Las huellas de los templarios
Soutelo es un pueblo grande. Y antiguo, como Chacim. Pero el viajero pasa de largo igual que la carretera. Se ve que le da lo mismo que haya pueblos o que no.
El viajero está cansado. El viajero, a estas alturas, después de tantos kilómetros, está ya tan aburrido que no quiere ver a nadie. Sólo piensa en llegar a Mogadouro, que debe de estar ya cerca. Y, además, ¿a qué parar? Desde la carretera, ya ha visto el pueblo: casas nuevas, de emigrantes, junto a las viejas, que son de piedra. Desde aquí hasta Mogadouro, ya tendrá tiempo de ver muchos pueblos como él.
A la salida del pueblo, que queda allá, en la colina, en medio de unos castaños, los alcornoques vuelven a acompañarlo. Son rojos, como la tierra. Y duros como el paisaje, que ahora se inclina hacia el sur. En Soutelo, al parecer, la carretera llegó a su techo y ya empieza a descender hacia el río Duero. Pero todavía quedan varios kilómetros antes de llegar a él. Kilómetros de dehesas y alcornocales, algunos ya sin corteza, entre los que la carretera pasa como si fuera otro arroyo seco.
Y otro pueblo; de buen nombre (Vale da Madre se llama), muy parecido a Soutelo. Aunque es mucho más pequeño. Un hombre, junto a un camino, está arreglando una cerca. Es la primera persona que el viajero se ha cruzado en mucho tiempo.
—Boas tardes!
—Boas tardes! —grita el hombre, al que quizá le sucede igual: no parece que circulen muchos coches por aquí.
El saludo, aunque lejano, le devuelve el optimismo. Estaba ya acongojado de ver tanta soledad. Y, además, ya se aproxima al punto de su destino: Mogadouro, el pueblo antiguo y templario en el que la carretera muere antes de coger la ruta que lleva hacia la frontera. Allí podrá hacer un alto y olvidarse de sus penas.
Pero el viajero propone y el camino le dispone. El viajero ya había visto Mogadouro, erguido sobre una loma, en medio de las montañas, pero antes un letrero le hizo desviarse a la izquierda: Azinhoso, Igreja românica (Séc. XII), indicaba entre los urces.
El viajero no se puede resistir a algunas cosas. Y una de ellas es ésta: una iglesita románica perdida en medio del monte o en los alrededores de cualquier pequeña aldea. El viajero está convencido de que toda la belleza imaginable en este mundo se encuentra en estas iglesias.
Así que allá marcha ahora, con el corazón en vilo, dispuesto a vivir de nuevo esa bendita experiencia. Porque todas las iglesias de este estilo son distintas. Todas tienen en sus piedras la huella de sus autores, aunque parezcan iguales. El viajero lo ha comprobado mil veces a lo largo de sus viajes por Europa y siempre ha sentido en todas la misma intensa emoción: la de sentir el latido del hombre bajo las piedras.
Por eso, ésta de Azinhoso no la olvidará jamás. Pequeña, como la aldea, sencilla hasta el primitivismo y con un atrio en ruinas que es la antesala del cielo; y eso que ya sólo quedan las columnas, y no todas. Sin duda, debió de ser un pórtico impresionante.
—Eso dicen —dice un hombre, que, a lo que se ve, está ya habituado a verlas.
La señora María da Luz, que es la encargada del templo, lo enseña, en cambio, como a una hija. Sabe que tiene una joya bajo su responsabilidad. Incluso sabe algo más. Que es templario, como el pueblo. Se lo dice al viajero con orgullo mientras le enseña los símbolos característicos de la Orden que hay en varias de las piedras.
—Mire, aquí hay más —dice, rodeando la iglesia.
Pero el viajero está emocionado contemplando el pelourinho y las columnas. Son tan bellas y sencillas que parecen de mentira. Y todas son diferentes. Como las gárgolas, que están completas y representan cada una de ellas también motivos distintos. Animales, sobre todo, y figuras mitológicas.
