45 y fin

45
Ésta es la conclusión de un relato en el que se negarán a creer las gentes más acostumbradas a no asombrarse de nada. Pero estoy curtido de antemano contra la incredulidad humana.
Fuimos recibidos por los pescadores estrombolianos con las atenciones debidas a los náufragos. Nos dieron ropas y víveres. Tras cuarenta y ocho horas de espera, el 31 de agosto, un pequeño speronare nos condujo a Mesina, donde varios días de descanso nos repusieron de todas nuestras fatigas.
El viernes 4 de septiembre embarcábamos a bordo del Volturne, uno de los paquebotes-correo de las mensajerías imperiales de Francia, y tres días más tarde desembarcábamos en Marsella con una sola preocupación en nuestra mente: la de nuestra maldita brújula. Este hecho inexplicable no dejaba de preocuparme profundamente. El 9 de septiembre por la noche llegábamos a Hamburgo.
Renuncio a describir la estupefacción de Marthe y la alegría de Graüben.
—Ahora que eres un héroe —me dijo mi querida prometida—, ya no tendrás necesidad de abandonarme, Axel.
La miré: lloraba al mismo tiempo que sonreía. Imagínense si el regreso del profesor Lidenbrock causó sensación en Hamburgo. Gracias a las indiscreciones de Marthe, la noticia de su partida para el centro de la Tierra se había difundido en todo el mundo. Nadie quiso creerlo, y cuando volvieron a verle, tampoco lo creyó nadie.
Sin embargo, la presencia de Hans y diversas informaciones procedentes de Islandia modificaron poco a poco la opinión pública.
Entonces mi tío se convirtió en un gran hombre, y yo en el sobrino de un gran hombre, lo que ya es algo. Hamburgo dio una fiesta en nuestro honor. En el Johannaeum tuvo lugar una sesión pública en la que el profesor hizo el relato de su expedición sin omitir más que los hechos relativos a la brújula. Aquel mismo día depositó en los archivos de la ciudad el documento de Saknussemm y expresó su gran pesar de que las circunstancias, más fuertes que su voluntad, no le hubieran permitido seguir hasta el centro de la Tierra las huellas del viajero islandés. Fue modesto en su gloria, y su reputación aumentó con ello.
Tanto honor debía suscitar necesariamente envidias. Las hubo, y como sus teorías, apoyadas en hechos seguros, contradecían las teorías de la ciencia sobre la cuestión del fuego central, sostuvo con la pluma y la palabra notables discusiones con los sabios de todos los países.
Por lo que a mí se refiere, no puedo admitir su teoría del enfriamiento; a pesar de lo que he visto, creo y creeré siempre en el calor central; pero confieso que ciertas circunstancias todavía mal definidas pueden modificar esa ley bajo la acción de fenómenos naturales.
En el momento en que estas cuestiones eran palpitantes, mi tío experimentó una verdadera pena: Hans, pese a sus ruegos, había dejado Hamburgo; el hombre al que debíamos todo no quiso dejarnos pagarle nuestra deuda con él. Le dominaba la nostalgia de Islandia.
—Farval —dijo un día, y con esta simple palabra de adiós partió para Reikiavik, adonde llegó felizmente.
Estábamos unidos de modo muy singular a nuestro valiente cazador de éideres; su ausencia nunca hará que le olvidemos aquellos a quienes salvó la vida, y desde luego no moriré sin volver a verle.
Para terminar, debo añadir que este Viaje al centro de la Tierra causó enorme sensación en el mundo. Fue impreso y traducido a todas las lenguas; los periódicos de mayor prestigio se disputaron sus principales episodios, que fueron comentados, discutidos, atacados y sostenidos con igual convicción, tanto en el campo de los creyentes como de los incrédulos. Cosa rara. Mi tío gozaba en vida de toda la gloria que había adquirido y hasta el señor Barnum llegó a proponerle «exhibirlo» a muy alto precio por los Estados de la Unión.
Pero un malestar, digamos incluso que tormento, dejaba un mal sabor de boca en medio de tanta gloria. Un hecho seguía siendo inexplicable: el de la brújula; y para un sabio, semejante fenómeno inexplicado se convierte en el suplicio de la inteligencia. Sin embargo, el cielo reservaba a mi tío una felicidad completa.
Cierto día, mientras ordenaba una colección de minerales en su gabinete, vi la famosa brújula y me puse a contemplarla.
Estaba allí desde hacía seis meses, en su rincón, sin saber las torturas que causaba.
De pronto, ¡cuál no fue mi pasmo! Lancé un grito. Acudió el profesor.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—La brújula.
—¿Y qué?
—Que la aguja indica el Sur y no el Norte.
—¿Qué dices?
—Mire, sus polos están cambiados.
—¡Cambiados!
Mi tío miró, comprobó, e hizo temblar la casa con un salto soberbio.
¡Qué luz iluminaba a la vez su espíritu y el mío!
—O sea —exclamó cuando recuperó la palabra—, desde nuestra llegada al cabo Saknussemm, la aguja de esta maldita brújula marcaba el Sur en lugar del Norte.
—Evidentemente.
—Así se explica nuestro error. Pero ¿qué fenómeno ha podido producir esta inversión de los polos?
—Nada más simple.
—Explícate, muchacho.
—Durante la tormenta, en el mar Lidenbrock, aquella bola de fuego que imantaba el hierro de la balsa desorientó nuestra brújula, simplemente.
—Ah —exclamó el profesor echándose a reír—, ¿entonces no fue más que una mala pasada de la electricidad?
A partir de ese día, mi tío fue el más feliz de los sabios, y yo el más dichoso de los hombres, porque mi bonita virlandesa, dejando su estado de pupila, ocupó su rango en la casa de Königstrasse en la doble calidad de sobrina y esposa. Inútil añadir que su tío fue el ilustre profesor Otto Lidenbrock, miembro correspondiente de todas las sociedades científicas, geográficas y mineralógicas de las cinco partes del mundo.

Jules Verne
Viaje al centro de la Tierra
Viajes extraordinarios


Durante siglos, un jeroglífico ha permanecido oculto entre las hojas de un libro; sin embargo cuando éste caiga en manos del profesor Lidenbrock, un fantástico viaje hasta entonces inimaginable, se podrá llevar a cabo: un viaje al centro de la Tierra.

De la misma al mismo

De la misma al mismo
Ugoibea, 30 de Agosto.
«Querido León: No hagas caso de mi carta de ayer, que se ha cruzado con la tuya que acabo de recibir. La ira y los pícaros celos me hicieron escribir una serie de desatinos. Me avergüenzo de haber puesto en el papel tantas palabras tremebundas mezcladas con puerilidades gazmoñas… pero no me avergüenzo, me río de mí misma y de mi estilo y te pido perdón. Si yo hubiera tenido un poco de paciencia para esperar tus explicaciones… otra tontería… ¡Celos, paciencia!, ¿quién ha visto esas dos cosas en una pieza? Veo que no acaban aún mis desvaríos; y es que después de haber sido tonta, siquiera por un día, no vuelve a dos tirones una mujer a su discreción natural.
»Mientras recobro la mía, allá van paces y más paces y un propósito firme de no volver a ser irascible, ni suspicaz, ni cavilosa, ni inquisidora, como tú dices. Tus explicaciones me satisfacen completamente: no sé por qué veo en ellas una lealtad y una honradez que se imponen a mi razón, y no dan lugar a más dudas, y me llenan el alma, ¿cómo decirlo?, de un convencimiento que se parece al cariño, que es su hermano y está junto con él, abrazados los dos, en el fondo, en el fondo… no sé acabar la frase; pero ¿qué importa? Adelante. Decía que creo en tus explicaciones. Una negativa habría aumentado mis sospechas; tu confesión las disipa. Declaras que, en efecto, amaste… No, no es esta la palabra… que tuviste relaciones superficiales, de colegio, de chiquillos, con la de Fúcar; que la conoces desde la niñez, que jugabais juntos… Yo recuerdo que me contabas algo de esto en Madrid, cuando por primera vez nos conocimos. ¿No era esa la que te acompañaba a recoger azahares caídos debajo de los naranjos, la que tenía miedo de oír el chasquido de los gusanos de seda cuando están comiendo, la que tú coronabas con florecillas de Don Diego de Noche? Sí; me has referido muchas monadas de esa tu compañera de la infancia. Ella y tú os pintabais las mejillas con moras silvestres y os poníais mitras de papel. Tú gozabas cogiendo nidos y ella no tenía mayor placer que descalzarse y meter los pies en las acequias, andando por entre los juncos y plantas de agua. Un día, casi a la misma hora, tú te caíste de un árbol, y ella fue mordida por un reptil. Era la de Fúcar, ¿no es verdad? Mira qué bien me acuerdo. Si sería yo capaz de escribir tu historia.
»La verdad, yo no había puesto mucha atención en estos cuentos de bebés… pero cuando vi a esa mujer, cuando me dijeron que la amabas… Hace de esto diez días y aún se me figura que me estoy ahogando como en el momento en que me lo dijeron. Créemelo: me pareció que se acababa el mundo, que el tiempo se detenía (no lo puedo explicar) y se doblaba mostrando un ángulo horrible, un lado desconocido donde yo… otra frase sin concluir. Adelante.
»Ahora me acuerdo de otra aleluya de tu infancia, que me contaste no hace mucho. ¡Cómo se quedan presentes estas tonterías! Cuando fuiste pollo y empezaste a estudiar esa ciencia de las piedras que no sé para qué sirve; cuando ella (y sigo creyendo que sería otra vez la de Fúcar) no metía los pies en las acequias, ni te pintaba la cara con moras, ni se ponía tus mitras de papel, jugasteis a los novios con menos inocencia que antes, pero… vamos, lo concedo, siempre con inocencia. Ella estaba en un colegio donde había muchas lilas y un portero que se encargaba de traer y llevar cartitas. Asómbrate de mi memoria. Hasta me acuerdo del nombre de aquel portero: se llamaba Escóiquiz.
»Basta de historia antigua. Lo que no me dijiste nunca, lo que yo no sabía hasta hoy, cuando he leído tus explicaciones, es que… (pues repito que no me hace gracia, caballero), es que hace dos años os encontrasteis otra vez allí donde florecen los naranjos, mascan los gusanillos y corren las acequias; que hubo así como un poquillo de ilusión; que desde entonces tuviste para ella un afecto sincero, y que ese afecto fue creciendo, creciendo hasta… (aquí entro yo), hasta que me conociste… Muchas gracias, caballero, por la retahíla de galantería, de finezas, de protestas, de amorosas palabras que vienen en seguida. Esta lluvia de flores lleva una carilla. Hay carillas que parecen caras divinas y esta me hace llorar de contento. Gracias, gracias. Esto es muy hermoso; y lo que dices de mí muy exagerado. Más vales tú que yo… Vives para mí… ¡Ay!, León, lo mejor que se puede hacer con estas frases de novela es creerlas. Ábrete, corazón, y recíbelo todo. Yo soy buena católica y me he educado en el arte de creer.
»¡Si seré tonta que he vuelto a leer la bendita carilla…! ¡Oh!, está muy bien… Que un amor verdadero, elevado, profundo, borró aquel capricho, no dejando rastro de él: muy bien… Que las ilusiones infantiles rara vez persisten en la edad mayor: perfectamente… Que tus sentimientos son sinceros y tus propósitos formales; sí, sí… Que la voz que llegó a mi oído haciéndome creer en el fin del mundo fue una de tantas conjeturas que lanza la frivolidad del mundo para que las recoja la malicia y haga con ellas armas terribles; eso es, eso es… Que la de Fúcar es hoy para ti tan indiferente como otra cualquiera; divino, delicioso… En fin, que yo y sola yo… que a mí y sólo a mí… ¡Oh!, ¡qué dulce es ponerse la mano en el pecho y apretarse mucho diciendo con el pensamiento: “a mí, a mí sola, a nadie más que a mí!”.
»¡Qué argumento tan poderoso me ocurre en favor suyo! La de Fúcar es inmensamente rica, yo soy casi pobre. Pero cuando se tiene fe no se necesitan argumentos, y yo tengo fe en ti… Cuantos te conocen dicen que eres un modelo de rectitud y de nobleza, un caso raro en estos tiempos. Estoy tan orgullosa como agradecida. ¡Qué bueno ha sido mi Dios para mí al depararme un bien que, al decir de las gentes, anda hoy tan escaso en el mundo!
»No quiero dejar de manifestarte, aunque esta carta no se acabe nunca, la impresión que me causó la de Fúcar, dejando aparte el rencorcillo que despertó en mí. Después de pasado el temporal, puedo juzgarla fríamente y con imparcialidad, y si cuando me dijeron lo que sabes pareciome tener grandes perfecciones, ahora la veo en su verdadero tamaño. No hay que hablar del lujo escandaloso de esa mujer: es un insulto a la humanidad y a la divinidad. Papá dice que con lo que ella gasta en trapos en una semana podrían vivir holgadamente muchas familias. No carece de elegancia, pero a veces es extravagantísima y parece decir: “Señores, me pongo así para que vean todos que tengo mucho dinero”. Mamá dice que no habrá hombre alguno que se case con ese mostrador de maravillas de la industria. Los Rotchilds[1] no abundan, y la de Fúcar causa terror a los pretendientes. Esa muchacha pródiga, voluntariosa, llena de caprichos y pésimamente educada, tendrá al fin por dueño a cualquier perdido. Así lo dice mamá, que conoce el mundo, y yo lo creo.
»No la encuentro yo tan graciosa como dicen y como a mí me pareció cuando me estaba muriendo de celos. Es demasiado alta para ser esbelta, demasiado flaca para airosa. El bonito color no puede negársele, pero es preciso un microscopio para encontrarle los ojos: ¡tan chicos son! Cuentan que habla con mucho gracejo: yo no lo sé, porque nunca la he tratado ni quiero tratarla. La vi de lejos en la playa y en el balcón de la casa de baños, y me pareció de maneras desenvueltas y libres. Creo que me miró de un modo particular. Yo la miré queriendo darle a entender que me importaba poco su persona: no sé si lo hice bien.
»Estuvo aquí tres días. Yo no salí de casa. Nunca he llorado más. Al fin, se fue esa loca. El gozo que me causó dejar de verla se anubla un poquito cuando considero que ahora está donde tú estás. He pensado ayer todo el día en que debiera haber aquí una torre muy alta, muy alta, desde la cual se viese lo que pasa en Iturburúa. Yo subiría a ella de un salto… Pero confío en tu lealtad… Y si le dices que me amas a mí sola; si ella te conserva algún afecto y al oírlo rabia… ¡Oh!, si rabia, avísamelo: quiero tener ese gusto.
»El lunes te esperamos. Papá dice que si no vienes no eres hombre de palabra. Está muy impaciente por hablar contigo de política, pues según él, aquí hay una plaga de gente ministerial que le apesta. Si al fin le hicieran senador… y francamente, temo por su razón si no consigue ese bendito escaño. Sigue con la manía de mandar sueltos a los periódicos. En los de estos días hemos encontrado algunos, y también artículos. Ya sabes que mamá los conoce en que casi invariablemente empiezan diciendo: Es de lamentar…
»Hoy entró muy orgulloso mostrándome la obra que has publicado. Él hacía elogios ardientes, y le leyó a mamá los primeros párrafos. Era cosa de risa. Ni él, ni mamá, ni yo comprendíamos una sola palabra; y, sin embargo, todos encarecíamos mucho la sabiduría del libro. Figúrate lo que entenderemos nosotros del Análisis del terreno plutónico en las islas Columbretes, ni qué interés pueden tener para mí las capas cuaternarias, los terrenos pirógenos, azoicos… Hasta el escribir estas palabrotas me cuesta trabajo y tengo que ir trazando letra por letra. Sin embargo, basta que hayas hecho tú esta monserga de sabidurías oscuras para que me cautive. He pasado algunos ratos leyendo tus páginas, como si leyera el griego, y… no lo creerás, pero es cierto que sin saber la causa, yo leía y leía, llevada de un no sé qué de admiración y respeto hacia ti. Entre tantos nombres endiablados, he encontrado algunos preciosísimos y que han despertado en mí simpatías, tales como sienita, pegmatita, variolita, anfibolita. Todas estas niñitas me parecen nombres de hadas o geniecillos que han jugado alrededor de tu cabeza cuando estudiabas la obra de Dios en las honduras de la tierra.
»Pero sin quererlo me estoy volviendo poetisa, y eso es inaguantable, señor mío. ¡Y esta pícara carta que no quiere dejarse acabar!… Mamá me está llamando para ir de paseo. Está muy aburrida. Dice que este es un lugar de baños eminentemente cursi, y que antes se quedará en Madrid que volver a él. Ni casino, ni sociedad, ni expediciones, ni tiendas de chucherías, ni gente de cierta clase. La verdad es que no hay dos Biarritz en el mundo.
»Leopoldo también está aburridísimo. Dice que este es un pueblo salvaje y que no comprende cómo hay persona decente que venga a bañarse entre cafres. Así llama a los pobres castellanos que inundan estas playas. Gustavo ha pasado a Francia para visitar al santo y angelical Luis Gonzaga, que está algo delicado. ¡Pobre hermanito mío! Hace días nos visitó de parte suya un clérigo italiano, un tal Paoletti, hombre amabilísimo, muy instruido y que cautiva con su conversación… Pero quiero darte cuenta de todo y no puede ser. El papel se acaba y mamá me llama otra vez. Adiós, adiós, adiós. Que no faltes el lunes… Hablaremos de aquello, ¿sabes?, de aquello. Anoche, cuando rezaba, le pedía a Dios por ti… No pongas esa cara de pillo. Hay en tu alma un rinconcito oscuro que no me gusta. No digo más por no parecer doctora de la Iglesia, por no anticipar una empresa gloriosa que tendrá su… quédese también esta frase sin concluir… Abur, perdido… Memorias a las sienitas, pegmatitas y anfibolitas, únicas señoritas de quienes no tiene celos la que te quiere de todo corazón, la que tiene la simpleza de creer todo lo que dices, la que te espera el lunes… cuidado con faltar. Hasta el lunes. Si no, verás quién es tu
MARÍA.»

