Te escribo para decirte que tu hermano ha dejado a su mujer

Leeds, 30 de abril de 1971
Querida Angélica:
Soy un amigo de Eileen y de Miguel. Conocí a Miguel en un cineclub. Me llevó algunas veces a cenar a su casa. Y allí conocí también a Eileen.
Soy italiano y estoy en Leeds con una beca de estudios.
Tus señas me las dio Miguel. Me había dicho que te fuera a visitar si volvía a Italia en el verano.
Te escribo para decirte que tu hermano ha dejado a su mujer y se ha marchado con rumbo desconocido. Su mujer no te escribe, lo primero porque no sabe casi nada de italiano y lo segundo porque está muy baja de moral. Me da pena de ella, aunque yo no soy quién para juzgar a Miguel, que además también él me daba mucha pena cuando iba a verlo últimamente a una pensión cochambrosa donde había ido a meterse.
Eileen quiere que os informe de la marcha de Miguel en primer lugar porque no sabe si él ya os había dicho o no que su matrimonio se había ido a la porra, en segundo lugar porque Miguel se ha ido sin que se sepa adónde, y por último porque al marcharse ha dejado aquí bastantes deudas. Ella no está dispuesta a pagar esas deudas y os pide que las paguéis vosotros. Miguel ha dejado a deber trescientas libras esterlinas. Eileen os pide que le mandéis este dinero a la mayor brevedad posible.

Ermanno Giustiniani,
Lincoln Road, 4
Leeds

Natalia Ginzburg, Querido Miguel, Traducción: Carmen Martín Gaite, novela epistolar, 

metralla y balas entran por la ventana en la curia

El general Linkenbach se muestra duro y se niega con desprecio, el 29 de abril, a prometer al obispo de Trieste, monseñor Antonio Santin, que salvaría la ciudad, pero las cosas se precipitan, se superponen a un ritmo exponencial. El Zeitrafferphenomen no respeta a nadie, ni siquiera el amor por el orden de un general de la Wehrmacht, puedo atestiguarlo personalmente, repetía a menudo, basta el gesto con el que un par de días más tarde, el 3 de mayo, dobló cuidadosamente su chaqueta, cuando se la quitó y me la entregó. El glioblastoma trastorna relojes y taquímetros, el tiempo se contrae y se recupera; el Tercer Reich está cayendo en segundos, un barrio conquistado cambia la geografía y la historia de Europa, Hitler cae, avanza Stalin o quien lo representa, el CMT-KMT de Tito dispara en las afueras y San Giacomo, las brigadas Pisoni y Foschiatti de los Voluntarios Italianos de la Libertad en el centro de la ciudad y frente al puerto, el CMT-KMT dispara contra los alemanes, pero también contra el CLN, metralla y balas entran por la ventana en la curia, donde el obispo tendido en el suelo para evitarlas intenta negociar por teléfono con el mando alemán pero no sabe bien con cuál, el ejército, la marina o la policía.

Claudio Magris, No ha lugar a proceder, Traducción: Pilar González Rodríguez, novela, 

Hace dos años que no escribo en el Diario

Sin haber conseguido aquel día la entrevista, Nejliúdov regresó a su casa. Inquieto por la idea de entrevistarse con ella, Nejliúdov caminaba por las calles recordando ahora no el juicio, sino sus conversaciones con el fiscal y los directores de las cárceles. El hecho de intentar la entrevista con ella, el haber confesado su intención al fiscal, así como haber estado en dos cárceles, le había excitado de tal forma que tardó mucho en tranquilizarse. Al llegar a su casa, buscó enseguida su Diario —que no había tocado desde hacía mucho tiempo—, leyó algunos pasajes, y anotó lo siguiente: «Hace dos años que no escribo en el Diario y pensaba que ya no volvería nunca a esta chiquillada. Pero realmente no se trataba de una chiquillada, sino de una charla conmigo mismo, con ese yo verdadero y divino que tiene cada hombre. Durante todo el tiempo ese yo estaba dormido, y no tenía con quién hablar. Le ha despertado el acontecimiento insólito del 28 de abril, en el Tribunal donde fui jurado. En el banquillo de los acusados la he visto a ella, a aquella Katiusha que seduje, con un guardapolvo de presidiaria. Por una extraña confusión y por una equivocación mía, la han condenado a trabajos forzados. Acabo de estar con el fiscal y en la cárcel. No me han dejado verla, pero he decidido hacer todo lo posible por conseguirlo, pedirle perdón y reparar mi culpa, aunque tenga que casarme con ella. ¡Señor, ayúdame! Me encuentro muy bien, y siento alegría en el alma».

Resurrección
Lev Tolstói, 1899
Traducción: Víctor Andresco

Los delgados hilos de las estelas de los cirros estaban en calma

Jueves, 27 de abril
Todo siguió igual hasta el amanecer. El cielo entero estaba cubierto de nubes aisladas, que se rozaban unas a otras, y de las cuales una parte se disolvía en la capa superior de la atmósfera, mientras la otra bajaba tan hirsuta y cenicienta que a cada momento esperábamos verla bajar en forma de lluvia.