—La gente dice que es lo mejor —le explica María da Luz, abriéndole ya la puerta.
La señora María da Luz, que estuvo emigrada en Francia, pero que ha vuelto a Azinhoso, es despierta e inteligente. Morena y de edad mediana (cincuenta y cinco años confiesa), se la ve con más estilo que a sus vecinas del pueblo. Y cuida bien de la iglesia. Ahora está en restauración, pero estuvo, según dice, muchos años olvidada.
—¿Y el cura? —dice el viajero.
—No hay —le dice María da Luz, aunque en seguida corrige, no vaya a ser que se ofenda—. Bueno, hay uno: don Antonio. Pero vive en Mogadouro.
—¿Y no viene a verla nunca?
—Sí, hombre, todos los días —dice la mujer, sonriendo; y añade, llena de orgullo—: Es muy joven. No llegará aún a los treinta.
—Entonces —dice el viajero—, tienen cura para rato…
—Dios le oiga —dice ella.
La iglesita, en su interior, no guarda grandes tesoros; al contrario, es más bien pobre, comparada con otras de su estilo: una pila, algunos frescos, un púlpito y un sepulcro es todo lo que conserva. Eso y la imagen de Santa Bárbara, a cuya advocación se acoge y a la que sacan en procesión cada cuatro de diciembre. Así que, en cuanto la ha visto, el viajero vuelve fuera. Prefiere ver las columnas a la soledad de dentro.
—La pena es que faltan varias —le dice María da Luz, saliendo también con él.
Pero al viajero le basta con las que quedan. Le bastan para mirarlas y para imaginar las otras. Sin duda, debió de ser un pórtico impresionante.
—Pues, si le gusta esto —le dice María da Luz, llegando ya al cementerio—, tiene que ver el castillo de Penas Roias. También es de los templarios.
—¿También?
—También —dice la mujer, que parece que sea hija del Temple. Desde que llegó el viajero, no ha parado de hablar casi de ellos.
—¿Y qué hacían aquí los templarios? —le pregunta el viajero para ver.
—¡Ah, eso ya no lo sé! —exclama María da Luz, cuyo conocimiento de los templarios se limita solamente a su presencia en estos pueblos.
Pero el viajero está tan contento que decide hacerle caso. Al venir hacia Azinhoso, ya vio el letrero de Penas Roias, al lado del de la iglesia, lo que quiere decir que está aquí cerca. Y, además, todavía es pronto para la prisa que tiene él. Mogadouro está ya a un paso y Miranda no muy lejos.
—¿Y qué es mejor, el castillo de Penas Roias o esto?
—¡Esto, hombre! —dice ella, sin dudarlo—. El castillo son tres piedras.
Y no le falta razón. El castillo de Penas Roias, al que el viajero llega en seguida siguiendo la carretera (está apenas a diez minutos de Azinhoso), son ya, en efecto, tres piedras: un torreón desdentado con unos trozos de muro erguido en una colina expuesta a todos los vientos. Pero también merece la pena. Sobre todo por las vistas que desde él se deben de ver y por visitar el pueblo.
—Es pequeño.
—Ya lo veo.
Es una aldea de cuento; la típica aldea rayana perdida entre las montañas y dormida aún en el tiempo, que es como decir la muerte. Casas viejas, de pizarra, y corrales para ovejas se agolpan entre sus calles y en sus estrechas callejas. Y, por ellas, los vecinos, trabajando como siempre. Unos llevando las vacas, otro un brazado de hierba, otros dos en una era (limpiando un montón de trigo) y una mujer con un hierro del que cuelga la placenta de una vaca que ha debido de parir hace muy poco. Estampas de un tiempo antiguo que todavía pervive en estos pueblos perdidos y que desaparecerá muy pronto. Tan pronto como ellos mueran.
—¿Cuántos vecinos quedan?
—Pocos. Ahora, en verano, muchos; pero en el invierno pocos —le responde una señora que está al lado de la fuente.
