Ciclamor (7) - —Obedeció a su esposo, según tengo entendido —contestó Lucinda—, me parece recordar que fue su esposo el que le pidió que mintiera. Rompió él en franca y alegre carcajada.

La primera cosecha de Malvern estaba en sazón. Pierce se levantaba al amanecer, para gozar del placer de recorrer sus campos, llenos de fruto. En los establos podía oírse otra vez el rumor del ganado, el ordeño de las vacas y el relincho de los caballos. No todo estaba pagado aún; pero con la cosecha tendría dinero contante para hacer frente a los pagos. No sentía ningún temor.
El año había sido extraordinariamente bueno. El invierno, hacia su final, se presentó templado, y la primavera se adelantó, con una explosión de rododendros en los bosques. Durante los años de guerra se había olvidado por completo de toda clase de belleza, y ahora pensaba que todo aquello se le mostraba por vez primera, los encendidos brotes de los arces, la lila verdeante y temprana, los botones vigorosos del ciclamor y del cornejo. Durante la primavera, había espiado con constante ansiedad cada indicio de vida y floración. El azúcar escaseaba todavía y tenía que recurrir al azúcar de arce, a la que su padre y su abuelo habían recurrido también en otras épocas de escasez, aunque él, por fortuna, jamás tuvo que consumirlo, hasta ahora, desde que era dueño y señor de Malvern. Simientes seleccionadas y frescas habían sido arrojadas a los surcos recién abiertos, trigo para el pan, maíz y avena para el ganado, cebada y centeno para la volatería y los caballos. No tenían café, pero el centeno proporcionaba un buen sustitutivo, si se preparaba con un ligero tueste, bañado en melaza. Tampoco disponían de colorantes, y se las había arreglado obteniendo tinte marrón, para los arneses, de las nueces silvestres; amarizo del azufre y rojo obscuro de las moras parásitas. Lucinda se había entregado a los quehaceres de la casa; pero él no se saciaba nunca, no se hartaría jamás, hasta que muriera, de aquella maravilla natural y única que eran sus campos, llenos de vida nueva.
Sus preocupaciones se extendieron asimismo a las instalaciones adicionales de la granja. En la lechería ordenó la construcción de nuevos pilares y estanterías. Era un gran consuelo, mientras cabalgaba por las tierras de labor, lejos del caserío, saber que en Malvern estaban los odres llenos de mantequilla, las cántaras llenas de leche y las prensas cuajando quesos sin interrupción.
Aquella mañana de julio, vagando al azar, llevó a su jaca hasta la sombra de un peral y la detuvo, para arrancar una pera amarilla, que empezó a mordisquear con fruición, saboreando el dulzor con parsimonia, como si se tratase de un licor fino y aromático. Llegado octubre, tendría también compota de peras y otras frutas. Y para el invierno, jamones y buenos tocinos y embutidos. ¡Que le dieran cinco años tan sólo, y Malvern estaría en pie, como siempre marchando por sí mismo!
Con todo aquello, sin embargo, apenas cien dólares, en moneda efectiva, estaban disponibles en su bolsillo. Había hecho el milagro sin dinero, pagando a los hombres con amabilidades, alimentándolos con lo que Malvern tenía y nada más. Durante el invierno tuvieron que soportar privaciones. Él y Lucinda se habían sentado a la mesa, más de una vez, con vajilla fina y cubiertos de plata, pero con un pan de maíz en la cestilla y gachas y judías negras como menú, sin apelación. Como sopa, cocimiento de coles. Bien; aquello estaba acabado. Malvern estaba en sazón otra vez. Ahora tenían carne, verduras y patatas de la mejor calidad, sembradas con simiente cambiada a Molly MacBain por gallinas y un gallo.
Se sonrió al recordar a Molly y sintió sonrojo, aun bajo el ardiente sol veraniego. Lucinda iba a tener un bebé, al comienzo del otoño. Se lo había anunciado la noche anterior, aunque para él no era un secreto su estado, desde algunos meses atrás. No quiso, a pesar de ello, darse por aludido, esperando que por sí misma lo confesara.
—Señor Delaney… —le había dicho, la pasada noche, en la habitación.
—Bien, ¿qué ocurre? —había preguntado, a su vez, mientras se vestía para la cena, pues su mujer le obligaba a presentarse en la mesa de punta en blanco, como solía hacerlo antes de la guerra.
Lucinda se había puesto el vestido de tafetán amarillo, del que constantemente se quejaba de que estaba hecho un guiñapo, en una sola pieza gracias a las manos y la paciencia de Georgia. A él no le parecía que estuviese hecho un guiñapo, ni le veía rotos o cosidos por ninguna parte, cuando ella, sentándose a su lado, dejó caer sobre el regazo sus manos, como pétalos de magnolia.
—Debes contar con un aumento de familia, señor Delaney —dijo.
—¡De veras! —exclamó. Luego se inclinó hacia ella y le tomó ambas manos—. ¿Cuándo, si puede saberse?
—En la primera quincena de septiembre, probablemente —replicó Lucinda.
Se mantenía seria, erguida, llena de dignidad. Él se levantó, la cogió por la cabeza y la besó en la frente, con ternura.
—Mucho cuidadito con mi «pompadour» —advirtió ella, temiendo por su peinado, y entonces él se sentó de nuevo.
—¿Cómo la llamaremos, Luce? —preguntó.
—He pensado en Zafiro —opinó ella—; es un nombre bíblico.
Él se quedó meditando unos momentos. Luego objetó:
—¿No fue una mentirosa, Luce, esa Zafiro? —preguntó.
—Obedeció a su esposo, según tengo entendido —contestó Lucinda—, me parece recordar que fue su esposo el que le pidió que mintiera.
Rompió él en franca y alegre carcajada.

John Sedges, Hasta que la muerte nos separe
,
La acción transcurre en EE.UU, en los años inmediatamente posteriores a la guerra de Secesión. Las tensiones de la guerra civil se encarnan en la historia de dos hermanos enfrentados por la guerra, convencidos ambos de que han defendido la causa más justa. El choque de dos concepciones de la vida sirve de fondo al drama de dos hombres incapaces de comprender el cambio que se ha operado en el país. De este enfrentamiento surge una apasionante historia de amor entre un blanco y una mestiza, plasmada con gran maestría.

Ciclamor (6) - LA BALADA DE ADAM HENRY

LA BALADA DE ADAM HENRY
Tomé mi cruz de madera y la arrastré por el arroyo.
Yo era joven e insensato y obcecado por un sueño
de que la penitencia era una bobada y los fardos para bobos.
Pero los domingos me habían dicho que viviera según normas.
Las astillas me cortaban el hombro, la cruz pesaba como plomo,
mi vida era estrecha y piadosa y casi estaba muerto,
el arroyo era un baile alegre y la luz del sol bailaba en derredor
pero yo tenía que seguir andando con los ojos clavados en el suelo.
Entonces saltó del agua un pez con un arcoíris en las escamas.
Perlas de agua bailaban y colgaban de regueros de plata.
«¡Lanza la cruz al agua si quieres ser libre!».
Y yo arrojé mi carga al río a la sombra del ciclamor.
De rodillas en la orilla de aquel río, en un trance de éxtasis
recibí su dulcísimo beso mientras ella se inclinaba sobre mi hombro.
Pero ella buceó hasta el fondo gélido donde nunca la hallarán
y yo lloré a mares hasta que oí de las trompetas el sonido.
Y Jesús de pie en el agua me dijo:
«Ese pez era la voz de Satanás y tienes que pagar el precio.
Su beso era el beso de Judas, su beso traicionó mi nombre.
Que quien»

Ian McEwan, La ley del menor,

Acostumbrada a evaluar las vidas de los demás en sus encrucijadas más complejas, Fiona Maye se encuentra de golpe con que su propia existencia no arroja el saldo que desearía: su irreprochable trayectoria como jueza del Tribunal Superior especializada en derecho de familia ha ido arrinconando la idea de formar una propia, y su marido, Jack, acaba de pedirle educadamente que le permita tener, al borde de la sesentena, una primera y última aventura: una de nombre Melanie. Y al mismo tiempo que Jack se va de casa, incapaz de obtener la imposible aprobación que demandaba, a Fiona le encargan el caso de Adam Henry. Que es anormalmente maduro, y encendidamente sensible, y exhibe una belleza a juego con su mente, tan afilada como ingenua, tan preclara como romántica; pero que está, también, enfermo de leucemia. Y que, asumiendo las consecuencias últimas de la fe en que sus padres, testigos de Jehová, lo han criado, ha resuelto rechazar la transfusión que le salvaría la vida. Pero Adam aún no ha cumplido los dieciocho, y su futuro no está en sus manos, sino en las del tribunal que Fiona preside. Y Fiona lo visita en el hospital, y habla con él de poesía, y canta mientras el violín de Adam suena; luego vuelve al juzgado y decide, de acuerdo con la Ley del Menor.

Ciclamor (5) - Cómo la doncella y Beaumains llegaron al cerco, y fueron a un ciclamor, y allí Beaumains tocó un cuerno, y entonces acudió el Caballero Bermejo de las Landas Bermejas a luchar con él

Cómo la doncella y Beaumains llegaron al cerco, y fueron a un ciclamor, y allí Beaumains tocó un cuerno, y entonces acudió el Caballero Bermejo de las Landas Bermejas a luchar con él
Dejamos ahora al caballero y al enano, y hablamos de Beaumains, que pasó la noche en la ermita; y por la mañana él y la doncella Lynet oyeron misa y quebraron su ayuno. Tomaron después los caballos y atravesaron una hermosa floresta; llegaron a un llano, y vieron dónde había muchos pabellones y tiendas, y Un hermoso castillo, y que había mucho humo y gran ruido. Y cuando se aproximaron al cerco advirtió sir Beaumains, mientras cabalgaba, cómo había colgados por el cuello, de grandes árboles, muy hermosamente armados caballeros, y sus escudos alrededor del cuello, con sus espadas, y sus doradas espuelas en los talones, y que eran casi cuarenta los caballeros así afrentados, con muy ricas armas. Entonces se le abatió el semblante a sir Beaumains, y dijo:
—¿Qué significa esto?
—Gentil señor —dijo la doncella—, no dejéis que desmaye vuestro ánimo por esta visión, pues debéis cobrar valor, o seréis deshonrado; pues todos estos caballeros vinieron a este cerco para rescatar a mi hermana doña Lyonesse, y el Caballero Bermejo de las Landas Bermejas, después de vencerlos, les dio esta muerte vergonzosa sin merced ni piedad. Y de la misma manera os servirá, a menos que salgáis mejor parado.
—Jesús me proteja —dijo Beaumains— de muerte tan infame y de tal deshonra de armas. Pues antes que ser tratado así, quisiera morir como hombre en limpia batalla.
—Mejor os sería —dijo la doncella—; pues no os fiéis: en él no hay cortesía, sino todo es muerte y crimen vergonzoso; lo que es lástima, pues es hombre muy gallardo, bien hecho de cuerpo, y muy noble caballero de proeza y señor de grandes posesiones y tierras.
—En verdad —dijo Beaumains— que bien puede ser buen caballero; pero usa costumbres vergonzosas, y es maravilla que en tanto tiempo ninguno de los nobles caballeros de mi señor Arturo haya entendido con él.
Cabalgaron entonces hasta los fosos, y los vieron doblemente fosados, con recios muros de guerra; y allí estaban aposentados muchos grandes señores, cerca de los muros; y había gran bullicio de ministriles; y la mar batía un costado de los muros, donde había muchas naves y voces de marineros de «¡Ahé y hop!». Y había también allí cerca un ciclamor, y de él colgaba un cuerno, el más grande que habían visto nunca, de un hueso de elefante; y lo había colgado allí el Caballero de las Landas Bermejas, por si pasaba por allí algún caballero andante, que pudiese tañer aquel cuerno, y entonces se aprestaría él y acudiría a hacer batalla.
—Pero, señor —dijo la doncella Lynet—, no toquéis el cuerno hasta que sea el mediodía justo, pues es hora de prima, y ahora crece su poder; y dicen que tiene la fuerza de siete hombres.
—¡Ah, qué vergüenza, gentil doncella, no me habléis nunca más así!; pues aunque fuese el mejor caballero de cuantos ha habido, no le faltaré en el momento que más fuerza tiene, pues quiero ganar honor honrosamente, o morir caballerescamente en el campo.
Y con eso dio espuelas a su caballo, fue derechamente al ciclamor, y tañó el cuerno con tal gana que resonó por todo el cerco y el castillo. Entonces salieron con presteza los caballeros de sus tiendas y pabellones, y los del castillo se asomaron a lo alto de los muros y las ventanas.
Entonces el Caballero Bermejo de las Landas Bermejas se armó a toda prisa, dos barones le pusieron las espuelas en los talones, y fue todo bermejo como la sangre, armadura, lanza y escudo. Y un conde le abrochó el yelmo sobre la cabeza, y entonces le trajeron una lanza bermeja y un bermejo corcel, y cabalgó a un pequeño valle al pie del castillo, de manera que todos los que estaban en el castillo y los del cerco pudiesen contemplar la batalla.

