La uva peculiar de la Alpujarra, cuyo prototipo lleva el nombre de la villa de Ohanes, es grande, oblonga, dura…, y pálida y transparente como la cera.
Esta uva no es nunca hollada por el pie brutal del hombre, ni se ve compelida, por consiguiente, a reventar para dar de sí la gran maravilla del mosto… Tampoco va desde la cepa a los mercados de la provincia, en fresco y apretado grumo que penda luego de la mano de un cualquiera, para que este cualquiera lo desgrane poco a poco, por vía de postre, hasta dejarlo reducido a un esqueleto o escobajo… Menos aún se transforma en arrugada pasa… como acontece con las uvas de la vecina costa… Ni tan siquiera es su destino figurar en eso que se llama un kilo (como si se dijese un kilo de perlas), para pudrirse de impaciencia, colgada meses y meses del techo del harem de un metódico sibarita, empapelada o sin empapelar, y dando origen a este decir de mi pueblo: «¡Anda… que eres más tonto que un hilo de uvas!»
No, señor, no; la legítima uva alpujarreña no llega nunca a ser madre… (del vino); —ni viene a parar en fácil bacante que solo dure lo que los festines de otoño—; ni acaba en solterona que se pase y acartone, como la Eugenia Grandet de Balzac, y solo sirva a la vejez para sazonar, vestida de oscuro, tal o cual especie de pouding; —ni es, en fin, jamás emparedada odalisca que espere vez entre otras frutas en la despensa de un goloso, del modo y manera que refiere Lord Byron en el Canto VI de su Don Juan…
La uva de la Alpujarra cumple una misión más noble. —La uva de la Alpujarra se mete monja, vive cenobíticamente, y muere virgen—.
¿Cómo así?
Vais a saberlo.
El vendimiador de la Alpujarra principia por construir muchas cajas de madera. Sube luego a lo alto de su montaña, donde se crían unos magníficos alcornoques, y les arranca la piel… quiero decir, el corcho. Muele este corcho hasta pulverizarlo, y con aquella materia, que es el mejor preservativo que se conoce contra la corrupción… de las uvas, llena las cajas susodichas. En seguida coge unas tijeras, y va cortando de cada racimo, una por una, las bayas más perfectas, limpias y sanas, separándolas para siempre de las otras. Consumado esto, procede a esconder entre el corcho pulverizado, también una por una, y en rigoroso orden, las uvas elegidas, procurando que estén incomunicadas entre sí y con el aire atmosférico. Y, por último, cierra y clava las cajas con el mayor esmero posible, y échase a dormir completamente descuidado, como quien sabe que aquellas reclusas pueden pasar allí años y años sin ninguna clase de detrimento.
Lo que sucede después no es culpa mía, ni tampoco de las uvas alpujarreñas.
Es culpa del vendimiador y del grado de locura a que ha llegado nuestra pobre Europa.
Yo, como liberal y como católico, estoy por que haya conventos. Para mí, la mayor de las tiranías es privar a los mortales del derecho de escoger sus compañeros de peregrinación por este valle de lágrimas y de encerrarse con ellos, lejos del vano tumulto de una sociedad atea, a conferenciar con Dios sobre el quia de la vida y sobre el quare de la muerte, sobre el quid de todo lo criado y sobre el esse, fuisse, fore, que dice uno de los Santos Libros.
Pero, amigo: el vendimiador, después de haberse esmerado tanto en la construcción y disposición de sus conventos de uvas, los saca luego a pública subasta…; y como aquellos ingleses, rusos y alemanes de que hablamos en Béznar son todos herejes; como además de herejes, son muy ricos, y como, a pesar de ser tan ricos, no se crían uvas en su país… ¡ni respetan clausura, ni respetan votos, ni respetan nada!
Vese, pues, a estas vestales españolas (pálidas y transparentes como la cera, que dije más atrás) morir mártires en las más abominables metrópolis del Norte, devoradas por una especie de osos protestantes, o cuando menos cismáticos, cuyos dientes, ennegrecidos y desportillados por el escorbuto… ¡Ah! ¡Qué horror! —No puedo continuar…—
Resumiendo: las uvas de la Contraviesa se exportan por Almería, Adra o Motril con destino a las naciones septentrionales de Europa…, y yo he aprovechado gustosísimo esta nueva ocasión de hacer la causa de la raza latina contra sus rivales del Continente, a fin de que mi libro tenga su lado transcendental. —No quiero que se me tache de autor frívolo y sin sustancia en unos tiempos en que tanto abundan los filósofos—.
Pedro Antonio de Alarcón
La Alpujarra
Sesenta leguas a caballo precedidas por seis en diligencia
Este libro ocupa un lugar privilegiado en la historia de la literatura viajera escrita en castellano. Describe el corazón de la Sierra Nevada granadina, un territorio pleno de bellezas que conservaba intacto en el último tercio del siglo XIX el sabor arcaico de sus tradiciones populares, donde el autor quiere reconocer los últimos indicios de la herencia árabe de Andalucía. La capacidad descriptiva y evocadora de Alarcón alcanza sus máximas cotas literarias, lo que animará a los lectores a retomar el estudio de la comarca.