—Pero usted no vive aquí…
—No, vivo en Francia —le responde la señora, que ya habla con cierto acento.
Su vecina, sin embargo, nunca ha salido del pueblo. Es vieja, como su casa, y, como ésta, viste de negro. Se ve que ni una ni otra han cambiado en todo el siglo.
—¿Cómo se llama?
—¿Quién, yo? Nérida —dice la mujer, riéndose.
—¿Y siempre ha vivido aquí?
—Aquí, en esta casa —le responde con orgullo, aunque fingiendo cierta vergüenza: la casa está ya tan vieja que parece que se va a caer a pedazos.
—Es muy bonita —dice el viajero, halagándola.
—Sí, para verla —responde ella.
Su vecina, la francesa, se acerca a donde están ellos. Viene buscando la sombra y, sobre todo, conversación.
—¿De dónde viene? —le pregunta al forastero.
—De Chacim —responde éste.
—¿De Chacim?
—Bueno, de Chacim, de Régua, de Vila Real, de Chaves… Estoy recorriendo esto.
—¿Y le gusta este país?
—Mucho —dice el viajero, sonriendo—. ¿Y a usted?
—¿A mí? —pregunta ella, sorprendida—. Bueno…
—O sea, que no le gusta —dice el viajero, picándola.
—Es muy pobre —dice ella.
—¿Cuántos años lleva en Francia?
—Veintitrés.
—¿Y hay muchos más de aquí allí?
—¡Uf! La mayoría. Más de la mitad del pueblo.
—¿De éste sólo?
—De éste y de los demás. La mitad de la gente de esta zona estamos ya todos fuera. Mi marido, por ejemplo, es de Travanca y de Travanca la mitad están también en Francia.
—¿Y vuelven todos por el verano?
—La mayoría —responde ella.
—La saudade… —dice el viajero, sonriendo.
—Claro —responde ella con pena.
Calle arriba, otra señora, ésta ya junto al castillo, también está de paseo. Se ve que unas, por emigrantes, y las otras, por ancianas, no tienen mucho que hacer.
—Buenas tardes.
—Buenas tardes.
—¿Por dónde se sube allí? —le pregunta el viajero, por el castillo.
—Por ahí —responde ella.
—¿Por ahí?
Es una cuesta imponente. Un plano tan inclinado que parece una escalera para el cielo.
—¿Seguro que por ahí?
—Seguro —responde ella.
Y por allí es, ciertamente. Aunque le duela al viajero. Pero tampoco es tanta subida y, además, vale la pena. Desde lo alto del castillo, se ve todo Penas Roias y los montes que rodean sus tejados hasta donde se termina el cielo.
El viajero, impresionado, cuando por fin llega arriba, se sienta junto a la torre y, durante varios minutos, deja que su vista vuele. Se está muy bien allá arriba, lejos del mundo y sus pompas. Y, si se escucha con atención, se puede oír el silencio. Aunque, de vez en cuando, también, se escuchen voces lejanas y sonidos de animales y de carros. Si no fuera por los coches, se diría que este pueblo sigue aún en la Edad Media.
—¿Qué, le gustó el castillo? —le preguntan las señoras cuando vuelve.
—Sí, pero no vi a los templarios —dice el viajero, sonriendo.
—¿A quién?
—A los templarios.
—¿A quién?
—Nada, no importa —dice el viajero, alejándose y despidiéndose a toda prisa no vaya a ser que se ofendan. Con lo gentiles que han sido, no querría que pensasen que se está riendo de ellas.
Pero la duda ya está sembrada:
—¿Por quién preguntaba ése? —Oye que pregunta una.
—No sé —le responde otra—. No debían de ser de aquí.
