, que parte de la plaza del pueblo (obtendremos el plano en la Oficina de Turismo), nos permite contemplar los edificios indianos más importantes en menos de una hora. Empezaremos por la Quinta Guadalupe, de estilo ecléctico (1906), encargada por el adinerado indiano Iñigo Noriega Laso, que inspiró una serie de motivos decorativos que simbolizan su vida y trabajos en ultramar y murió prematuramente sin llegar a habitarla. Lo más hermoso es su galería acristalada y su jardín, en el que crece una araucaria chilena y otros exóticos árboles americanos. Hoy es Archivo de Indianos. En la plaza encontramos una casona clasicista (1877) construida por el indiano Iñigo Noriega Mendoza; el Ayuntamiento, de estilo ecléctico (1895); la Casa Roja, también de estilo vagamente inglés (hacia 1905), con una torre cuadrada y otra circular, pilastras, frontones y otros adornos; la Casa de Piedra, estilo regionalista montañés, con aleros volados y torre, hoy Casa de Cultura; la finca Las Raucas, clasicista (hacia 1885); la de los Leones, eclecticista y modernista (hacia 1920), con la fachada decorada de motivos geométricos y cúpula bulbosa de cinc; la Escuela de Comercio donada por Iñigo Noriega Laso (hoy biblioteca); la iglesia de Santa María, remodelación historicista y neobarroca de la iglesia del pueblo con lujo de sillería, bóveda de media naranja y profusión de pinturas murales. En la calle Badalán una avenida de palmeras da fe de lo que fueron los jardines de la quinta Buenavista. Los indianos eran muy aficionados a las palmeras. De hecho, muchas casas de indianos se caracterizan por una palmera en su jardín delantero. En el cementerio encontramos interesantes y costeados mausoleos de indianos.

Juan Eslava Galán
1000 sitios que ver en España al menos una vez en la vida

«En España no hay menos de cincuenta o cien mil lugares interesantes. Una lista de mil lugares que vale la pena visitar es necesariamente incompleta, soy consciente de ello. Por eso he intentado que mi censo fuera lo más equilibrado posible, que incluyera los lugares esenciales de España para un aficionado al arte, al paisaje, a los museos, a la gastronomía, a los lugares insólitos o misteriosos, a la historia, al exotismo, a las fiestas, a la arqueología. Este libro es, por lo tanto, una macedonia de lugares interesantes en la que he procurado incluir los variados gustos de los españoles. Estoy seguro de que todos los lugares que este libro incluye nos dejarán un recuerdo agradable o por lo menos inolvidable».
JUAN ESLAVA GALÁN

Araucaria (1) - He pensado que sería mejor llamarle temprano. Seguro que hace horas que ya está usted en pie, ¿no?

Una ventana cuadrada, extrañamente situada a más de metro y medio de altura con respecto al bajo entablado, enmarcada de hiedra por fuera, acariciada por las ramas de una araucaria gigante; o una extensión de empapelado oculto en parte por una acuarela de la iglesia parroquial pintada en sus años más activos por Miss Scope, más un pequeño anaquel con libros de variada índole y un hurón disecado, cuya muerte por consumo de raticida le estropeó de punta a cabo unas vacaciones de Pascua cuando iba al colegio, eran, según se despertara mirando a derecha o izquierda, las imágenes que saludaban diariamente a William en Boot Magna.
La mañana siguiente a su entrevista con Mr. Salter abrió los ojos, aliviado por abandonar una noche en la que había sido perseguido por Lord Copper en cien espantosas formas, para encontrarse en la más negra oscuridad; su primera idea fue que todavía quedaban algunas horas antes del amanecer; luego, al recordar la estación del año y los largos períodos de semi-inconsciencia que había sufrido, a modo de intermedios entre los momentos en los que vestido con la vistosa librea del somormujo cuellirrojo era perseguido por estrechas tejoneras, aceptó la otra y más angustiosa alternativa de la ceguera; luego pensó que estaba loco, pues un timbre sonaba con insistencia a pocos centímetros, al parecer, de su oreja. Se sentó en la cama y comprobó que estaba desnudo hasta la cintura; totalmente desnudo, como pudo averiguar cuando investigó más a fondo. Estiró el brazo y encontró un teléfono, cuando lo descolgó, el timbre dejó de sonar; una voz dijo:
—Mr. Salter al aparato.
Entonces recordó la horrible velada de la noche anterior.
—Buenos días —dijo Mr. Salter—. He pensado que sería mejor llamarle temprano. Seguro que hace horas que ya está usted en pie, ¿no? Ustedes están acostumbrados a ordeñar y salir a entrenar a los nuevos cachorros desde primera hora, ¿verdad?
—No —dijo William.
—¿No? Bueno, yo no suelo llegar a la redacción antes de las once o las doce. Me preguntaba si ha quedado todo claro respecto a su viaje, o si hay algún detalle que querría discutir…
—Sí.
—Ya me lo parecía. Bien, pase por la redacción en cuanto esté listo.
Tanteando, William encontró uno de los doce o más interruptores que controlaban la iluminación de las diversas partes del dormitorio. Encontró el reloj y vio que eran las diez en punto. Localizó una fila de pulsadores y accionó el correspondiente al servicio de camareros.

Evelyn Waugh
¡Noticia bomba!  Novela de periodistas

Lord Copper, un magnate de la prensa de Fleet Street, se enorgullece de su olfato para descubrir talentosos reporteros. Sin embargo, a causa de una confusión de apellidos, envía a «cubrir» la guerra civil en una república africana a uno de los periodistas más improbables para tal mi­sión. A partir de ese equívoco, Evelyn Waugh se lanza a una feroz y desopilante sátira sobre el mundo del periodismo, los enviados especiales, la información, la desinformación y la confusión…
«¡Noticia bomba! es el libro más divertido que haya leído jamás. Lo releo cada año». (Gore Vidal).

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