Benito Pérez Galdós
La familia de León Roch


La familia de León Roch es una novela de Benito Pérez Galdós escrita en 1878. Clasificada dentro del grupo de sus novelas de tesis, fue la última publicada de ese ciclo, tras Doña Perfecta (1876), Gloria (1876-77) y Marianela (1878). Obra de transición, bajo el soporte argumental de un triángulo amoroso y apasionado entre dos mujeres y un hombre, el escritor, habiendo madurado su estudio de la sociedad, dispara en ella sus últimas salvas de tesis e ideología, dispuesto a contar la realidad en su desnudez material.
León Roch representa al mundo de la ciencia, de la actividad práctica y del laicismo, mientras que su mujer, María Egipcíaca, ejemplifica el tradicionalismo conservador, el ocio contemplativo y el cultivo de la exterioridad religiosa. Si bien la novela se propone en gran medida mostrar las consecuencias dramáticas de los conflictos de creencias, los personajes logran, sin embargo, independizarse en ella de la fábula moral y pedagógica para cuyos propósitos habían sido creados.
Se escribe en los umbrales de la nueva manera galdosiana. Esta obra anticipa la complejidad estilística, densidad conceptual y verosimilitudes afines al renacimiento de la narrativa española decimonónica. La crítica ha señalado sus deudas textuales con el racionalismo armónico de la filosofía krausista. También parece evidente el propósito del autor de prestigiar ciertos valores burgueses encarnados en el protagonista en detrimento de corruptos hábitos aristocráticos. La novela elabora multiplicidad de discursos literarios, religiosos, estéticos y sociopolíticos unificados por su aspiración regeneradora y simultáneamente paródica, que supusieron el desencuentro de Galdós con la opinión pública de su época. La familia de León Roch nos presenta, en definitiva, una poliédrica representación de la sociedad española postisabelina.