Julio Llamazares
Trás-os-Montes
Un viaje portugués
Con esta obra centrada en la comarca de Trás-os-Montes, Julio Llamazares regresa a la literatura de viaje, donde su talento narrativo y su profunda capacidad de observación del paisaje brillan con toda su fuerza. La carrera de Julio Llamazares ha ido cubriendo etapas de un modo peculiar, que en cierto modo recuerda la de Álvaro Mutis. Sus dos primeros libros, La lentitud de los bueyes (1979) y Memoria de la nieve (1982), marcaron un hito imborrable en la historia de la poesía española reciente. Luego, la publicación de Luna de lobos (1985) y La lluvia amarilla (1988) hizo de su autor un verdadero nombre clave en la novelística española más reciente. Traducido a otras lenguas europeas y muy querido de los lectores, con quienes se mantiene en contacto permanente gracias a sus colaboraciones periodísticas, Llamazares es en este momento uno de los autores españoles vivos más importantes.
Junto al propósito de romper con el aislamiento histórico de esta comarca lusa, se impuso la tarea de escribir un libro a ritmo de fado. «He intentado transmitir ese ritmo y esa cadencia. No he querido hacer una guía; las llevaba en el bolsillo y las consultaba cuando las necesitaba, pero no trataba de descubrir nada. Quería dar mi visión de Trás-os-Montes, de Portugal y de la propia idea del viaje. Todo viaje es interior, y especialmente los que se realizan con voluntad literaria».
Llamazares distingue entre el viajero y el turista que viaja por pasión o por capricho. «Me he pasado la vida viajando a ningún sitio, y así voy a seguir, cogiendo el coche y desviándome por las carreteras secundarias».
Cautivado por la prosa de Miguel Torga y Camilo Castello, nacidos en esta región portuguesa, decidió escribir este pequeño homenaje a un país al que los españoles hemos dado la espalda. Trás-os-Montes es como la mayor parte de su literatura, un homenaje a esas gentes que no abandonan los lugares a los que pertenecen y a las personas que se fueron, a los emigrantes que vuelven cada verano por querencia. «Me he erigido en defensor de los pobres y de los olvidados. Esa gente sobre la que nadie escribe».
Soutelo es un pueblo grande. Y antiguo, como Chacim. Pero el viajero pasa de largo igual que la carretera. Se ve que le da lo mismo que haya pueblos o que no.
El viajero está cansado. El viajero, a estas alturas, después de tantos kilómetros, está ya tan aburrido que no quiere ver a nadie. Sólo piensa en llegar a Mogadouro, que debe de estar ya cerca. Y, además, ¿a qué parar? Desde la carretera, ya ha visto el pueblo: casas nuevas, de emigrantes, junto a las viejas, que son de piedra. Desde aquí hasta Mogadouro, ya tendrá tiempo de ver muchos pueblos como él.
A la salida del pueblo, que queda allá, en la colina, en medio de unos castaños, los alcornoques vuelven a acompañarlo. Son rojos, como la tierra. Y duros como el paisaje, que ahora se inclina hacia el sur. En Soutelo, al parecer, la carretera llegó a su techo y ya empieza a descender hacia el río Duero. Pero todavía quedan varios kilómetros antes de llegar a él. Kilómetros de dehesas y alcornocales, algunos ya sin corteza, entre los que la carretera pasa como si fuera otro arroyo seco.
Y otro pueblo; de buen nombre (Vale da Madre se llama), muy parecido a Soutelo. Aunque es mucho más pequeño. Un hombre, junto a un camino, está arreglando una cerca. Es la primera persona que el viajero se ha cruzado en mucho tiempo.
—Boas tardes!
—Boas tardes! —grita el hombre, al que quizá le sucede igual: no parece que circulen muchos coches por aquí.
El saludo, aunque lejano, le devuelve el optimismo. Estaba ya acongojado de ver tanta soledad. Y, además, ya se aproxima al punto de su destino: Mogadouro, el pueblo antiguo y templario en el que la carretera muere antes de coger la ruta que lleva hacia la frontera. Allí podrá hacer un alto y olvidarse de sus penas.
