La larga senda que luego de cruzar el pantano penetraba en el bosque, ¿quién la había trillado? El primer hombre, el primer ser humano que pisó esas tierras no halló senda ninguna. Más tarde, uno u otro animal debió de andar sobre las leves huellas que atravesaban charcas y ciénagas, y marcó un poco más la senda, y luego, husmeando, algún que otro lapón la aprovecharía en sus caminatas de montaña en montaña para vigilar sus renos.
Y así surgió el camino, cruzando aquella anchurosa dula; camino de nadie, a través de la tierra de nadie.
El hombre llega en dirección Norte. Lleva a la espalda un saco, el saco contiene víveres y alguna herramienta. Es un hombre fornido y áspero, con una barba herrumbrosa y unas cicatrices pequeñas en la cara y en las manos. ¿Provienen esas señales del ejercicio de su faena o de la lucha? Acaso acaba de salir de la cárcel y busca dónde esconderse; o es, quizás, un filósofo que busca la paz. Lo cierto es que va de camino un hombre en medio de esa inmensa soledad. Anda y anda; la quietud que le rodea no la turba ni el canto de un pájaro, ni voz de animal alguno. De vez en cuando habla unas palabras consigo mismo. «¡Ay, sí; Dios eterno…!», dice. Cuando llega a tierras pantanosas, a lugares amenos o a claros del bosque, deja abandonado el saco, da una vuelta por el paraje, investiga las condiciones del suelo; vuelve al cabo de un rato, se echa el saco a la espalda y prosigue su marcha. Esto dura todo el día; el hombre conoce las horas rigiéndose por el sol, y cuando cierra la noche se tiende en el suelo, sobre los brezos, y duerme haciendo almohada del brazo.
Pasadas unas horas, reanuda su camino. ¡Ay, sí, Dios eterno! Vuelve a andar en dirección Norte, consulta el sol para saber la hora y se permite una tregua al mediodía para comer un pedazo de pan duro y queso de cabra, bebe agua de un riachuelo y emprende de nuevo la caminata. Y viene otro día de marcha sin interrupción; que son muchas las tierras que ha de examinar para comprobar si son hospitalarias. ¿Qué es lo que busca? ¿Espacio habitable, tierra de cultivo? Será, quizás, un emigrante de las aldeas; pues sus ojos escrutan en derredor, y más de una vez otea en todas direcciones desde la cima de una colina a la que ha trepado. El sol va de nuevo al ocaso.
Se encuentra ahora en la parte oeste de un extenso valle de vegetación mezclada, frondoso a trechos, donde alternan el bosque y los pastos. Y así horas enteras. Oscurece; pero el hombre percibe el rumor de un río, y este leve rumor es como algo vivo y le reanima. Al llegar a lo alto, ve mucho cielo lejano hacia el Sur, y el valle entreoscuro tendido abajo. Y se echa para dormir.
Por la mañana se le revela el extenso paisaje de bosque y pradera. Baja, y desde un rellano verde puede ver abajo un pedazo del río y una liebre que ha pasado de un salto a la otra orilla. Con un movimiento de cabeza, el hombre se manifiesta complacido de que la anchura del río sea tan poca que pueda saltarla una liebre. Aletea de pronto a sus pies una polla de las nieves y silba, arisca, a sus oídos; el hombre vuelve a cabecear con agrado: «¡Aquí hay aves, hay otras bestias! ¡Esto se presenta bien!». Pasa por encima de las matas de arándanos y de recortadas estrellas del bosque y bajos helechos; al detenerse una y otra vez y escarbar en el suelo con un hierro, encuentra aquí una tierra forestal y más allá tierra cenagosa, abandonada desde miles de años con follaje y ramas podridas. El hombre cabecea: ¡Se establecerá aquí! ¡Vaya si se establecerá! Unos días más recorre la comarca, y vuelve cada noche a la ladera donde tiene su lecho de ramas de abeto, al abrigo de un saliente de la roca.
Lo más difícil había sido encontrar el sitio, un sitio que nadie ocupara, todo para él; ahora comenzarían los días laboriosos. Antes que nada se llegó a los bosques algo más lejanos para arrancar la corteza de los abedules, mientras la savia estaba todavía en los árboles; apiló luego las cortezas, muy apretadas, poniendo unas piedras encima, y las dejó secar. Cuando tenía una buena carga la llevaba a la aldea, que distaba de allí algunas millas y las vendía como material de construcción, y subía en cambio a la falda que escogiera como abrigo nuevos sacos repletos de víveres y herramientas: harina, tocino, un puchero, una azada. Incansable, recorría la senda trazada, siempre agobiado. Era un ser hecho para la carga; una gabarra que atravesara los bosques. ¡Ah! Parecía amar su profesión de andar mucho y de ir muy cargado cual si juzgara que la existencia sin llevar algo sobre la espalda era menospreciable e indigna de él.