En territorio enemigo

III · En territorio enemigo
Tomé el tren expreso de las 15 en Paddington; iba a Fishguard y, con la precipitación de cualquier muchacho estudiante, llegué a la estación uno o dos minutos antes de la partida. Lo hice adrede. En uno de los compartimientos había un asiento libre, coloqué mi mochila en el portaequipajes y me instalé con el ostensible propósito de leer el Times. Tras sus páginas, que me sirvieron de escudo protector, reflexioné sobre mi situación.
Se imponía la decisión de tratar de entrar en Irlanda del modo más abierto y franco. Si fracasaba, siempre me quedaba el recurso de los «habituales métodos» de Parsonage. Si tenía éxito, podría cumplir mi cometido con menos probabilidades de interferencia por parte del contraespionaje irlandés. Todo esto me hizo pensar que, aunque todavía estábamos en Inglaterra, la aventura había comenzado ya. Sin duda, los irlandeses tenían gente en el tren, gente que vigilaba a los pasajeros y hablaba con ellos, hombres expertos en la tarea de separar las ovejas de los cabritos, lo cual no es —al fin y a la postre— tarea difícil. El menor paso en falso que ahora cometiera podía conducirme al desastre cuando, dentro de unas horas, tuviera que correr el riesgo de pasar por las aduanas irlandesas.
Lo que más me preocupaba era la visación. Obtener una auténtica llevaba tres meses, siempre y cuando se la concedieran a uno. Yo me había mostrado partidario de aguardar, pero Parsonage no quiso oír hablar de ello, e insistió en que él podía obtener una falsificación tan perfecta —en el lapso de una hora—, que nadie podría distinguirla del original. Esto, sin duda, era verdad, pero yo no era tan optimista en cuanto a la posibilidad de que Papá Percy hiciera inscribir mi nombre, con unos días de anticipación, en las listas de los funcionarios aduaneros encargados de la inmigración. A menos que esta hazaña de prestidigitación documental se hubiera hecho, y bien, iba a encontrarme en una situación muy incómoda. Los argumentos que habían parecido tan convincentes en la habitación de Parsonage, al resguardo, ahora resultaban bastante flojos.
—Aunque esperase usted, nada le asegura que conseguirá al fin su visación —me había dicho—; y aun cuando obtuviese la visación, nadie le asegura tampoco que logrará entrar en Irlanda. Con suma prudencia, los irlandeses están manejando todo este asunto de las visaciones bajo la apariencia de una increíble desidia y falta de organización. Esto les permite rechazar a quien les place, o expulsarlo. Descorazona al viajero auténtico y, sobre todo, dificulta cualquier protesta diplomática por parte de Inglaterra.
Este era el primero de mis problemas. El segundo era el dinero. Como la moneda irlandesa es actualmente tan «firme» como la que más, tuve que limitarme a la módica suma que oficialmente se permitía. Claro está que podría haber corrido el riesgo de llevar una cantidad mayor, pero si llegaban a registrarme, el intento hubiera terminado allí mismo, ignominiosamente, pues cualquier viajero británico que llevase en el bolsillo más dinero que el permitido por su propio Gobierno, sería blanco inmediato de gravísimas sospechas.
Parsonage había restado importancia al asunto diciéndome repetidas veces que, una vez en Irlanda, podría recibir todo el dinero que quisiera de manos de un agente de Dublín, un tal Mr. Seamus Colquhoun, que vivía en Marrowbone Lane. Sin duda, este arreglo era perfectamente normal, pero yo intuía claramente que cuanto más lejos permaneciera del espionaje oficial, más satisfecho me sentiría.
Estas cavilaciones agotaron las páginas del Times; entonces me dediqué a un libro en rústica, obra de un «joven iracundo» que egresara de Cambridge pocos años atrás y —lamento decirlo— de mi propia Facultad. La lectura no era fácil, pero me apliqué resueltamente a ella hasta que el tren llegó a Cardiff.
Después de Cardiff, me dirigí al cuarto de baño que se encontraba en el extremo más próximo del pasillo. Estaba cerrado con llave. A mi oído, una voz observó:
—¡Qué raro! Siempre que he pasado, lo he encontrado cerrado con llave, desde que salimos de Reading.
Era un guarda, o mejor dicho (para ser preciso) era un individuo con uniforme de guarda de tren. Dio fuertes golpes a la puerta del baño y gritó: «¡Hola! ¿Hay alguien?». Al no recibir respuesta, después de dos minutos de golpear y vociferar, dijo en un tono que me pareció notablemente natural y tranquilo:
—Me parece que será mejor abrir esta puerta.
Con una herramienta que sacó del bolsillo (yo jamás había visto nada semejante) retiró el cerrojo, abrió la puerta, echó una ojeada al interior y dijo con aire desconcertado:
—¡Qué broma más tonta! No hay nadie. No me explico cómo se ha cerrado la puerta. Ah, bien, señor, ahora está libre —agregó.
Tenía razón, adentro no había nadie. Pero bastaba una mirada para ver que algo muy extraño ocurría o había ocurrido; pues todo el interior del retrete estaba salpicado, aquí y allá, de manchas oscuras. Toqué una. Mi mano quedó pegajosa y enrojecida.
—Algo muy serio ha ocurrido —dije, retrocediendo hacia el pasillo. El guarda, por lo visto, se había metido en el compartimiento inmediato, por lo cual abrí, sin perder un instante, la puerta de comunicación. Una ojeada por el corredor bastó para indicarme que en un par de segundos el individuo había desaparecido. Mi instinto me ordenó imitarlo al punto, pero la razón insistió en la conveniencia de reflexionar antes. Debía de haber alguna explicación de por qué el guarda, después de abrir la puerta del baño, había desaparecido. Miré mis pantalones y lancé una imprecación al ver que había rozado uno de los oscuros manchones. ¡Por los diablos! ¿Tendría que hacer la parte más delicada de mi cometido lleno de salpicaduras de sangre?
Mi primera idea fue ponerme los pantalones cortos de deporte. Había eludido adrede la ropa deportiva y las botas para caminar, porque no me parecía prudente exagerar mi aire de estudiante dispuesto a una excursión a pie, a una gira de vacaciones. Ahora, al parecer, no me quedaría otro recurso. En dos zancadas, estuve otra vez en mi compartimiento. Tres personas quedaban en él, pues dos se habían apeado en Cardiff, pero mi bolso de viaje había desaparecido.
Se dice que el moribundo recorre todo su pasado en un instante. Esto, naturalmente, es una tontería; pero resulta sorprendente cuán rápido pensamos, en caso de necesidad. En mi cabeza explotó la idea de que, a toda costa, debía conducirme como lo haría cualquier estudiante inocente y joven. En una palabra: tenía que armar un escándalo descomunal. Sin detenerme casi, abrí la puerta del compartimiento, miré hacia el portaequipaje y dije con el tono de sorpresa más convincente que pude fingir:
—¿Qué ha sido de mi bolso?
Dos de los hombres, individuos de treinta a treinta y cinco años, dormitaban o pretendían dormitar. El tercero era mucho mayor, tendría unos cincuenta y cinco años. Ante mi pregunta, bajó el libro que leía, me miró con interrogantes ojos azules y dijo con marcadísimo acento irlandés:
—Pero ¡si usted mismo se lo llevó hace un momento!
—¡De ninguna manera! Sin duda, habrá visto usted a alguien que entró y se lo llevó.
—Sí, alguien entró. Yo estaba con la atención puesta en el libro de modo que, como es natural, pensé que sería usted. Era una persona de su misma estatura, aproximadamente, y con el mismo color de cabello.
—Mejor será que busque al guarda —dijo uno de los jóvenes.
—Buscaré al guarda y a la policía en la primera parada.
El individuo tenía razón, lo que debía hacer era buscar de inmediato al guarda. Pero necesitaba, a toda costa, tiempo para pensar. Parecía imposible que mi bolso hubiera sido robado por alguien que conociera el verdadero objetivo de mi viaje. ¿O sería posible? ¿Conocerían ya los irlandeses mi relación con Parsonage? ¿Habría algún espía en su repartición? Pero, aun en tal caso, los irlandeses no habrían actuado acá, en el tren. Sin duda, podrían esperar a que llegara a Rosslare. No, el asunto no se refería personalmente a mí; estaba relacionado con el bolso. Sin embargo, este solo contenía un par de libros y mi equipo de excursión, buen disfraz para quien necesitara un urgente y rápido cambio de ropas, ¿tal vez, para quien tuviera su traje salpicado de abundantes manchas de sangre? No obstante, el disfraz resultaría inútil si yo lanzara un alarido al echar la primera mirada a mi propia camisa, pantalones y botas. Por lo tanto, sería necesario darme un buen golpe en la cabeza —si no algo peor— cuando saliera en busca del guarda.
Naturalmente, estas ideas hicieron que yo lanzase una penetrante ojeada al hombre que acababa de sugerir que saliera en busca del guarda. También fue natural que él, desprevenido, delatara su culpabilidad. No hubo el «repentino sobresalto» tan caro a los novelistas, ni la «repentina palidez», ni las «gotas de sudor». Todo lo que se vio fue una leve ola de emoción que cruzó el rostro del hombre, efímera como un soplo de viento sobre un pastizal. Pero la situación no habría sido más clara si me hubiera firmado, sellado y entregado su confesión.
Los tres dimos un brinco. Fuertes manos me rodearon la cintura y los hombros, forcejeando por arrojarme al suelo. Pero mi diestra había alcanzado a tiempo la cuerda de comunicación, y el peso y arrastre de sus cuerpos no hizo sino tironearla con mayor energía. El tren frenaba ya.
Aunque parezca increíble, uno de los hombres creyó poder salir del paso con un bluff.
—¡Mire lo que ha hecho! Tendrá que pagar cinco libras.
Sin embargo, su compañero no pensaba lo mismo.
—No seas tonto, Karl. Salgamos de aquí.
Yo estaba demasiado aturdido para detenerlos, pero conseguí estirar un pie justo a tiempo para hacer una zancadilla a Karl, que avanzaba velozmente hacia la puerta. Cayó largo a largo en el corredor, golpeando la cabeza con estruendo contra el barrote de bronce que bordea las ventanas exteriores. Su compañero me miró furibundo, sujetó a Karl por los hombros y lo llevó a rastras por el pasillo. Resolví dejarlos huir. Probablemente, estarían armados y yo pronto me vería ante otros problemas.
La puerta exterior se abrió de golpe y una voz gritó:
—Vamos a ver, ¿qué pasa aquí? (¿Será esta la única manera de enfrentarse a una crisis por parte de los más robustos representantes del orden público y del mundo oficial?)
—Eso es, precisamente, lo que me gustaría saber —repliqué.
Un corpulento guarda se encaramó hasta entrar en el compartimiento. Al parecer, afuera se hallaban el maquinista, el fogonero y tres o cuatro empleados más. Todo a lo largo del convoy, las ventanillas se habían llenado de cabezas curiosas, masculinas y femeninas, tocadas y descubiertas, rubias, blancas, castañas y negras.
—Uno de ustedes debe de haber tirado de la cuerda —dijo el guarda, dirigiéndose al irlandés y a mí.
—Fui yo.
—¿Por qué? ¿Qué sucede? Todo parece tranquilo.
—Lo hice por impulso.
El guarda, asomándose, informó al maquinista:
—Dice que lo hizo por impulso.
—¡Al diablo con el impulso! Estamos retrasados —tal era el punto de vista del conductor. El guarda se volvió pesadamente hacia mí:
—Veamos, joven. El asunto es serio, y va a costar le cinco libras.
Se me ocurrió que, hace un siglo, cinco libras constituían seguramente una suma bastante respetable. Detener un tren sin motivos fundados debe de haber sido, entonces, asunto serio.
Pero ahora, después de cien años de inflación ¿qué significa un billete de cinco para un individuo que quiere divertirse?
—No afirmé que mi impulso careciera de base.
El irlandés resolvió aclarar los malos entendidos.
—A este joven acaban de robarle el bolso de viaje.
—Esa no es razón para detener el tren. Podría haber venido a buscarme sin necesidad de tirar de la cuerda.
—Ahí está mostrando usted su ignorancia del asunto, si me permite decírselo. Si hubiera tratado de encontrarlo, con toda seguridad me habrían golpeado la cabeza; un lindo «cachiporrazo», si prefiere la palabra, y posiblemente habría desaparecido sin dejar rastro.
El guarda dirigió de nuevo la palabra a sus colegas:
—Mejor será que entres, Alf. Se trata de un loco rematado.
Alf, el foguista, se encaramó con notable agilidad. Era evidente que debía jugar sin demora mi carta de triunfo.
—Hablando de sangre, esto me recuerda que el baño más próximo, el que está a la izquierda, sobre el pasillo, se encuentra cubierto de abundantes salpicaduras de esa sustancia.
—¿No te dije que estaba chiflado? —susurró el guarda con estertor asmático.
—¿No les parece que vale la pena ir al retrete, aunque solo sea para confirmar lo que les digo? No llevará sino unos segundos de su valioso tiempo, y nos ahorrará a Alf y a mí el trabajo de lesionarnos gravemente.
El guarda respondió con excelente espíritu científico:
—Oh —dijo— pronto lo veremos.
Mientras avanzaba por el corredor, en la misma dirección en que Karl y su amigo desaparecieran tan presurosos pocos minutos antes, se me ocurrió preguntarme si el líquido en cuestión sería realmente sangre. ¿Y si fuera salsa de tomate? Los dos médicos más próximos se prestarían de bonísima gana a suscribir la interpretación del guarda, y yo sería encerrado en un manicomio. ¿Pero acaso la salsa de tomate, al secarse, se vuelve pegajosa?
Surgió una idea peor aún: si los acontecimientos siguieron el curso habitual de las novelas policiales o de los relatos de misterio, sin duda el baño estaría ya limpio de todo rastro revelador. ¿Qué me quedaría por hacer, en tal caso, fuera de destacar la desusada limpieza del lugar?
Sin embargo, mis temores no se realizaron. El hombre regresó al instante.
—Este es un asunto serio —anuncio—. ¿Qué ha estado sucediendo aquí?
Yo decidí que ya habíamos perdido bastante tiempo en tonterías.
—¿Me permite ver sus credenciales, por favor?
Esto lo hizo parpadear rápidamente durante unos diez segundos. Después tronó:
—¿Mis qué?
—Sus credenciales, su constancia, el documento que lo acredita como miembro de la Policía.
—¡Yo no soy de la policía, so chiflado!
—Eso es, precisamente, lo que estoy señalando con la mayor delicadeza. ¿No le parece que este es asunto de la policía? A estas horas, cualquier criminal que haya estado en el tren debe de estar a un par de paradas de aquí. Alf, ¿queda aún un poco de vapor en esta vieja bañera?
Esta última pregunta hizo surgir en Alf al hombre primitivo.
—Yo te voy a dar vapor en esa bocaza si no cierras el pico —gruñó, mientras se descolgaba hasta el suelo.
El guarda dio un portazo y cruzó al pasillo, donde se quedó de pie, amenazante, hasta que llegamos a Swansea.
Supongo que no puedo censurar demasiado al guarda por poner en duda mi sano juicio, pues mi historia sonaba fantástica hasta a mis propios oídos, cuando se la referí al inspector Harwood, de la policía de Swansea. Como es natural, nada dije del verdadero motivo de mi viaje a Irlanda, pero narré todo lo demás con la máxima precisión posible, exactamente como sucedió. Me formé la mejor impresión acerca del inspector Harwood, pues logró escuchar impasible y grave todo mi absurdo relato. Cuando hube concluido, dijo:
—Señor Sherwood, me temo que nos veremos obligados a pedirle que permanezca en Swansea un día o dos, hasta que investiguemos este curioso asunto. Lamento tener que demorar sus vacaciones. Bien sé lo que pensaría yo, si estuviera en su lugar; pero estoy cierto de que usted comprende que es necesario, absolutamente necesario.
¿Sería conveniente telefonear a Parsonage y pedirle que me sacara de esta ridícula situación? Se me ocurrió una idea, y resolví no cometer semejante tontería.
—Claro está, inspector, que no me hace gracia demorarme aquí, pero si es imprescindible, nada ganaré con discutir. ¿Puedo pedirle que me consiga algún alojamiento económico? La verdad es que no traigo mucho dinero, pues no pensaba quedarme más de una hora o dos en Gales.
—Nada más fácil, señor. Podemos adelantarle una cantidad razonable para sus gastos más necesarios. En la calle Cromwell hay un pequeño hotel residencial bastante bueno, donde le darán también desayuno. Con el mayor gusto le reservaré habitación en él.
—¿Dónde podría comprar un cepillo de dientes y hojas de afeitar?
—A estas horas, no va a ser cosa fácil, pero sin duda podremos conseguirle algo.
Eran más de las 10 de la noche cuando llegué al hotelito residencial de Mrs. William Williams. La dueña de casa, con suma amabilidad, se ofreció a prepararme unos huevos con tocino cuando supo que no había probado bocado desde el almuerzo. Fui, pues, al comedor y allí encontré a mi compañero de viaje, el irlandés, que estaba terminando lo que —a todas luces— había sido una copiosa cena.
—De modo que lo mandaron aquí también —dijo—. Ahora pueden vigilarnos a los dos.
Con un ademán, me ofreció asiento a su mesa.
—Me llamo George Rafferty. No muy irlandés el nombre, pero es lo mejor que pude conseguir.
—Soy Thomas Sherwood. Mucho gusto. ¿Vino usted aquí a instancias de la policía?
—¿A instancias, dice usted? ¡Cualquier día! Me ordenaron que viniese aquí. Joven, ese policía va a responder de algo muy serio cuando sea juzgado por Dios. ¡Miren que mandar a un irlandés a la calle Cromwell!
Rafferty, por lo visto, no tenía ganas de irse, pues se quedó conversando conmigo mientras yo comía.
—¿Perdió usted cosas de importancia en ese bolso de viaje?
—Nada de gran valor. Unos pocos objetos de uso personal y dos libros. Lo malo es que no voy a poder reemplazar esos libros.
—No veo por qué, a menos que sea usted anticuario, cosa que no parece muy verosímil.
Reí ante la pregunta implícita.
—No, no, soy matemático, o mejor dicho, pichón de matemático. ¿Existe en Dublín alguna librería donde se puedan conseguir libros técnicos sobre ciencias matemáticas?
—No lo sé con certeza. Pero todo lo que puede adquirirse en Londres se puede comprar también en Dublín, de modo que su pregunta queda respondida.
Evidentemente, el señor Rafferty no estaba tan acostumbrado como Papá Parsonage a acaparar el noventa por ciento de la conversación. En aquellos instantes, su aparente deseo de charlar me molestaba, pues mi preocupación inmediata era la hermosa fuente de huevos con tocino que acababa de traer Mrs. Williams.
—¿Y por qué quiere usted visitar Irlanda, si no es impertinente la pregunta?
Teniendo en cuenta la hora, el lugar y la situación, era un tanto impertinente, pero decidí ejercitarme con el señor Rafferty. Pronto referiría el mismo cuento a los funcionarios de Inmigración. En muchos detalles, era exacto. Bien sabía yo que, como mentiroso, no resultaba nada convincente y por eso había resuelto mantenerme siempre muy cerca de la verdad.
—Oh, por dos razones, de las cuales una franca curiosidad es, probablemente, la más importante. Considerando los asombrosos cambios que se están efectuando en Irlanda, me parece que es bastante natural, ¿no?
—Completamente. Sí, hay grandes transformaciones en Irlanda. ¿No le parece una vergüenza cómo se está quedando de atrasada Gran Bretaña?
Resolví no hacer hincapié en esta última observación.
—El apellido de mi abuelo era Emmet. Una tradición de mi familia afirma que descendía de Robert Emmet; no sé si es verdad o no, pero tengo muchísimos parientes en Yorkshire, de donde, según creo, procedía Robert Emmet.
—¡Magnífico pasaporte para Irlanda es ese! —exclamó, radiante, el señor Rafferty—. De modo que visitará usted las montañas de Wicklow, y el teatro de los últimos levantamientos…
—Sí, tengo intención de hacer un poco de alpinismo. Pero pasaré la mayor parte del tiempo en Dublín.
—Bien hecho —aplaudió Rafferty con calor—, porque Dublín es la fuente de cuanto está ocurriendo en Irlanda. Pronto será la ciudad más importante del mundo entero.
A la mañana siguiente, Mrs. Williams me trajo el mensaje de que debía presentarme en la policía. Mi bolso había sido hallado.
Lo vacié ante la mirada vigilante del inspector Harwood.
Todo estaba allí, hasta los dos libros. Solo le quedaba una señal del contratiempo: una gran mancha obscura del lado de afuera, donde nadie podía dejar de verla.
—Muy bien, muy satisfactorio desde su punto de vista, señor. Ojalá todas las noticias fuesen igualmente buenas.
—Lamentaría saber que algo anda mal, inspector.
—Así lo imagino, pues mucho me temo que le ocasionará una nueva demora.
—¿Qué sucede?
—Pues bien, señor, la verdad es que no debería decir nada de esto, pero supongo que usted ha adivinado ya que un cadáver fue arrojado desde el tren. Lo encontramos en el túnel de Severn.
—Malo, muy malo… para el cadáver, naturalmente.
El inspector Harwood frunció levemente el ceño ante esta observación estudiantil.
—No lo retendré más tiempo esta mañana, señor Sherwood, pero debe usted volver mañana. Entonces sabremos algo más sobre el asunto y estaremos en mejores condiciones para encararlo. Mientras tanto, quisiera hacerle una pregunta más.
—Usted dirá.
—¿Está completamente seguro de que no volvió a ver al guarda, al que abrió la puerta del retrete? Cuando hizo parar el tren ¿no apareció delante de su compartimento?
—Estoy perfectamente seguro de que no fue así. Naturalmente, me esforcé por echarle el ojo, pero no volví a verlo.
—Gracias. Solo quería confirmar el hecho.
Almorcé mejillones galeses y pan moreno en un café próximo al puerto. A la tarde, descubrí un autobús que se internaba en la península de Gower. El mar estaba sereno en la playa de Oxwich y me di un baño magnífico; como consecuencia de este, tenía un apetito excelente cuando regresé a mi alojamiento de la calle Cromwell. El señor Rafferty no estaba visible aquella tarde, y tampoco lo vi a la mañana siguiente, a la hora del desayuno. Aparentemente, el inspector Harwood lo había puesto en libertad. No sé si habrá sido por la nerviosidad de los dos últimos días, o por los mejillones, o por el baño de mar, pero desperté en mitad de la noche bruscamente, convencido de que alguien caminaba quedamente por la habitación. Permanecí un momento inmóvil de miedo, esperando que me aferrasen por la garganta, o que el guarda me susurrara al oído sangrientos detalles del crimen. Luego, con un enorme esfuerzo de voluntad, eché a un lado las mantas, corrí hasta donde suponía que se encontraba la llave de la luz, la busqué a tientas y la hallé por fin. Como es natural, no había nadie. Di vueltas en la cama durante más de una hora hasta conciliar nuevamente el sueño.
Al día siguiente, bajo la amistosa luz del sol, encontré al inspector Harwood frente a una alta pila de fotografías.
—Veamos, joven —dijo—. Quiero que trate usted de identificar a ese Karl, o a su compañero, o al guarda, entre esta galería de rostros.
Recorrí cuidadosamente el fajo de fotografías, pero no había ninguna de Karl, ni de su colega, ni del guarda. Lo que sí había era un retrato del señor George Rafferty. Lo arrojé sobre la mesa, frente al inspector.
—Esta es la única cara que he visto antes.
—Ah, sí, el señor George Rafferty —dijo secamente Harwood—. Tal vez le interese saber que Rafferty ha escapado. El pajarillo irlandés ha levantado el vuelo.
Caía la tarde cuando la embarcación iba dejando atrás la rada de Fishguard. Yo veía alejarse la costa, la alegre tierra de Gales, hasta que se oscureció bajo la noche que todo lo cubría. Quizás a las pocas horas, yo estaría de vuelta en esos verdes campos, en esas mesetas que el viento orea siempre; de regreso, con la vergüenza de una derrota instantánea. Quizás, y eso sería mucho peor, no regresaría nunca. Pensando en estas cosas, me volví hacia el resplandor de oro que aún brillaba en el cielo, hacia occidente. Después me dirigí hacia abajo, al comedor de segunda clase.
Mientras me servían tocino, salchichas con tomate, pan y manteca, mermelada y un jarro de té, reflexionaba en los cuatro días pasados en Swansea. Cosa rara, en lugar de fastidiarme por la demora, me alegré de haberla soportado y de no haber cedido a la tentación de ponerme en contacto con Parsonage.
Este informe sería mucho más interesante si pudiera relatar acontecimientos ocurridos durante la travesía, peripecias tan extrañas como las que viví en el viaje de Cardiff a Swansea. Pero la veracidad me obliga a reconocer que aquella noche no ocurrió nada de particular. Sin duda, había a bordo buen número de agentes. Sin duda corría, subterráneo, un torrente de intensa dramaticidad; pero en ningún momento afloró a la superficie visible. En resumen: pasé una noche incómoda, dormitando a intervalos en el bar.
Para mayor contraste aún, tengo que reconocer francamente que mi paso por las aduanas irlandesas resultó ridículamente fácil. Con todo, vale la pena referirlo, ya que mi primer encuentro con las autoridades irlandesas no careció de interés. Me interrogaba un individuo corpulento, de aire bonachón, el tipo más adecuado para sorprender a una víctima incauta, especialmente después de una noche en vela.
—¿Nombre?
—Thomas Sherwood.
—¿Fecha de nacimiento?
—29 de agosto de 1948.
—¿Ocupación?
—Estudiante.
—¿Dónde estudia?
—En Cambridge.
—Nombre de su padre y lugar de nacimiento.
—Robert Sherwood, nacido en Halberton, Devon.
—¿Objeto de su visita?
—Curiosear.
—¿Dónde se propone usted curiosear, señor Sherwood?
—Durante tres semanas, en Dublín y sus alrededores. Una semana, en las montañas de Wicklow.
—¿Por qué siente tanta curiosidad?
—No hace falta dar explicaciones. Todo el mundo siente curiosidad por las novedades que están ocurriendo en Dublín.
—¿Y por qué las montañas de Wicklow?
Le conté la historia de mi abuelo.
—Hum, ¿de modo que su abuelo era un tal señor John Emmet? —hojeó unos papeles, deteniéndose en una hoja determinada. Luego añadió, satisfecho en apariencia—: Permítame ver el contenido de su bolso.
Lo vacié lenta y cuidadosamente, colocando los dos libros sobre la mesa, delante de él.
—¿Y cómo vino a dar esa gran mancha en la delantera de su bolso de viaje, si me permite preguntárselo?
Empecé a narrar la historia de los novelescos sucesos del tren, pero no había dicho gran cosa cuando observé que parecía hincharse y enrojecer como un pavo. Luego estalló en ruidosas carcajadas.
—Basta, señor Sherwood, basta. Sí, ya sabemos todo lo que sucedió en el tren. Tenemos los ojos y las orejas bien abiertos.
Se enjugó la cara y se puso más serio, mientras sellaba mi pasaporte.
—Ahí tiene. Váyase ahora. Y manténgase fiel a su programa. Ya sabe las normas. Presentarse todas las semanas a cualquier Oficina de Guardas. No vaya usted a creer que nos gusta imponer tantas restricciones a los auténticos visitantes, pero nos ha obligado a ello el dudoso sector humano que está invadiendo nuestras costas en estos últimos tiempos. Quédese en Dublín y en las montañas de Wicklow, señor Sherwood, y pasará unas vacaciones muy agradables.
Mientras salía al andén del ferrocarril, oía todavía su ronca risa. Tenía razón. Ningún agente en su sano juicio hubiera procedido como yo. El instinto más arraigado en todo agente secreto es eludir lo que lo ponga en evidencia. Ninguno de ellos hubiera vociferado y protestado como yo.
Llegué a Dublín en una mañana clara y hermosa, prometedora de un día radiante. Cuando recorría el breve trecho que media entre el Liffey y la plaza O’Connell, pasaron velozmente a mi lado tres enormes camiones de la casa Guinness. En verdad, estas gentes deben de ser bebedores empedernidos.
Me detuve un instante en el puente y luego caminé rápidamente hasta College Green. Había un portero de turno ante la Universidad de Trinity.
—Creo que tienen ustedes una habitación reservada para mí. Yo soy del otro Trinity, el de Cambridge. Me llamo Sherwood.
Consultó una lista, como todos los porteros del mundo.
—Sí, señor; está usted en el segundo piso, en la escalera 24. Siga a la derecha. La encontrará cerca de la biblioteca.
Mi pieza contenía una jofaina y una jarra de agua. Me mojé bien la cara, me desnudé y me metí en la cama. Mi último pensamiento, antes de que las brumas del sueño me sumergieran por completo, fue preguntarme si Papá Percy habría usado sangre verdadera. Por cierto que no corrió el menor riesgo de que dejara de entrar en Irlanda. A todas luces, la absurda comedia del tren había engañado al señor George Rafferty, el pajarillo irlandés… o más probablemente, el agente irlandés. Pero resultaba deprimente el que Papá Percy no hubiera querido decirme lo que proyectaba; sin duda me consideraba muy tonto. Y posiblemente tuviera razón, pues hasta mi segunda entrevista con el inspector Harwood, no había caído en lo que estaba ocurriendo. El supremo insulto fue mostrarme la fotografía del pobre señor Rafferty. Tal vez sea yo tonto, estoy dispuesto a reconocerlo, pero ¡no tanto!
Una última idea inquietante: ¿cómo sabían que un agente irlandés se instalaría en mi compartimiento? ¿Estaban repletos de agentes todos los trenes que iban a Fishguard?