Pero el viajero propone y el camino le dispone. El viajero ya había visto Mogadouro, erguido sobre una loma, en medio de las montañas, pero antes un letrero le hizo desviarse a la izquierda: Azinhoso, Igreja românica (Séc. XII), indicaba entre los urces.
El viajero no se puede resistir a algunas cosas. Y una de ellas es ésta: una iglesita románica perdida en medio del monte o en los alrededores de cualquier pequeña aldea. El viajero está convencido de que toda la belleza imaginable en este mundo se encuentra en estas iglesias.
Así que allá marcha ahora, con el corazón en vilo, dispuesto a vivir de nuevo esa bendita experiencia. Porque todas las iglesias de este estilo son distintas. Todas tienen en sus piedras la huella de sus autores, aunque parezcan iguales. El viajero lo ha comprobado mil veces a lo largo de sus viajes por Europa y siempre ha sentido en todas la misma intensa emoción: la de sentir el latido del hombre bajo las piedras.
Por eso, ésta de Azinhoso no la olvidará jamás. Pequeña, como la aldea, sencilla hasta el primitivismo y con un atrio en ruinas que es la antesala del cielo; y eso que ya sólo quedan las columnas, y no todas. Sin duda, debió de ser un pórtico impresionante.
—Eso dicen —dice un hombre, que, a lo que se ve, está ya habituado a verlas.
La señora María da Luz, que es la encargada del templo, lo enseña, en cambio, como a una hija. Sabe que tiene una joya bajo su responsabilidad. Incluso sabe algo más. Que es templario, como el pueblo. Se lo dice al viajero con orgullo mientras le enseña los símbolos característicos de la Orden que hay en varias de las piedras.
—Mire, aquí hay más —dice, rodeando la iglesia.
Pero el viajero está emocionado contemplando el pelourinho y las columnas. Son tan bellas y sencillas que parecen de mentira. Y todas son diferentes. Como las gárgolas, que están completas y representan cada una de ellas también motivos distintos. Animales, sobre todo, y figuras mitológicas.
—La gente dice que es lo mejor —le explica María da Luz, abriéndole ya la puerta.
La señora María da Luz, que estuvo emigrada en Francia, pero que ha vuelto a Azinhoso, es despierta e inteligente. Morena y de edad mediana (cincuenta y cinco años confiesa), se la ve con más estilo que a sus vecinas del pueblo. Y cuida bien de la iglesia. Ahora está en restauración, pero estuvo, según dice, muchos años olvidada.
—¿Y el cura? —dice el viajero.
—No hay —le dice María da Luz, aunque en seguida corrige, no vaya a ser que se ofenda—. Bueno, hay uno: don Antonio. Pero vive en Mogadouro.
—¿Y no viene a verla nunca?
—Sí, hombre, todos los días —dice la mujer, sonriendo; y añade, llena de orgullo—: Es muy joven. No llegará aún a los treinta.
—Entonces —dice el viajero—, tienen cura para rato…
—Dios le oiga —dice ella.
La iglesita, en su interior, no guarda grandes tesoros; al contrario, es más bien pobre, comparada con otras de su estilo: una pila, algunos frescos, un púlpito y un sepulcro es todo lo que conserva. Eso y la imagen de Santa Bárbara, a cuya advocación se acoge y a la que sacan en procesión cada cuatro de diciembre. Así que, en cuanto la ha visto, el viajero vuelve fuera. Prefiere ver las columnas a la soledad de dentro.
—La pena es que faltan varias —le dice María da Luz, saliendo también con él.
Pero al viajero le basta con las que quedan. Le bastan para mirarlas y para imaginar las otras. Sin duda, debió de ser un pórtico impresionante.
—Pues, si le gusta esto —le dice María da Luz, llegando ya al cementerio—, tiene que ver el castillo de Penas Roias. También es de los templarios.
—¿También?
—También —dice la mujer, que parece que sea hija del Temple. Desde que llegó el viajero, no ha parado de hablar casi de ellos.
