Acacia (10) - »En primavera, las grandes nubes pasan y se hunden en un ocaso azul y oro; en otoño, el crepúsculo tiene color de uva moscatel; en invierno, la escarcha y el cierzo arden y queman con sus llamas invisibles; en verano, la ciudad es una fragua al atardecer.

LA ZONA TEMPLADA
»En primavera, las grandes nubes pasan y se hunden en un ocaso azul y oro; en otoño, el crepúsculo tiene color de uva moscatel; en invierno, la escarcha y el cierzo arden y queman con sus llamas invisibles; en verano, la ciudad es una fragua al atardecer.
»Pero a pesar de estar situada en medio de la villa, hay una zona templada que resiste a todos los cambios de estación. Esta zona ha sido creada, a fuerza de constancia, de aislamiento, por un solo hombre: un viejo ya, con aire helénico, entre fauno y filósofo…
»Al anochecido deja la pluma y se sienta en su butaca para distraerse con el espectáculo de la amistad, como otros suelen ir al cine o al teatro. Baroja, en la vejez, ha sabido poner su tablado de Arlequín, su pequeña Comedia dell’Arte, en casa; no le gusta la calle ni el siglo. Prefiere vivir “una vida de gato bien cuidado”, como dice en sus Memorias, en pleno siglo XIX, entre los restos salvados de su casa de la calle de Mendizábal, y no tener que quitarse ni la boina ni las zapatillas para nadie. Sentarse, meditar, ir de un lado a otro como le parezca, pues posee el secreto de la independencia, que sólo la raza felina entiende bien.
»En casa de Baroja siempre hay un gato, cerrado como un candado en un sillón o al lado de la estufa; símbolo del egoísmo pasivo que protege el fuero interior, el núcleo que los artistas tienen que preservar intacto a toda costa. Así que Baroja se ha creado una zona templada en donde las pasiones duermen y el ingenio se despierta.
»“Yo supongo que hay que vivir entre la gente en la zona templada, sin exageraciones. En las relaciones de hombre y mujer pasa algo parecido, aunque más exagerado. En esto todo el mundo tiende al melodrama o a la novela pornográfica”, escribe en sus Memorias. No cree en la posibilidad de lo trascendental en las relaciones humanas, lo sublime existe sólo en la imaginación y se disuelve en la práctica. Las grandes páginas líricas de sus libros cantan al mar, a los barcos, a los acordeones, y no al hombre o a la mujer. La amistad es un alivio de lo cotidiano. La vie est si quotidienne.
»Baroja cita con frecuencia esta estrofa de Laforgue: “La amistad presta su brillo discreto a la tosca tela grisácea de la vida.” “El amor —‘hay que reinventar el amor’, como decía Verlaine—, actualmente, es una fuente de lágrimas, una serie de espejismos y de daños, que desgasta muchas energías, que podrían emplearse en otras cosas”, decía Murguía en La sensualidad pervertida. Cuando suena el timbre de la puerta por las tardes, el timbre de la amistad y del incógnito, a veces Baroja suele abrir él mismo.
»Así fue cuando yo entré por primera vez en la zona templada. Llegué del Polo Norte, habiendo pasado antes por el Ecuador; pero poco a poco iba recobrando los sentidos y adquiriendo algo de la serenidad burlona que forma el ambiente que debe ser la continuación del ambiente de Shopenhauer, el gran precursor de Baroja.
»Es un poco extraño que estos dos hombres malhumorados hayan sabido crear tanta serenidad en el ánimo de aquellas personas privilegiadas con su amistad; que dos escritores, habiéndose enfrentado con los aspectos más amargos de la realidad, hayan ofrecido un refugio tan acogedor a los espíritus cansados en la lucha por la vida. Quizá se debe a su culto de la risa. Esa gran profiláctica que es la risa conserva la amistad como el salero y el ingenio conservan las obras literarias a través de los siglos. Va en contra de los instintos (los animales no pueden reír, con la sola excepción de la hiena, y, según Baroja, las mujeres tampoco; hay muchos tabus para ellas en el campo de la risa).
»Es verdad que quedan pocas mujeres en la zona templada. Algunas de las que entran se van decepcionadas al no encontrar ni insultos ni el Cantar de los Cantares, sino risa, sencillez y cortesía. En las conversaciones hay el ánimo de sinceridad posible; pero “la vida es una cucaña y no es posible decir toda la verdad”, dice don Pío en Vitrina pintoresca. Las verdades más crudas hay que buscarlas en sus libros y no en las charlas de la zona templada.