Fred Hoyle & Geoffrey Hoyle
El enigma de Ossian


Los diversos gobiernos del mundo se muestran alarmados y desconcertados ante el insólito crecimiento tecnológico e industrial que la Corporación Industrial del Eire, la CIE, está consiguiendo en el sur de Irlanda, en la zona de Kerry, lugar donde según la leyenda el bardo Ossian habría hecho su famosa cabalgada. La CIE domina completamente la política y la sociedad irlandesa, y ha impuesto un gobierno de corte autoritario. Existe el temor de que ese dominio podría extenderse a todo el mundo de la mano de la enorme superioridad tecnológica de la Corporación. Todas las tentativas de infiltrarse en la CIE para descubrir las razones de su inusual desarrollo han fracasado. Thomas Sherwood, un joven matemático recién licenciado, es enviado a investigar.

Paseamos a la ventura, y luego nos sentamos en un banco al borde del agua

Madame Récamier había llegado desde hacía dos días para hacer una visita a la reina de Holanda. Yo esperaba a madame de Chateaubriand, que venía a reunirse conmigo en Lucerna. Me proponía estudiar si no sería preferible establecerse primero en Suavia, sin perjuicio de ir luego a Italia.
En la deteriorada ciudad de Constanza, nuestro hotel era muy alegre; se estaban haciendo los preparativos de un banquete de bodas. Al día siguiente de mi llegada, madame Récamier quiso ponerse al abrigo de la alegría de nuestros anfitriones; tomamos una barca en el lago, y, atravesando la extensión de agua de la que nace el Rin para convertirse en río, atracamos en la orilla de un parque.
Tras tomar tierra, cruzamos una hilera de sauces, al otro lado de la cual encontramos una alameda arenosa que discurría entre bosquecillos de arbustos, grupos de árboles y alfombras de césped. Se alzaba un pabellón en medio de los jardines, y había una elegante villa que linda con un oquedal. Observé en la hierba unos cólquicos, siempre melancólicos para mí, debido a las reminiscencias de mis diversos y numerosos otoños. Paseamos a la ventura, y luego nos sentamos en un banco al borde del agua. Del pabellón de los boscajes surgieron unas armonías de arpa y de corno que dejaron de oírse cuando, encantados y sorprendidos, comenzábamos a escucharlos: era una escena de cuento de hadas. Al no reiniciarse las armonías, le leí a madame Récamier mi descripción del San Gotardo; ella me rogó que escribiera algo en su cuaderno de notas, ya a medio llenar con los detalles de la muerte de J. J. Rousseau. Debajo de estas últimas palabras del autor de Eloísa: «Mujer mía, abrid la ventana, que vea aún el sol», pergeñé estas palabras a lápiz: Lo que quería en el lago de Lucerna lo he encontrado en el lago de Constanza, el encanto y la inteligencia de la belleza. No quiero morir como Rousseau; quiero seguir viendo aún largo tiempo el sol, si es que debo acabar mi vida cerca de usted. Que mis días expiren a sus pies, como esas olas cuyo murmullo le agrada —28 de agosto de 1832.
El azul del lago centelleaba débilmente detrás del follaje: en el horizonte de mediodía se arracimaban las cumbres de los Alpes de los Grisones; una brisa que pasaba una y otra vez a través de los sauces seguía el vaivén de las olas: no veíamos a nadie; no sabíamos dónde estábamos.

François-René de Chateaubriand
Memorias de ultratumba


Epopeya extraordinaria de unos tiempos convulsos que François de Chateaubriand vivió como testigo y protagonista, las “Memorias de ultratumba” son un documento literario atemporal. Melancólico y desengañado, aristócrata que presenció la Revolución Francesa, que viajó a la joven República americana y conoció el esplendor y la falsía del Imperio napoleónico, así como la Restauración, Chateaubriand fue un hombre polifacético, hábil y vehemente, cuyas “Memorias” —«un templo de la muerte erigido a la luz de mis recuerdos»— nacieron como confrontación personal con la Historia, como revancha contra el tiempo. Un escritor maravilloso y de culto capaz de construir, como el profesor Fumaroli dice en el prólogo redactado para esta edición, «una reflexión profunda, de una actualidad sobrecogedora y de un alcance universal, sobre la era democrática inaugurada por la Revolución Americana y por la Revolución Francesa, sobre las grandes esperanzas que ella hizo nacer, sobre los peligros que llevaba en germen, y sobre las pruebas insólitas a las que exponía, en su expansión mundial, la libertad y la humanidad misma del hombre.»

¡Imaginaos, amadísimos hermanos, España y la Santa Sede concordadas «en el nombre de la Santísima Trinidad»!

—¡Amadísimos hermanos! —clama con su bien timbrada voz—. Hoy habréis encontrado esta casa del Señor engalanada e iluminada como si fuera el Corpus o el Domingo de Resurrección. Ello se debe a que celebramos un día especial —larga pausa teatral. Mirada circular al tendido—. Hoy conmemoramos —prosigue— un gozoso acontecimiento que deberemos inscribir con letras de oro en nuestros católicos corazones: el pasado 27 de agosto, nuestro glorioso e invicto caudillo Franco, al que Dios guarde muchos años para bien de la Religión y la Patria, firmó un concordato con la Santa Madre Iglesia. ¡Imaginaos, amadísimos hermanos, España y la Santa Sede concordadas «en el nombre de la Santísima Trinidad»! Quizá alguno de vosotros se pregunte: «¿Y qué es un concordato? ¿Qué significa esa misteriosa palabra que hasta ahora nunca oímos en el Evangelio?». Pues bien, amadísimos hermanos: un concordato es, ni más ni menos, un contrato entre el Estado y su Iglesia, un pacto de santidad que asegurará su hermandad y su colaboración por los siglos de los siglos.
Al estímulo de la fórmula «por los siglos de los siglos» responden sonoramente con un improcedente «¡amén!» las distraídas beatas.

Juan Eslava Galán
De la alpargata al Seiscientos


De la alpargata al seiscientos es la continuación de la serie formada por Una historia de la guerra civil que no va a gustar a nadie y Los años del miedo, y a la que le sigue, de momento, La década que nos dejó sin aliento.
Años cincuenta. Después de la prolongada miseria de la posguerra, los españoles atisban la luz al final del túnel: al confesonario, el botijo y la pandereta se agregan la Coca-Cola y el frigorífico, la tele y el gas butano. Banqueros y constructores se forran en las cacerías de la Escopeta Nacional. Franco se perpetúa en el poder a cambio de ceder a los americanos amplias parcelas de la antes irrenunciable soberanía nacional (las bases militares). Las calles se pueblan de vehículos (el mítico Biscúter, la Vespa, el Seat 600…).
Este libro invita al lector a un tortuoso pero divertido recorrido por la España de los años cincuenta. Conozca el caso del gañán extremeño multado por abusos sexuales al Caudillo. Asista a la explosión de testosterona que produjo el primer encuentro documentado entre un macho alfa del agro hispano y una grácil turista sueca. Acompañe de caza a un obispo que estrena traje campero y escopeta. Sepa como el reciclaje de féretros y lápidas mortuorias contribuyó al levantamiento de la economía patria. La hazaña de los españoles que cambiaron alpargatas por Seiscientos. Una mirada emotiva y cruda a la España profunda.


siempre había en la ambulancia un rincón seco donde dormir

Analizar las sensaciones de peligro y de miedo era mi manera de hacerlas tolerables: «En mí mismo», anotaba el 26 de agosto, «descubro que la reacción nerviosa es una curiosa apetencia del peligro que se apodera de mí. Cuando cae un obús, quiero que caiga otro más cerca, todavía más cerca. Siento la necesidad de embriagarme más y más con un buen bombardeo. A cada momento quiero volver a jugarme el todo por el todo con la Muerte… y mientras dura, me siento más vivo que nunca… siento que nunca he vivido hasta ahora. Todavía se pueden ver en mi piel las marcas de los pañales. Mañana he de apurar la vida hasta las heces, o si no moriré hoy.»
Es posible acostumbrarse a todo. En cierto sentido, el punto culminante de la ofensiva de Avocourt fue para mí el día en que me sorprendí abriendo tranquilamente una lata de sardinas en la parte de atrás de un puesto de socorro mientras a un pobre diablo le cortaban una pierna en la mesa de operaciones al otro lado de la sala. Dios sabe que todavía me afectaban morbosamente los sufrimientos de otras personas, pero había aprendido a vivir en el mundo sin desfallecer.
Conducir una ambulancia era una manera privilegiada de asistir en aquellos días a las operaciones militares. Se disfrutaba de deliciosos momentos de descanso y de comidas calientes al volver a los hospitales de la retaguardia. Excepto cuando se tenía la mala suerte de pasar la noche bajo el fuego de los cañones, siempre había en la ambulancia un rincón seco donde dormir. La ofensiva no duró más que tres semanas. Nos retiraron del frente con lo que quedaba de nuestra división para disfrutar de sopa de calabaza en un encantador pueblecito llamado Sainte-Menehould, en las estribaciones del bosque de Argonne.