—¿Y qué hacían aquí los templarios? —le pregunta el viajero para ver.
—¡Ah, eso ya no lo sé! —exclama María da Luz, cuyo conocimiento de los templarios se limita solamente a su presencia en estos pueblos.
Pero el viajero está tan contento que decide hacerle caso. Al venir hacia Azinhoso, ya vio el letrero de Penas Roias, al lado del de la iglesia, lo que quiere decir que está aquí cerca. Y, además, todavía es pronto para la prisa que tiene él. Mogadouro está ya a un paso y Miranda no muy lejos.
—¿Y qué es mejor, el castillo de Penas Roias o esto?
—¡Esto, hombre! —dice ella, sin dudarlo—. El castillo son tres piedras.
Y no le falta razón. El castillo de Penas Roias, al que el viajero llega en seguida siguiendo la carretera (está apenas a diez minutos de Azinhoso), son ya, en efecto, tres piedras: un torreón desdentado con unos trozos de muro erguido en una colina expuesta a todos los vientos. Pero también merece la pena. Sobre todo por las vistas que desde él se deben de ver y por visitar el pueblo.
—Es pequeño.
—Ya lo veo.
Es una aldea de cuento; la típica aldea rayana perdida entre las montañas y dormida aún en el tiempo, que es como decir la muerte. Casas viejas, de pizarra, y corrales para ovejas se agolpan entre sus calles y en sus estrechas callejas. Y, por ellas, los vecinos, trabajando como siempre. Unos llevando las vacas, otro un brazado de hierba, otros dos en una era (limpiando un montón de trigo) y una mujer con un hierro del que cuelga la placenta de una vaca que ha debido de parir hace muy poco. Estampas de un tiempo antiguo que todavía pervive en estos pueblos perdidos y que desaparecerá muy pronto. Tan pronto como ellos mueran.
—¿Cuántos vecinos quedan?
—Pocos. Ahora, en verano, muchos; pero en el invierno pocos —le responde una señora que está al lado de la fuente.
—Pero usted no vive aquí…
—No, vivo en Francia —le responde la señora, que ya habla con cierto acento.
Su vecina, sin embargo, nunca ha salido del pueblo. Es vieja, como su casa, y, como ésta, viste de negro. Se ve que ni una ni otra han cambiado en todo el siglo.
—¿Cómo se llama?
—¿Quién, yo? Nérida —dice la mujer, riéndose.
—¿Y siempre ha vivido aquí?
—Aquí, en esta casa —le responde con orgullo, aunque fingiendo cierta vergüenza: la casa está ya tan vieja que parece que se va a caer a pedazos.
—Es muy bonita —dice el viajero, halagándola.
—Sí, para verla —responde ella.
Su vecina, la francesa, se acerca a donde están ellos. Viene buscando la sombra y, sobre todo, conversación.
—¿De dónde viene? —le pregunta al forastero.
—De Chacim —responde éste.
—¿De Chacim?
—Bueno, de Chacim, de Régua, de Vila Real, de Chaves… Estoy recorriendo esto.
—¿Y le gusta este país?
—Mucho —dice el viajero, sonriendo—. ¿Y a usted?
—¿A mí? —pregunta ella, sorprendida—. Bueno…
—O sea, que no le gusta —dice el viajero, picándola.
—Es muy pobre —dice ella.
—¿Cuántos años lleva en Francia?
—Veintitrés.
—¿Y hay muchos más de aquí allí?
—¡Uf! La mayoría. Más de la mitad del pueblo.
—¿De éste sólo?
—De éste y de los demás. La mitad de la gente de esta zona estamos ya todos fuera. Mi marido, por ejemplo, es de Travanca y de Travanca la mitad están también en Francia.
—¿Y vuelven todos por el verano?
—La mayoría —responde ella.
—La saudade… —dice el viajero, sonriendo.
—Claro —responde ella con pena.