Sir Thomas Malory, La muerte de Arturo, 

Durante los años inciertos de la Guerra de las Dos Rosas, sir Thomas Malory (1408-1471), un caballero de vida azarosa, escribió, supuestamente desde la cárcel, la primera gran epopeya de la literatura inglesa a partir de su propia recopilación de viejas fuentes francesas y británicas que iba traduciendo a la vez que añadiendo ideas de su cosecha, hasta ir perfeccionando su obra a medida que avanzaba el libro, para culminar en los capítulos finales, que son los más admirables de cualquiera de las versiones artúricas. La obra se imprimió en 1485 en el taller de William Caxton, el primer impresor de Inglaterra, que la tituló Le Morte D’Arthur. Caxton prologó y unificó las ocho novelas que escribió Malory en veintiún libros, dando así coherencia temática a la maestría narrativa de su autor.
Gracias a este libro, los relatos artúricos han conocido múltiples y variadas ediciones a lo largo de estos cinco siglos, siendo Malory, junto con Shakespeare y Chaucer, uno de los pocos autores ingleses de un pasado no cercano que siguen siendo leídos. Fruto tardío del medievo, Le Morte D’Arthur es sin embargo la versión «moderna» del universo artúrico y no ha dejado de inspirar recreaciones nuevas, desde Scott a Tennyson, Mark Twain o los pintores prerrafaelistas hasta las versiones más recientes de T. H. White o J. Steinbeck.

Ciclamor (4) - —No, con ochenta basta. Empeñaré el reloj, y el abrigo, que ya no hace frío…

Y una vez más le contó a Carlos la historia que tanto le ofendía. Desde su arribada de Burdeos, en cuanto Castro Gomes se hubo instalado en el Hotel Central, él había pasado a dejar su tarjeta dos veces, la última a la mañana siguiente de la cena de Ega. Pues bien, ¡el señor aún no se había dignado agradecer la visita! Luego, ellos se habían ido a Oporto. Allí, mientras se paseaba a solas por la Praça Nova, los caballos de una calesa se habían desbocado con dos señoras gritando; Castro Gomes se había lanzado a atrapar el freno, pero los caballos le habían repelido contra las verjas y se había dislocado un brazo. Se tuvo que quedar en Oporto, en el hotel, cinco semanas. Él, sin demora (siempre con el ojo puesto en la mujer) le había enviado dos telegramas: uno de condolencia, lamentando el accidente; otro de demostración de interés, pidiendo noticias. ¡Y ni a uno ni a otro había respondido el muy bestia!
—¡Increíble! —exclamaba Salcede paseándose por la terraza y recordando tamañas injurias—. Pero ¡me las pagará!… Aún no he pensado cómo, pero le va a costar caro… ¡Yo desconsideraciones no admito! ¡A nadie!
Y ponía ojos amenazadores. Desde el lance en el Grémio, en que el raquítico despavorido se había achantado, Dâmaso se había vuelto feroz. A la menor ya hablaba de «partir caras».
—¡A nadie! —repetía, con los pulgares tironeando del chaleco—. Desconsideraciones ¡a nadie!
En aquel preciso instante se oyó adentro, en el despacho, la voz rápida de Ega, y casi de inmediato apareció en la terraza, con prisa y como descompuesto.
—¡Hola, Dâmasozinho!… Carlos, ¿tienes un momento?
Bajaron al jardín, deteniéndose junto a los ciclamores en flor.
—¿Tienes dinero? —le preguntó Ega ansiosamente.
Le contó su terrible apuro. Tenía una letra de noventa libras que vencía al día siguiente. Y además, le debía veinticinco libras a Eusèbiozinho, el cual se las había reclamado en una carta indecente. Era excesivo…
—Quiero pagar a ese canalla. Y cuando le vea, le pegaré la carta a la cara con un escupitajo. Y por si fuera poco, ¡la letra! Y todo lo que tengo son quince tostones…
—Eusèbiozinho es un hombre de orden… En fin, necesitas ciento quince libras —dijo Carlos.
Ega dudó, un poco ruborizado. Ya le debía dinero a Carlos. ¡Siempre se dirigía a él, como a un cofre inagotable!…
—No, con ochenta basta. Empeñaré el reloj, y el abrigo, que ya no hace frío…
Carlos sonrió y subió al cuarto a extender un cheque, mientras que Ega buscaba con todo cuidado un bonito botón de rosa que ponerse en el ojal. Carlos no tardó en volver, cheque en mano: ciento veinte libras, para que Ega estuviese cubierto.
—¡Que Dios te bendiga! —dijo el otro guardándose el papel con un suspiro de manifiesto alivio.

José María Eça de Queirós, Los Maia, Episodios de la vida romántica,

Los Maia es una de las obras más conocidas del escritor portugués Eça de Queirós. Su primera edición se realizó en Oporto en 1888. La obra cuenta la historia de la familia Maia a lo largo de tres generaciones. Los Maia relata la historia del deterioro de una gran familia portuguesa a través de dos de sus miembros: el viejo Afonso de Maia, el patriarca y un hombre admirado y su nieto, el joven Carlos de Maia, idealista, diletante y romántico, representante de la elegancia finisecular y auténtico protagonista del relato. Al hilo del desprendimiento, de la conclusión del tiempo y de un modo de vida, los personajes viven su tiempo y su vida y la novela escenifica los ritos del amor (y del escondido sexo burgués del siglo XIX, de adúltero o de pago).

Ciclamor (3) - CUARENTA AÑOS EN MONTAGNOLA

CUARENTA AÑOS EN MONTAGNOLA
Cuando vine a Montagnola, hace cuarenta y un años, buscando un refugio, y alquilé una pequeña vivienda, bajo cuyo balconcito había junto a tardías magnolias un enorme ciclamor en flor, yo era una persona «en la mejor edad» y tenía intención, tras una guerra de cuatro años que también para mí acabó en la derrota y el fracaso, de empezar de nuevo. Y Montagnola era entonces una pequeña aldea, ni pobretona ni mísera como tantas otras de la región, sino modesta y recatada, donde había unas casas señoriales de época antigua y dos o tres casas nuevas de campo; pero presentaba un aire marcadamente campesino. Hoy, unos decenios más tarde, ya no soy persona en la mejor ni en la buena edad, sino uno de los viejos achacosos y algo estrafalarios de la comunidad que no piensa en empezar nada de nuevo, que apenas abandona ya su solar y ha comprado allá arriba en el cementerio de St. Abbondio una pequeña y bonita parcela. Montagnola ya no es una aldea ni tiene ya aire campesino, es un pequeño suburbio con el cuádruple de habitantes, con un espléndido edificio de correos y con comercios, un café y un quiosco de periódicos; entre nosotros la llamamos «ciudad Segelfose», pensando en Hamsun.
Así cambian con los años las personas y las cosas, y no hay nada que hacer. Pero en estos decenios he vivido en Montagnola muchas cosas buenas, maravillosas, desde el verano ardiente de Klingsor hasta hoy, y tengo mucho que agradecer a la aldea y a su paisaje. Muchas veces he intentado expresar mi gratitud. Muchas veces he entonado la canción de estos montes, de estos bosques, viñedos y valles; también aquel balconcillo en la vivienda de Klingsor y aquel alto ciclamor —el más alto que yo he visto, más tarde una tempestad de primavera lo arrasó— fueron descritos y loados por mí. He gastado cientos de pliegos de buen papel de pintar y muchos tubos de pintura para expresar con colores de acuarela o pluma de dibujo mis respetos a las viejas casas y a los tejados de madera, a los muros de los jardines, al castañar, a los montes próximos y lejanos. También he plantado muchos árboles y arbustos, una masa de bambúes en la linde del bosque y muchas flores, y así tengo la esperanza de que, aun sin haberme convertido en tesino, la tierra de St. Abbondio me dará amable acogida, como lo han hecho durante tanto tiempo el palazzo de Klingsor y la casa roja de la colina.
(1960)

Hermann Hesse, Pequeñas alegrías,

Este volumen reúne más de cuarenta artículos publicados en diversos periódicos y revistas —no recogidos hasta ahora en forma de libro— y una veintena larga de escritos dispersos en tomos monográficos. Ordenados cronológicamente —desde «Pequeñas alegrías» (1899), que da título al volumen, hasta «Cuarenta años en Montagnola» (1960)—, ofrecen al lector un corte transversal autobiográfico de la vida de Hermann Hesse y dejan traslucir ese perpetuo talante de viajero y esa insatisfacción ante la vida sedentaria y estereotipada que le caracterizaron. Apuntes nacidos en las pausas de trabajo en torno a sus obras mayores, son también, dentro de su estilo subjetivo próximo al del diario, ejercicios de distensión que le permiten expresar los temas en otro plano, más directo y cotidiano.

Ciclamor (2) - El sueño lo llevó nuevamente a Tennessee: Chickamauga, Knoxville, Chattanooga y otras innumerables escaramuzas y la bala que esperaba no vino en su busca.

Gilbert recibió el nombramiento de coronel de un regimiento de Caballería y Cass se alistó como soldado en los fusileros del Mississippi. «Podrías ser capitán —dijo Gilbert— o comandante. Tienes bastante seso para ello y bien pocos son los que lo tienen». Cass contestó que prefería ser soldado y «marchar a la par de los demás hombres». Pero no pudo decirle la razón ni tampoco que, aunque marchase con los demás hombres y llevase un arma en la mano, jamás quitaría la vida a ningún enemigo. «Tengo que marchar a la par de los otros», escribió en su Diario, «pues son de los míos y con ellos debo compartir toda la amargura y aun en mayor medida. Pero no puedo quitar la vida a ningún hombre. ¿Cómo puedo arrancársela a ningún adversario, yo, que he privado de la suya a mi amigo y con ello he hecho uso de mi derecho a la sangre?». Y así Cass partió para la guerra, portando consigo su mosquete, carga que para él no suponía nada, y colgado de un cordón; junto a la carne del pecho, debajo de su casaca gris, el anillo que otrora fuera el de casamiento de Duncan Trice y que una noche Annabelle le había colocado en el dedo en tanto él tenía la mano colocada sobre su pecho.
Cass marchó hacia Shiloh, por entre los verdes campos, pues era a principios de abril, y luego por entre los bosques que ocultaban el río. (El cornejo y el ciclamor estarían florecidos por entonces). Atravesó los bosques, oyó el silbido del plomo sobre su cabeza, vio los caídos sobre el terreno y al día siguiente salió de entre la espesura y tomó parte en la difícil retirada hacia Corinth. Estaba seguro de que no sobreviviría a la batalla. Pero salió con vida y avanzó por el «camino lleno de gente, como en un sueño». Y escribió: «Experimenté que en adelante viviría en ese sueño». El sueño lo llevó nuevamente a Tennessee: Chickamauga, Knoxville, Chattanooga y otras innumerables escaramuzas y la bala que esperaba no vino en su busca. En Chickamauga, cuando su compañía vaciló ante el fuego enemigo y pareció a punto de destrozarse en el ataque, ascendió rápidamente la colina y no pudo comprender su propia inviolabilidad. Y los hombres se rehicieron y continuaron. «Parecía extraño que yo, que en la voluntad de Dios buscaba la muerte sin hallarla, pudiera durante mi búsqueda conducir a ella a quienes no la deseaban». Ante las felicitaciones del coronel Hickman no pudo «encontrar palabras con que responder».
Pero si hubo de vestir la casaca gris con el espíritu irritado y con esperanza de expiación, la llevaba con orgullo, pues era una prenda igual a la de los demás hombres junto a quienes marchaba. «He visto hombres que llevaron a cabo hazañas heroicas sin perder nada por ello». Y agregó: «No es difícil amar a los hombres por las cosas que aguantan y por las palabras que no pronuncian». Cada vez más tuvieron entrada en el Diario los comentarios del soldado de profesión entre las oraciones y los escrúpulos —críticas sobre el mando— (de Bragg después de Chickamauga), satisfacción y orgullo impersonal en el manejo de la artillería («la batería de Marlowe es excelente»), y finalmente la admiración por las fintas y las demoras llevadas a efecto por la virtuosidad de Johnston en su aproximación a Atlanta, en, Buzzard’s Roost, Snake Creek Gap, New Hope Church, Kenesaw Mountain («siempre existe alguna especie de gloria, no importa cuán maculada u oscurecida, en las manos de cualquier hombre que se conduzca bien, y el general Johnston se conduce así»).
Luego, más allá de Atlanta, la bala lo encontró. Yació en el hospital, donde fue pudriéndose lentamente hacia la muerte. Pero antes de que se produjese la infección, cuando la herida de la pierna ni siquiera parecía grave, supo que se acercaba su fin: «Moriré —escribió en el Diario—, y con ello se me evitará el final y la última amargura de la guerra. He vivido sin hacer bien a ningún hombre, he visto sufrir a otros por mi pecado y no pongo en duda la justicia de Dios, que otros han sufrido por mi culpa, pues es posible que solo a través del sufrimiento del inocente afirme Dios que los hombres son hermanos, hermanos en Su Santo Nombre. Y en esta sala y conmigo en este instante, hay hombres que sufren por los pecados propios y extraños a la vez. Es un consuelo saber que solo sufro por los míos». No solo supo que iba a morir sino que la guerra había terminado. «Ha tocado a su fin; todo ha terminado menos la muerte, que seguirá avanzando todavía. Aunque la llaga ha alcanzado el punto máximo y ha reventado, el pus seguirá manando. Los hombres se reunirán y morirán con el pecado común del hombre y con la culpa que los envió hasta aquí desde lugares lejanos y desde fuegos lejanos. Pero Dios, en Su Misericordia, me ha ahorrado el fin. Bendito sea Su nombre».
No había nada más en el Diario, a no ser la carta para Gilbert, escrita con letra extraña, dictada por Cass luego de haberse debilitado demasiado para manejar la pluma. «Recuérdame, pero sin pena. Si alguno de nosotros es feliz, ese soy yo…».

