Álamo (9) - Supongo, que habréis estado hablando del pez con cabeza humana que la red de mújoles sacó esta mañana del mar… Yo misma he visto ese prodigio: tenía brazos en lugar de aletas, y hablaba en fenicio…

Cuando volvimos a palacio, mi madre me llevó aparte y me dijo:
—Niña, tu padre me ha contado lo que Atenea te puso en la boca, a saber: que debemos llorar por muerto a Laodamante. Y no fue un oráculo embustero. Yo misma lo vi en un sueño, hace tres noches: llegó, chorreando sangre y agua del mar, con un puñal clavado entre los hombros, y se detuvo ante mí con expresión tierna. Y entonces señaló el salón de banquetes y exclamó: «¡Que me venguen, madre! ¡Que me venguen con el arco de Filoctetes!». «¿Cómo puedo saber que eres verdaderamente mi hijo Laodamante?», le pregunté. Y me respondió: «Querida madre, mañana, cuando despiertes, entraré volando por una ventana y saldré por otra, en la forma de una paloma blanca». Y así lo hizo. No se lo cuentes a nadie, ni siquiera a mi hermano Méntor, ni a mi hijo Clitóneo. Pero adopta la decisión de encontrar a sus asesinos, y tomemos venganza ejemplar. Eres la única de mis hijos que tiene mejor cabeza que corazón.
—Si realmente crees en tu visión, madre —repuse, no del todo satisfecha por ese comentario desfavorable sobre mi capacidad para los sentimientos de ternura—, ¿por qué permitiste que mi padre partiera rumbo a la arenosa Pilos, en un viaje inútil?
Adoptó una expresión grave.
—Es un hombre empecinado, y aunque desde que me casé con él ha llegado a saber que siempre digo la verdad, le molesta admitir que pueda tener mejor información que él. Además, nunca ha visitado la tierra firme de Grecia, y puede que ésta sea su última oportunidad de hacerlo, porque ya ha dejado atrás la flor de su edad. Le hablé de mi visión, pero como tú habías llegado más o menos a la misma conclusión, en forma independiente, y como él no vio la paloma con sus propios ojos, me acusó de conspirar para retenerlo en casa. «Ve, pues, le dije, y cuanto antes regreses, mi señor, más tiempo viviremos todos». Hija, éste es el umbral del peligro. Confío en que no cometerás una tontería; entretanto, que Ctimene se caliente con las ascuas de esperanza que todavía pueda reunir.
Pasaron tres días y advertí un cambio sutil pero penetrante en el ambiente local. No entre la gente común, no entre mis pocos amigos de verdad, como por ejemplo Procne, la hija del capitán Dimas, y mis primos de Hiera; ni entre nuestras fieles doncellas, encabezadas por Euriclea, que otrora fue mi niñera y ahora es el ama de llaves. La mejor forma de describirlo es decir que se trataba de una desdeñosa reserva, perceptible en los saludos que me dirigían ciertas hijas de la nobleza, y de una excesiva cordialidad en los modales de sus hermanos y esposos, como si estuviesen enterados de algo que me ocultaban. Todos los veranos los niños de Elime juegan en las colinas a un juego de escondite denominado «El tesoro del toro»: todos salen en busca de un chico, «el toro», que se ha ocultado en alguna grieta o cueva. El que lo encuentra se queda a recoger el tesoro secreto, y no proclama el descubrimiento a sus compañeros. Pero muy pronto uno, luego el otro, van descubriendo a su vez el escondite del toro, hasta que al cabo están todos enterados del secreto, salvo un desdichado que continúa vagando por las laderas desiertas, solo y desconcertado. Así me sentía yo.
Cuando estoy de mal humor, me divierte visitar nuestra fábrica de lienzo; la visión de las mujeres manejando silenciosamente la lanzadera en los altos telares tiene un efecto sedante sobre mi espíritu; y sin embargo, también allí encontré un ambiente desconocido. Varias de las mujeres habían abandonado el trabajo y se encontraban apiñadas en un grupito cerca de la puerta, hablando en susurros excitados, pero corrieron a sus telares en cuanto me vieron doblar la esquina, y fingieron estar atareadísimas tejiendo. Sus lanzaderas volaban ida y vuelta, como las hojas del álamo con el viento.