Calle arriba, otra señora, ésta ya junto al castillo, también está de paseo. Se ve que unas, por emigrantes, y las otras, por ancianas, no tienen mucho que hacer.
—Buenas tardes.
—Buenas tardes.
—¿Por dónde se sube allí? —le pregunta el viajero, por el castillo.
—Por ahí —responde ella.
—¿Por ahí?
Es una cuesta imponente. Un plano tan inclinado que parece una escalera para el cielo.
—¿Seguro que por ahí?
—Seguro —responde ella.
Y por allí es, ciertamente. Aunque le duela al viajero. Pero tampoco es tanta subida y, además, vale la pena. Desde lo alto del castillo, se ve todo Penas Roias y los montes que rodean sus tejados hasta donde se termina el cielo.
El viajero, impresionado, cuando por fin llega arriba, se sienta junto a la torre y, durante varios minutos, deja que su vista vuele. Se está muy bien allá arriba, lejos del mundo y sus pompas. Y, si se escucha con atención, se puede oír el silencio. Aunque, de vez en cuando, también, se escuchen voces lejanas y sonidos de animales y de carros. Si no fuera por los coches, se diría que este pueblo sigue aún en la Edad Media.
—¿Qué, le gustó el castillo? —le preguntan las señoras cuando vuelve.
—Sí, pero no vi a los templarios —dice el viajero, sonriendo.
—¿A quién?
—A los templarios.
—¿A quién?
—Nada, no importa —dice el viajero, alejándose y despidiéndose a toda prisa no vaya a ser que se ofendan. Con lo gentiles que han sido, no querría que pensasen que se está riendo de ellas.
Pero la duda ya está sembrada:
—¿Por quién preguntaba ése? —Oye que pregunta una.
—No sé —le responde otra—. No debían de ser de aquí.
Julio Llamazares
Trás-os-Montes
Un viaje portugués
Con esta obra centrada en la comarca de Trás-os-Montes, Julio Llamazares regresa a la literatura de viaje, donde su talento narrativo y su profunda capacidad de observación del paisaje brillan con toda su fuerza. La carrera de Julio Llamazares ha ido cubriendo etapas de un modo peculiar, que en cierto modo recuerda la de Álvaro Mutis. Sus dos primeros libros, La lentitud de los bueyes (1979) y Memoria de la nieve (1982), marcaron un hito imborrable en la historia de la poesía española reciente. Luego, la publicación de Luna de lobos (1985) y La lluvia amarilla (1988) hizo de su autor un verdadero nombre clave en la novelística española más reciente. Traducido a otras lenguas europeas y muy querido de los lectores, con quienes se mantiene en contacto permanente gracias a sus colaboraciones periodísticas, Llamazares es en este momento uno de los autores españoles vivos más importantes.
Junto al propósito de romper con el aislamiento histórico de esta comarca lusa, se impuso la tarea de escribir un libro a ritmo de fado. «He intentado transmitir ese ritmo y esa cadencia. No he querido hacer una guía; las llevaba en el bolsillo y las consultaba cuando las necesitaba, pero no trataba de descubrir nada. Quería dar mi visión de Trás-os-Montes, de Portugal y de la propia idea del viaje. Todo viaje es interior, y especialmente los que se realizan con voluntad literaria».
Llamazares distingue entre el viajero y el turista que viaja por pasión o por capricho. «Me he pasado la vida viajando a ningún sitio, y así voy a seguir, cogiendo el coche y desviándome por las carreteras secundarias».
Cautivado por la prosa de Miguel Torga y Camilo Castello, nacidos en esta región portuguesa, decidió escribir este pequeño homenaje a un país al que los españoles hemos dado la espalda. Trás-os-Montes es como la mayor parte de su literatura, un homenaje a esas gentes que no abandonan los lugares a los que pertenecen y a las personas que se fueron, a los emigrantes que vuelven cada verano por querencia. «Me he erigido en defensor de los pobres y de los olvidados. Esa gente sobre la que nadie escribe».
No hay comentarios:
Publicar un comentario