John Dos Passos
Años inolvidables


Evocación de un pasado luminoso, jovial y aventurero, estas memorias son, en cierta medida, el relato de la amistad entre Dos Passos y Hemingway, y en él se rememoran el primer encuentro de ambos en la Italia de 1918, el fortalecimiento de su relación en el París de los años 20, sus andanzas por distintos lugares de Europa, las temporadas de retiro en Key West, el accidente automovilístico que provocó el internamiento de Hemingway en un hospital…
Años inolvidables es el relato del entusiasmo de Dos Passos por España y lo español, y el de su irreprimible vocación de trotamundos, y el de los episodios que jalonaron su formación política (…) si por un lado es un regreso a esa época mejor de su vida, previa a la Guerra Civil, por otro es también un regreso a los libros que entonces escribió.
Quizás por eso la lectura de estas memorias, memorias de un hombre feliz que dejó de serlo, transmite en todo momento una sensación de exquisita honestidad. Pero la honestidad sería insuficiente si no estuviera acompañada por muchas otras virtudes, que hacen de Años inolvidables un libro apasionante… En 1966, cercano ya a la muerte, el viejo Dos Passos conservaba muy pocas cosas de su juventud. Una de ellas era este puñado de recuerdos; la otra, su antigua e indudable habilidad para fascinar al lector.

IGNACIO MARTÍNEZ DE PISÓN.

«Hemos comido arroz, arroz, arroz».

Sólo que estas últimas noches no hay tertulias en nuestra plaza, ni al menos en la mitad de la calle del Pozo que va a desembocar en ella. No hay tertulias ni ruidos de televisores por las ventanas abiertas porque se sabe que Baltasar está muriéndose, por respeto a su lenta agonía. Al otro lado de la calle, frente a mi balcón abierto, está la casa de Baltasar, prolongada por el muro blanco de los corrales y el huerto. Es la casa más grande y sus corrales y su huerto también son los más extensos del barrio. Hay grandes higueras, una palmera que casi llega a la altura del balcón donde yo estoy asomado, cuadras hondas para los mulos y los cerdos, cercados para los pollos de cresta roja y para los pavos que responden como un coro idiota cuando se los interpela desde lejos. Cuando yo era pequeño mi tío Pedro me tomaba en brazos junto al balcón abierto y me mostraba el huerto de Baltasar y su muchedumbre de pavos y me decía que los pavos hablan y entienden lo que se les dice, y pueden responder a las preguntas. Gritaba, para demostrármelo: «¡Pavos de Baltasar! ¿Qué habéis comido hoy?». Del corral subía hacia nosotros, desde el otro lado de la calle estrecha, un gran clamor de sonidos guturales, como de erres y de oes que mi tío Pedro traducía para mí: «Hemos comido arroz, arroz, arroz». El 25 de agosto, el día del santo de la mujer de Baltasar, las puertas del huerto que daban a la calle del Pozo se abrían para los invitados en una fiesta de manteles blancos sobre largas mesas de convite y bombillas de colores colgadas en hileras entre los árboles. Una pequeña orquesta de saxofón, batería, contrabajo y acordeón tocaba pasodobles y canciones modernas. Había grandes garrafas de vino y neveras con barras de hielo para mantener frescas las botellas de cerveza, platos de gambas cocidas, de aceitunas, de patatas fritas, gaseosas y Coca-Cola para los niños. A la mañana siguiente, al barrer las puertas de las casas, rociando la tierra con el agua de los cubos de fregar para que se asentara el polvo, las vecinas comentaban entre sí que la fiesta de Baltasar había sido «como una boda».

Antonio Muñoz Molina
El viento de la Luna


El 20 de julio de 1969 la misión espacial del Apolo XI se posa en el Mar de la Tranquilidad, convirtiendo a su comandante, Neil Armstrong, en el primer hombre que pisa la luna. Las noticias sobre el viaje son el hilo conductor de esta novela protagonizada por un adolescente que, fascinado por estos acontecimientos, asiste al nacimiento de una nueva época, el universo que le rodea comienza a serle tan ajeno como su propia felicidad infantil.
El viento de la Luna es un viaje a la memoria, una sucesión de golpes de efecto y defecto de la nostalgia, cuya trampa siempre somos propensos a pisar. Ampliamente descriptiva, con una delicada prosa, pareciera que no ocurriese mucho en la novela. Sin embargo, es cuestión de atender los recuerdos del niño triste pero cargado de sueños para llegar a la conclusión de que al parecer también está hablando por nosotros, por nuestros recuerdos.
Historia de iniciación magistralmente narrada, El viento de la Luna posee elementos que remiten al mundo de escritores como Salinger o Philip Roth, pero también es un nuevo episodio en el ciclo narrativo de Mágina, como reconocerán enseguida los lectores de Beatus Ille y El jinete polaco. La imagen de un futuro de ciencia ficción a los ojos del protagonista que ya es recuerdo nostálgico para el lector es uno de los mayores aciertos de esta cautivadora novela.
El viento de la Luna es una obra con claras reminiscencias biográficas. Un niño con esa capacidad de maravillarse ante la ciencia y la historia, atribulado por las fantasías de viajes espaciales, lector compulsivo, naturalmente tenía que convertirse en escritor.


Más caro que el salmón de Alagón

Más caro que el salmón de Alagón
Así suele decirse para ponderar el precio exorbitante de una cosa. Algunos dicen, impropiamente, Más caro que el salmón de Aragón.
  Su origen es el siguiente. Se cuenta que hace siglos, al pasar por el pueblo de Alagón (provincia de Zaragoza) un arriero que conducía una carga de salmones con destino a la citada capital (algunos dicen que con destino a la mesa del rey), consiguieron, amenazando de muerte al arriero, que este les vendiese una arroba, alegando que la pagarían al mismo precio que la pagasen en Zaragoza, porque ellos no eran menos que los de la capital.
Enterado del caso el regidor perpetuo de Zaragoza, hombre rico y de buen humor, tasó, como era costumbre entonces, el valor del pescado, y dio al arriero testimonio de habérselo comprado a razón de onza de oro por onza de pescado, con lo cual, los vecinos de Alagón tuvieron que pagar por la arroba de salmón «requisada» la friolera de 138.240 reales.
Conozco varias versiones de este episodio, coincidentes todas ellas en lo esencial: la de Pardo Asso en su Nuevo diccionario etimológico aragonés (Zaragoza, 1938); la de Vergara Martín en su Diccionario geográfico popular; la del brigadier Nogués, en El Averiguador Universal, n.º 75, de 15 de febrero de 1882; la de Sbarbi en su Gran diccionario de refranes (p. 878) y, finalmente, la más extensa, que publicó Vicente de la Fuente en el Semanario Pintoresco Español, n.º 24, de 12 de junio de 1842.
Vicente de la Fuente supone que el suceso del salmón ocurrió en el siglo XVIII y en un martes de la Semana Santa. Dice que el arriero transportaba dos cargas de pescado y que el alcalde de Alagón, después de apalearle, le obligó a vender una arroba.
«He oído decir —agrega De la Fuente— que, después de un ruidoso pleito, el pueblo tuvo que pagar, habiendo sido obligado a otorgar un censo a favor del arriero con el capital importe del salmón…; añadía el que me lo refirió que dicho censo se venía pagando hasta estos últimos años».
(Vicente de la Fuente calcula que si los de Alagón dispusieron de una arroba aragonesa —que consta de 36 libras de 12 onzas cada una—, el capital del censo importaría 138.240 reales de moneda de Castilla).
Lo del censo parece cosa cierta. Poseo copia de una carta que en noviembre de 1924 dirigió el coadjutor de la parroquia de Alagón, José Solanas, al sacerdote navarro Simón Urtasun, en la cual le refiere la historia del salmón, tal como la había oído referir, muchos años atrás, a los más viejos del pueblo.
Según esa carta, ocurrió el episodio en un día de agosto de comienzos del siglo XVII, y el corregidor de Zaragoza, entregando al despojado arriero una onza de oro, le dijo: «Este es el precio de la onza de salmón, y te daré justificante y facultades para que te persones en Alagón y hagas efectivo el precio del pescado consumido».
Los de Alagón se vieron compelidos a pagar. Pocos, muy pocos, pudieron abonar de momento su parte. Algunos se comprometieron a abonarla en tres o cuatro plazos. Y los más hipotecaron sus casas con un censo perpetuo de seis reales anuales los unos, y de doce los otros.
«En la calle de Barrio Nuevo —añade Solanas—, que está próxima al lugar donde se desarrolló el famoso episodio, hay todavía casas, en cuyas escrituras de compra o herencia aparece una cláusula del tenor siguiente: Se halla gravada esta finca con un censo, llamado del Salmón; pero hace mucho que no se cobra».
Simón Urtasun, a quien debo la copia de esta carta, publicó en El Pensamiento Navarro (24 de agosto de 1955) un artículo, titulado «El salmón de Alagón», donde dice que, según tradición constante en Espinal (Navarra), los arrieros que conducían el salmón desde la Montaña de Navarra a Zaragoza eran sirvientes del vecino de aquella villa Martín de Espinal, el Aragonés, que a comienzos del siglo XVII ejercía el comercio ambulante en gran escala entre Navarra y Aragón.
Añade que, según documentos que se conservan en Espinal, la historia del salmón ocurrió en los años 1620-1622. «El lucro alcanzado debió de ser tal que permitió a Martín de Espinal comprar por esos años varios solares para edificar, construir una gran casa para sí (la llamada Casa Echeberri, edificada en 1625), dotar a una hija monja y costear la carrera eclesiástica a un hijo, que años después fue abad (párroco) de Mezquíriz-Ureta…». Queda memoria del hecho referido en un estribillo que ha sobrevivido tres siglos, así en Alagón como en Espinal:
El salmón a doblón;
que así lo pagaron
los del Alagón.

José María Iribarren
El porqué de los dichos
Sentido, origen y anécdotas de dichos, modismos y frases proverbiales


«Culo de mal asiento», «Quien se va a Sevilla pierde su silla», «Tener guardadas las espaldas», «A palo seco», «Vete a la porra»? Cabe preguntarse no sólo qué significan, sino de dónde provienen y cuál es el uso correcto que debemos darle.
Este libro nos permitirá repasar nuestro acervo cultural mientras disfrutamos de las anécdotas históricas a las que cada uno nos remite.


