Alcornoque (7) - Ya tendrá tiempo mañana de admirar la catedral a plena luz sin espantar a los pájaros ni a las parejas de enamorados.

El planalto mirandés
De vuelta a la carretera, donde le espera su coche, el viajero mira al cielo. Está oscuro, como un pozo, y quieto como los huertos. Definitivamente, la noche está a punto de llegar.
Pero todavía se ve. Entre dos luces, como en Sendim, que queda allá, a la derecha, pero lo suficiente aún para distinguir aquéllos. Todavía se ven, incluso, campesinos trabajando entre las cercas. En este tiempo, hay que aprovechar.
Y, la verdad, aprovechan las gentes de estos lugares. En dirección a Miranda, que cada vez está ya más cerca, el viajero se cruza aún con bastantes hombres que aprovechan hasta el último momento; unos regando los huertos, otros trillando en las eras, otros cuidando sus vacas y otros, como éste de aquí, acarreando centeno. Aunque la mayoría están recogiendo.
Recogiendo, aunque a su modo, va ahora también el viajero: recogiendo sus recuerdos. Cae la noche en Portugal y, con ella, un día más: el cuarto, ya, de su viaje y el penúltimo quizá. Si todo va como piensa, mañana, a estas mismas horas, habrá llegado a Bragança.
Pero aún le queda Miranda. Y, antes, cruzar el planalto. Esta meseta pelada y llena de pueblos viejos que se mete como un lóbulo en España y que cortan por el norte las montañas de Alcañices, ya en Zamora, y, por el sur, el tajo del Duero. Que es el río que aquí marca la raya desde hace siglos.
En realidad, el planalto empezó ya más atrás (en Sanhoane, o en Brunhosinho, o, antes aún, en Variz), pero se acentúa ahora, entre Sendim y Fonte d’Aldéia. El pueblo, que es muy pequeño, como los huertos que tiene al lado, apenas se ve al pasar, pero, a su alrededor, el campo se extiende hasta el infinito. Hasta Picote, por la derecha, y hasta Silva y Vilar Seco, por la izquierda. Campos de robles y de alcornoques, plantados hace ya siglos, que se extienden a lo largo del camino y de kilómetros de dehesas. Al final, está Miranda, colgada sobre el río Duero como si fuera la proa de una gran nave de piedra.
Pero, antes, hay más pueblos. Duas Igrejas, por ejemplo. Un pueblo grande y famoso, y típico de esta tierra (el más típico quizá: de aquí son los pauliteiros), pero que, ahora, al anochecer, parece una aldea más. Un cementerio de coches, algunos hombres con burros, otro subido en un carro y varios veraneantes que pasean aburridos por las calles serán, pasados los días, lo único que recuerde. Eso y los arcos de bienvenida que señalan que el lugar ha estado en fiestas (las de Nossa Senhora do Monte, que es la patrona local, según dicen los carteles) y, por supuesto, las dos iglesias (una románica, pura, y la otra más moderna) que dominan el paisaje desde un monte —¿de ahí el nombre de la Virgen?— y que, al parecer al menos, le han dado el suyo a este pueblo.
A Cercho, que está seguido, a saber quién se lo dio. Como a Picote, o a Vila Chã, que quedan a la derecha. Los dos ya al pie de la raya, asomados al pantano del primero; que es ya el segundo, no obstante, que le han hecho en Portugal al río Duero. El primero está en Miranda y es todavía mayor.
En el siguiente pueblo, Vale de Mira, Miranda ya hace su aparición. Primero, a través de anuncios (los de sus restaurantes y sus hoteles) y, luego, ya, de verdad: con sus torres y sus luces recortándose en el cielo de repente. Pero todavía está lejos. Antes, hay que atravesar dos valles, con sus correspondientes campos y granjas, y, luego, tomar el cruce que lleva hacia la ciudad. Un puente, el del río Fresno, que vierte al Duero ahí abajo —y que aún conserva a la entrada una antigua caseta de aduaneros (de cantoneiros, dice la placa)— y el viajero ya está en ella. En la nueva, que la vieja queda a un lado, oculta tras sus murallas.
Miranda, a primera vista, es ya una ciudad auténtica. No por lo grande, que no lo es (al revés, es muy pequeña: unas dos mil personas la habitan, según las guías del viajero), pero sí por su apariencia. No en vano Miranda es la capital de esta zona perdida al norte de Portugal y la puerta de salida y de entrada para España. Y no es ninguna metáfora, pues la raya está aquí ya.
Pero Miranda, hoy, está en fiestas. Se lo dicen al viajero los arcos de bienvenida, que están todos ya encendidos, y la gente que pasea por la calle principal, que es la propia carretera. Lo cual, en vez de alegrarlo, hace temblar al viajero. Si la ciudad está en fiestas, como sin duda parece, quizá no encuentre donde dormir. Y eso, con el día que lleva, no lo quiere ni pensar.