Robert Penn Warren, Todos los hombres del rey, Premio Pulitzer 1947,

Todos los hombres del rey, la obra cumbre de Robert Penn Warren, está inspirada en una figura histórica: Huey Long, el que fuera autócrata gobernador de Louisiana.
El protagonista de la novela, Willie Stark, al igual que Huey Long, es un personaje de poderosa y compleja personalidad, bigger than life: orador adorado por las masas, dictador sin escrúpulos que se mantiene en el poder gracias a la corrupción y el chantaje, defensor de oprimidos, demagogo. Aunque, de hecho, la vida de Huey Long no es más que un pretexto para una obra enteramente original centrada en el tema inagotable del conocimiento de uno mismo.
En una historia de creciente intensidad se entrelazan los destinos de tres hombres y una mujer. En el centro, Willie Stark, un joven abogado de origen humilde, apasionado por la política, que llega a gobernador del estado: un hombre atrapado entre sus sueños de justicia social y su despiadado afán de poder. Su poderosa vitalidad arrastra hacia él a Anne Stanton, a su hermano Adam y a Jack Burden, vástagos insatisfechos de familias aristócratas. En contraste con Stark, Adam Stanton es el idealista puro para quien la idea, el verbo, debe quedar fuera de todo contacto con los hechos; Jack Burden, testigo y narrador, es un espectador desarraigado en búsqueda de una fe, que al final de la historia se verá obligado a adentrarse en la hoguera de la historia y afrontar el veredicto inexorable del tiempo.

Ciclamor (1) - Arrancaba yo, después de comer, las alas a las moscas de entre la cortina y la vidriera, cuando advertí al muchacho en el jardín.

Arrancaba yo, después de comer, las alas a las moscas de entre la cortina y la vidriera, cuando advertí al muchacho en el jardín. No sé cuántos años tiene. No sé cuántos años tengo Tampoco sé los años de la que me trae la comida y me da órdenes. Tal vez doscientos. O trescientos. O mil. No pregunto. No digo nada. Bajo las escaleras si me llama, mastico lo que me da, aparto el plato, agarro el violín, me levanto. Le faltan dos cuerdas. Las que quedan son blancas como mi pelo. El del muchacho es castaño. Las voces que conversan conmigo son mucho más oscuras. A veces me mandan a dormir, Duerme, yo me pongo el pijama encima de la ropa, me quito los calcetines, me extiendo, las voces se callan, y me quedo mirando el sonido de los ratones en el revestimiento de las paredes, que devoran los ladrillos en un jadeo presuroso. No puedo matarlos porque las voces me lo prohíben. No puedo matar a la de la comida. Ni a las palabras. No puedo matar casi nada. No puedo arrancarles alas a las moscas y verlas pasear por la mesa de piedra palpando migajas con la trompa. No hace falta fuerza para arrancar alas. La tarde en que rompí las cuerdas del violín tuve que tirar mucho más.
Ésta es mi casa. El muchacho tiene otra. Grande. Y cerdos. Las voces odian a los cerdos. Me prometieron que cualquier día me dejan acercarme allí con un cuchillo y arrancarles una pata o dos. Es una cuestión de tiempo. Me siento en la mecedora de mi cuarto y espero. Entonces vienen las sombras, los muebles empiezan a crepitar, un aliento me susurra en la oreja Acuéstate, y enseguida viene la mañana y me despierto con el olmo que entra por la veranda como cuando fuimos en automóvil a Galicia, tú dijiste, abrazada a mí, Fíjate, y un ciclamor, estremecido de niebla, se arrimaba a las puertas para tocarnos los pies. Los empleados del hotel servían el desayuno en la cama, la azucarera, la tetera y la mantequera centelleaban, quitabas siempre la nata de la leche con la cuchara mientras yo enderezaba la almohada para oír las olas abajo en la playa, bajo la lluvia, los pájaros, el largo ronquido de motor del agua. Las voces aseguran que arrastran el mar hacia aquí, las olas ahogarán a las farolas de la calle hasta el porche de la cocina y no tendré que comer, tocar el violín ni ocuparme de nada.
Un cura entró en la salita preguntando por el muchacho. No golpeó. Debe de tener una llave como la mujer de la tartera. Quería saber si yo lo había visto la última semana, en los últimos días, y que necesitaba una respuesta por un asunto importante. Se fue al poco rato, después de mirarme arrugando la frente. Las voces me avisaron que no podía matarlo y que la playa había comenzado a crecer en el jardín. Debía de esconderse bajo la hierba pero me topé luego con el muchacho paseando con las manos en los bolsillos, solo, en medio de las begonias. Las voces me aseguran que lo conozco. No es verdad. O es verdad y no lo sé. Poco interesa. Si quiero arrancarles las patas a los cerdos ¿quién me lo impide? En medio de las flores el muchacho miraba mi casa. Podía correr tras él, amenazarlo con el cuchillo. ¿Para qué? Me basta aquel campo de olivos, tu grito, el automóvil contra un árbol, personas que se acercaban entre gesticulaciones gritando frases en español. Las moscas no gritan. Ni tú. Ni las voces. Nunca. Yo abro la boca y no sale sonido alguno. Mis dientes se estremecen en silencio como la hierba. De cualquier modo hacía tiempo que el cura buscaba al que las voces dicen que es mi hijo. Yo también. Con todo sólo veía en el jardín al viejo con gorra y tijeras que regaba las flores. Y ahora allí estaba el muchacho. Delgado. Sin el mechón de costumbre en la frente. No me quedé contento. Ni triste. No he aprendido lo que es eso. Pero sé que allí hay alguien a quien puedo matar como se mata a una gallina cuando las voces me dejen.

António Lobo Antunes, Tratado de las pasiones del alma

Un terrorista —el Hombre— y un Juez de Instrucción se enfrentan, desde posiciones encontradas, en un interrogatorio que va mucho más allá del intento de conseguir información. Los dos hombres se conocen desde niños y en la conversación saldrán a relucir —en un entremezclarse de tiempos y voces pasados y presentes— todas sus diferencias ideológicas y de clase: el juez proviene de una mísera familia campesina y el terrorista es nieto del dueño de las tierras donde ésta trabajaba.
Con un lenguaje desbordante, riquísimo en recursos expresivos —donde cada palabra parece haber sido pulida hasta alcanzar una nueva categoría—, Lobo Antunes profundiza admirablemente en el alma humana hasta su médula más desnuda.

Almez (10) - En los simones del verano, el paseo más soñador, y más en un gran lago, que se puede uno dar es por el Prado.

En los simones del verano, el paseo más soñador, y más en un gran lago, que se puede uno dar es por el Prado. En los simones del verano, con sus cocheros de sombrero de jipijapa, pasan los señores con el sombrero quitado, disfrutando atrozmente del espectáculo, explayándose, mirando al cielo. (A veces el simón resulta, por la piel de su capota y por todo, una bota vieja de elástico).
(“Fígaro” escribió el primero con el tono que después se ha repetido mucho, aunque nunca lo bastante ni con la suficiente originalidad.
Hasta cuando apenas se le ha leído, hay una cierta telepatía extraña, por la que al repasar la historia literaria es su figura la que se muestra entera, cabal, no abrumada por el talento humano, sino llevándolo con ligereza y haciéndolo compatible con la necesidad de vivir la ciudad y la vida. La ponderación de ese hombre nos subyuga. Es el arquetipo de nuestro ideal lógico, sencillo y caballeresco.
Oímos, como si fueran palabras latentes en el ambiente de nuestra ciudad castellana, las palabras de “Fígaro”. Siento que antes de haberle leído tenía yo ya de pequeño el mismo concepto que hoy tengo de sus artículos y de sus palabras. Diríamos que su obra es más caudalosa en el espacio que en sus libros, y que nos habla con la misma persuasión que en su mejor artículo. Hay en él una amistad y una construcción inacabable en el buen juicio, hasta sobre los casos de nuestro tiempo).
La gracia del paseo de las estatuas del Botánico tiene la gracia que no tiene el del Retiro, cuyas estatuas son gigantescas, hinchadas como estatuas de nieve, inacabadas y terribles. Por el contrario, las estatuas del Botánico son admirables, humanas y sencillas, como si fuesen antiguos transeúntes convertidos en estatuas de piedra. La estatuaria ha sido corrompida en Madrid por las grandes estatuas de la plaza de Oriente y del paseo de las estatuas; hechas para estar en lo alto del Palacio Real, fue transformado su destino y colocadas en lo bajo; eso ha corrompido el sentido de la estatua ligera y delicada, que hasta un mal escultor puede hacer si la hace a proporción.
Erigidos como en un cementerio, está primero Quer, el célebre médico y naturalista que escribió una flora española; después, Clemente, con su capa amplia, la gran capa magnífica del tiempo del gran sombrero de copa, también magnífico (Clemente tiene un tipo romántico, y en el zócalo de su estatua vi un día escrito el nombre de Narciso). Lagasca, el primer botánico del pasado siglo, que se quejaba de que no había grandes estanques en el Botánico para estudiar la flora acuática, y Cabanilles, el célebre autor del célebre artículo “España de la Enciclopedia” y el que clasificó el penacho florido de la “Esteparri Statice”.
Todos erguidos, satisfechos entre sus flores, las flores de su vida, llevan alguno babero y todos chalecos con florecitas, pues ellos son los que inventaron esos chalecos, primeramente en Suiza, la patria del inefable botánico Rousseau, allí donde todos llevan un “saquito de mano” de herbolario.
La elegancia del siglo XVIII fueron, sobre todo, los botánicos los que la llevaron mejor, con la ingenuidad con que se debe llevar la elegancia.
Separado de esas estatuas, en pie, hay en el fondo un busto de don Mariano de la Paz.
Ahora veamos los árboles: sus cartelas son como las que llevan los ciegos, y las que están más a ras del suelo, sobre una pequeña varita, señalando el sitio de las plantas raseras, parecen pequeños epitafios de un cementerio profano y, en la hora de la primavera y de los pájaros, pequeños atriles de su música, en los que parece que gastan bromas que les resultan muy pesadas a los botánicos, cambiando con sus picos las de un lado a otro, como esos pájaros de las adivinadoras que copen el papelito de la suerte y lo trasladan.
Después de los cipreses, claro está, esos cipreses “cupresus piramidalis”, que parecen abonados con huesos humanos para su mayor esplendor y que dan carácter de cementerio al Botánico, se destacan los almeces, gran les como elefantes en pie (Los almeces se ve que han querido ser elefantes, que estuvieron cerca de serlo y no pudieron realizar su ideal).

Ramón Gómez de la Serna, El paseo del Prado,

En muchos libros de su inabarcable obra, Ramón Gómez de la Serna nos ha ido descubriendo, con afán de coleccionista y vivificador, el Madrid de principios de siglo, sus rincones, sus calles, sus tipos…
Inicialmente publicado con el título El Prado como epílogo de la biografía de Mariano José de Larra escrita por Carmen de Burgos (1919), y más tarde incluido en Elucidario de Madrid (1931), nos muestra un fervoroso itinerario histórico por el paseo del Prado.