Los conventos

Los conventos
Las almas más enérgicas, más grandes, más españolas de los siglos pasados están en los conventos. Lecciones provechosas, fecundas lecciones de fe y entusiasmo puede tomar el artista en las vidas de Teresa de Jesús, Juan de la Cruz, Juan de Avila, Alvaro de Córdoba, Luis de Granada.
Todo el genio de la raza está aquí. No es inactivo, silencioso y absorto en los grandes claustros solitarios el misticismo español; es religión batalladora, inquieta, andariega, proselitista; peregrinea en largos viajes, predica en campos y ciudades, funda monasterios, reforma Ordenes, combate la herejía, mantiene perpetua batalla contra las pompas y lacerías del mundo.
¿Hay espíritu español más enérgico e indomable que el de la mujer de Avila? Admira la obra por ella realizada. Pobre, achacosa, desamparada de todos, combatida por el dolor, recorre España entera, de Salamanca a Toledo, de Toledo a Sevilla, de Sevilla a Valladolid. Cierto, más caridad había entonces, más viva fe ardía en los pechos; pero, ¡cuan más ruda y feroz la vida, qué de peligros en los caminos, y desapacibilidad en las posadas, y lentitud en el comercio social! Estableció Teresa de Jesús, personalmente, diez y seis monasterios; tal era su ansia que, apenas llegada a un pueblo, fundaba en cualquier mezquina casa, y se apresuraba, para dar por definitiva la fundación, a manifestar el Santísimo, trastocando el zaguán en iglesia. Ni ella ni sus compañeras contaban con medios dé fortuna ni tenían valiosas influencias. Hubo, por el contrario, que vencer formidables obstáculos y desvanecer pertinaces persecuciones, como la de las monjas de la Encarnación en Avila. Veíanse también a cada paso obligadas a disipar las suspicacias que sus míseras personas inspiraban a los dueños de las casas que trataban de alquilar. Vuelcos, nieves, aguaceros, penalidades de todo género sufrieron en sus peregrinaciones. Una madrugada, en Medina del Campo, estuvieron a punto de ser topadas de unos toros que entraban para correr: «Fué harta misericordia del Señor —escribe Teresa— que aquella hora encerraban toros, para correr otro día, no nos topase alguno. Con el embebecimiento que llevábamos, no había acuerdo de nada». A pique estuvieron de anegarse en un río, cerca de Burgos, al vadearlo; delicioso es el relato de un grande espanto que tuvieron posando una noche (noche de Animas) en un destartalado caserón de Salamanca. Parece que el continuo batallar acrece el subido temple de este portentoso espíritu. Acaso a sus mismas hermanas inspira su energía algo más que respeto. Abundan los pasajes que autorizan la certeza. Escribiendo a la priora de Sevilla, le dice que sentía que, amándola como hija, no gustase mucho de estar siempre con su madre. Manifiesta claramente, en otra carta al P. Gracian, que hánla comenzado a tomar miedo.
Tan admirable como en vida fué en muerte. Extenuada de inanición y de cansancio, llega un día a Alba de Tormes. Pónese en cama; pero a la mañana siguiente, a pesar de todo, se levanta y comulga, y practica todos los actos de comunidad durante nueve días. Por fin no puede más y cae abatida. A las cinco de la tarde, víspera de San Francisco —dice una de sus compañeras—, pidió el Santísimo Sacramento. Estaba tan postrada que no se podía mover; dos religiosas la ayudaban, y mientras llegaba el Viático les dijo a todas: «Hijas mías y señoras mías: por amor a Dios las pido tengan gran cuenta con la guarda de la regla y constituciones, que, si las guardan con la puntualidad que deben, no es menester otro milagro para canonizarlas; ni miren el mal ejemplo que esta mala monja las dio y ha dado, y perdónenme».
El Viático llega; Teresa de Jesús, «con estar tan rendida», arrodíllase en la cama y aun intenta arrojarse de ella, «y poniéndosele el rostro con grande hermosura y resplandor, e inflamada en el divino amor, con gran demostración de espíritu y alegría, dijo al Señor cosas tan altas y divinas, que a todas ponía gran devoción». Al otro día expira. Fué a gozar de Dios como una paloma, dice la venerable Ana de San Bartolomé…
¿Cómo pintar en breves páginas cuánto de admirable presenta en este sentido el alma española? Esforzado espíritu es también el de Fray Luis de Granada[1]. No es sólo Granada un místico; es un gran orador y un gran prosista. El llamado abate José Marchena, sujeto nada lerdo en cuestiones de estilo, siquiera en otras cosas desbarrase de firme, decía de los libros de Granada que su meditación y lectura «son acaso el estudio más provechoso para los que quisieran escribir dignamente el castellano». Maestro de Fray Luis fué Juan de Avila. «Más debo yo a vuesa mermed y a sus consejos que a muchos años de estudio», decíale en cierta ocasión el autor de la Guía de pecadores. «El verdadero maestro es Dios, a quien se debe toda honra y gloria», contestó humildemente el santo varón. Pero mientras Avila era fogoso, desarreglado, improvisador en sus discursos; Granada era ordenado, metódico, fiel observante de las reglas de la retórica. Cuenta Martin Ruíz de Mesa, biógrafo de Juan de Avila, que, comiendo los dos religiosos juntos un día que Avila predicó un elocuentísimo sermón, díjole Fray Luis: «Cierto, Padre maestro, que no ha dejado hoy vuestra Reverencia piedra en la retórica que no haya movido». Y respondió Fray Juan: «No me cuido de eso en verdad». Y pidiéndole el P. Fray Luis el sermón para copiarle, sacó del seno una dobladura de una carta, donde en pocos renglones estaban los puntos reducidos.
No enturbió la fama la modestia de Fray Luis. Tan grandes como su virtud y doctrina eran sus penitencias. Renunció modestamente los honores con que intentaban distinguirle reyes y magnates; renunció, con verdadero tesón, el arzobispado de Braga. Levantábase ordiarinamente a las cuatro; ocupábase en su ministerio hasta las ocho; de las ocho hasta el mediodía, trabajaba, bien escribiendo de su mano, bien dictando a un escribiente, «con tanta prontitud como si delante de los ojos tuviera escrito lo que iba diciendo»; dedicaba la tarde, parte a obras de caridad y oración, parte al trabajo literario. Su comida era fragilísima; dura su cama; la camisa de estameña gruesa y áspera; raidísimos y desabrigados sus hábitos aun en lo más recio del invierno. «El desabrigo de un hombre anciano y tolerancia porfiada de los fríos y otras inclemencias —dice su biógrafo Luis Muñoz— es una mortificación muy molesta, de poco ruido, pero de gran mérito». Murió a los ochenta y cuatro años. Perseveró en sus trabajos literarios hasta su última enfermedad. «La muerte le quitó la pluma de la mano».
Esta fortaleza de ánimo e impasibilidad a los rigores del sufrimiento no es sólo patrimonio de estos grandes varones; es, por el contrario, generalísima en todas las órdenes religiosas. Un día, por ejemplo, el prior de un monasterio de Granada llama a uno de los religiosos y le ordena que se ponga de rodillas (actitud en que los religiosos reciben la imposición de obediencia), y ya en esta forma le manda que vaya a Tierra Santa, a la casa que allí posee la Orden. El religioso sale de Granada el II de Julio de 1626; marcha a pie a Alicante; no encuentra allí las galeras en que ha de embarcarse y pasa a Valencia; no halla tampoco proporción aquí, y pasa a Vinaroz, y de Vinaroz vése también obligado a salir para Barcelona, a donde llega el 23 de Agosto. Sus arreos de viaje no pueden ser más sencillos. «No llevaba —dice— más que un hábito, túnica y manto y una alforjilla en que llevaba unos paños menores, dos pañuelos, hilo, pedernal, eslabón y yesca y otras cosillas necesarias para el camino». ¿Creerá el lector que esto es una fantasía? Pues tal es el viaje (uno de tantos viajes) que realizó el franciscano Fray Antonio del Castillo, según lo cuenta en su libro El devoto peregrino, una de las obras más leídas en el siglo XVII.
A pie y descalza viajó también de Granada a Roma la venerable María de Jesús cuando fué a pedir licencia al Papa para reformar la Orden del Carmen, antes de que en ello pensase la mística de Avila…
Afables, sonrientes, con la apacibilidad de la virtud sincera, los buenos religiosos batallan en los claustros, o corren a la ventura, predicando la Fe, el mundo…
Fuentes:
Teresa de Jesús. Libro de las fundaciones, Vida, Cartas.
Luis Muñoz. Vida y virtudes del venerable varón el Padre Maestro Fr. Luis de Granada. (Madrid, 1782).

Azorín
El alma castellana
(1600-1800)


El alma castellana es un texto emblemático de José Martínez Ruiz, en el que alimenta el primer Azorín, aparecido en la primavera de 1900, y que incorpora, modificado en parte, su anterior folleto Los hidalgos. Supone una reconstrucción histórica de los siglos XVII y XVIII. Sin ser plenamente obra que marque un punto de inflexión, sí que significa una transición marcada hacia los temas que van a configurar, en el futuro, su estética, desarrollada en un estilo más cuidado, mejor construido, de mayor contenido lírico y con una preocupación destacada por penetrar en la esencia de las cosas, dirigiendo el foco de atención artística hacia los pequeños hechos de la vida cotidiana.

Finnegans Wake. «Pensando que probablemente nunca lo leería, lo cogí y empecé a leer. Me ha costado dejarlo. No es que sea fácilmente comprensible, pero tiene verdadera gracia.

Una semana después (22 de agosto), aún en el apartamento de tu madre, en Newark, con Bob P. ya ausente sin duda, una confusa carta de seis páginas que, extraña y pretenciosamente, arranca con una serie de frases entrecortadas: «Aquí. Estoy aquí. Sentado. Quiero empezar, pero poco a poco, porque siento el impulso de decirme que debo seguir durante un tiempo, quizá demasiado… Oirás, ahora, antes de que diga aquello que quiero decirte aquí sentado, cosas, tonterías, lo que llaman noticias, o cháchara, pero que yo denomino, quizá tú también…, “ejercicio de calentamiento”, que es, te lo aseguro, una simple manera de hablar, porque desde luego ya tengo bastante calor (es verano, ya sabes).» Tras algunas observaciones morbosas sobre el horror y la inevitabilidad de la muerte, cambias de pronto de tema y declaras tu intención de hablar únicamente de cosas alegres. «Mientras bajaba no hace mucho por el monte Putney, después de haber ascendido hasta la cumbre, me vino súbitamente a la cabeza, como un relámpago, por así decir, o tuve conocimiento, mejor dicho, de la única cosa verdaderamente cómica del mundo. Lo que no equivale a afirmar que no haya muchas cosas cómicas. Pero no son puramente cómicas, porque todas tienen su lado trágico. Sin embargo, esta siempre lo es, nunca falla. Es el pedo. Ríete si quieres, pero eso solo reforzaría mi argumento. Sí, siempre resulta gracioso, nunca puede tomarse en serio. La más encantadora de todas las debilidades humanas». Luego, tras otro giro inopinado «(He parado a encender un cigarrillo: de ahí el hiato en la sempiterna línea recta de mi pensamiento)», anuncias que hace poco has comprado un ejemplar de Finnegans Wake. «Pensando que probablemente nunca lo leería, lo cogí y empecé a leer. Me ha costado dejarlo. No es que sea fácilmente comprensible, pero tiene verdadera gracia. Tú lo has leído un poco, ¿verdad? Hay mucho ahí». Unas cuantas frases después: «Tengo que trabajar mucho la obra de teatro. Tras haber empezado ayer a escribir de nuevo, después de no haberla mirado desde hace dos semanas, me parece que tengo mucho que hacer». El manuscrito de aquel temprano esfuerzo se ha perdido, pero esa afirmación demuestra que ya por entonces escribías con ahínco, que ya pensabas en ti mismo como escritor (o futuro escritor). Luego, sin duda respondiendo a una pregunta formulada por Lydia en una carta de contestación a la tuya anterior: «Fuimos a una playa llamada North Truro. Llegamos a las seis: la hora justa. Me gustaron sobre todo las sombras en las huellas de las pisadas». Un poco más adelante, al hacer un comentario sobre algo que debía de haber dicho en su carta: «… para empezar otra vez, para escribir, debes meditar, en el verdadero sentido de la palabra. Honrada, penosamente. Entonces afloran las cosas ocultas. Debes olvidar a la Lydia cotidiana, a la Lydia de tu hermana, a la Lydia de tus padres, a la Lydia de Paul; pero además debes estar en condiciones de volver a ellos, sin perder la “inspiración”. No es que ambos mundos sean incompatibles, pero hay que comprender sus interconexiones». Finalmente, cuando te acercas a la última página de la carta, le dices que te estás expresando mal. «Qué difícil. Ya ves, todo este asunto de la vida me tiene infinitamente confuso. Todo un desbarajuste, patas arriba, un desastre. Sé que siempre será lo mismo: confusión. Y cómo me desprecio por hablarte de las cosas buenas de la vida… cuando me llamaste la noche que estabas enferma. ¿Qué sentido tiene? ¿Por qué vivir? No quiero hacer el tonto. En el fondo, según creo más firmemente que en cualquier otra cosa, lo único que importa es el amor. Ah, los viejos clichés… Pero eso es lo que creo. Creo. Sí. Yo. Creo. Estoy perdido sin él. La vida es una triste broma pesada sin él».

Paul Auster
Informe del interior


¿Quién eras, hombrecillo? ¿Cómo te convertiste en persona capaz de pensar, y si podías pensar, adónde te llevaban tus pensamientos? Desentierra las viejas historias, escarba por ahí, a ver qué encuentras, luego pon los fragmentos a la luz y échales un vistazo. Hazlo. Inténtalo.
Con estas palabras se dirige Paul Auster a su yo infantil al comienzo de Informe del interior, obra memorística (compañera de Diario de invierno) en la que el autor norteamericano se sumerge en su visión del mundo desde la primera niñez e indaga, a través de los recuerdos, en su desarrollo moral e intelectual. A base de objetos, cartas y fotografías, Auster explora el despertar en su infancia a la vida y a la escritura, y cimienta su obra autobiográfica más personal.


«Pasé por aquí, pasé por allá, me calcé y se me rompió el calzado».

Entrevista con Fadela
Pregunta: Fadela, ¿quién te contaba los cuentos?, ¿de quién los aprendiste?
Respuesta: Los cuentos los empecé a aprender y a contar cuando ya era mayorcita [a partir de 10 años]. Como siempre he trabajado rodeada de mujeres, en los momentos de descanso, en vez de criticar a la gente, meternos con unos y con otros, nos poníamos a contar cuentos.
Y el recuerdo más vivo que tengo es cuando estuve ingresada en el hospital por una operación. Conocí a una mujer en el hospital y matábamos el tiempo contándonos cuentos. Sobre todo ella a mí. Me contaba cuentos de muchas clases, sobre todo de los hombres de los que no hay que fiarse, cuentos de amistad entre mujeres. Los cuentos que me contaba le recordaban momentos de su propia vida, que también me contaba.
P: Cuando eras pequeña, ¿no te contaban cuentos tus padres, tus abuelos, etc.?
R: No, no recuerdo que ningún miembro de mi familia me haya contado cuentos. Nadie me contaba cuentos.
P: ¿No recuerdas que a los cuatro o cinco años tu abuela o tu madre te contasen cuentos?
R: No. Yo me crié en el campo con mi abuela y mi abuela no me contaba cuentos, porque las historias que sabía eran verdaderas y no las contaba por miedo. Decía que no tenía que hablar, que no podía contarlas. Nos entretenía, más bien, con adivinanzas.
P: ¿Para qué sirve contar cuentos?, ¿qué sientes cuando los cuentas?
R: Sirve para entretenerse uno mismo en vez de andar hablando mal de la gente.
P: Y ¿qué sientes cuando los cuentas?
R: Me meto tan dentro de los cuentos que parece que son historias que me pasan a mí. Prefiero que alguien se ponga a contarme cuentos a que alguien se ponga a criticarme.
P: Y todos los cuentos que te han contado, cuando tú los cuentas, ¿los cambias?
R: No. Creo que no hay ningún cambio. Igual que me los cuentan ellas, los cuento yo. La mujer que me dejó tan buen recuerdo con sus cuentos en el hospital, tenía sesenta y cinco años. Tenía un negocio de preparación de bodas, desde la comida hasta poner guapa a la novia, vestirla y todo eso. Ella misma tenía gente trabajando.
P: ¿Ves si hay mucha diferencia entre cuentos de niños, de mayores, de espíritus…?
R: Sí, hay mucha, porque hay muchos cuentos de mayores que son verdes, pero yo sé que tú no te estás dedicando ahora a esos cuentos…
P: ¿Hay cuentos que dan mala suerte o buena suerte, que influyen de alguna manera en la que los cuenta?
R: Sí. Hay cuentos así. De hecho, cuando se acaba un cuento siempre se dice: «Pasé por aquí, pasé por allá, me calcé y se me rompió el calzado».
P: ¿Y qué significa exactamente esa frase?
R: No lo sé, pero siempre terminan los cuentos así. Por ejemplo en Timsaman dicen: «Pasé por un río, y pasé por otro, iba calzada pero se me rompió». Esto quiere decir que el que se calza tiene unos zapatos nuevos y se le rompen.
Alhucemas, casa de la entrevistada, 21 de agosto de 2002

Anónimo
Cuentos populares del Rif
Contados por mujeres cuentacuentos
Zoubida Boughaba Maleem (recopilación)

La puerta de las oficinas de Financial Counselor estaban equipadas con una mirilla como las de los establecimientos ilegales de bebidas alcohólicas.