Jueves, 27 de abril
Los delgados hilos de las estelas de los cirros estaban en calma en la parte superior del cielo; en paralelo al horizonte avanzaban hacia ellos filas completas de cúmulos, unos encima de otros hasta dos y tres veces, algunos se compactaban en masas gigantescas, y, mientras en su ribete superior no dejaban de deshilacharse al internarse en la atmósfera, la parte inferior se mantenía siempre más pesada, con forma de estrato, cenicienta y opaca, descendía y amenazaba lluvia.

Johann Wolfgang von Goethe, El juego de las nubes, Traducción: Isabel Hernández, 

Algunos hechiceros, como es sabido, tienen tetillas adicionales

Algunos hechiceros, como es sabido, tienen tetillas adicionales; otros al simple contacto del dedo de un demonio, quedan afectados de insensibilidad en una o más pequeñas zonas del cuerpo en las cuales el pinchazo de una aguja no les produce dolor ni promueve derrame alguno de sangre. Grandier no tenía ni pezones ni tetas extra; ergo debía de llevar en alguna otra parte de su persona esas señales especiales por medio de las cuales pone su rúbrica el diablo. Pero ¿en qué parte se hallaban tales improntas? No más tarde del 26 de abril la priora había dado la respuesta. Tenía cinco marcas en total: una en la espalda, en el sitio mismo donde son marcados con hierro candente los criminales; dos más en las nalgas, muy cerca del ano, y una en cada testículo.
A fin de verificar la exactitud de esa declaración, se le ordenó al cirujano Mannoury que hiciese una pequeña vivisección. En presencia de dos boticarios y varios doctores Grandier fue despojado de sus ropas, afeitado todo su cuerpo, vendados sus ojos y sistemáticamente pinchado hasta el mismo hueso con un estilete largo. Diez años antes, en el salón de Trincant, el párroco se había mofado de ese burro ignorante y fatuo. Ahora el burro, aprovechando la ocasión, procuraba su venganza. El dolor era terrible y los alaridos del preso se oían a través de las ventanas, no obstante hallarse tapiadas. Abajo, en la calle, una multitud de curiosos se hacía compacta, a medida que crecían los alaridos de dolor. En el sumario oficial de cargos por los cuales fue condenado Grandier consta que, debido a la gran dificultad de localizar las pequeñas áreas de insensibilidad, solamente fueron descubiertas dos de las cinco que señaló la madre priora. Para Laubandemont, sin embargo, aquellas dos eran más que suficientes.

Aldous Huxley, Los demonios de Loudun,


donde hay plantados mirtos en el solar de las columnas

Barcelona, 11 de junio
Querido Paco,
me llega ahora, reexpedida, una carta tuya dada a la posta en el ya lejano 25 de abril. Imagino que la enviarías por correo marítimo y que a eso obedece su tardanza.
Llevo desde el 30 de mayo en una Barcelona color paloma de cemento, viviendo un clima indeciso, aún veteado de frío —hebras de la barba inverniza olvidadas en los hombros de los transeúntes, alfombradas las casas oú l’Indienne ne logera pas ce soir chez l’Habitant—. El runrún de las criadas de abajo, que rezan un rosario interminable, me desvela nostálgico de islas y de cuerpos oscuros cuyo olor se retrae, de pisadas de plantas desnudas sobre el suelo de mi cuarto, de risas a coro, de vuelos sobre el archipiélago —adagios of islands: los brazos, el pecho y la cara de la tierra, que surge verde chorreante del océano a respirar por boca de los árboles.
Tuve también mis días de Italia. María Zambrano y Diego de Mesa me llevaron, de noche, al Templo de Venus, donde hay plantados mirtos en el solar de las columnas. Y María, iluminados los ojos de demente cada vez que fumaba de una larguísima boquilla, nos habló del Larario de Roma y de las ofrendas al pie de la estatua de Nerón, y luego yo me aparté a rezar en las gradas del Templo de la Fortuna Viril, y allí mismo acordamos publicar mis versos en Botteghe Oscure.
Pero acabó la edad de oro y yo me he encontrado en mitad de la vida, en el ámbito del día dilapidado, reducido a habitar esa zona de luz que hay entre la oficina y la noche. Tengo bastante trabajo y quiero trabajar. Me ocupo en escribir mi diario y en corregir el de mi estancia en Filipinas. Terminé Las afueras y estoy pensando en publicarlas el próximo otoño. Me he propuesto llevar una vida ordenada: pas de priére, mais toilette et travail —une sagesse abregée—. De momento preferiría no escribir poesía, aunque me rondan la mente dos poemas.

Jaime Gil de Biedma
Retrato del artista en 1956

He llegado a Adén después de seis semanas de viaje por el desierto

Adén, 24 de abril de 1884
Queridos amigos,
He llegado a Adén después de seis semanas de viaje por el desierto y ésta es la razón por la cual no he escrito antes.
Por el momento, Harar está inhabitable a causa de los trastornos ocasionados por la guerra. Nuestra empresa ha cerrado la agencia de Harar, y también la de Adén, y a fin de mes me encontraré sin empleo. No obstante, me pagarán mi salario hasta finales de julio y de aquí a esa fecha siempre tendré tiempo de encontrar algo.
Pienso y espero que nuestros patronos puedan montar aquí un nuevo negocio.
Espero que se porten bien y les deseo prosperidad.