Almez (9) - LA VENUS DE ILLE de Prosper Mérimée

LA VENUS DE ILLE de Prosper Mérimée
(La Vénus d’Ille, 1837)
He aquí otro gran tema de la literatura fantástica del XIX: la supervivencia de la antigüedad clásica, anulación de la discontinuidad histórica que nos separa del mundo grecorromano, con todo lo que ello significa en contraste con nuestro mundo.También habría podido escoger para representar este tema Arria Marcella, de Théophile Gautier (1852), que se desarrolla en Pompeya y que tiene notas de una gran delicadeza sensual: la huella de un seno de muchacha en la lava nos hace entrar en el mundo del pasado. O bien The Last of Valerii de Henry James (1874): el tema ha tenido muchas versiones. He preferido este cuento porque es muy representativo de Mérimée (1803-1870) y de su esmero en la presentación del «color local», los climas y la atmósfera humana.Los cuentos fantásticos de Mérimée no son muchos, pero forman una parte esencial de su narrativa: recordaré Lokis (1868), historia de supersticiones lituanas, con una cala inolvidable en el mundo animal de los bosques.La Vénus d’Ille, estatua de bronce —romana o griega—, es vista con malos ojos por los habitantes del pueblo del Rosellón donde ha sido recientemente descubierta. La consideran un «ídolo». El novio de la hija del arqueólogo local, para jugar al trinquete, se quita el anillo y lo pone en un dedo de la estatua. No lo podrá volver a sacar. ¿Se ha desposado con la estatua? La Venus gigantesca, sueño de la serena belleza olímpica, se transforma, en la noche de bodas, en una pesadilla terrorífica.Que la estatua, decía, sea favorabley benévola puesto que tanto se parece a un hombre.
Luciano, El hombre que ama las mentiras
BAJABA la última ladera del Canigó y, aunque el sol ya se hubiera puesto, distinguía en la llanura las casas de la pequeña ciudad de Ille, hacia la que me dirigía.
—Seguramente sabrá usted —dije al catalán que me servía de guía desde la víspera— dónde vive el señor de Peyrehorade.
—¡Que si lo sé! —exclamó—. Conozco su casa como la mía, y si no hubiera oscurecido se la mostraría. Es la más bonita de Ille. Tiene dinero el señor de Peyrehorade, ya lo creo, y casa a su hijo con alguien más rico todavía.
—¿Será pronto la boda? —le pregunté.
—Muy pronto. Es posible que ya estén encargados los violines para la ceremonia, quizá esta noche, o mañana, o pasado mañana, ¡qué se yo! Será en Puygarrig, pues la señorita de Puygarrig es con quien se casa su hijo. Estará muy bien, ¡ya lo creo!
Me había recomendado al señor de Peyrehorade mi amigo, el señor de P. Me dijo que era un arqueólogo muy entendido e increíblemente amable. No le importaría enseñarme todas las ruinas en diez leguas a la redonda. Así que contaba con él para visitar los alrededores de Ille, que sabía llenos de monumentos antiguos y de la Edad Media. Esta boda, de la que oía hablar ahora por primera vez, desorganizaba todos mis planes.
«Voy a ser un aguafiestas» me dije. Pero me estaban esperando; mi llegada había sido anunciada por el señor de P. y era preciso presentarse.
—Apostemos, señor —me dijo mi guía cuando estuvimos en la llanura—, apostemos un cigarro a que adivino lo que le ha traído a casa del señor de Peyrehorade.
—Pero —respondí ofreciéndole un cigarro—, no es difícil de adivinar que, a estas horas y cuando hemos andado seis leguas por el Canigó, lo más importante es cenar.
—Sí, pero ¿y mañana…? ¿Sabe?, apostaría a que ha venido a Ille para ver el ídolo. Lo adiviné al verle dibujar los santos de Serrabona.
—¿El ídolo?, ¿qué ídolo? —esta palabra había despertado mi curiosidad.
—¿Pero cómo? ¿Es que no le han contado en Perpiñán que el señor de Peyrehorade ha encontrado un ídolo enterrado?
—¿Quiere decir una estatua de terracota, de arcilla?
—No, de bronce, y como para sacar de ahí un montón de monedas. Pesa tanto como una campana de iglesia. Bien hundida estaba en la tierra, al pie de un olivo.
—¿Estaba usted, entonces, cuando la descubrieron?
—Sí, señor. El señor de Peyrehorade nos dijo a Jean Coll y a mí hace quince días que tiráramos un viejo olivo que se heló el año pasado, que fue muy mal año, como usted sabe. Y hete aquí que Jean Coll, que estaba poniendo toda su alma, da un golpe con su pico y oigo bimm…, como si hubiera golpeado una campana. «¿Qué es eso?», dijo. Seguimos cavando y aparece una mano negra que parecía una mano de muerto saliendo de la tierra. A mí me entró mucho miedo. Me voy al señor y le digo: «Muertos, hay muertos bajo el olivo, señor. Hay que llamar al cura» «¿Qué muertos?», me dice. Y viene y nada más ver la mano grita: «¡Una antigüedad, una antigüedad!» Como si hubiera encontrado un tesoro. Y allí le viera usted con el pico, con las manos, haciendo casi el mismo trabajo que nosotros dos juntos.
—Y por fin ¿qué encontraron?
—Una mujer grande, negra, medio desnuda, con perdón, señor, toda de bronce, y el señor de Peyrehorade nos dijo que era un ídolo de la época de los paganos ¡del tiempo de Carlomagno, vaya!
—Ya veo, una Virgen de bronce de algún convento destruido.
—Una Virgen, sí, sí, ya la hubiera reconocido yo, si hubiera sido una Virgen. Es un ídolo, le digo: se ve en su aspecto. Fija en uno sus grandes ojos blancos… Se diría que le observa a uno. Hay que bajar la vista cuando se la mira.
—¿Ojos blancos? Están sin duda incrustados en el bronce. Será entonces alguna estatua romana.
—¡Romana!, eso es. El señor de Peyrehorade dice que es una romana. ¡Ah!, ya veo que usted es un sabio, como él.
—¿Está entera, bien conservada?
—¡Ah, señor! No le falta nada. Es más bonita y está mejor acabada que el busto de yeso pintado de Luis Felipe que hay en el Ayuntamiento. Pero con todo, la cara de este ídolo sigue sin gustarme. Tiene un aire de maldad, y es malvada.
—¡Malvada! ¿Y qué maldad le ha hecho a usted?
—A mí precisamente ninguna, pero verá. Éramos cuatro para levantarla, además del señor de Peyrehorade, que también tiraba de la cuerda, aunque no tiene más fuerza que un pollo, el pobre hombre. Con bastante trabajo la ponemos en pie. Yo cojo unas tejas para cazarla cuando ¡cataplás! Va y se cae de espaldas con todo su peso. Digo: ¡cuidado ahí abajo! Pero demasiado tarde, y a Jean Coll no le da tiempo a quitar la pierna…
—¿Se hirió?
—Rota de un golpe, como una estaca, ¡su pobre pierna! ¡Pobrecillo!, yo al ver aquello, me puse furioso. Quería aplastar el ídolo a golpe de pala, pero el señor de Peyrehorade me detuvo. Le dio dinero a Jean Coll, que todavía guarda cama después de quince días, y el médico dice que ya no andará con esa pierna como con la otra. Es una pena, él que era el que mejor corría y después del hijo del señor, nuestro más hábil jugador de frontón. Por eso se disgustó mucho el señor Alphonse de Peyrehorade, pues era con Coll con quien echaba las partidas. Daba gusto ver cómo se devolvían las pelotas. ¡Paf!, ¡paf! Nunca tocaban el suelo.
Con esta charla llegamos a Ille, y pronto me encontré ante el señor de Peyrehorade. Era un vejete lozano y despierto empolvado, de nariz roja, de aspecto jovial y guasón. Antes de abrir la carta del señor de P. ya me había instalado ante una mesa bien servida y me había presentado a su mujer y a su hijo como un ilustre arqueólogo que iba a sacar al Rosellón del olvido en que se encontraba por culpa de la indiferencia de los sabios.
Mientras comía con buen apetito, pues no hay nada mejor para ello que el aire puro de las montañas, observaba a mis anfitriones. Sólo he dicho unas palabras sobre el señor de Peyrehorade; debo añadir que era la vivacidad misma. Hablaba, comía, se levantaba, corría a su biblioteca y me traía libros, me enseñaba las láminas y me servía vino: no estaba más de dos minutos quieto. Su mujer, un tanto demasiado gruesa, como la mayoría de las catalanas que han cumplido los cuarenta años, me pareció una provinciana ocupada únicamente en los cuidados de la casa. Aunque la cena era suficiente para más de seis personas, corrió a la cocina, hizo matar unos palomos, freír tortas de maíz y abrió no sé cuántos frascos de confitura. En un momento, la mesa estuvo colmada de platos y botellas y ciertamente hubiera muerto de indigestión sólo con probar de todo cuanto se me ofrecía. Sin embargo, a cada plato que rechazaba había que oír nuevas disculpas. Temían que me encontrase a disgusto en Ille. En provincias hay tan pocos recursos, ¡y los parisinos son tan difíciles de contentar!
En medio de las idas y venidas de sus padres, el señor Alphonse de Peyrehorade no se movía lo más mínimo. Era un joven alto, de veintiséis años, de fisonomía hermosa y regular, pero carente de expresión. Su estatura y constitución atlética justificaban bien la reputación de infatigable jugador de frontón que tenía en la región. Aquella noche vestía con elegancia, exactamente según el grabado del último número del Diario de la Moda. Pero me parecía incómodo con su atuendo; estaba rígido como un poste con su cuello de terciopelo, y para volverse, giraba por completo. Sus manos grandes y tostadas, sus uñas cortas, contrastaban con su traje. Eran manos de labrador que salían de las mangas de un dandy. Sin embargo, aunque me observó con gran curiosidad de la cabeza a los pies por mi condición de parisino, no me dirigió la palabra en toda la velada más que una vez, para preguntarme dónde había comprado la cadena de mi reloj.
—De modo que, mi querido huésped —me dijo Peyrehorade cuando la cena tocaba a su fin—, me pertenece usted, puesto que está en mi casa. No le soltaré hasta que haya visto todo cuanto hay de interesante en nuestras montañas. Tiene que aprender a conocer nuestro Rosellón y a hacerle justicia. No se imagina lo que vamos a enseñarle. Monumentos fenicios, celtas, romanos, árabes, bizantinos, lo verá usted todo, desde el cedro hasta el hisopo. Le llevaré a todas partes, y le enseñaré hasta la última piedra.
Un acceso de tos le obligó a parar. Aproveché para decirle que no quería molestar en un momento tan importante para su familia. Que si quería orientarme acerca de las excursiones que debía hacer, yo podría, sin que tuviera que acompañarme…
—¡Ah!, se refiere usted a la boda de este muchacho, exclamó interrumpiéndome. ¡Qué tontería!, eso se acaba pasado mañana. Usted celebrará la boda con nosotros, en familia, pues la novia está de luto por una tía suya de la que hereda. Por ello, no habrá fiesta, ni baile… Es una pena… hubiera visto usted bailar a nuestras catalanas… Son muy bonitas y quizá le hubiese apetecido imitar a mi Alphonse. Una boda, dicen, trae otras… El sábado, con los jóvenes recién casados, estoy libre, y nos pondremos en camino. Le pido perdón por la incomodidad de una boda provinciana. Para un parisino harto de fiestas… y, además, ¡una boda sin baile! Pero, verá usted a una novia, ¡qué novia!, ya me contará… Aunque usted parece un hombre serio que no se fija en mujeres. Tengo algo mejor para enseñarle. Le voy a enseñar algo que… Le tengo una sorpresa reservada para mañana.
—¡Cielos! —le dije— es difícil tener un tesoro en casa sin que la gente se entere. Creo adivinar la sorpresa que me prepara usted. Pero, si se trata de su estatua, la descripción que me ha hecho mi guía ha excitado mi curiosidad y predispuesto mi admiración.
—¡Ah!, le ha hablado del ídolo, porque es así como llaman a mi Venus Tur… Pero no quiero decirle nada, y ya me dirá usted mañana si tengo motivos para creer que es una obra maestra. ¡Pardiez, que me viene usted al pelo! Hay unas inscripciones que yo, pobre ignorante, explico a mi modo… pero ¡un sabio de Paris!… Usted quizá se burle de mi interpretación, porque he redactado un informe, sí, yo, un viejo arqueólogo de provincias, me he lanzado… Quiero hacer gemir a la prensa… Si usted quisiera leerlo y corregírmelo podría esperar… Por ejemplo, tengo curiosidad por saber cómo traduciría usted la inscripción del pedestal CAVE… ¡Pero no voy a preguntarle nada todavía! ¡Mañana, mañana! Hoy, ¡ni una palabra sobre la Venus!
—Haces bien Peyrehorade en dejar ya el tema de tu ídolo —dijo su mujer—. Deberías darte cuenta de que no dejas comer a este señor. Además, el señor ha visto en París estatuas más bonitas que la tuya. En las Tullerías las hay por docenas, y también de bronce.
—¡He ahí la ignorancia, la gran ignorancia de provincias! —la interrumpió Peyrehorade—. ¡Comparar una antigüedad admirable a las banales esculturas de Coustou!
Con cuánta irreverencia
habla de los dioses mi mujercita .
»¿Sabe que mi mujer quería que fundiese mi estatua en una campana para la iglesia? Y eso porque ella hubiera sido la madrina. ¡Una obra maestra de Mirón, señor!
—¡Obra maestra!, ¡obra maestra! Una buena obra maestra es la que ha hecho ya. ¡Romperle la pierna a un hombre!
—Mira mujer —dijo Peyrehorade en tono decidido, mostrándole su pierna derecha con la media de seda tejida—, si mi Venus me hubiera roto esta pierna, no lo sentiría en absoluto.
—¡Dios mío! Peyrehorade, ¿cómo puedes decir eso? Menos mal que el hombre va mejorando… Además, ¿cómo voy a mirar con buenos ojos a una estatua que ocasiona desgracias como esta? ¡Pobre Jean Coll!
—Herido por Venus, caballero —dijo Peyrehorade riéndose a carcajadas—, herido por Venus y el muy tunante se queja.
Veneris nec praemia noris 
—¿Quién no fue herido por Venus?
Alphonse, que comprendía mejor el francés que el latín, me guiñó un ojo con picardía como preguntándome: ¿Y usted, parisino, comprende?
La cena terminó. Hacía una hora que yo había dejado de comer. Estaba cansado y no conseguía ocultar los frecuentes bostezos que se me escapaban. La señora de Peyrehorade se dio cuenta enseguida y dijo que ya era hora de irse a dormir. Entonces se reanudaron las excusas por el mal alojamiento que iba a tener. No estaría como en París. En provincias no se está tan bien. Tenía que ser indulgente con los rosellonenses. Aunque yo argumentaba que después de recorrer las montañas un montón de paja sería una magnífica cama, seguían pidiéndome que disculpara a unos pobres campesinos que no me trataban como hubieran deseado. Subí finalmente a la habitación que me habían destinado acompañado por Peyrehorade. La escalera, cuyos últimos peldaños eran de madera, terminaba en mitad de un corredor al que daban varias habitaciones.
—A la derecha —me dijo mi anfitrión—, está la habitación destinada a la futura mujer de Alphonse. La suya está en el extremo opuesto del corredor. Usted comprenderá —añadió en un tono deliberadamente pícaro—, usted comprenderá que hay que dejar solos a los recién casados. Usted está en un extremo de la casa, y ellos en el otro.