»A veces suena un aria de Norma, de Marta o de La Traviata, tocadas en el piano por la hermana del novelista, llenando la casa de recuerdos del siglo pasado: el siglo de la música callejera, tan querida por Baroja; el siglo que dio un Dickens y un Dostoievski, cuyos mundos Baroja exploró y conoció hasta sus últimos rincones antes de crear el suyo propio, un mundo menos confuso y menos exaltado que el del ruso, menos jovial y menos lacrimoso que el del inglés; pero quizá más accesible al despistado espíritu contemporáneo, que va buscando una explicación del fracaso de la época mecanizada. Con la desaparición de los valores éticos y espirituales, la vida de acción ha degenerado en una lucha brutal, tan fea y tan agobiadora que buscamos un refugio, más bien que un estimulante, para las emociones.
»Las vidas fragmentarias de los personajes de Baroja son tan parecidas a las de las existencias incompletas y frustradas de la postguerra; son “personas desplazadas” más bien por temperamento que por circunstancias. La zona templada, sin embargo, ofrece una ilusión de continuidad y de tranquilidad a los que esperan poco de la vida, pero que son exigentes con ellos mismos, como lo es Baroja. “He visto una vida humilde y oscura, sin un momento de ilusión o de suerte”, escribe el primer novelista de España a los setenta y cinco años. La fama literaria se representa por un toque al timbre, el incógnito de un lector que viene en busca de su autor…
»A pesar de su recogimiento, Baroja nunca cierra los ojos al “gran torbellino del mundo”. Sigue asomándose a todos los abismos, se da cuenta como nadie del peligro en que se encuentra nuestra civilización y sus pronósticos son pesimistas.
»Al dejar la zona templada y las calles tranquilas, al encontrarme en medio de las hordas domingueras, vomitadas por los espectáculos, me acuerdo de un diálogo entre Pepita y Larrañaga en Los amores tardíos:
«—La Humanidad, vista en masa, no es un espectáculo edificante, parece una bajeza seguir viviendo.
»—Pero todo el mundo lo desea.
»—¡Es verdad! ¡Un día más para ver el sol brillar de nuevo, para ver las nubes y las estrellas! ¡Qué admiración más pobre!»
»En las noches de primavera las calles lucen después de la lluvia y hay un olor a tierra mojada; en otoño, la luna es un globo de fuego; en verano, la brisa nocturna esparce los pétalos de flores de acacia por las aceras, y en invierno sopla el viento por los árboles desnudos del parque. Pero, a pesar de estar en medio de la villa, hay una zona templada que resiste a todos los cambios de temperatura. Esta zona ha sido creada, a fuerza de constancia y aislamiento, por un solo hombre: un hombre ya viejo, con aire helénico, entre fauno y filosófico. Al marcharse la tertulia se sienta a cenar, se acuesta, duerme mal, se levanta al alba y empieza a escribir, como un trabajador más, hasta que suena el timbre anunciador de la amistad y del incógnito pidiendo entrar en la zona templada, el último rincón del individualismo, donde la monotonía se levanta de los escombros con la mirada muerta de sus miles de ventanas sin cristales, todas desproporcionadas, pero todas iguales. ¿Mirada del porvenir?
»Tal vez Baroja, creador de la zona templada, posee la ciencia del Número de Oro de la buena proporción en las relaciones humanas, como los griegos tenían en la arquitectura; car tout est un jeu de balance, como decía el poeta Moreas, griego él también. Y por mí, en cuanto vuelvo a la zona templada, recobro el equilibrio perdido en los tranvías, en el Metro y en las otras situaciones precarias en que nos encontramos hoy día.
»Clover Pritchart.

Pío Baroja
Bagatelas de otoño
Desde la última vuelta del camino - 7

Baroja aporta la claridad de sus contradicciones y el ejemplo de su soledad creadora. Era vasco y aun cantor etnicista de un pasado mitológico, pero no carlista o bizkaitarra, agnóstico, escéptico y anticlerical que admiraba el genio de Ignacio de Loyola, individualista —«prefiero tener la moral de perro vagabundo que de perro en jauría»— más que ácrata o liberal, en absoluto demócrata y más atento a las personas que a las organizaciones de cualquier calaña, sordo a la palabrería y a los picos de oro, romántico y creyente en el progreso de la ciencia, aunque no la entendiera, que no en el moral, y pesimista cerrado ante la que juzgaba decadencia general de las artes. En estas Memorias resulta vana la búsqueda de un futuro. No existe.

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