Pero su alarma estaba infundada. La ciudad está en fiestas, en efecto, y además son vacaciones, o sea, temporada alta, pero en la Pousada de Santa Catarina hay aún habitaciones libres. Es cara, sin duda alguna, pero merece la pena. Lo primero, por no andar buscando otra y, lo segundo, por los servicios que ofrece. Sobre todo, por las vistas que permite del río Duero.
Es un paisaje imponente. Desde la terraza de su habitación, por la que se esparcen ya amontonadas las maletas y las guías del viajero, éste contempla extasiado la caída de la noche sobre el río. El Duero, que va allá abajo, encajado en un cañón de roca viva, parece un juego de luces de tantas como ahora mismo van a morir en sus aguas. Unas son las de Miranda, que está colgada sobre él (a un lado, la ciudad nueva y, al otro, la amurallada), y las otras las farolas de la presa, por la que la carretera que va hacia España cruza la raya y el río. Aunque, desde hace ya unos años, la frontera sólo existe en los carteles.
Desnudo, como la noche, y apoyado en la baranda del hotel, el viajero mira el río y se deja llevar por sus recuerdos. Los grillos, que llenan todo, y el reflejo de las luces sobre el agua le transportan poco a poco hacia Zamora, y hacia Toro, y hacia Aranda, y hacia todas las ciudades de Castilla por las que lo vio pasar un día, y, luego, en sentido opuesto, hacia Pinhão y hacia Régua. ¿Qué será ahora de ellas? ¿Cuánta gente estará ahora mirando el río como hace él? Seguramente, en Duruelo, donde el Duero se hace río entre pinares, estará lleno de juncos, igual que cuando él lo vio, y en Soria olerá a tomillo, y en Almazán a romero. Y, en Berlanga, más abajo, saltarán truchas de musgo, lo mismo que en San Esteban. En Roa olerá ya a vino, lo mismo que en Peñafiel. Y en Pesquera, y en Valbuena, y en Tudela, y en Sardón, y en todas las poblaciones que va dejando tras él, la gente estará mirándolo, igual que todas las noches, mientras en las bodegas arden las brasas en las que las chuletillas se hacen, como el vino, a fuego lento…
De sus recuerdos le saca un gran fuego artificial: una gran barra de luces que revienta de repente sobre el río igual que el día de Régua. Y, luego, un par de cohetes que retumban en las hoces como truenos. Son las fiestas, que ya empiezan y que llaman a la gente a participar en ellas.
Pero el viajero aún debe cenar. Desde que comió en Macedo, han pasado ya diez horas y el estómago le grita igual que una gata en celo. Así que se viste rápido y se va a aplacar sus gritos a O Mirandés, a cien metros, una casa de comidas antigua y de gran solera que está enfrente del hotel y que, según un vecino, es la mejor de Miranda; o, por lo menos, la más auténtica (Cozinha típica mirandesa, dice un cartel a la puerta). Lo sea o no, el bacalao y la posta de vitela á mirandesa que le sirven, junto con un vinho verde de Penafiel y una tarta de naranja recién hecha, le resarcen de las penas del camino y de las hambres que, anoche, le obligaron a pasar en Mirandela. Lo único malo del sitio es que, al estar en la raya, está lleno de españoles. Hasta la dueña habla en español de tanto tratar con ellos.
—¿Quiere un orujo? —le dice, al traerle la cuenta.
—Bueno. Si se empeña… —concede, amable, el viajero.
Con el estómago en paz y el alma ya más tranquila, el viajero se va luego a ver Miranda. La vieja. La amurallada. La del rosario de calles y casas llenas de escudos que se arraciman entre el castillo y la vieja catedral. Tanto uno como otra están ya fuera de uso (uno porque está en ruinas y la otra porque ya no tiene obispo; se lo arrebató Bragança, igual que su episcopado), pero, entre ellos, viejas mansiones y blasones y panoplias solariegas hablan de la grandeza que tuvo Miranda cuando aún lo era. Exactamente, entre 1545, fecha de fundación de la diócesis (y de la concesión a Miranda del título de ciudad), y 1780, cuando su último obispo se fue.
La plaza, las viejas casas, los comercios donde compran los turistas españoles los manteles y las colchas cuando vienen de visita (en autobuses, como rebaños), miran pasar al viajero igual que en el siglo XV, que fue cuando las construyeron. Todas con piedra de Caçarelhos, que es la mejor del país, y todas siguiendo el estilo característico de la época: con grandes arcos y cresterías y con enormes rejas de hierro. Algunas, como en la plaza, están cuajadas de flores, signo evidente de que siguen habitadas, pero otras están desnudas y con las puertas y las ventanas cerradas a cal y canto. Deben de ser oficinas o edificios oficiales y museos.