La primavera y los comienzos del verano trajeron días tranquilos para Goldman, Sachs; en realidad, era un período de preparación para mayores empeños. El 26 de julio la compañía estaba lista para ellos. En esta fecha la Trading Corporation, de común acuerdo con Harrison Williams, dio a luz la Shenandoah Corporation, el primero de dos notables trusts. La inicial emisión de valores por parte de Shenandoah fue valorada en 102.500.000 dólares (dos meses más tarde se hizo una nueva emisión) y, según se dijo entonces, fue supersuscrita por siete veces su valor nominal. Se componía de acciones ordinarias y preferentes, pues para esa época Goldman, Sachs ya conocía las ventajas de la palanca. De los cinco millones de acciones ordinarias que incluía la oferta inicial, Trading Corporation adquirió dos, y Central States Electric Corporation otras dos por encargo del copatrocinador Harrison Williams, miembro del restringido consejo de administración de Goldman, Sachs and Company. Otro miembro del mismo consejo fue un distinguido abogado de Nueva York, cuya falta de lucidez puede atribuirse quizás a su juvenil optimismo. Me refiero al señor John Foster Dulles. El papel de Shenandoah se emitió a 17,50 dólares. Sobre este precio base de emisión se desarrolló una contratación realmente vigorosa. Ofrecida al mercado, abrió a 30, alcanzó la cota 36 y cerró a 36, es decir, 18,5 por encima del precio de emisión. (Al acabar el año era ocho veces y una fracción superior a éste. Cuando llegó el rechinar y crujir de dientes se cotizaba a cincuenta centavos).
Mientras tanto, Goldman, Sachs and Company preparaba ya su segundo homenaje al país natal de Thomas Jefferson, el profeta de las pequeñas y modestas empresas. No era otro que la puesta en marcha de la todavía más poderosa Blue Ridge Corporation, que hizo su aparición el 20 de agosto. Blue Ridge se fundó con un capital de 142 millones de dólares, y lo más sorprendente de todo residía en el hecho de que su patrocinador fue la Shenandoah, sólo veinticinco días más vieja. Blue Ridge se beneficiaba del mismo consejo de directores que Shenandoah, incluido el aún optimista señor Dulles. De sus 7.250.000 acciones ordinarias (también se hizo una considerable emisión de preferentes). Shenandoah suscribió un total de 6.250.000. Goldman, Sachs aplicaba ahora la técnica de la palanca con verdadera saña superadora.
La Blue Ridge aportaba la interesante novedad de ofrecer al inversor la oportunidad de deshacerse del papel rutinario cambiándolo directamente por acciones ordinarias y preferentes de la nueva sociedad. Un tenedor de American Telephone and Telegraph Company podía adquirir 470/ 715 acciones de Blue Ridge (ordinarias y preferentes) por cada acción de Telephone que entregase. Iguales privilegios se otorgaron a los tenedores de Allied Chemical and Dye, Santa Fe, Eastman Kodak, General Electric, Standard Oil de New Jersey y otros quince valores. Esta oferta suscitó extraordinario interés.
El 20 de agosto, día en que nació Blue Ridge, fue martes, pero no se agotó con ello la tarea semanal de Goldman, Sachs and Company. El jueves, en efecto, Goldman Sachs Trading Corporation anunció la adquisición de la Pacific American Associates, un trust de inversión de la Costa Oeste, el cual, a su vez, había comprado recientemente una buena cantidad de pequeños trusts de inversión y era dueño, además, de la American Trust Company, un importante banco comercial con numerosas ramificaciones por toda California. Pacific American poseía un capital de 100 millones de dólares aproximadamente. Con vistas a la fusión, Trading Corporation había hecho otra emisión por valor de 71.400.000 dólares en títulos, que había cambiado por el capital comercial de la American Company, la holding que poseía más del 99 por ciento de las acciones ordinarias de la American Trust Company.
Tras el ímprobo destajo de emitir títulos por valor de más de 250 millones de dólares en menos de un mes —operación que en cualquier otra época no habría dejado de impresionar al fisco de los Estados Unidos—, la actividad de Goldman, Sachs cedió un tanto. De todas formas, sus activistas no fueron las únicas personas ocupadas durante este tiempo. ¡Qué tristes jornadas las de agosto y septiembre en las que no se anunciaba la constitución de ningún trust nuevo ni los «viejos» hacían nuevas emisiones! El día 1 de agosto, los periódicos anunciaron la formación de la Anglo-American Shares, Inc., compañía que —haciendo gala de un esmerado toque soigné pocas veces visto en una sociedad de negocios de Delaware— contaba entre sus directores al marqués de Carisbrooke, GGB, GCVO, y coronel, el Master de Sempill, AFC, también conocido como presidente de la Royal Aeronautical Society de Londres. Ese mismo día se constituyó la American Insuranstocks Corporation, aunque esta última sólo pudo jactarse de tener como director a un tal William Gibbs McAdoo. Los días siguientes aparecieron Gude Winmill Trading Corporation, National Republic Investment Trust, Insull Utility Investments, Inc., International Carriers, Ltd., Tri-Continental Allied Corporation y Solvay American Investment Corporation. El día 13 los periódicos anunciaron que el fiscal auxiliar federal había visitado las oficinas de la Cosmopolitan Fiscal Corporation y un servicio de inversión llamado Financial Counselor. En ambos casos los principales estaban ausentes. La puerta de las oficinas de Financial Counselor estaban equipadas con una mirilla como las de los establecimientos ilegales de bebidas alcohólicas.

John Kenneth Galbraith
El crash de 1929


La crisis económica y financiera de 1929 dio origen a la gran depresión de los años treinta. John Kenneth Galbraith nos presenta aquí una historia y un análisis de esos hechos, y desentraña los procesos y mecanismos que, desde los años del boom inmobiliario de Florida hasta el desastroso otoño de 1929, alimentaron la fiebre especulativa y la ilusión del dinero fácil.

Evelyn

Evelyn
La siguiente novela ha sido dedicada con su permiso a la señorita Mary Lloyd por su obediente y humilde servidora,
La autora.
En una parte retirada del condado de Sussex, hay (si no me equivoco) un pueblo llamado Evelyn, quizá uno de los lugares más bellos del sur de Inglaterra. Un caballero que pasaba por allí a caballo, hace unos veinte años, compartió de tal forma mi opinión al respecto, que se detuvo ante la pequeña taberna que hay en él y preguntó con gran interés si había alguna casa en alquiler en la parroquia.
La tabernera, que como todo el mundo en Evelyn era extraordinariamente amable, movió la cabeza pero pareció no querer darle ninguna respuesta. Él no podía soportar aquella incertidumbre, pero tampoco sabía cómo obtener la información que deseaba. Repetir una pregunta que ya había hecho sentir incómoda a la mujer era imposible. Se dio la vuelta, visiblemente agitado. «¡En menuda situación me encuentro!», se dijo a sí mismo mientras se dirigía a la ventana y empujaba el marco hacia arriba. Se sintió aliviado por el aire, que sentía mucho más, ahora que la ventana estaba abierta, que antes. Sin embargo esto duró solo un momento. El dolor agónico de la duda y de la incertidumbre volvieron a hacer mella en su estado de Ánimo.
La buena mujer, que había observado las distintas expresiones operadas en el rostro de este, en profundo silencio y con esa benevolencia que caracteriza a todos los habitantes de Evelyn, le rogó que le informara de la causa de su desasosiego.
—¿Hay algo que yo pueda hacer para dulcificar sus penas, señor? Dígame de qué manera podría aliviarlas, y créame que el amistoso bálsamo de la ayuda y el apoyo no le faltará. Porque sepa, señor, que tengo un alma piadosa.
—Amable mujer —dijo el señor Gower, conmovido casi hasta las lágrimas por este generoso ofrecimiento—, esta grandeza de corazón de alguien para quien soy casi un desconocido, hace que desee aún más ardientemente una casa en este dulce pueblo. ¡Qué no daría por ser su vecino, por ser bendecido con su trato y con el conocimiento aún mayor de sus virtudes! ¡Oh, con qué placer me formaría con su ejemplo! Dígame pues, flor entre las mujeres, ¿no existe ninguna posibilidad? No puedo hablar. Ya sabe qué es lo que quiero.
—¡Ay, señor! —replicó la señora Willis—. No hay ninguna. Debido a su encantadora situación y a la pureza de su aire —en la que la miseria, la mala voluntad y el vicio nunca tuvieron cabida—, todas las casas de este pueblo están habitadas. Sin embargo —dijo tras una breve pausa—, hay una familia que, aunque está profundamente arraigada al lugar, posee una peculiar generosidad, y quizá estaría dispuesta a cederle su casa.
El señor Gower se aferró en seguida a esta posibilidad y, después de obtener la dirección del lugar, se encaminó hacia él inmediatamente.
Al acercarse a la casa se sintió encantado con su situación. Se encontraba en el centro exacto de un prado circular, cercado con una valla y bordeado por una plantación de chopos lombardos y por tres hileras de abetos plantados a tresbolillo. Un camino de gravilla transcurría por esta hermosa maleza y, como el resto del prado, estaba desprovisto de Árboles; su superficie era perfectamente lisa y suave, y a su lado pastaban cuatro vacas blancas dispuestas a igual distancia unas de otras. Todo ello hizo que, cuando el señor Gower entró en el prado, el espectáculo que encontró fuese extraordinariamente sorprendente. Un camino de gravilla bellamente circular conducía sin vueltas ni interrupción alguna hasta la casa.
El señor Gower llamó a la puerta, y esta le fue abierta en seguida.
—¿Están el señor y la señora Webb en casa?
—Sí, buen señor, lo están —replicó el criado.
Y precediéndole, condujo al señor Gower hasta un vestidor muy elegante del piso superior, donde, levantándose de su asiento, una dama le dio la bienvenida con toda la generosidad que la señora Willis había atribuido a la familia.
—Bienvenido, príncipe de los hombres. Bienvenido a esta casa y a todo lo que contiene. William, informe a su señor de la felicidad de la que disfruto e invítele a compartirla conmigo. Traiga un poco de chocolate en seguida, ponga un mantel en el saloncito y sirva el pastel de venado. Mientras tanto, ofrezca al caballero unos bocadillos y traiga una cesta con fruta. Haga subir unos helados y una sopera. Y no olvide unas gelatinas y unos pasteles.
Y después, volviéndose hacia el señor Gower y sacando su monedero, añadió:
—Acepte esto, mi buen señor. Créame que todo lo que esté en mi mano darle es suyo. Ojalá mi monedero estuviera más cargado, pero el señor Webb arreglará esta deficiencia. Sé que tiene en la casa la suma de cien libras, cantidad que le será entregada inmediatamente.
El señor Gower se sintió desbordado por la generosidad de la dama, mientras se metía el monedero en el bolsillo, y, conmovido por un exceso de gratitud, apenas pudo expresarse inteligiblemente cuando aceptó las cien libras. El señor Webb entró en seguida en la habitación y repitió todas las muestras de amistad y cordialidad que su dama había hecho antes. El chocolate, los bocadillos, las gelatinas, los pasteles, el helado y la sopa hicieron su aparición. Después de probar un poco de cada cosa y de guardarse el resto en los bolsillos, el señor Gower fue conducido al saloncito y allí tomó una cena excelente, acompañada de los vinos más exquisitos, mientras el señor y la señora Webb se mantenían en pie a su lado, animándole a comer y a beber un poco más.
—Y ahora, mi buen señor —dijo el señor Webb, una vez que el señor Gower concluyó su comida—, ¿qué más podemos hacer para contribuir a su felicidad y expresarle el afecto que le profesamos? Díganos qué es lo que más desea y permita que le estemos muy agradecidos por comunicarnos sus deseos.
—Denme entonces su casa y sus tierras. No quiero nada más.
—Son suyas —exclamaron los dos a un tiempo—. Desde este momento son suyas.
El asunto quedó acordado y el señor Gower aceptó el regalo. El señor Webb ordenó el coche y pidió a William que llamara a las señoritas.
—Príncipe de los hombres —dijo la señora Webb—, no le molestaremos más.
—No se disculpe, querida señora —replicó el señor Gower—, puede usted quedarse media hora más si quiere.
Ambos estallaron entonces en raptos de admiración por su cortesía, aunque creyeron que esta no hacía sino agravar la inexcusable conducta de ellos por permanecer allí robándole su tiempo.
Las señoritas entraron en la habitación. La mayor tendría unos diecisiete años, la otra, varios menos. Tan pronto sus ojos se fijaron en la señorita Webb, el señor Gower sintió que más que la casa que acababa de recibir necesitaba otra cosa para ser feliz. La señora Webb le presentó a su hija.
—Mi amor, este es nuestro querido amigo, el señor Gower. El señor Gower ha sido tan generoso que ha aceptado esta casa como regalo, a pesar de lo pequeña que es, y ha prometido quedarse con ella para siempre.
—Señor —dijo la señorita Webb—, permítame que le agradezca muchísimo su amabilidad, más halagadora aún teniendo en cuenta la brevedad de su relación con mi padre y mi madre.
El señor Gower inclinó la cabeza.
—Es usted demasiado generosa, señora. Le aseguro que la casa me gusta muchísimo, y si sus padres completaran su gesto de generosidad ofreciéndome a su hija mayor en matrimonio con una buena dote, no habría nada más en el mundo que quisiera ambicionar.
Este cumplido hizo enrojecer las mejillas de la encantadora señorita Webb, quien pareció buscar la aprobación de su padre y de su madre. Ellos se miraron entre sí encantados. Finalmente, la señora Webb rompió el silencio, diciendo:
—El peso de nuestra deuda con usted es tan grande que nunca podremos compensarlo. Tome a nuestra niña, tome a nuestra Maria. En ella recae esa difícil tarea: devolverle de alguna manera todo el bien que nos ha hecho.
El señor Webb añadió:
—Su fortuna es de solo diez mil libras, una suma muy pequeña.
La generosidad del señor Gower restó inmediatamente importancia a esta objeción y se declaró satisfecho con la suma mencionada. El señor y la señora Webb, junto con su hija pequeña, se marcharon entonces, y los esponsorios de la hija mayor y del señor Gower se celebraron al día siguiente.
Este amable hombre se sintió completamente feliz. Estaba casado con una mujer encantadora y digna de todos los elogios, tenía una gran fortuna, una casa elegante en el pueblo de Evelyn, y podía cultivar su relación con la señora Willis. ¿Podía pedir más?
Durante varios meses pensó que no, hasta que un día, mientras paseaba por la maleza con Maria del brazo, observaron una rosa caída sobre la gravilla. Había caído de un rosal que, junto con otros tres, había sido plantado por el señor Webb para dar una agradable variedad al paseo. Estos cuatro rosales servían también para marcar los límites de la maleza, y por medio de ellos el viajero podía saber siempre cuánto había avanzado por el prado. Maria se agachó para recoger la bella flor y, con su habitual generosidad, se la ofreció a su esposo.
—Mi querido Frederic —dijo—, te ruego que aceptes esta encantadora rosa.
—¡Rosa! —exclamó el señor Gower—. ¡Oh, Maria, no sabes lo que ese nombre me ha recordado! ¡Ay, mi pobre hermana, cómo te he abandonado!
Lo cierto es que el señor Gower era el único hijo de una familia muy numerosa, de la cual la señorita Rosa Gower era la decimotercera hija. Esta señorita, cuyos méritos merecían un mejor destino del que había conocido, era la preferida de todos. La palidez de su piel y el brillo de sus ojos la hacían merecedora de ese afecto. Otra circunstancia contribuía al amor que todos le profesaban y es que tenía una de las matas de pelo más bonitas del mundo.
Pocos meses antes de la boda de su hermano, el corazón de esta se había prendado de las atenciones y encantos de un joven, cuya elevada posición social y expectativas parecían anticipar objeciones por parte de su familia, que no vería bien una unión que a los directamente implicados haría muy felices. El joven hizo proposiciones y su padre planteó objeciones. Se le pidió que abandonara Carlisle —donde se encontraba con su adorada Rosa— y que regresara a la casa familiar de Sussex. El joven se vio obligado a obedecer y, cuando el enfadado padre, tras una conversación con él, descubrió lo decidido que estaba a no casarse con ninguna otra mujer, le envió a pasar dos semanas a la isla de Wight, al cuidado de la familia Chaplin, con la esperanza de que el tiempo y la estancia en un país extranjero doblegaran su determinación.
Así las cosas, se prepararon para un largo adeiu a Inglaterra. Al joven noble no se le permitió ver a su Rosa. El barco zarpó, levantándose después una tempestad más poderosa que todas las artes de los marineros. La nave naufragó en la costa de Calshot y todas las almas que iban a bordo perecieron.
La noticia del triste acontecimiento pronto llegó a Carlisle, y la bella Rosa la recibió con un dolor que sobrepasa el poder de las palabras. De tal forma su aflicción se vería dulcificada por la obtención de un retrato del desventurado amante, que su hermano emprendió viaje a Sussex con la esperanza de que el severo pero también afligido padre no rechazara su petición.
Cuando llegó a Evelyn, no se encontraba a muchas millas del castillo de…, mas los felices sucesos que le habían acontecido en aquel lugar le habían hecho olvidar completamente el objeto de su viaje y a su hermana durante un tiempo. El pequeño incidente de la rosa le devolvió de repente la memoria y le hizo arrepentirse amargamente de su descuido. Volviendo a la casa inmediatamente, y agitado por la pena, la aprensión y la vergüenza, escribió a Rosa la siguiente carta:
Evelyn, 14 de julio.
Mi queridísima hermana:
Teniendo en cuenta que partí de Carlisle hace ahora cuatro meses y que no te he escrito en todo este tiempo, quizá me acuses injustamente de olvido y abandono. ¡Ay! Me sonrojo al pensar en la verdad de tu acusación. Sin embargo, si todavía vives, no pienses en mí con tanta dureza, ya que ni por un solo momento podría olvidar la situación de mi Rosa. Créeme que no pienso tenerte en el olvido ni un minuto más y que me dirigiré tan pronto como pueda al castillo de… si es que, por tu respuesta, sé que todavía vives.
Maria se une a mis mejores deseos para ti.
Afectuosamente,