Mi dirección actual:
Arthur Rimbaud
Maison Bardey, Adén

Arthur Rimbaud
Cartas abisinias

completamente legal que el jefe del Estado autorice incluso la muerte de uno de sus propios ministros

—Absurdo —murmuró el anterior presidente.
—El 16 de noviembre de 1971 autorizó usted la eliminación de sus adversarios políticos —repitió Solinsky—. Y el 23 de abril de 1972, la ministra de Cultura, que hasta entonces había gozado de excelente salud, falleció inesperadamente y a una edad sorprendentemente temprana a consecuencia de un ataque cardíaco. Se comentó en la época que los principales cardiólogos del país fueron llamados a toda prisa y que hicieron todo cuanto pudieron, a pesar de lo cual no lograron salvarla. Y no lo consiguieron por una razón muy sencilla: porque no había sufrido realmente un paro cardíaco. Pues bien, señor Petkanov —prosiguió el fiscal general, endureciendo la voz para impedir la intervención de las abogadas de la defensa, que ya se habían puesto de pie—, no sé ni, francamente, me importa, hasta qué punto exacto estaba usted enterado de esto, o hasta qué punto exacto lo ignoraba. Pero hemos escuchado de sus propios labios que todo cuanto usted autorizó era, de conformidad con los artículos de la Constitución de 1971, que usted promulgó, automática y plenamente legal. Por consiguiente, ésta no es ya una acusación que formulo meramente contra usted en su condición de persona individual, sino contra todo el sistema criminal y moralmente corrompido que usted presidió. Usted asesinó a su hija, señor Petkanov, y comparece aquí ante nosotros como el representante y el principal dirigente de un sistema político bajo el cual es completamente legal, como usted nos ha repetido hasta la saciedad, completamente legal que el jefe del Estado autorice incluso la muerte de uno de sus propios ministros, en este caso la de Anna Petkanova, la ministra de Cultura. Usted, señor Petkanov, mató a su propia hija, y solicito la venia del tribunal para añadir a las ya formuladas la acusación de asesinato.

Julian Barnes
El puercoespín


En estos momentos está viva y goza de buena salud

LA EXCARCELACIÓN DE LA ACUSADA KORNÍLOVA
El 22 de abril del presente año, en el tribunal provincial de esta ciudad, se procedió a revisar el proceso de la acusada Kornílova, con un tribunal y un jurado nuevos. El fallo anterior, pronunciado el año pasado, fue anulado por el Senado porque el informe pericial de los médicos se juzgo insuficiente. Es posible que la mayoría de mis lectores se acuerde de ese caso. Una joven madrastra (que a la sazón era menor de edad), estando embarazada, en un ataque de rabia contra su marido, que siempre estaba poniéndole de ejemplo a su primera esposa, después de una violenta disputa, arrojó por la ventana de un cuarto piso (desde unos once metros de altura) a su hijastra de seis años, fruto del primer matrimonio de su marido, produciéndose algo que casi cabe calificar de milagroso: la criatura no se mató ni quedó lisiada ni sufrió lesiones de ningún tipo, y no tardó en recobrar el conocimiento. En estos momentos está viva y goza de buena salud. Ese acto bestial de la joven mujer estuvo acompañado de decisiones tan insensatas y misteriosas que uno no podía dejar de preguntarse si estaba en su sano juicio cuando cometió los hechos. ¿No se hallaría, por ejemplo, en un estado de trastorno transitorio causado por el embarazo? Cuando se despertó aquella mañana, después de que su marido ya se hubiese marchado al trabajo, dejó que la niña siguiera durmiendo; luego la vistió, la calzó y le sirvió el café. A continuación abrió la ventana y la empujó. Sin mirar siquiera hacia abajo, para ver lo que había sucedido con la niña, se vistió y se dirigió a la comisaría, donde informó de lo que había pasado y respondió a las preguntas de forma grosera y extraña. Cuando, al cabo de varias horas, le comunicaron que la pequeña estaba sana y salva, observó, sin expresar alegría ni pesar, con la mayor indiferencia y sangre fría, como sumida en sus pensamientos: «Tiene más vidas que un gato». Luego, durante el mes y medio siguiente, en las dos prisiones en las que estuvo detenida, siguió mostrándose sombría, grosera, reservada. Y de pronto esos rasgos desaparecieron como por ensalmo: durante los cuatro meses previos al alumbramiento, así como durante y después del primer proceso, la directora de la sección femenina de la cárcel no hacía más que elogiarla: había dado muestras de un carácter ecuánime, sereno, afable, abierto. No obstante, ya he descrito antes todo eso. En suma, la sentencia anterior ha sido revocada y el 22 de abril se pronunció un nuevo veredicto, que absolvía a Kornílova.