Entramos en una habitación bien amueblada, en la que el primer objeto sobre el que cayeron mis ojos era una cama de siete pies de largo y seis de ancho, y tan alta que había que subirse con ayuda de un escabel.
Mi anfitrión, una vez que me indicó el lugar de la campanilla, y se hubo asegurado de que el azucarero estaba lleno, los frascos de colonia bien situados en el tocador, y después de preguntarme repetidamente si no me faltaba nada, me deseó buenas noches y me dejó solo.
Las ventanas estaban cerradas. Antes de vestirme, abrí una para respirar el aire fresco de la noche, delicioso después de tan larga cena. Enfrente estaba el Canigó, siempre admirable, pero que esta noche me pareció la montaña más hermosa del mundo, iluminado como estaba por una luna resplandeciente. Permanecí algunos minutos para contemplar su maravillosa silueta, e iba a cerrar la ventana cuando me fijé, al bajar los ojos, en la estatua que estaba sobre un pedestal, a unas veinte toesas de la casa. Estaba colocada en el ángulo de un seto que separaba un pequeño jardín de un vasto cuadrado que más tarde supe que era el frontón de la ciudad. Aquel terreno, propiedad de Peyrehorade, fue cedido al municipio gracias a los apremiantes ruegos de su hijo.
A la distancia que me encontraba, me era difícil apreciar el aspecto de la estatua; sólo podía juzgar su altura, que me pareció de alrededor de seis pies. En ese momento aparecieron dos pillos de la ciudad en el frontón, cerca del seto, silbando una bonita melodía del Rosellón: Montagnes régalades. Se detuvieron para mirar la estatua; uno de ellos le increpó en voz alta. Hablaba en catalán; pero yo ya llevaba bastante tiempo en el Rosellón como para comprender más o menos lo que decía:
—¡Conque estás aquí, tunanta! (el término en catalán es mucho más enérgico). ¡Estás aquí! —decía—. Así que tú le has roto la pierna a Jean Coll. Si fueras mía te rompería el cuello.
—¡Bah!, ¿y con qué? —dijo el otro—. Es de bronce, y tan dura que a Etienne se le ha roto la lima intentando hacerle un corte. Es de bronce del tiempo de los paganos, más duro que yo qué sé.
—Si tuviera mi cortafrío (parecía un aprendiz de cerrajero) le saltaría esos ojos blancos como se saca una almendra de su cáscara. Hay para más de cien monedas de plata.
Se alejaron unos pasos.
—Voy a darle las buenas noches al ídolo —dijo el mayor de los dos deteniéndose de repente.
Se agachó y posiblemente cogió una piedra. Le vi estirar el brazo y arrojar algo, y resonó un golpe en el bronce. En ese mismo instante el aprendiz se llevó la mano a la cabeza gritando de dolor.
—¡Me la ha devuelto! —exclamó.
Y los dos pillos huyeron a toda prisa. Era evidente que la piedra había rebotado en el metal y había castigado semejante ultraje a la diosa.
Cerré la ventana riendo de buena gana.
«¡Un vándalo más castigado por Venus! ¡Si se rompiesen así la cabeza todos los que destruyen nuestros viejos monumentos!» Y me dormí con tan caritativo deseo.
Me desperté bien entrada la mañana. Junto a mi cama estaban, a un lado, Peyrehorade en bata, y, al otro, un criado enviado por su mujer, con un taza de chocolate en la mano.
—¡Vamos, arriba parisino! ¡Estos son los perezosos de la capital! —decía mi anfitrión mientras yo me vestía a toda prisa—. ¡Son las ocho y todavía en la cama! Yo estoy levantado desde las seis. Ya he subido tres veces, me he acercado a la puerta de puntillas y nada, ninguna señal de vida. No es bueno dormir tanto a su edad. ¡Y todavía no ha visto mi Venus! Venga, bébase la taza de chocolate de Barcelona…, de contrabando auténtico… Un chocolate que no se encuentra en París. Tiene que cobrar fuerzas, porque una vez delante de mi Venus no va a haber quien le separe de ella.
En cinco minutos estuve listo, es decir, a medio afeitar, mal abrochado y abrasado por el chocolate que engullí ardiendo. Bajé al jardín y me encontré ante una estatua admirable.
Era ciertamente una Venus de una maravillosa belleza. Tenía el torso desnudo, de la forma en que los antiguos representan a las grandes divinidades; su mano derecha, a la altura del pecho, estaba vuelta, con la palma hacia dentro; el pulgar y los dos primeros dedos extendidos, los otros dos ligeramente doblados. La otra mano, junto a la cadera, recogía la ropa que cubría la parte inferior del cuerpo. La actitud de la estatua recordaba a aquella del jugador de morra que se conoce, no sé bien por qué, con el nombre de Germánico. Quizá se había querido representar a la diosa jugando a la morra[14].
De cualquier manera, resulta imposible ver algo más perfecto que el cuerpo de aquella Venus; no hay nada tan suave y voluptuoso como su contorno; nada más elegante y más noble que sus ropas. Me esperaba una obra cualquiera del Bajo Imperio y estaba viendo una obra maestra del mejor tiempo estatuario.
Lo que más llamaba mi atención era la exquisita autenticidad de sus formas, que se hubieran podido creer moldeadas del natural, si la naturaleza produjera tan perfectos modelos.
La cabellera, recogida en la frente, parecía haber sido dorada en otro tiempo. Su cabeza, pequeña como la de casi todas las estatuas griegas, estaba ligeramente inclinada hacia delante. En cuanto al rostro, no creo poder explicar su extraño carácter, de un tipo que no se asemeja al de ninguna estatua antigua que yo recuerde. No tenía en absoluto esa belleza tranquila y severa de los escultores griegos que por sistema otorgaban rasgos de majestuosa inmovilidad. Aquí, por el contrario, observaba con sorpresa la clara intención del artista de concederle una malicia que incluso rozaba la maldad. Sus facciones estaban ligeramente contraídas: los ojos eran algo oblicuos, las comisuras de los labios estaban levantadas y la nariz un tanto dilatada.
Desprecio, ironía, crueldad podían leerse en aquel rostro, no obstante, de una increíble belleza. Verdaderamente, cuanto más se miraba aquella admirable estatua más se experimentaba el penoso sentimiento de que tan maravillosa belleza pudiera aliarse con la ausencia de toda sensibilidad.
—Si alguna vez existió la modelo —dije a Peyrehorade—, y dudo que el cielo haya creado una mujer así, ¡cómo compadezco a sus amantes! Debió complacerse haciéndoles morir de desesperación. En su expresión hay algo de feroz, y, sin embargo, jamás vi nada tan hermoso.
—«¡Es Venus cautivando por completo a su presa!» —exclamó Peyrehorade satisfecho de mi entusiasmo.
La expresión de infernal ironía se acentuaba, quizá, por el contraste de sus ojos incrustados de plata y muy brillantes por la pátina de un verde negruzco que el tiempo concede a toda estatua. Sus ojos brillantes producían una cierta ilusión que recordaba la realidad, la vida.
Recordé lo que me había dicho mi guía, que obligaba a bajar los ojos a quien la miraba. Casi era cierto, y no pude evitar un sentimiento de cólera hacia mí mismo por sentirme un poco a disgusto ante aquella figura de bronce.
—Ahora que ya lo ha admirado usted todo con detalle, querido colega en antiguallería —dijo mi anfitrión— por favor, celebremos un consejo científico. ¿Qué piensa de esta inscripción en la que aún no se ha fijado?
Me mostraba el pedestal de la estatua donde leí las siguientes palabras:
CAVE AMANTEM
—¿Quid dicis, doctissime? —me preguntó frotándose las manos—. A ver si nos ponemos de acuerdo sobre el sentido de este cave amantem.
—Bueno —respondí—, tiene dos sentidos. Se puede traducir: «guárdate de quien te ama, desconfía de los amantes». Pero en este sentido no sé si cave amantem sería un buen latín. Viendo la expresión diabólica de la dama, yo diría más bien que el artista quiso advertir al espectador contra esta terrible belleza. Entonces lo traduciría: «guárdate si ella te ama».
—¡Hum! —dijo Peyrehorade—, es un buen sentido; pero, si no le importa, prefiero la primera traducción, que voy a desarrollar además. ¿Conoce al amante de Venus?
—Hay varios.
—Sí, pero el primero es Vulcano. ¿No se habrá querido decir: «a pesar de tu belleza, de tu aire desdeñoso, tendrás por amante a un herrero, a un feo cojo»? ¡Una buena lección para las coquetas!
No pude contener una sonrisa, hasta tal punto me pareció traída por los pelos la explicación.
—Es terrible el latín con su precisión —observé, para evitar contradecir formalmente a mi arqueólogo, y retrocedí unos pasos para contemplar mejor la estatua.
—¡Un momento, colega! —me dijo Peyrehorade cogiéndome el brazo—. Aún no ha visto todo. Hay otra inscripción. Suba al pedestal y mire el brazo derecho.
Y hablaba mientras me ayudaba a subir. Me cogí sin muchos miramientos del cuello de la Venus, con quien empezaba a familiarizarme. La miré por unos instantes bis a bis y la encontré aún más malvada y más hermosa. Después me fijé en unos caracteres grabados en el brazo que me parecieron en escritura cursiva antigua. Con ayuda de mis gafas deletreé lo que sigue mientras Peyrehorade repetía cada palabra que yo pronunciaba, asintiendo con gestos y con la voz. Así que leí:
VENERI TURBUL…
EVTICHES MYRO
IMPERIO FECIT
Me pareció que después de la palabra TURBUL de la primera línea, había algunas letras borradas, pero TURBUL era perfectamente legible.
—¿Lo cual quiere decir…? —me preguntó mi anfitrión radiante y sonriendo de malicia, pues pensaba que no resolvería fácilmente aquel TURBUL.
—Hay una palabra que todavía no entiendo —le dije—, todo lo demás es fácil. Eutiques Mirón hizo esta ofrenda a Venus por orden suya.
—Muy bien. Pero TURBUL, ¿cómo se explica? ¿Qué es eso de TURBUL?
—TURBUL me desconcierta bastante. Habría que buscar algún epíteto de Venus. Veamos, ¿qué me diría la TURBULENTA? Venus la que turba, la que agita… ya ve usted que sigo preocupado por su expresión de maldad. TURBULENTA, no es en absoluto un mal calificativo para Venus —añadí modestamente, pues yo mismo no estaba demasiado conforme con mi explicación.
—¡Venus turbulenta! ¡Venus la alborotadora! ¡Ah!, pero ¿usted se cree que mi Venus es una Venus de cabaret? De eso nada, caballero; es una Venus de la alta sociedad. Pero voy a explicarle ese TURBUL siempre y cuando me prometa no divulgar mi descubrimiento antes de que se publique mi informe. Y es que, ya ve, estoy orgulloso con mi hallazgo… Deben dejarnos algunas migajas también a nosotros, pobres provincianos. ¡Son ustedes tan ricos los sabios de París!
Desde lo alto del pedestal, donde seguía encaramado, le prometí solemnemente no cometer jamás la indignidad de robarle el descubrimiento.
—TURBUL… —dijo acercándose y bajando la voz temeroso de que alguien distinto a mí pudiera oírle—, hay que leer TURBULNERAE.
—No lo entiendo todavía.
—Escúcheme bien. A una legua de aquí, hay un pueblo al pie de la montaña, que se llama Boulternère. Es una degeneración de la palabra latina TURBULNERA. Estas inversiones son muy corrientes. Boulternère, amigo mío, fue una ciudad romana. Siempre lo sospeché, pero no tenía pruebas. Pero he aquí la prueba. Esta Venus era la divinidad de la ciudad de Boulternère, y esta palabra, cuyo origen antiguo acabo de demostrar, prueba algo muy curioso y es que Boulternère antes de ser una ciudad romana ¡fue una ciudad fenicia!
Se detuvo un momento para tomar aliento y disfrutar con mi sorpresa. Conseguí contener las ganas de reírme.
—En efecto, prosiguió, TURBULNERA es fenicio puro, pronuncie usted TUR… TUR y SUR, es la misma palabra ¿no? SUR es el nombre fenicio de Tiro; no hace falta que le recuerde lo que significa. BUL es Baal; Bâl, Bel, Bul, pequeñas diferencias de pronunciación. En cuanto a NERA, me cuesta más trabajo. Estoy tentado a creer, a falta de encontrar la palabra fenicia, que viene del griego vnpós, húmedo, pantanoso. Se trataría entonces de una palabra híbrida. Para justificar vnpós, te mostraré cómo en Boulternère los arroyos de la montaña forman pantanos infectos. Por otra parte, la terminación NERA, bien pudo ser añadida más tarde en honor de Nera Pivesuvia, mujer de Tetricus, y benefactora de la ciudad. Pero, debido a los pantanos, prefiero la etimología de unpóç.
Tomó un poco de rapé con aire satisfecho.
—Pero leamos a los fenicios y volvamos a la inscripción. De modo que traduzco: «a Venus de Boulternère Mirón dedica por orden suya esta estatua, su obra».
Me guardé muy mucho de criticar su etimología, pero quise a mi vez demostrar ingenio y le dije:
—Alto ahí, caballero. Mirón consagró algo, pero no veo por qué había de ser esta estatua.
—¡Cómo! —exclamó—, ¿acaso no fue Mirón un célebre escultor griego? El talento debió perpetuarse en su familia y uno de sus descendientes hizo esta estatua. Seguro.
—Pero —respondí—, yo veo en su brazo un pequeño orificio. Pienso que debió servir para sujetar algo, un brazalete, por ejemplo, que Mirón dio a Venus como ofrenda expiatoria. Mirón fue un amante desdichado. Venus estaba irritada con él, y él la apaciguó consagrándole un brazalete de oro. Observe usted que fecit se utiliza a menudo por consecravit. Son términos sinónimos. Le diría más de un ejemplo si tuviera a mano un Gruter o un Ovelli. Es natural que un enamorado sueñe con Venus o imagine que le pida consagrar un brazalete de oro a su estatua. Mirón se lo consagra… Luego llegan los bárbaros, o algún ladrón sacrílego…
—¡Ah!, ¡cómo se nota que ha escrito usted novelas! —exclamó mi anfitrión ofreciéndome la mano para bajar—. No, caballero, es una obra de la escuela de Mirón. Observe cómo ha sido trabajada y estará de acuerdo.
Tenía como norma no contradecir jamás a ultranza a los arqueólogos testarudos y bajé la cabeza con convencimiento diciendo:
—Es una pieza admirable.
—¡Dios mío —exclamó Peyrehorade—, un acto más de vandalismo! ¡Han debido tirar otra piedra contra mi estatua!
Acababa de descubrir una marca blanca un poco más arriba del pecho de la Venus, yo observé una señal parecida en los dedos de la mano derecha, que supuse, habían sido rozados por la piedra en su trayectoria, o bien un fragmento de la piedra se había desprendido por el choque y había rebotado en la mano. Le conté a mi anfitrión el insulto del que había sido testigo y del castigo subsiguiente. Se rio mucho y, comparando al aprendiz con Diomedes, le deseó que viera, como el héroe griego, a sus amigos convertidos en pájaros blancos.
La campana de la comida interrumpió esta conversación clásica y, al igual que la víspera, me vi obligado a comer por cuatro. Luego vinieron los arrendatarios de Peyrehorade, y mientras les atendía, su hijo me llevó a ver una calesa que había comprado en Toulouse para su prometida, y que, por supuesto, admiré.
Luego entré con él en la cuadra, donde me tuvo media hora elogiándome sus caballos, refiriéndome su genealogía y los premios que habían ganado en las carreras de la región. Por fin pasó a hablarme de su futura esposa a propósito de una yegua gris que le iba a regalar.