Un día volvió con su pesada carga a la espalda y, además, con un par de cabras y un macho cabrío atado a una soguilla. Era tal su satisfacción que aquellas cabras le parecían valer lo que un par de vacas, y las trataba muy bien. El primer forastero, un lapón que iba de camino, apareció cierto día. Vio las cabras y adivinó que iba a dar con alguien a quien pertenecían y que se había establecido allí, y preguntó:
—¿Piensas quedarte?
—Sí —respondió el hombre.
—¿Cómo te llamas?
—Isak. ¿Sabrías dónde encontrar una muchacha que quisiera entrar a mi servicio?
—No, pero hablaré de ello en el lugar de donde vengo.
—Sí, hazlo. Diles que tengo animales domésticos, pero que me falta quien los cuide.
—¿Isak, dijiste? Bien.
El lapón parecía dispuesto a cumplir el encargo. El que habitaba en aquella ladera no tenía trazas de fugitivo; de serlo, no hubiera dado su nombre. ¿Él, un fugitivo? En tal caso le hubieran seguido la pista. Era, sencillamente, un hombre laborioso que recogía forraje para el invierno, pensando en sus cabras; empezaba a remover la gleba para convertirla en campo de cultivo, quitaba las piedras y levantaba cercas. En otoño había edificado ya su vivienda, una cabaña de barro, una choza caliente y de gruesa pared; no crujían sus junturas al embate de la tormenta y era de material incombustible. El hombre podía entrar en su morada, cerrar la puerta tras de sí, y permanecer dentro, o, también, podía quedarse a la puerta mostrándose como dueño de su casa a cualquiera que pasara. Estaba la morada dividida en dos partes; la una era su habitación, y la otra para las bestias. En el fondo, al abrigo del saliente de la roca, instaló el henil. No faltaba nada.
Otros dos lapones pasan por aquel sitio, padre e hijo. Se han detenido, y apoyando ambas manos sobre el cayado examinan la choza y la tierra preparada para el cultivo, y oyen allá arriba las esquilas de las cabras.
—Gente ha venido aquí que vale mucho —dicen, después de dar los buenos días. Los lapones son siempre aduladores.
—¿No sabrías de una moza que me sirviera? —pregunta Isak, que no tiene otra idea.
—¿Una moza para las faenas? No. Pero indagaremos.
—Me haréis un gran favor. Diréis que tengo una casa y tierra de labranza, y ganado, pero me falta una sirvienta que me ayude.
Cada vez que bajaba a la aldea cargado de corteza de abedul, buscaba él mismo tal moza, pero no era fácil hallarla. Se había entrevistado con una viuda y con algunas doncellas, ya de cierta edad, pero no se atrevieron a ofrecerle sus servicios e Isak no acertaba a comprender el porqué. ¿Es que, realmente, no lo comprendía? ¿Quién iba a querer servir a aquel hombre, tan lejos, en la tierra desierta, a varias millas de los demás hombres? ¡El lugar habitado más próximo se encontraba a un día entero de viaje! Y él no tenía nada grato en su presencia; cuando hablaba, no era precisamente un tenor con los ojos puestos en el cielo; antes bien, su voz era áspera, tenía algo de animal. Tendría que resignarse a vivir solo.
Knut Hamsun
Bendición de la tierra
Novela publicada en 1917 y escrita por el considerado como segundo mejor escritor noruego (fue Premio Nobel en 1920), después de Henrik Ibsen. Se trata de Bendición de la tierra. Muchos de ustedes no conocerán a este escritor noruego, pero si les digo que Hemingway dijo una vez que Hamsun le enseñó a escribir, o que el gran Henry Miller también confesó las influencias de este, se darán cuenta de la dimensión de la obra de este escritor.
Bendición de la tierra es una oda a la naturaleza, al hombre de campo y sus ancestrales formas de vivir. Comienza el relato con un solitario hombre que vaga por un lugar indeterminado de la frontera norte de Noruega y Suecia, buscando (o tal vez huyendo) su paraíso; su sitio en la vida.
Es un colono rodeado de vírgenes y duras tierras, apenas transitadas por alguien más que los lapones. Isak, que así se llama este coloso, como el autor lo llama a veces, construirá una modesta cabaña y se asentará en aquel territorio. Lo domará, preparará los campos para cultivarlos, desecará zonas pantanosas y se hará, en un principio, con unas pocas cabezas de ganado.
Podría decirse que la novela trata sobre el costumbrismo rural, con las miserias y grandezas de un tipo de hombres y mujeres que recuerdan mucho a la gente de campo. En Bendición de la tierra no hallarán diálogos densos, rápidos o sesudos. No sería de recibo. Son gente simple, en el buen sentido del término, que no saben expresarse porque la educación que han recibido no les da para más o porque no lo necesitan. La forma de contar las cosas es sublime, directo y sin florituras que recarguen los textos o se desvíen del tema.
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