Diario de un escritor
Dnevnik pisatelia (Дневник писателя)
Fiódor Dostoyevski, 1873-1881
Traducción: Víctor Gallego Ballestero

Claro está que si después no acierto con la forma, mi fracaso de artista será patente

¿21 de abril, 1970?
Tengamos paciencia, Gonzalo. No sé qué día es hoy, pero sé que es domingo, que hace un tiempo perro y que todo pensamiento de salir de casa es pura hipótesis. Por otra parte, no tengo necesidad ninguna de salir: he regresado a las tres después de haber almorzado con Rosa y Raúl Castagnino y justamente la nota que voy a grabar se refiere a la comida: ellos me invitaron, yo les guie a un restaurante bastante bueno que hay en la carretera de Schenectady; allí estuvimos un buen par de horas, retenidos en parte por el tiempo y en parte por la conversación; y es curioso, porque el mayor espacio lo consumió mi narración de la Saga. Yo no sé cómo salió la conversación; me preguntó Raúl qué es lo que estaba haciendo ahora, y le di una explicación somera. Me dijo entonces que se la hiciese más amplia, lo que hice fue exponerle la totalidad de los materiales con que cuento, más o menos. La explicación me salió elocuente, detallada y precisa, quizá no tan buena como la que hice hace un mes, o quizás algo más, a Tim y a Jeffrey en el restaurante de «Sears»; no sé si de «Sears», pero, en fin, en un restaurante que hay allí, en Colony. Los dos, Rosa y Raúl, me escucharon con mucha atención y con bastante entusiasmo, a la vista de los materiales, y además comprendieron perfectamente cuál es mi propósito. Pero Raúl me dijo con mucho tino que la dificultad que le veía era la de dar a todo eso una forma adecuada, y a mí no me costó ningún trabajo confesarle que era precisamente mi problema: que lo había ensayado y redactado hasta un número de páginas muy crecido; que me resultó inútil y que de aquello ha sobrevivido, qué sé yo, una quinta parte, y que lo que hago ahora realmente, aunque mi preocupación sea acumular datos y notas de materiales, es andar buscándole la pista a la forma que no aparece, a la forma exigida por los materiales mismos, al tipo de narración, y, sobre todo, al tipo de construcción: para lo cual no tengo un modelo ni hay razón por qué tenerlo: el verdadero modelo de cualquier novela es la novela misma, es lo que debe ser la novela: no un modelo ajeno a ella. Se habla mucho del «modelo», pero yo no sé si he pensado con profundidad suficiente en el tema: recuerdo ahora, en cambio, algo de Ortega y Gasset que yo no me acuerdo cómo es textualmente, pero que venía a decir con cierta aproximación que cada obra lleva inscrita su propia perfección, su propio modelo, y que es mejor o peor según se acerque o se aparte de ese ideal. Lo que pasa es que a mí la palabra ideal no me gusta. En fin, que estoy bastante animado porque por lo menos confieso que he jugado un poco, porque al darme cuenta del interés de Rosita y de Raúl, eché mano de todos mis recursos imaginativos y retóricos, y les hice una exposición de la cual estoy realmente contento. Claro está que si después no acierto con la forma, mi fracaso de artista será patente; pero, en fin, el hecho es que de momento estoy animado y vamos a ver cuántos días me dura el ánimo. No hay que pensar en cenar fuera de casa, de manera que voy a ver qué víveres tengo en la cocina, lo que puedo hacer con ellos y a ver si me acuesto temprano, que mañana tengo clase y otras muchas cosas que hacer.

Gonzalo Torrente Ballester
Los cuadernos de un vate vago



A mi marido le ha importado un pito, pero yo me subo por las paredes.

¿Y Mamá?
20 de abril de 1950
De disgusto en disgusto. Murió Gonzalo, el general Queipo de Llano. Fue siempre encantador con nosotros. Pero la vida sigue. Lo terrible ha sido el feo que nos han hecho el Generalísimo y doña Carmen. A mi marido le ha importado un pito, pero yo me subo por las paredes. Se ha casado Carmencita con el marqués de Villaverde en el Pardo, y no se han acordado de nosotros. ¡Mil invitados! Hemos convidado al Caudillo a cazar en casa y nunca ha venido. He enviado a doña Carmen, el día de la Virgen del Carmen, el collar de perlas que usaba mi pobre suegra, que en paz descanse. En señal de gratitud, una tarjetita. Y no nos invitan a la boda del siglo XX. Para mí, que doña Carmen, que es de una familia ni buena ni mala de Oviedo, tiene envidia de mis piernas. Las suyas son gordas, como columnas, y eso no lo puede aguantar. Bussy me ha dicho que no vuelva a intentar ponerme en contacto con el Generalísimo, pero, ofensas aparte, yo soy ante todo una patriota. A la que no le voy a mandar nada más es a la señorita esa de Oviedo, que menudos dientes gasta, por envidiosa.
Por lo demás, Susú crece y es feliz. Ya tiene once años. Me ha preguntado si los Reyes Magos son los padres, y, muy a mi pesar, le he arreado una bofetada. Inconvenientes de tratar con los hijos del servicio, que no creen en los Reyes y no respetan la inocencia de mi chiquitín. En el fondo, es lógico que no crean en los Reyes, porque les traen muy pocos juguetes. Pero que Susú me salga con ésas…
Lo recuerdo perfectamente. Creo que fue a los quince años cuando oí una discusión entre Mamá y Papá. Mi padre estaba empeñado en desvelarme el secreto, y Mamá se opuso tajantemente. Fue el año de mis últimos Reyes. En el fondo, lo sabía desde los trece años, pero me hice el tonto. Los Reyes en casa eran buenísimos.
Alfonso Ussía Muñoz-Seca
El diario de Mamá
Memorias del marqués de Sotoancho

—A casa del juez Cunningham, en Broadlawns, en la Ruta del Árbol Solitario.