—Hoy la veremos —dijo—. No sé si a usted le parecerá bonita. En París son ustedes muy especiales. Aquí y en Perpiñán, todo el mundo la encuentra encantadora. Lo mejor es que es muy rica. Su tía de Prades se lo ha dejado todo. ¡Seré muy feliz!
Me sorprendió profundamente el ver a un joven que parecía más emocionado por la dote de su novia que por sus hermosos ojos.
—Usted entiende de joyas —siguió Alphonse—, ¿qué le parece esta? Es el anillo que le daré mañana.
Diciendo esto, sacó de la primera falange de su dedo meñique un grueso anillo cuajado de diamantes y formado por dos manos entrelazadas, motivo que me pareció infinitamente poético. Era un trabajo antiguo, pero noté que lo habían retocado para engarzar los diamantes. En el interior del anillo se leían en letras góticas las siguientes palabras: sempr’ab tibi, es decir, siempre contigo.
—Es un bonito anillo, pero estos diamantes añadidos le hacen perder un poco su carácter.
—¡Oh!, así es mucho más bonito —respondió sonriendo—. Hay aquí mil doscientos francos en diamantes. Mi madre me lo dio. Es un anillo de familia, muy antiguo…, del tiempo de la caballería. Fue de mi abuela, que a su vez lo había recibido de la suya. Dios sabe cuándo lo hicieron.
—En París —le dije— la costumbre es regalar una sortija muy sencilla, normalmente de dos metales distintos, como oro y platino. Mire, esa otra que lleva en el dedo, sería muy a propósito. Esta, con sus diamantes y las manos en relieve es tan grande que no se podrá poner un guante con ella.
—¡Oh!, mi mujer se las arreglará seguramente. Creo que estará muy contenta de tenerlo. Mil doscientos francos en el dedo están muy bien. Este otro anillo —añadió, mirando con satisfacción la sortija que llevaba en la mano—, este me lo dio una mujer en París un día de carnaval. ¡Ah! ¡Qué bien lo pasé en París hace dos años! ¡Allí sí que se divierte uno!… —y suspiró con nostalgia.
Aquel día íbamos a cenar a Puygarrig, a casa de los padres de la novia. Montamos en una calesa y nos dirigimos al castillo, alejado una legua y media de Ille. Fui presentado y acogido como un amigo de la familia. No hablaré ni de la cena, ni de la conversación posterior, en la que participé muy poco. Alphonse, sentado junto a su prometida, le decía algo al oído cada cuarto de hora. Ella, apenas levantaba los ojos, y cada vez que le hablaba su novio se sonrojaba tímidamente, pero le contestaba sin turbación.
La señorita de Puygarrig tenía dieciocho años; su talle, esbelto y delicado, contrastaba con la constitución huesuda de su robusto novio. No sólo era hermosa, sino también seductora. Me admiraba la perfecta naturalidad de sus respuestas; y su aire de bondad, que, sin embargo, no estaba exento de malicia, me recordó, a mi pesar, a la Venus de mi anfitrión. En esta comparación, que hice para mí, me preguntaba si la superior belleza, que no había más remedio que conceder a la estatua, no se debía en gran parte a su expresión de tigresa; pues la energía, incluso en las malas pasiones, excita siempre en nosotros un asombro y una especie de alucinación involuntaria.
«¡Qué lástima —me dije al marchar de Puygarrig—, que tan encantadora persona sea rica, y que su dote la obligue a ser pretendida por un hombre indigno de ella!»
De regreso a Ille, y no sabiendo muy bien qué decirle a la señora de Peyrehorade, a quien creía conveniente dirigir la palabra de vez en cuando, exclamé:
—Son ustedes muy atrevidos aquí en el Rosellón. ¿Cómo es posible, señora, celebrar una boda en viernes? En París somos más supersticiosos, nadie se casaría en día semejante.
—¡Dios Santo! No me hable —me contestó—, si hubiera dependido de mí, desde luego que habríamos elegido otro día. Pero Peyrehorade lo ha querido así y ha habido que ceder. Pero bien que lo siento. ¿Y si pasara alguna desgracia? Habrá alguna razón para que todo el mundo tenga miedo el viernes.
—¡Viernes! —exclamó su marido—, es el día de Venus. ¡Un buen día para una boda!, ya ve usted, querido colega, que sólo pienso en mi Venus. Palabra de honor que ha sido por ella por lo que he elegido el viernes. Mañana, si usted quiere, antes de la ceremonia le ofreceremos un pequeño sacrificio: sacrificaremos dos palomas, y, si pudiera conseguir incienso…
—¡Calla, Peyrehorade! —le interrumpió su mujer completamente escandalizada—. ¡Incensar un ídolo! ¡Sería una abominación! ¿Qué dirían de nosotros?
—Al menos —dijo Peyrehorade— me permitirás ponerle en la cabeza una corona de rosas y lirios:
Manibus date lilia plenis 
—¡Ya ve usted!, ¡nuestras leyes son sólo papel mojado! ¡No tenemos libertad de cultos!
El día siguiente estaba dispuesto de esta manera: todo el mundo tenía que estar listo y arreglado para las diez en punto. Después del chocolate iríamos en coche a Puygarrig. El matrimonio civil tendría lugar en la alcaldía del pueblo, y la ceremonia religiosa en la capilla del castillo. Seguiría luego la comida. Después de la comida, cada cual pasaría el rato como pudiera hasta las siete. A las siete se volvería a Ille, a casa del señor de Peyrehorade, donde cenarían las dos familias juntas. Lo demás se entiende por sí solo. Como bailar no se podía, se iba a comer lo más posible.
Desde las ocho me encontraba sentado frente a la Venus, con un lápiz en la mano y empezando por vigésima vez la cabeza de la estatua sin conseguir captar su expresión. Peyrehorade iba y venía a mi alrededor, dándome consejos, repitiéndome sus etimologías fenicias, luego colocaba unas rosas de Bengala en el pedestal de la estatua y formulaba en tono tragicómico ruegos por la pareja que iba a vivir bajo su techo. Hacia las nueve entró en la casa para arreglarse, y al mismo tiempo apareció Alphonse, bien ajustado en su traje nuevo, con guantes blancos, zapatos de charol, botones cincelados y una rosa en el ojal.
—¿Hará usted un retrato a mi mujer? —dijo inclinándose sobre mi dibujo—. Ella también es bonita.
En aquel momento empezó en el frontón, del que ya he hablado, una partida, que inmediatamente llamó la atención a Alphonse. Y yo, cansado y sin esperanzas de conseguir representar aquella belleza diabólica, abandoné pronto mi dibujo para mirar a los jugadores. Había entre ellos algunos muleros españoles que habían llegado la víspera. Eran aragoneses y navarros, casi todos de una extraordinaria destreza. Los illenses, aunque alentados por la presencia y los consejos de Alphonse, fueron prontamente derrotados por aquellos campeones.
Los espectadores nacionales estaban consternados. Alphonse miró su reloj. Sólo eran las nueve y media. Su madre aún estaba sin peinar. No lo dudó más. Se quitó la chaqueta del frac, pidió otra y desafió a los españoles. Yo le miraba sonriendo y un tanto sorprendido.
—Hay que defender el honor del país —dijo.
Entonces le encontré realmente hermoso. Estaba ansioso. Su aspecto, que tan preocupado le tenía hacía tan sólo unos instantes, ya no le importaba en absoluto. Minutos antes habría temido girar la cabeza por temor a descolocarse la corbata. Ahora ya no pensaba ni en su pelo rizado, ni en su chorrera tan bien plisada. ¿Y su novia…? Pues, si hubiera sido necesario, creo que habría aplazado la boda. Le vi calzarse apresuradamente un par de sandalias, arremangarse, y con gesto confiado ponerse a la cabeza del equipo vencido como César reagrupando a sus soldados en Dirraquio. Salté el seto y me situé cómodamente a la sombra de un almez, para así poder ver bien los dos campos.
En contra de lo que se esperaba, Alphonse falló la primera pelota; lo cierto es que le llegó a ras de tierra y lanzada con una fuerza sorprendente por un aragonés que parecía ser el jefe de los españoles.
Era un hombre de unos cuarenta años, seco y menudo, de seis pies de estatura, y su piel olivácea tenía un color casi tan oscuro como el bronce de la Venus.
Alphonse arrojó enfurecido su raqueta contra el suelo.
—¡Este maldito anillo —gritó—, me aprieta el dedo y me hace fallar una pelota segura!
Se quitó, no sin esfuerzo, su anillo de diamantes; me acerqué para que me lo diera, pero él corrió antes hacia la Venus y le puso el anillo en el dedo anular volviendo luego a su puesto a la cabeza de los illenses.
Estaba pálido, pero tranquilo y resuelto. A partir de entonces no hubo ni un fallo, y los españoles fueron derrotados por completo. El entusiasmo de los espectadores sí que fue todo un espectáculo: unos gritaban de alegría lanzando las gorras al aire, otros se estrechaban la mano, llamándole el orgullo del país. Si hubiese reprimido una invasión, no habría recibido felicitaciones más vivas y sinceras. El pesar de los vencidos aumentaba el brillo de su victoria.
—Echaremos otra partida, amigo —le dijo al aragonés con tono de superioridad— y os daré unos tantos de ventaja.
Yo hubiera deseado que Alphonse fuera más modesto, y casi me apenó la humillación de su rival.
El gigante español se sintió profundamente dolido con este insulto. Le vi palidecer bajo su piel tostada. Miraba sombrío su raqueta apretando los dientes, luego con voz ahogada dijo muy bajo: me lo pagarás.
La voz de Peyrehorade turbó el triunfo de su hijo: mi anfitrión, sorprendido al no encontrarle presidiendo los preparativos de la calesa nueva, quedó aún más atónito al verle sudoroso, con la raqueta en la mano. Alphonse corrió a la casa, se lavó la cara y las manos, volvió a ponerse su traje nuevo y sus zapatos de charol y a los cinco minutos estábamos al trote en la carretera de Puygarrig. Todos los jugadores de frontón de la ciudad y un gran número de espectadores nos siguieron gritando de alegría. Los vigorosos caballos que nos llevaban apenas podían mantener su paso entre aquellos intrépidos catalanes.
Estábamos ya en Puygarrig y el cortejo iba a dirigirse hacia la alcaldía, cuando Alphonse dándose una palmada en la frente me dijo en voz baja:
—¡Vaya faena! ¡He olvidado el anillo! ¡Me lo dejé olvidado en el dedo de la Venus de los demonios! No se lo diga a mi madre por lo menos. No creo que se dé cuenta de nada.
—Podría usted mandar a alguien —le dije.
—¡Bah!, mi criado se ha quedado en Ille y de estos no me fío nada. Mil doscientos francos en diamantes podrían tentar a más de uno. Además, ¿qué pensarían aquí de mi olvido? Se burlarían de mí. Me llamarían el marido de la estatua… ¡Mientras no me lo roben! Menos mal que el ídolo atemoriza a aquellos bribones. No se atreven a acercársele a menos de un metro. ¡Bah!, es igual; tengo otro anillo.
Las dos ceremonias, la civil y la religiosa, se celebraron con la pompa adecuada; y la señorita de Puygarrig recibió el anillo de una modista de París, sin sospechar que su novio le sacrificaba una prenda de amor. Después nos sentamos a la mesa, donde se comió, se cantó, incluso, durante largo tiempo. Sufría por la novia a causa de la tosca alegría que había a su alrededor; sin embargo, ella lo soportaba mejor de lo que yo hubiera esperado, y su turbación no era ni torpeza ni afectación.
Quizá el valor viene dado en las situaciones difíciles. La comida terminó cuando Dios quiso; eran las cuatro de la tarde. Los hombres fuimos a pasear al parque, que era magnífico, donde vimos bailar en el césped del castillo a las campesinas de Puygarrig, vestidas con sus trajes de fiesta. Así pasaron las horas. Mientras tanto, las mujeres rodeaban a la novia que les mostraba su ajuar. Después se cambió de ropa, y observé que cubría sus hermosos cabellos con redecilla y un sombrero de plumas, ya que las mujeres se apresuran en ponerse tan pronto como pueden los adornos que la costumbre les prohíbe llevar mientras son solteras.
Eran cerca de las ocho cuando nos dispusimos a salir hacia Ille. Pero antes tuvo lugar una escena patética. La tía de la señorita de Puygarrig, que hacía las veces de madre, una mujer muy mayor y muy devota, no venía con nosotros a la ciudad, así que en el momento de la partida le hizo una escena sermoneándole acerca de sus deberes de esposa, de la que resultó un torrente de lágrimas y abrazos sin fin. Peyrehorade comparaba esta separación con el rapto de las Sabinas. A pesar de todo, nos pusimos en marcha y, en el camino, cada cual se esforzaba por distraer a la recién casada y hacerla reír; pero fue en vano.
En Ille nos esperaba la cena, ¡y qué cena! Si la burda alegría de la mañana me había chocado, todavía me sorprendieron más los equívocos y chistes de que fueron objeto el novio y, sobre todo, la novia. El novio, que se había ausentado unos minutos antes de sentarnos a la mesa estaba pálido y gélidamente serio. Bebía una y otra vez el viejo vino de Colliure, que es tan fuerte como el aguardiente. Como estaba sentado a su lado, me creí en la obligación de advertirle:
—¡Tenga cuidado!, dicen que el vino… —y no sé qué idiotez le dije para ponerme a la altura de los convidados.
Me dio con la rodilla y me dijo en voz muy baja:
—Cuando nos levantemos de la mesa… tengo que decirle una cosa.
Me sorprendió su tono solemne. Le observé más atentamente y me di cuenta de la extraña alteración de sus rasgos.
—¿Se encuentra usted mal? —le pregunté.
—No.
Y bebió de nuevo.
Mientras tanto, en medio de los gritos y aplausos, un niño de once años que se había deslizado debajo de la mesa, mostraba a los invitados una bonita cinta blanca y rosa que había cogido del tobillo de la novia. Era una liga que enseguida fue cortada en pedacitos y distribuida entre los jóvenes, que se los ponían en el ojal siguiendo una costumbre que aún se conserva en algunas familias patriarcales. La novia se sonrojó hasta la médula. Pero su turbación llegó al límite cuando Peyrehorade, una vez que pidió silencio, le cantó algunos versos en catalán, según él, improvisados. Helos aquí, si no entendí mal:
—¿Qué es esto, amigos míos? ¡El vino que he bebido me hace ver doble! Hay dos Venus aquí…
El novio volvió bruscamente la cabeza, desconcertado, cosa que hizo reír a todo el mundo.
—Sí, continuó Peyrehorade, hay dos Venus bajo mi techo. A una, la encontré bajo tierra, como una trufa; la otra, que ha bajado del cielo, acaba de repartirnos su cinturón.
Quería decir su liga.
—Hijo mío, elige la Venus que prefieras, la romana o la catalana. El muy pícaro se queda con la catalana y se lleva la mejor parte. La romana es negra y la catalana es blanca. La romana es fría, la catalana inflama todo lo que se le acerca.
Este final provocó cales hurras, tan estrepitosos aplausos, y risas tan escandalosas, que creí que el techo iba a desplomarse sobre nuestras cabezas. En la mesa sólo había tres caras serias, las de los novios y la mía. A mí me dolía la cabeza, y, además, las bodas siempre me han entristecido. Esta boda, por otra parte, me desagradaba un poco.
