Pareció Gemma, en efecto, contentísima de verle, y Frau Lenore le recibió muy amistosa. Visiblemente, había producido en ella una impresión favorable la víspera. Emilio corrió a ocuparse del almuerzo, no sin haber cuchicheado al oído de Sanin esta recomendación:
—¡No lo olvide usted!
—En ello pienso —respondió Sanin.
Frau Lenore no se encontraba del todo bien; tenía jaqueca, y medio tumbada en un sillón, trataba de moverse lo menos posible. Gemma llevaba un peinador amarillo, sujeto a la cintura con un cinturón de cuero; tenía también aspecto fatigado, y una ligera palidez cubría sus mejillas; sus ojos estaban un poco ojerosos, pero su brillo no se había aminorado; y aquella palidez daba algo de misterio y dulzura a las facciones de su rostro, de una pureza y una severidad clásica. Ese día chocóle a Sanin en particular la extraordinaria belleza de su mano… Cuando la levantaba para arreglarse y sujetar los rizos oscuros y lustrosos de sus cabellos, no podía apartar la vista de esos dedos largos y flexibles, separados unos de otros como los de la Fornarina de Rafael.
Hacía mucho calor por fuera. Sanin quería irse después de almorzar, pero le hicieron ver que con semejante día lo mejor era quedarse donde estaba. Convino en ello, y se quedó. Un agradable fresco reinaba en la estancia de atrás, donde sus huéspedes y él se habían instalado, y cuyas ventanas daban a un jardincito plantado de acacias. Un ávido enjambre de abejas, avispas y zánganos azacanados zumbaban entre el frondoso follaje de las flores de oro. Ese incesante murmullo que penetraba en la habitación por las celosías entreabiertas y las cortinas echadas, hablaba del calor de afuera y hacía parecer aún más suave el fresco de aquella casa cerrada y hospitalaria.
Sanin habló mucho, como la víspera, pero ya no de Rusia ni de la vida rusa. Con el fin de complacer a su amiguito, a quien habían mandado a casa de Herr Klüber enseguida del almuerzo, para ejercitarse en la teneduría de libros, llevó la conversación al terreno de las ventajas y los inconvenientes comparativos del arte y del comercio. Esperaba ver a Frau Lenore tomar la defensa de esta última profesión; pero su mayor extrañeza fue el ver que también Gemma participase de tales opiniones.
—Si se es artista, sobre todo cantante —insistió con ademán enérgico—, es preciso ocupar el primer puesto. El segundo nada vale. ¿Y quién sabe si ha de llegar a ese primer puesto?
Pantaleone, que tomaba parte en la conversación (porque en su calidad de viejo servidor antiguo, tenía el privilegio de sentarse en compañía de los dueños de la casa: los italianos, en general, no son de etiqueta muy severa). Pantaleone, naturalmente, defendía el arte con todas sus fuerzas. A decir verdad, sus argumentos eran harto flojos: repetía de continuo la necesidad de hallarse dotado de «cierto ímpetu de inspiración», d’un certo estro d’inspirazione. Frau Lenore le objetó que probablemente él mismo había poseído ese estro, y que, sin embargo…
—Tuve enemigos —respondió Pantaleone con aire tétrico.
—¿Y cómo puedes estar seguro (ya se sabe que los italianos se tutean a menudo), cómo puedes estar seguro de que Emilio, aun suponiendo que estuviese dotado de ese estro, no tendría enemigos?
—¡Pues bien, hacedle mercanchifle! —dijo despechado Pantaleone—. ¡Pero Giovanni Battista no se hubiera conducido así, a pesar de ser confitero!
—Giovanni Battista, mi marido, era un hombre razonable; y si en su primera juventud pudo dejarse arrastrar…
Pero el viejo no escuchaba; alejóse, murmurando con aire hosco:
—¡Ah! ¡Giovanni Battista!
Gemma exclamó que si Emilio sentía en sí el amor a la patria, y si quería consagrar sus fuerzas a la independencia de Italia, podía ciertamente sacrificar la seguridad de su porvenir por un fin tan noble y elevado, pero no por el teatro. Al decir esto, Frau Lenore, inquieta, suplicó a su hija que, a lo menos, no arrastrase a su hermano fuera del buen camino. ¿No bastaba con que ella misma fuese una republicana furibunda?… Después de haber pronunciado estas palabras, Frau Lenore exhaló un suspiro quejumbroso y dijo que sufría mucho, que su cabeza estaba próxima a estallar. (Frau Lenore, por cortesía para con su huésped, hablaba en francés con su hija.)
Ivan Sergueevich Turguenev
Aguas primaverales
Dimitri Sanin es un joven terrateniente ruso de 22 años que se enamora perdidamente por primera vez mientras visita la ciudad alemana de Frankfurt. Tras luchar en un frustrado duelo contra un rudo soldado y ganar el corazón de la chica objeto de su encaprichamiento, el enamorado protagonista decide renunciar a su estatus en Rusia para trabajar en la pastelería familiar de la dama de sus desvelos y así estar más cerca de ella.
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