Otro día y otra noche pasaron a la eternidad del pasado.
La noche del lunes, 19 de abril, la Luna se elevó por encima de Richbell en medio de un cielo completamente sereno. El tren de las 9,25 de la Gran Central llegó a las diez y cuarto. Philip Knox y su esposa fueron los únicos pasajeros que se apearon en aquella estación.
—Alguien me ha dicho —observó Judy— que no había habido tanta sensación periodística desde el asesinato de Dot King hacia los veinte. ¿Quién era Dot King?
—No conozco todos los detalles. Supongo que el fantasma de Margery Vane no podrá escucharnos. No le gustaría verse alistada entre las prostitutas de gran estilo.
—¿No hubo una prostituta llamada Lizzie Borden?.
—No, el caso de Lizzie Borden fue diferente. La cuestión tan discutida entonces —continuó Knox, mientras descendían la escalinata de la estación—, fue si ella había o no empuñado el hacha. Aunque esto no importa ahora. Si al menos tenemos la suerte de encontrar un taxi… ¡Taxi!
En el bordillo se hallaba un «Pontiac» color crema, de la compañía Summit Cabs.
—Exactamente igual —comentó Judy— al que cogimos anoche en Nueva York. ¡Lástima haber gastado tanto dinero!
El conductor, sin chaqueta debido a la cálida noche, se asomó por la ventanilla.
—¿Adónde van?
—A casa del juez Cunningham, en Broadlawns, en la Ruta del Árbol Solitario. ¿Conoce el sitio?
—Cerca del parque de atracciones, ¿eh?
—Yo viví por allí una temporada, pero no recuerdo exactamente aquel paraje. ¿Hay un parque de atracciones?
—Seguro, se llama «Tierra de Ensueños». Este invierno estuvo cerrado y lo reinauguran mañana, un día antes que la Exposición Universal. ¿No querrán ir allí, verdad?
—No, sólo a casa del juez Cunningham. De paso, no obstante, pare un momento delante del teatro «Máscara».
—¿El teatro, eh? —repitió el chófer, a punto de arrancar—. ¡Vaya negocio el de esta noche! ¡Fabuloso!
—¿Ha ido alguien a ver el debut?
—¿Alguien? ¡Lleno hasta los topes! Jamás vi a tanta gente junta desde la llegada del general Eisenhower en el año cincuenta y dos. Y también muchos periodistas y fotógrafos. Como en la première de una película con ocho Oscars.
Lo cual se puso de manifiesto unos instantes más tarde. Por toda la avenida Richbell se destacaba el letrero que anunciaba el debut de la compañía.
LOS COMEDIANTES DE MARGERY VANE
presentan
a
BARRY PLUNKETT Y ANNE WINFIELD
en
ROMEO Y JULIETA
con la colaboración extraordinaria de
KATE HAMILTON
Mientras Judy entraba en la cafetería más cercana a tomarse un helado, pues afirmó necesitarlo, Knox penetró en el teatro. El vestíbulo se hallaba engalanado con las fotografías de Anne Winfield, Barry Plunkett y Kate Hamilton. Connie Lafarge, muy encendida de mejillas y elegante con su vestido negro de gala adornado con cequíes, estaba en el bien iluminado salón de descanso.

John Dickson Carr

La muerte acude al teatro
Gideon Fell 

tenía órdenes de resistir hasta el último cartucho

En la mañana del dieciocho de abril, Yaafar sabiamente decidió que no podía permitirse más bajas, y se retiró hasta las posiciones de Semna, mientras las tropas descansaban. Siendo viejo amigo de colegio del comandante turco, le envió una carta con bandera blanca, intimándolo a rendirse. La réplica fue que nada le gustaría más, pero que tenía órdenes de resistir hasta el último cartucho. Yaafar le ofreció un respiro, para que agotaran sus últimas reservas, pero los turcos siguieron vacilando hasta que Yemal Pachá pudo reunir tropas de Amman, reocupar Yerdún e introducir un convoy con alimentos y municiones en la ciudad sitiada. El ferrocarril permaneció sin funcionar durante semanas.
Inmediatamente tomé un coche para ir a reunirme con Dawnay. Me sentía incómodo sabiendo que era la primera intervención de un regular en una batalla de guerrillas, con un arma tan complicada como el carro blindado. Dawnay, además, no era arabista, y ni Peake, su experto en camellos, ni Marshall, su doctor, lo hablaban con fluidez. Sus tropas eran mixtas, compuestas por británicos, egipcios y beduinos. Los dos últimos componentes sentían mutua antipatía. Así que llegué a su campamento, situado al norte de Tell Shahm, pasada la medianoche, y me ofrecí, delicadamente, como intérprete.
Afortunadamente, me recibió bien, y me llevó a dar una vuelta por sus líneas. Un hermoso espectáculo. Los carros se hallaban aparcados en formación geométrica; los carros blindados por un lado, y los centinelas y piquetes por otro, con sus ametralladoras dispuestas. Hasta los árabes ocupaban una posición táctica tras la colina, como formación de apoyo, pero fuera de la vista y de la escucha; con ciertas artes mágicas, el jerife Hazaa y yo conseguimos retenerlos donde se les colocó. En la punta de la lengua se me quedó decir que lo único que faltaba allí era el enemigo.