Una vez que el teniente de alcalde cantó las últimas parrafadas, que eran bastante picantes, dicho sea de paso, pasamos al salón para ver la salida de la novia, que iba a ser acompañada enseguida a su habitación, pues era cerca de la medianoche.
Alphonse me llevó al hueco de una ventana y me dijo apartando los ojos:
—Se burlará usted de mí, pero no sé qué me pasa… ¡estoy embrujado!, ¡que el diablo me lleve!
Lo primero que se me ocurrió fue que se creía amenazado por alguna desgracia de las que hablan Montaigne y Mme. de Sévigné: «Todo imperio amoroso está lleno de historias trágicas, etc…»
«Creí que este tipo de hechos sólo le ocurrían a las personas inteligentes», me dije a mí mismo.
—Ha bebido usted demasiado vino de Colliure, mi querido Alphonse —le dije—, ya se lo advertí.
—Sí, quizá, pero hay algo mucho más terrible.
Tenía la voz entrecortada. Le creí completamente borracho.
—Mi anillo… ya sabe… —siguió, tras un silencio.
—¿Y qué?, ¿se lo han robado?
—No.
—Entonces ¿lo tiene usted?
—No…, yo…, no puedo quitárselo del dedo a esa maldita Venus.
—Bueno, no habrá tirado con fuerza.
—Claro que sí, pero la Venus, ha doblado el dedo.
Me miraba fijamente, despavorido, apoyándose en la falleba para no caerse.
—Vaya historia —le dije—, eso es que encajó demasiado el anillo. Mañana lo sacaremos con unas tenazas, pero con cuidado de no estropear la estatua.
—Le digo que no. El dedo de la Venus está doblado, contraído; aprieta la mano ¿comprende?… Es mi esposa… por lo que se ve, puesto que le he dado mi anillo… y no quiere devolverlo.
Sentí un escalofrío de repente, y por un momento se me puso la carne de gallina. Luego, al suspirar él me llegó una bocanada de vino y desapareció toda la emoción.
«Este miserable», pensé, «está completamente borracho».
—Usted es arqueólogo —siguió el novio en tono lastimoso—, conoce este tipo de estatuas, hay quizá algún resorte, alguna brujería que yo no conozco… ¿y si fuera usted a ver?
—De acuerdo —dije— venga conmigo.
—No, sugiero que vaya solo.
Salí del salón.
El tiempo había cambiado durante la cena y empezaba a llover con fuerza. Iba a pedir un paraguas cuando un pensamiento me detuvo. Sería un idiota si fuese a comprobar lo que me ha dicho un borracho. Además, por otra parte, lo mismo ha querido gastarme una broma pesada para hacer reír a esos honrados provincianos; y lo menos que puede pasarme es que me cale hasta los huesos y agarre un buen resfriado.
Desde la puerta eché un vistazo a la estatua chorreante de agua y subí a mi habitación sin volver por el salón. Me acosté, pero no conseguía conciliar el sueño. Recordaba todas las escenas del día. Pensaba en aquella jovencita tan hermosa y tan pura abandonada en manos de un borracho brutal. ¡Qué cosa tan odiosa, me decía, un matrimonio de conveniencia! Un alcalde se pone una faja tricolor, un cura una estola, y la joven más honesta del mundo se entrega al Minotauro. Dos seres que no se aman ¿qué pueden decirse en semejante momento que dos amantes comprarían por el precio de su vida? ¿Puede una mujer amar alguna vez a un hombre al que ha visto comportarse de forma grosera? Ciertamente, las primeras impresiones no se borran, y estoy seguro de que este señor Alphonse merece ser odiado…
Durante mi monólogo, que abrevio bastante, había escuchado idas y venidas en la casa, puertas que se abrían y cerraban, coches que partían; luego me pareció oír en la escalera los pasos ligeros de algunas mujeres que se dirigían hacia el extremo opuesto del corredor. Era probablemente el cortejo de la novia que la acompañaba a la cama. Luego bajaron la escalera. La puerta de la señora de Peyrehorade se había cerrado. «Esta pobre chica», me dije, «¡debe estar tan turbada e incómoda!». Me revolví en la cama malhumorado. Un solterón no pinta nada en una casa donde se consuma una boda.
Se había hecho el silencio hacía un buen rato cuando se vio turbado por unos graves pasos que subían la escalera.
Los peldaños de madera crujieron estrepitosamente.
—¡Ese necio! Apuesto a que se cae por la escalera.
Volvió la calma. Cogí un libro para distraer un poco mis pensamientos. Era una estadística de la región, que incluía un informe de Peyrehorade sobre los monumentos druidas del distrito de Prades. Me dormí en la tercera página.
Dormí mal y me desperté varias veces. Serían las cinco de la mañana y yo llevaba ya despierto más de veinte minutos cuando cantó el gallo. Iba a amanecer. Entonces oí claramente los mismos graves pasos, el mismo crujir de la escalera que había oído antes de dormirme. Me pareció extraño. Intenté, mientras bostezaba, imaginar por qué Alphonse madrugaba tanto. No se me ocurrió nada verosímil. Iba a cerrar los ojos de nuevo, cuando extrañas pisadas apresuradas, y a poco mezcladas con timbres y ruido de puertas cerradas con estrépito llamaron mi atención, luego distinguí unos gritos confusos.
«¡Ese borracho habrá prendido fuego en alguna parte!», pensé saltando de mi cama.
Me vestí rápidamente y salí al corredor.
Del extremo opuesto salían gritos y lamentos, y una voz desgarradora dominaba sobre todas las demás: «¡Mi hijo! ¡Mi hijo!» Era evidente que alguna desgracia le había ocurrido a Alphonse. Corrí a la habitación nupcial: estaba llena de gente.
Lo primero que vi fue a aquel joven a medio desvestir atravesado en la cama cuyas maderas estaban rotas. Estaba lívido, inmóvil. Su madre lloraba y gritaba junto a él. Peyrehorade, nervioso, le frotaba las sienes con agua de colonia, o le ponía sales bajo la nariz. Por desgracia hacía ya rato que su hijo estaba muerto. En un sofá, en el otro extremo de la habitación, estaba la novia presa de horribles convulsiones. Profería gritos inarticulados y dos robustas criadas tenían dificultades para contenerla.
—¡Dios mío! —exclamé— ¿qué ha pasado? Me acerqué a la cama y levanté el cuerpo del desgraciado joven; estaba ya rígido y frío. Sus dientes apretados y su rostro ennegrecido revelaban la más horrible angustia. Parecía que su muerte había sido violenta y terrible su agonía. No había, sin embargo, rastros de sangre en sus ropas. Abrí su camisa y vi en su pecho una marca roja que se prolongaba en su costado y en la espalda. Se diría que había sido estrujado por un círculo de hierro. Pisé algo duro que había en la alfombra; me agaché y vi el anillo de diamantes.
Llevé a Peyrehorade y a su mujer a su habitación; luego hice venir a la novia.
—Todavía les queda una hija —les dije—, le deben ustedes cuidados.
Luego les dejé solos.
No me parecía extraño que Alphonse hubiera sido víctima de un asesinato, cuyos autores habían encontrado el modo de introducirse por la noche en la habitación de la novia. Aquellas magulladuras en el pecho, su sentido circular, me preocupaban, pues ni un bastón ni una barra de hierro podían haberlas producido. De repente recordé haber oído contar que en Valencia los asesinos a sueldo utilizaban largos sacos de cuero llenos de arena para matar a la gente por cuya muerte habían cobrado. Inmediatamente pensé en el mulero aragonés y en su amenaza; sin embargo, apenas osaba creer que se hubiera tomado tan terrible venganza por una simple broma.
Recorrí la casa, buscando alguna entrada que hubieran forzado, sin encontrar nada. Bajé al jardín para ver si los asesinos se habían introducido por allí, pero no encontré ningún indicio seguro. Por otra parte, la lluvia de la víspera había inundado la tierra, de tal forma que no habría guardado huella alguna. Observé, no obstante, algunos pasos profundamente marcados en la tierra: los había en dos direcciones opuestas, pero sobre una misma línea, saliendo del ángulo del seto contiguo al frontón y que terminaban en la puerta de la casa. Podía tratarse de los pasos de Alphonse cuando fue a buscar su anillo en el dedo de la estatua. Por otro lado, el seto en aquel lugar era menos denso, y los asesinos lo habrían franqueado por aquel punto. Pasando una y otra vez delante de la estatua me detuve un instante a observarla. En esta ocasión, lo confieso, no pude contemplarla sin sentir un escalofrío ante su expresión de maldad irónica; y, con la cabeza llena de las terribles escenas de que había sido testigo, me pareció ver a una divinidad infernal regocijándose en la desgracia que había tenido lugar en aquella casa.
Volví a mi habitación y permanecí allí hasta mediodía. Salí entonces a pedir noticias a mis anfitriones. Estaban más tranquilos. La señorita Puygarrig, debería decir la viuda de Alphonse, había recobrado el conocimiento. Incluso había hablado con el procurador del rey en Perpiñán, que estaba de visita en Ille, y aquel magistrado había recibido su declaración. Me pidió la mía. Le dije lo que sabía, y no le oculté mis sospechas contra el mulero aragonés. Ordenó inmediatamente su detención.
—¿Le ha dicho algo la mujer de Alphonse? —pregunté al procurador del rey, una vez escrita y firmada mi declaración.
—Esa desdichada joven se ha vuelto loca —dijo sonriendo tristemente—. ¡Loca!, ¡completamente loca! Mire lo que cuenta:
«Se había acostado, dice, hacía algunos minutos, y había corrido las cortinas, cuando se abrió la puerta de la habitación y entró alguien. En aquel momento ella estaba en el espacio que hay entre la cama y la pared, con la cara vuelta hacia la pared. No se movió convencida de que era su marido. Al cabo de un rato la cama crujió como si hubiera soportado un peso enorme. Tuvo mucho miedo pero no se atrevió a volver la cabeza. Transcurrieron así cinco minutos, diez quizá… no puede calcular el tiempo. Luego, ella hizo un movimiento involuntario, o bien lo hizo la persona que estaba en la cama y sintió el contacto de algo frío como el hielo, según expresiones suyas. Se acurrucó más en el espacio entre la cama y la pared, temblando. Poco después, la puerta se abrió por segunda vez y alguien entró diciendo: “Buenas noches, mujercita mía”». Un instante después descorrieron las cortinas y ella oyó un grito ahogado. La persona que estaba en la cama junto a ella se incorporó y pareció extender los brazos hacia delante. Ella volvió entonces la cabeza… y vio, dice, a su marido arrodillado junto al lecho, con la cabeza a la altura de la almohada, entre los brazos de una especie de gigante verdoso que le estrujaba con fuerza. Dice, ¡y me lo ha repetido veinte veces, la pobre mujer!… dice que reconoció, ¿lo adivina usted?, a la Venus de bronce, la estatua del señor de Peyrehorade… Todo el mundo habla de ella en la región. Pero sigo con la narración de esa desdichada loca. Al ver aquello, perdió el sentido, y es probable que instantes antes hubiera perdido la razón. De cualquier manera, no sabe decir cuánto tiempo permaneció desvanecida. Al volver en sí, vio de nuevo al fantasma o la estatua, como dice constantemente, a la estatua inmóvil, con las piernas y la parte inferior del cuerpo en la cama, el busto y los brazos extendidos hacia adelante, y entre sus brazos su marido, que no se movía. Cantó el gallo. Entonces la estatua se bajó de la cama, dejó caer el cadáver y salió. Ella se colgó de la campanilla, y lo demás ya lo sabe usted.
Trajeron al español; estaba tranquilo y se defendió con sangre fría y presencia de ánimo. No negó la amenaza que yo había oído; pero lo explicaba diciendo que se refería a que al día siguiente, cuando hubiera descansado, habría ganado una partida de frontón a su vencedor. Recuerdo que añadió:
—Un aragonés ofendido no espera al día siguiente para vengarse. Si hubiera creído que el señor Alphonse había querido insultarme le habría hundido mi cuchillo en el vientre.
Se compararon sus zapatos con las huellas de los pasos en el jardín. Sus zapatos eran mucho más grandes.
Finalmente, el hospedero en cuya casa se alojaba el hombre, aseguró que se había pasado toda la noche dando friegas y medicinas a una de sus mulas que estaba enferma.
Por lo demás, aquel aragonés era un hombre de buena reputación, conocido en la zona, ya que venía cada año para comerciar. De modo que le dejaron ir, pidiéndole disculpas.
Había olvidado la declaración de un criado, la última persona que había visto a Alphonse con vida. Cuando iba a subir a la habitación de su mujer, le llamó para preguntarle, con un aire inquieto, si sabía dónde estaba yo. El criado contestó que no me había visto. Entonces Alphonse suspiró y permaneció más de un minuto sin hablar, luego dijo: «¡Vaya!, ¡el diablo se lo habrá llevado también!»
Pregunté a aquel hombre si Alphonse llevaba el anillo de diamantes cuando habló con él. El criado vaciló antes de contestar. Por fin dijo que creía que no, pero que tampoco se había fijado.
—Si hubiera llevado el anillo en el dedo —añadió sobreponiéndose— me habría llamado la atención, pues creía que se lo había dado a su mujer.
Al interrogar a aquel hombre noté en cierto modo el supersticioso temor que la declaración de la mujer de Alphonse había propagado por toda la casa. El procurador del rey me miró sonriendo, y no insistí más.
Unas horas después del funeral de Alphonse me dispuse a partir de Ille. El coche de Peyrehorade me conduciría a Perpiñán. A pesar de su debilidad, el pobre viejo quiso acompañarme hasta la puerta de su jardín. Lo cruzamos en silencio, él arrastrando los pies, apoyado en mi brazo. En el momento de separarnos miré por última vez a la Venus. Presentía que mi anfitrión, si bien no compartía el temor y el odio que la Venus inspiraba a parte de su familia, querría deshacerse de un objeto que le recordaba constantemente tan horrible desgracia. Yo tenía la intención de sugerirle que la cediera a un museo. Dudaba si entrar en el tema cuando Peyrehorade volvió maquinalmente la cabeza hacia donde me veía mirar fijamente. Vio la estatua y rompió a llorar. Le abracé, y sin atreverme a decir nada, subí al coche.
Desde mi partida no he sabido que luz alguna haya aclarado tan misteriosa desgracia.
El señor de Peyrehorade murió algunos meses después. En su testamento me legó sus manuscritos, que algún día publicaré. No he encontrado entre ellos el informe relativo a las inscripciones de la Venus.
P. S. Mi amigo el señor de P. acaba de escribirme desde Perpiñán diciéndome que la estatua ya no existe. Tras la muerte de su marido la primera preocupación de la señora de Peyrehorade fue hacerla fundir en una campana, y bajo esa forma se encuentra en la iglesia de Ille. «Pero —añade el señor de P.—, parece que la mala suerte persigue a quienes poseen ese bronce. Desde que esa campana dobla en Ille, los viñedos se han helado dos veces».