La noche, los soportales, las callejas solitarias y sombrías, el soportal del Ayuntamiento, todo remite a los viejos tiempos. Sobre todo, ahora, que están vacíos, pues la gente está en el baile del paseo. El viajero, paso a paso, atraviesa la ciudad sin cruzarse apenas nadie en su camino. Sólo los perros y algún guardinha que vigila en solitario los portales de las casas mientras sus habitantes están de fiesta.
—Boas noites!
—Boas noites! —le responden al viajero, cuando pasa, los dos del Ayuntamiento.
La catedral de Miranda está al final de la cuesta. Erguida como un castillo en medio de sus jardines y toda entera de piedra. Como la plaza, está muy cuidada y, como toda Miranda, iluminada de arriba abajo. No en vano aquí está la presa que da energía a la zona y que, de paso, y al tiempo, la sacó de su aislamiento: como la carretera pasa por ella, la gente ya no tiene que viajar hasta Bragança como antes para poder cruzar hacia España.
Pero no hay nadie. Sólo los pájaros en la arboleda y una pareja de novios a la que el viajero espanta también, como a los pájaros, sin pretenderlo. Estaban a contraluz, arrimados al pretil de la muralla, y a poco choca con ellos. Así que se da la vuelta y, por el mismo camino, regresa sobre sus pasos en dirección a la fiesta. Ya tendrá tiempo mañana de admirar la catedral a plena luz sin espantar a los pájaros ni a las parejas de enamorados.
En el paseo, por contra, la fiesta está en su apogeo. No hay mucha gente, pues no es día grande (lo será el domingo próximo, parece), pero la orquesta toca con brío. Son músicos de la tierra. Siete músicos locales, con instrumentos también de aquí (acordeones y triángulos, aparte de las trompetas), que tocan en un templete levantado en el paseo que comunica las dos ciudades, la nueva y la amurallada, y que ahora, según parece, es el centro de las dos.
Pero la orquesta no es la atracción. La atracción en este instante, cuando el viajero llega a la fiesta, es un borracho que baila, con la camisa en la mano, en medio de las parejas. Debe de ser muy famoso porque todos le jalean. El problema es que el borracho se anima tanto con ello que comienza a desvestirse (primero la camiseta, más tarde las zapatillas y después los pantalones), sin dejar de bailar mientras lo hace. Menos mal que, en este punto, cuando empezaba ya con los calzoncillos, aparece su mujer en el paseo. Le cuesta hacerle entrar en razón. Pero, entre ella y los dos guardinhas que contemplaban el baile mezclados entre la gente, lo visten y se lo llevan como si fuera un cordero. Pobre hombre, dice alguien, pensando en la que le espera.
El viajero, divertido (como el resto de la gente), le ve partir hacia casa y, luego, se va él también. Son las doce de la noche y hoy ha sido un día muy largo.

Julio Llamazares
Trás-os-Montes
Un viaje portugués

Con esta obra centrada en la comarca de Trás-os-Montes, Julio Llamazares regresa a la literatura de viaje, donde su talento narrativo y su profunda capacidad de observación del paisaje brillan con toda su fuerza. La carrera de Julio Llamazares ha ido cubriendo etapas de un modo peculiar, que en cierto modo recuerda la de Álvaro Mutis. Sus dos primeros libros, La lentitud de los bueyes (1979) y Memoria de la nieve (1982), marcaron un hito imborrable en la historia de la poesía española reciente. Luego, la publicación de Luna de lobos (1985) y La lluvia amarilla (1988) hizo de su autor un verdadero nombre clave en la novelística española más reciente. Traducido a otras lenguas europeas y muy querido de los lectores, con quienes se mantiene en contacto permanente gracias a sus colaboraciones periodísticas, Llamazares es en este momento uno de los autores españoles vivos más importantes.
Junto al propósito de romper con el aislamiento histórico de esta comarca lusa, se impuso la tarea de escribir un libro a ritmo de fado. «He intentado transmitir ese ritmo y esa cadencia. No he querido hacer una guía; las llevaba en el bolsillo y las consultaba cuando las necesitaba, pero no trataba de descubrir nada. Quería dar mi visión de Trás-os-Montes, de Portugal y de la propia idea del viaje. Todo viaje es interior, y especialmente los que se realizan con voluntad literaria».
Llamazares distingue entre el viajero y el turista que viaja por pasión o por capricho. «Me he pasado la vida viajando a ningún sitio, y así voy a seguir, cogiendo el coche y desviándome por las carreteras secundarias».
Cautivado por la prosa de Miguel Torga y Camilo Castello, nacidos en esta región portuguesa, decidió escribir este pequeño homenaje a un país al que los españoles hemos dado la espalda. Trás-os-Montes es como la mayor parte de su literatura, un homenaje a esas gentes que no abandonan los lugares a los que pertenecen y a las personas que se fueron, a los emigrantes que vuelven cada verano por querencia. «Me he erigido en defensor de los pobres y de los olvidados. Esa gente sobre la que nadie escribe».

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