T. E. Lawrence
Lawrence de Arabia
Los siete pilares de la sabiduría

Creo que seguirá siendo un misterio y jamás sabremos lo que realmente ocurrió


El 17 de abril de 1863 se debatió en la Cámara de los Diputados la interpelación presentada por el siciliano Luigi La Porta. Dice La Porta: «Entre las personas cuyas viviendas fueron registradas la misma noche que detuvieron a los acusados estaba el príncipe de Sant’Elia, senador del Reino. Su casa fue registrada como lo fueron las de los otros, pero el príncipe no fue arrestado; y mientras que contra los demás se incoaba un proceso, el príncipe se paseaba por Palermo la semana antes de Pascua en representación del rey, como ya hizo una vez. Así, la opinión pública piensa: si la justicia se ha equivocado con el príncipe de Sant’Elia, se equivocará también con los demás… Yo estoy deseando que se celebre el juicio».
Nosotros tememos, y con bastante fundamento, que la opinión pública, al menos en Palermo, discurriese de manera diametralmente opuesta a la que su señoría La Porta le atribuye (y siempre, claro está, con «vagos rumores»), a saber: que el príncipe era culpable, y «todos los demás» también, y que era lo de siempre, lo que nunca dejaría de ser: el príncipe quedaba libre y era honrado, y «todos los demás» iban a la cárcel. Y además del diputado La Porta, los que también estaban deseando que la instrucción acabara y el caso pasase a los tribunales eran Giacosa y Mari, aunque suponemos que lo que aquel mismo día se dijo en el parlamento debió de acabar definitivamente con sus esperanzas. El inefable ministro Pisanelli, que formalmente defendió a los dos jueces de los ataques de Crispi (que había criticado la forma como fue instruido el caso y el que se implicara a personas de cuya inocencia se ofrecía garante, sin incluir por lo visto a Sant’Elia), ya estaba pensando en «trasladarlos» (entonces el ministro de Justicia tenía poder para hacerlo). Mari aceptaría el «traslado» y Giacosa volvería al Piamonte, donde seguiría ejerciendo libremente la abogacía, oficio que tres años antes había abandonado.
En un momento de su intervención, Francesco Crispi había dicho: «Creo que seguirá siendo un misterio y jamás sabremos lo que realmente ocurrió».
Así se disponía a gobernar Italia.

Leonardo Sciascia
Los apuñaladores


donde traté de explicar mi atracción por las situaciones fantásticas.

16 abril 1980. Nace mi nieta Lucila.
Una amiga de Silvina dice que mientras estuvo en Río, «sovía y sovía» («s» francesa, como en casino, en caserne, en casaulet, en casau).
La línea diaria.
¡Escribir una línea cada día!
Toda costumbre es haraganería.
«No hay mejor modo de llegar a escribir en serio que el de garabatear algo todos los días» (Italo Svevo).
Fiel a Svevo, muchísimo escribí.
Al releerme, de pena me morí.
Recibo por correo una invitación a no sé qué acto. En el sobre, con letra desmañada, alguien anotó: y se abren fisuras en lo cotidiano por donde atisban curiosas criaturas del sueño que soñamos. Morel. Evidentemente se trata de una alusión (de un lector anónimo) a uno de los últimos reportajes, donde traté de explicar mi atracción por las situaciones fantásticas.
La visita.
¿Quién me devuelve el tiempo que me quitas?
Repites, día a día, tus visitas.
Visitas.
Me van quedando ya muy pocos días
y me visitas y hablas tonterías.
Epigrama.
Todo es en vano y lo demás también.
El fin del mundo ¿te lo cuenta quién?

Adolfo Bioy Casares
Descanso de caminantes
Extravagantes

fieles observadores de los preceptos de la Biblia

Aquí debemos advertir que Pencroff, deseoso de saber si aquella arcilla así preparada justificaba su nombre de barro de pipa, se fabricó algunas pipas bastante burdas, que halló admirables y a las cuales no faltaba más que el tabaco. Esta era una gran privación para Pencroff.
«Pero el tabaco vendrá como todas las cosas», repetía para sí en sus momentos de confianza absoluta.
Los trabajos que hemos reseñado duraron hasta el 15 de abril y no se puede decir que perdieron el tiempo. Los colonos, convertidos en alfareros, no hicieron más que vajilla de cocina.
Cuando conviniese a Cyrus Smith transformarlos en herreros, serían herreros. Pero siendo el día siguiente domingo y domingo de Pascua, todos convinieron en santificar aquel día con el descanso. Aquellos norteamericanos eran hombres religiosos, fieles observadores de los preceptos de la Biblia y la situación en que se encontraban no podía menos de desarrollar sus sentimientos de confianza en el Autor de todas las cosas.
En la noche del 15 de abril volvieron todos a las Chimeneas. El resto de vajilla fue llevado a su sitio y el horno se apagó, esperando un nuevo destino. La vuelta fue señalada por un incidente afortunado: el descubrimiento que hizo el ingeniero de una sustancia que podía reemplazar la yesca.
Esta sustancia esponjosa y aterciopelada proviene de ciertos hongos del género políporo. Convenientemente preparada es muy inflamable, sobre todo cuando ha sido antes saturada de pólvora o cocida en una disolución de nitrato o clorato de potasa. Pero hasta entonces no se había encontrado ninguno de aquellos políporos ni de otros hongos que pudieran reemplazarlos.
Aquel día el ingeniero, habiendo reconocido cierta planta del género artemisia, que cuenta entre sus principales especies el ajenjo, el toronjil, el estragón, el jengibre, etc., arrancó varios tallos y presentándolos al marinero, le dijo:
—Tome, Pencroff, esto le va a poner contento.
Pencroff miró atentamente la planta revestida de pelos sedosos y largos, cuyas hojas estaban cubiertas de un suave vello parecido al algodón.
—¿Y qué es esto, señor Cyrus? —preguntó—. ¡Bondad del cielo! ¿Es tabaco?
—No —respondió Cyrus— es artemisia china para los sabios y para nosotros será yesca.