Italo Calvino, Cuentos fantásticos del XIX, 

En palabras del propio Italo Calvino,"El cuento fantástico es uno de los productos más característicos de la narrativa del siglo XIX y, para nosotros, uno de los más significativos, pues es el que más nos dice sobre la interioridad del individuo y de la simbología colectiva. Para nuestra sensibilidad de hoy, el elemento sobrenatural en el centro de estas historias aparece siempre cargado de sentido, como la rebelión de lo inconsciente, de lo reprimido, de lo olvidado, de lo alejado de nuestra atención racional. En esto se ve la modernidad de lo fantástico, la razón de su triunfal retorno en nuestra época…"
El gran escritor italiano ha dividido su antología en dos partes, que ordenan la sucesión cronológica de los relatos en dos clasificaciones estilísticas. La primera, Lo fantástico visionario, reúne a una cuidada nómina de autores —Potocki, Eichendorff, Hoffmann, W. Scott, Balzac, Chasles, Nerval, Hawthorne, Gógol, Gautier, Mérimée y Le Fanu— cuyos cuentos tienen en común, bajo la descripción de un mundo encantado o infernal, una poderosa sugestión visual. La segunda, Lo fantástico cotidiano, compuesta por narraciones más abstractas y mentales, más psicológicas, congrega a escritores tan variados y significativos como Poe, Andersen, Dickens, Turguéniev, Leskov, Villiers de l'Isle-Adam, Maupassant, Vernon Lee, Bierce, Lorrain, Stevenson, H. James, Kipling y H. G. Wells. Esta nueva edición de Cuentos fantásticos del XIX reúne por primera vez en un solo volumen todos los relatos seleccionados y prologados por Italo Calvino. Imperdible…

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