—Buenos días, industriosas trabajadoras del lienzo —canturreé con ironía—. Supongo, que habréis estado hablando del pez con cabeza humana que la red de mújoles sacó esta mañana del mar… Yo misma he visto ese prodigio: tenía brazos en lugar de aletas, y hablaba en fenicio… Por lo menos todos opinaron que era fenicio, porque ninguno, ni siquiera yo, pudo entender una palabra. Y ahí estaba, en el suelo, parloteando, hasta que la cara se le puso azul. Y entonces lo amenacé con la correa, y le grité que espero que tanto los peces fenicios como las tejedoras de lino de Elime mantengan la boca cerrada cuando yo aparezco. El monstruo tuvo la sensatez de obedecerme.
Se hizo un silencio de muerte. Todas nuestras mujeres me temen, pues creen que me encuentro a menudo bajo la influencia de no sé qué deidad; temor que quizá tiene buenos fundamentos, y que yo exploto diciéndoles las tonterías que les dije ese día. Son un grupo de muchachas bonachonas, pero cualquier nadería las trastorna y el trabajo se perjudica, en calidad y en cantidad, como sucede con la leche cuando un zorro pasa a la carrera por entre un rebaño de ovejas lecheras o cuando un perro se suelta y las persigue.
—¿Dónde está Eurimedusa? —pregunté. Eurimedusa, la joven y bella administradora, distribuía el lino, se ocupaba de la comodidad de las tejedoras, era responsable del buen funcionamiento de los telares y vigilaba de cerca el dibujo de la trama. Siempre poníamos a trabajar los telares juntos en un solo dibujo de trama —uno y otro de los que tienen constante demanda entre los libios y los italianos—, a fin de que a Eurimedusa le resultara más fácil descubrir los defectos y estimular a las que se retrasaran. En esa ocasión les había asignado un cuadriculado sencillo, en el que cinco hilos color de púrpura y dos de escarlata aparecían por cada cien blancos. Mi madre la apoda Eurimedusa de Apeira, que quiere decir «la incompetente», pero aunque ha aprendido sus obligaciones con suma lentitud, es popular en la fábrica.
No, no había nada de extraño en su ausencia: había ido a buscar un jarro de agua para beber, ya que el día era caluroso.
—Mézclala con un poco de vino, Eurimedusa —le dije cuando regresó—, y distribuye un poco a cada una de estas mujeres enmudecidas. Luego haz que Gorgo, la cuidadora de gansos, les narre uno de sus antiguos cuentos sicanios, para que no piensen en ese pez fenicio con cabeza humana que tanto temor les provocó esta mañana.

Robert Graves
La hija de Homero

Robert Graves escribió La hija de Homero cuando, estudiando los mitos griegos, se encontró con la siguiente teoría enunciada por Samuel Butler en 1896, según la cual la Odisea no es enteramente obra de Homero, sino que intervino en ella una princesa siciliana quien, además, movida por el afán de perpetuarse en la memoria de los hombres, se habría retratado a sí misma en el famoso personaje de Nausícaa. La Odisea que hoy conocemos no sería sino la versión femenina de un poema homérico anterior, protagonizado por una Penélope adúltera que cede a los reclamos de sus numerosos pretendientes.
Al atenuar el tono heroico y hacer hincapié en las aventuras más familiares y cotidianas, pero no por ello menos apasionantes, la Odisea de Nausícaa constituye una épica de la vida doméstica y una divertida comedia de caracteres. La excelsa epopeya pretendida por esta hija de Homero se convierte así en una entrañable novela histórica.

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