F. GOWER.
El señor Gower esperó ansiosamente una respuesta a su carta, la cual llegó tan pronto como la gran distancia que le separaba de Carlisle podía admitir. Pero ¡ay!, no era de Rosa.
Carlisle, 17 de julio.
Querido hermano:
Mi madre se ha tomado la libertad de abrir tu carta a la pobre Rosa, ya que esta lleva muerta seis semanas. Tu larga ausencia y tu continuado silencio nos procuró a todos un gran desasosiego y apresuró su camino hacia la tumba. No hace falta, por tanto, que hagas el proyectado viaje al castillo de…
No nos informas sobre dónde has estado desde que dejaste Carlisle, ni nos das razón alguna sobre tu triste ausencia, lo que nos causa cierta sorpresa. Todos nos sumamos a enviar nuestros respetos a Maria, y te rogamos que nos digas quién es.
Tu afectuosa hermana,

M. GOWER.
Esta carta —por la cual el señor Gower se vio obligado a atribuir a su conducta la muerte de su hermana— fue un golpe tan violento para sus sentimientos, que, a pesar de vivir en Evelyn, donde apenas se había oído hablar de una cosa como la enfermedad, tuvo un ataque de gota que le confinó en su habitación, dando así la oportunidad a Maria de brillar en el papel favorito de sir Charles Grandison, el de enfermera.
Ninguna mujer fue nunca más amable de lo que fue Maria en tales circunstancias y, gracias a sus constantes atenciones, tuvo el placer de ver cómo su esposo recobraba gradualmente el uso de sus pies. Una bendita facultad que no había perdido, pues pronto se encontró en condiciones de salir de la casa, de montar a caballo y de cabalgar hasta el castillo de…, deseando saber si su señoría, dulcificado por la muerte de su hijo, consentiría en la unión de este y de Rosa de estar estos vivos. La amable Maria le siguió con los ojos hasta perderlo de vista y, hundiéndose en un sillón abrumada por la pena, se dio cuenta de que en ausencia de su esposo no podía disfrutar de ninguna paz.
El señor Gower llegó al castillo avanzada la noche. Estaba situado sobre un lugar eminente y boscoso, desde el cual se divisaba una bella vista del mar. Al señor Gower no le molestó aquella situación, aunque desde luego estaba muy por debajo de la de su propia casa. Había una irregularidad en la caída del terreno y una profusión de Árboles viejos que le pareció poco apropiada para el estilo del castillo. Pensó que para obtener un contraste deseable, la antigüedad del edificio necesitaba un prado como el de la casa de Evelyn, algo que realzaría su estructura.
El lóbrego aspecto del viejo castillo, que parecía echársele encima a medida que se acercaba por el serpenteante camino, le produjo terror. No se sintió a salvo hasta que no se encontró en el salón del edificio, donde la familia estaba reunida para el té.
El señor Gower era un completo desconocido para todos los componentes de aquel grupo; no obstante, y aunque tenía miedo a la oscuridad y se asustaba con facilidad cuando se encontraba solo, halló ese noble valor necesario para entrar sin sonrojarse en un círculo de posición social más elevada, formado por personas a las que no había visto nunca antes, y tomar asiento entre ellas con perfecta indiferencia.
El nombre de Gower no era desconocido para Lord…, que se sintió sorprendido y perturbado. Sin embargo, se levantó y recibió al señor Gower con la corrección propia de un hombre bien educado. Lady…, que sentía un dolor más profundo por la pérdida de su hijo que el que el corazón más endurecido de Lord… podía mostrar, apenas pudo mantenerse erguida en el asiento cuando supo que el hombre que tenía ante sí era el hermano de la Rosa de su llorado Henry.
—Señor —dijo el señor Gower, tan pronto se sentó—, quizá le sorprenda la visita de un hombre a quien no podía esperar ver de ningún modo. Mi hermana, mi desdichada hermana, es la verdadera causa de que perturbe su casa de esta forma. La infortunada niña ha dejado de existir, y si no por ella, que ya no siente ni padece, sí por la satisfacción de su familia, me gustaría saber si la muerte de esta desdichada pareja ha conmovido su corazón de tal forma que daría su consentimiento a este matrimonio —un consentimiento que no dio en circunstancias más felices— de estar ellos con vida.
Lord… parecía perdido; Lady… no pudo soportar la mención de su hijo y salió de la habitación llorando a lágrima viva; el resto de la familia permaneció en atento silencio, casi persuadidos de que el señor Gower estaba loco.
—Señor Gower —replicó Lord… ha hecho usted una pregunta muy extraña. Me parece que está usted suponiendo una imposibilidad. Nadie puede lamentar más sinceramente que yo la muerte de mi hijo, y me duele mucho saber que la de la señorita Gower se ha acelerado a causa de la suya. Sin embargo, suponerlos vivos significaría destruir de inmediato el motivo que me haría cambiar de sentimientos con relación al asunto.
—Señor —dijo el señor Gower, furioso—, veo que es usted un hombre completamente inflexible y que ni siquiera la muerte de su hijo puede hacerle desear la futura felicidad de este. No le robaré más tiempo. Veo claramente que es usted un hombre vil. Y ahora, tengo el honor de desear a todos los señores y a todas las señoras muy buenas noches.
Y dicho esto, abandonó inmediatamente la habitación, olvidando en su acceso de rabia lo tarde que era —algo que en otro momento le hubiera hecho temblar— y dejando a la concurrencia unánimemente convencida de que estaba loco. Una vez hubo montado a caballo y traspasado las grandes verjas del castillo, el señor Gower sintió un temblor colosal en toda su estructura ósea.
Si consideramos detenidamente su situación: solo, a caballo, tan avanzado el año como en el mes de agosto, tan avanzado el día como a las nueve de la noche, sin luz que le guiara salvo la de una luna casi llena y un cielo lleno de estrellas que le atemorizaban con su titilar, ¿quién podría no sentir piedad por él? Ninguna casa a menos de un cuarto de milla y un lóbrego castillo, oscurecido por la profunda sombra de nogales y pinos, a su espalda. El señor Gower sintió casi enloquecer de miedo y, cerrando los ojos para no ver ni gitanos ni fantasmas, cabalgó a galope tendido de esta guisa hasta que llegó al pueblo.
Cuando se encontró de regreso en su casa, llamó a la campana de la puerta, pero nadie salió a recibirle. Llamó una segunda vez, pero la puerta no se abrió. Llamó una tercera y una cuarta con el mismo poco éxito, cuando, observando que la ventana del comedor estaba abierta, saltó por ella al interior de la casa, abriéndose paso hasta el vestidor de Maria, donde encontró a todos los criados tomando el té. Sorprendido ante una visión tan inusitada, se desmayó. Al recobrarse, se encontró tendido en el sofá, la doncella de su esposa arrodillada junto a él, humedeciéndole las sienes con agua de Hungría. Por ella supo que su adorada Maria se había sentido tan desconsolada por su partida que había muerto de corazón roto unas tres horas después de esta.
El señor Gower se recompuso lo suficiente para dar las órdenes necesarias para su funeral, el cual se celebró al lunes siguiente, siendo aquel día sábado. Una vez hubo establecido el orden que debía seguir la procesión, partió hacia Carlisle para llorar su tristeza al lado de su familia. El señor Gower llegó a este lugar en buen estado de salud y de ánimo, después de un viaje delicioso de tres días y 1/2. ¿Cuál no sería su sorpresa cuando, al entrar en el saloncito del desayuno, vio a Rosa, a su adorada Rosa, sentada en un sofá? Al verlo, Rosa se desmayó y se hubiera caído al suelo si un caballero que estaba sentado de espaldas a la puerta no se hubiera levantado y hubiera prevenido la caída. Rosa se recobró pronto y presentó a este caballero a su hermano como su esposo, un tal señor Davenport.
—Pero, mi querida Rosa —dijo el sorprendido Gower—, pensaba que estabas muerta y enterrada.
—Bueno, mi querido Frederic —replicó Rosa—, eso era lo que quería que pensaras. Actué así con la esperanza de que propagarías la noticia por todo el país y de que esta acabaría por llegar al castillo de…, con lo cual confiaba en ablandar de algún modo los corazones de sus habitantes. No fue hasta anteayer cuando escuché la noticia de la muerte de mi adorado Henry, que recibí del señor Davenport y a la que puso fin ofreciéndome su mano. Yo la acepté, en un transporte de emoción, y me casé ayer.
El señor Gower abrazó a su hermana y estrechó la mano del señor Davenport. Luego, se fue a dar un paseo por la ciudad. Al pasar por una taberna, se detuvo en ella y pidió una jarra de cerveza, que le fue traída inmediatamente por su vieja amiga la señora Willis.
Grande fue su asombro al ver a la señora Willis en Carlisle. No obstante, sin olvidarse del respeto que le debía, puso una rodilla en tierra y recibió de sus manos la espumosa jarra, que le pareció más agradable que el néctar. Inmediatamente después, el señor Gower le ofreció su mano y su corazón, los cuales ella condescendió en aceptar, diciéndole que solo había ido a la ciudad a visitar a su primo, que era el dueño de El áncora, y que estaba lista para regresar a Evelyn en el momento que él quisiera.
Al día siguiente se casaron e inmediatamente después se pusieron en camino hacia Evelyn. Cuando llegaron a la casa, el señor Gower se acordó de que no había escrito al señor y a la señora Webb para informarles sobre la muerte de su hija, de la cual pensó correctamente que no sabían nada, ya que nunca compraban periódicos.
El señor Gower despachó en seguida la siguiente carta.
Evelyn, 19 de agosto de 1809.
Queridísima señora:
¿Cómo podrían mis palabras expresar el dolor de mis sentimientos?
Nuestra Maria, nuestra adorada Maria ha dejado de existir, habiendo expirado su último aliento el sábado, 12 de agosto.
Puedo imaginarles en una agonía de dolor, lamentando, no su pérdida sino la mía. Tranquilícense, soy feliz. Con mi encantadora Sarah a mi lado ¿qué más podría desear?
Respetuosamente,

F. GOWER.
Bloque Westgate, 22 de agosto.
Generoso príncipe de los hombres:
¡Cuánto nos alegramos al conocer su bienestar y felicidad presentes! ¡Y cuán agradecidos nos sentimos por su incomparable generosidad, al escribir ofreciéndonos sus condolencias por el desdichado accidente que sufrió nuestra Maria!
Adjunto le envío un cheque de nuestro banco, por valor de 30 libras, que el señor Webb y yo le rogamos que acepten usted y la amable Sarah.
Su agradecidísima,

ANNE AUGUSTA WEBB.
El señor y la señora Gower vivieron muchos años en Evelyn, disfrutando de una felicidad perfecta que era justa recompensa a sus virtudes. La única alteración que se produjo en Evelyn fue que el señor y la señora Davenport se establecieron en la antigua morada de la señora Willis, y fueron durante muchos años los propietarios de la taberna del Caballo Blanco.
finis

Jane Austen
Amor y amistad


Las obras juveniles de Jane Austen (1775-1817) están reunidas en tres cuadernos que la autora llamó «Volúmenes» y numeró del I al III. Austen escribió estos textos entre 1787 y 1793, entre sus 12 y 18 años de edad. Por tanto, incluyen desde ocurrencias casi infantiles hasta piezas en las que ya se adivina el genio de su autora como novelista madura… Son textos llenos de humor e ironía, desde la parodia de los tópicos de las novelas de su época («Ten cuidado con los desvanecimientos… Aunque al principio puedan parecer reconfortantes y agradables, al final, sobre todo si se repiten demasiado y en estaciones poco apropiadas, son destructivos para el organismo… Enloquece cuantas veces quieras, pero no te desmayes»), hasta el humor negro («Maté a mi padre cuando era muy pequeña, después maté a mi madre y ahora me dispongo a asesinar a mi hermana»), y el puro nonsense («El noble joven nos informó de que su nombre era Lindsay, aunque por razones particulares lo llamaré aquí Talbot»). Eran obras escritas para la familia y allegados, que Austen nunca pensó publicar… De hecho, no se publicaron hasta 1922 (Volumen II), 1933 (Volumen I) y 1951 (Volumen III). Esta edición incluye una selección del Volumen I (seis de sus quince textos) y los Volúmenes II y III completos.

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