Esta uva no es nunca hollada por el pie brutal del hombre, ni se ve compelida, por consiguiente, a reventar para dar de sí la gran maravilla del mosto… Tampoco va desde la cepa a los mercados de la provincia, en fresco y apretado grumo que penda luego de la mano de un cualquiera, para que este cualquiera lo desgrane poco a poco, por vía de postre, hasta dejarlo reducido a un esqueleto o escobajo… Menos aún se transforma en arrugada pasa… como acontece con las uvas de la vecina costa… Ni tan siquiera es su destino figurar en eso que se llama un kilo (como si se dijese un kilo de perlas), para pudrirse de impaciencia, colgada meses y meses del techo del harem de un metódico sibarita, empapelada o sin empapelar, y dando origen a este decir de mi pueblo: «¡Anda… que eres más tonto que un hilo de uvas!»
No, señor, no; la legítima uva alpujarreña no llega nunca a ser madre… (del vino); —ni viene a parar en fácil bacante que solo dure lo que los festines de otoño—; ni acaba en solterona que se pase y acartone, como la Eugenia Grandet de Balzac, y solo sirva a la vejez para sazonar, vestida de oscuro, tal o cual especie de pouding; —ni es, en fin, jamás emparedada odalisca que espere vez entre otras frutas en la despensa de un goloso, del modo y manera que refiere Lord Byron en el Canto VI de su Don Juan…
La uva de la Alpujarra cumple una misión más noble. —La uva de la Alpujarra se mete monja, vive cenobíticamente, y muere virgen—.
¿Cómo así?
Vais a saberlo.
El vendimiador de la Alpujarra principia por construir muchas cajas de madera. Sube luego a lo alto de su montaña, donde se crían unos magníficos alcornoques, y les arranca la piel… quiero decir, el corcho. Muele este corcho hasta pulverizarlo, y con aquella materia, que es el mejor preservativo que se conoce contra la corrupción… de las uvas, llena las cajas susodichas. En seguida coge unas tijeras, y va cortando de cada racimo, una por una, las bayas más perfectas, limpias y sanas, separándolas para siempre de las otras. Consumado esto, procede a esconder entre el corcho pulverizado, también una por una, y en rigoroso orden, las uvas elegidas, procurando que estén incomunicadas entre sí y con el aire atmosférico. Y, por último, cierra y clava las cajas con el mayor esmero posible, y échase a dormir completamente descuidado, como quien sabe que aquellas reclusas pueden pasar allí años y años sin ninguna clase de detrimento.
Lo que sucede después no es culpa mía, ni tampoco de las uvas alpujarreñas.
Es culpa del vendimiador y del grado de locura a que ha llegado nuestra pobre Europa.
Yo, como liberal y como católico, estoy por que haya conventos. Para mí, la mayor de las tiranías es privar a los mortales del derecho de escoger sus compañeros de peregrinación por este valle de lágrimas y de encerrarse con ellos, lejos del vano tumulto de una sociedad atea, a conferenciar con Dios sobre el quia de la vida y sobre el quare de la muerte, sobre el quid de todo lo criado y sobre el esse, fuisse, fore, que dice uno de los Santos Libros.
Pero, amigo: el vendimiador, después de haberse esmerado tanto en la construcción y disposición de sus conventos de uvas, los saca luego a pública subasta…; y como aquellos ingleses, rusos y alemanes de que hablamos en Béznar son todos herejes; como además de herejes, son muy ricos, y como, a pesar de ser tan ricos, no se crían uvas en su país… ¡ni respetan clausura, ni respetan votos, ni respetan nada!
Vese, pues, a estas vestales españolas (pálidas y transparentes como la cera, que dije más atrás) morir mártires en las más abominables metrópolis del Norte, devoradas por una especie de osos protestantes, o cuando menos cismáticos, cuyos dientes, ennegrecidos y desportillados por el escorbuto… ¡Ah! ¡Qué horror! —No puedo continuar…—
Resumiendo: las uvas de la Contraviesa se exportan por Almería, Adra o Motril con destino a las naciones septentrionales de Europa…, y yo he aprovechado gustosísimo esta nueva ocasión de hacer la causa de la raza latina contra sus rivales del Continente, a fin de que mi libro tenga su lado transcendental. —No quiero que se me tache de autor frívolo y sin sustancia en unos tiempos en que tanto abundan los filósofos—.
Pedro Antonio de Alarcón
La Alpujarra
Sesenta leguas a caballo precedidas por seis en diligencia
Este libro ocupa un lugar privilegiado en la historia de la literatura viajera escrita en castellano. Describe el corazón de la Sierra Nevada granadina, un territorio pleno de bellezas que conservaba intacto en el último tercio del siglo XIX el sabor arcaico de sus tradiciones populares, donde el autor quiere reconocer los últimos indicios de la herencia árabe de Andalucía. La capacidad descriptiva y evocadora de Alarcón alcanza sus máximas cotas literarias, lo que animará a los lectores a retomar el estudio de la comarca.
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