Jules Verne
La isla misteriosa
Viajes extraordinarios

En la solapa de la chaqueta llevaba una camelia azul de seda

Mamá estuvo alegre, durante la comida, demasiado alegre. Los raviolis eran deliciosos y la Nena quiso repetir, pero mamá parecía tener prisa de que acabásemos y miraba frecuentemente el reloj. A la una y cuarto acabamos de comer y mamá recogió la mesa apresuradamente, dijo es mejor dejar los platos para después, ahora vámonos todos a descansar, os conviene sobre todo a vosotros, esta mañana todos nos hemos levantado demasiado temprano. La Nena, contrariamente a sus costumbres, no protestó y se fue derecha al sofá del comedor. Mamá se instaló en la sala en su butaca acostumbrada, con las persianas cerradas y un pañuelo sobre los ojos. Yo me acosté vestido, sin deshacer la cama, a la espera. En el silencio de la habitación sentía latir tumultuosamente mi corazón, y me parecía que aquel ruido sordo podía llegar a oírse desde las demás habitaciones. Quizá llegué a dormirme, pero fueron probablemente escasos minutos, luego me sobresalté cuando el reloj tocó las dos menos cuarto y permanecí inmóvil a la escucha. Me levanté cuando oí el crujido de la butaca de la sala, fue el único ruido, mamá se movía con extremo sigilo. Aguardé algunos segundos tras las persianas, me di cuenta de que temblaba, pero evidentemente no de frío, tuve que apretar los dientes para que no me castañeteasen. Luego la puerta de la cocina se abrió lentamente y mamá salió afuera. Al principio ni siquiera me pareció ella, qué extraño, era la mamá de aquella fotografía sobre la cómoda donde ella cogía del brazo a papá, a sus espaldas estaba la basílica de San Marco y debajo estaba escrito Venecia 14 de abril de 1942. Llevaba el mismo vestido blanco a grandes pocs negros, los zapatos con una graciosa tirita abrochada en el tobillo y un tul blanco que le cubría el rostro. En la solapa de la chaqueta llevaba una camelia azul de seda y colgado del brazo un bolso de cocodrilo. En la mano, con delicadeza, como si llevase un objeto precioso, sostenía un sombrero de hombre que reconocí. Caminó ligera hasta el comienzo del sendero, entre los macetones de los limoneros, con un paso gracioso que jamás le había visto, mirándola así por detrás parecía mucho más joven y sólo entonces me di cuenta de que la Nena caminaba exactamente como ella, con un leve balanceo y la misma posición de los hombros. Desapareció tras la esquina de la casa y oí sus pasos sobre la gravilla. El corazón me latía más fuerte que nunca, estaba empapado en sudor, pensé que debería ir a buscar el albornoz pero en aquel momento el reloj dio las dos y yo no logré apartar mis manos del alféizar. Separó un poco dos listones de la persiana para ver mejor, me pareció un tiempo interminable, pero cuánto rato se queda, pensaba, pero por qué no vuelve; y en aquel momento mamá asomó por la esquina, caminaba con la cabeza alta, miraba fijamente al frente con aquella mirada distraída y lejana que le hacía parecerse a la tía Yvonne, y en sus labios se dibujaba una sonrisa. Llevaba el bolso colgado del hombro, lo que le daba un aire aun más juvenil. A medio camino se detuvo, abrió el bolso, sacó la cajita redonda de la polvera con el espejito dentro de la tapa, presionó el cierre y la cajita se abrió sola. Cogió la borla, la restregó sobre los polvos, y mirándose en el espejito se empolvó ligeramente los pómulos. Y entonces yo sentí un enorme deseo de llamarla, de decirle mamá estoy aquí, pero no conseguí pronunciar ni una sola palabra. Sentía sólo un sabor agudísimo de arándanos que me llenaba la boca, la nariz, que invadía la habitación, el aire, el mundo circundante.

El juego del revés 
Il gioco del rovescio
(LAS TARDES DEL SÁBADO)
Antonio Tabucchi, 1981

se hizo solemne protestación de la Fe en 24 capítulos

Entonces el Metropolitano Eufemio se aplicó a consagrar la Santa Iglesia Toledana, lo cual verificó dos meses después de la conversión de Recaredo, corriendo aun el primer año de su reinado, el domingo 13 de abril de la Era DCXXV, (año de 587), según manifiesta la inscripción de una piedra cilíndrica descubierta en el año de 1591, y que se conserva en el claustro de la misma catedral, en la cual se lee:

IN NOMINE DNI CONSECRA
TA ECLESIA SCTE MARIE
IN CATHOLICO DIE PRIMO
IDUS APRILIS ANNO FELI
CITER PRIMO REGNI DNI
NOSTRI GLORIOSISSIMI FL
RECCAREDI REGIS ERA
            D C X X V.

Cuya traducción al castellano, es:
En el nombre del Señor fue consagrada la iglesia de Santa María, en el católico día primero de los idus de abril en el año felizmente primero del reinado de nuestro gloriosísimo señor el rey Flavio Recaredo, Era 625.
En el año 589, juntó este Rey en la ciudad de Toledo un Concilio nacional, á que concurrieron los Obispos de las seis provincias que componían entonces sus dominios, con el fin de que solemnemente fuese Dios glorificado por la conversión de los godos y suevos. A este Concilio, que fue el III Toledano, asistieron sesenta y dos Obispos, cinco Vicarios de ausentes, y el Monarca mismo protegiéndolos, al modo que en otro tiempo el emperador Constantino el Grande la había hecho en el Niceno. Presentó en el Recaredo la fórmula de su conversión solemne, firmada de su mano y de la reina BADDO, y en la cual clara y terminantemente abjuraba los errores arrianos, confesando la Religión Católica. Leída esta solemne y explicita declaración, dieron los Padres gracias á Dios, y bendiciones y aclamaciones al Soberano. Levantándose en seguida uno de los Obispos, exhortó á los Prelados y Próceres, antes arrianos, á que siguiesen el ejemplo del Rey: ellos unánimemente respondieron, que aun cuando ya le habían imitado al principio de su conversión (dos años antes, al comenzar el de 587) estaban prontos, no solo á repetir su confesión, sino a firmar cuanto les quisiesen prescribir. En su consecuencia, se hizo solemne protestación de la Fe en 24 capítulos, y se decretó lo que en la Disciplina eclesiástica habían hecho necesario las guerras y herejías precedentes, formando al efecto otros 23 capítulos. Así quedó totalmente extinguida para siempre en España la secta de Arrio.
Eufemio firmó en este Concilio en segundo lugar después de Massana, prelado de Mérida, y San Leandro que lo era de Sevilla. Sobrevivió poco á su celebración, muriendo en el mismo año ó en el siguiente 590.

Gustavo Adolfo Bécquer & Manuel de Assas
Toledo
Historia de los templos de España


en el plazo de seis días, tengan a bien abandonar la región

El 8 de abril del año 1583, el Ilustrísimo y Excelentísimo señor don Carlos de Aragón, príncipe de Castelvetrano, duque de Terranova, marqués de Avola, conde de Burgeto, gran almirante y gran condestable del Reino de Sicilia, gobernador del Milanesado y capitán general de su Majestad católica en Italia, plenamente informado de la intolerable miseria en que ha vivido y vive la ciudad de Milán por causa de hampones y vagabundos, publica un bando contra ellos. Declara y define todos ellos estar incluidos en éste bando, y deber darse por hampones y vagabundos… los cuales, siendo forasteros o de la región, no tienen ocupación alguna o, teniéndola, no la ejercen… sino que, sin salario, o aun con él, dependen de un caballero o noble, oficial o mercante… para ofrecerle socorro y favor, o en realidad, como se puede presumir, para armar asechanzas a otros. A todos ellos ordena que, en el plazo de seis días, tengan a bien abandonar la región, conmina con la galera a los indóciles y concede a todos los oficiales de la Justicia las más amplias y extraordinarias facultades para la ejecución de la orden. Pero, en el año siguiente, el 12 de abril, sabedor dicho señor de que esta ciudad está aún llena de los dichos hampones… que han vuelto a vivir como antes vivían, sin mudar un tanto sus costumbres ni menguar su número, echa aún otro bando más vigoroso y notable, en el que, entre otras disposiciones, manda:

Que cualesquier persona, así de esta ciudad como forastera, que por dos testigos constare ser tenido y comúnmente dado por hampón, y recibir tal nombre, si bien no se verificare haber cometido falta alguna… por esta sola reputación de hampón, sin otros indicios, pueda ser por los jueces susodichos y por cada uno de ellos condenado a la cuerda y el tormento por proceso informativo… y, aun sin confesar delito alguno, ser enviado a galeras por dicho trienio, por la sola opinión y nombre de hampón, cuanto a lo susodicho. Todo lo cual, y lo que se omite, porque Su Excelencia está resuelta a ser obedecida por todos.
Al escuchar palabras de tal señor, tan gallardas y seguras, y acompañadas de tales órdenes, viene buena gana de creer que, a su sola grandilocuencia, hayan desaparecido los hampones para siempre. Pero el testimonio de un señor no menos autorizado, ni menos dotado de nombres, nos obliga a creer todo lo contrario. Es éste el Ilustrísimo y Excelentísimo señor Juan Fernández de Velasco, condestable de Castilla, camarero mayor de Su Majestad, duque de Frías, conde de Haro y Castelnovo, señor de la Casa de Velasco y de la de los Siete Infantes de Lara, gobernador del Milanesado, etc. A 5 de junio del año 1593, plenamente informado también él de cuánto daño y ruina son… los hampones y vagabundos, y del pésimo efecto que tal suerte de gente tiene en el bien público y en elusión de la Justicia, les intima de nuevo a que, en el término de seis días, abandonen la región, repitiendo aproximadamente las penas y los castigos mismos que su antecesor. Y, después, el 23 de mayo del año 1598, informado con no poco sentimiento suyo de que… cada vez más en esta ciudad y estado va creciendo el número de estos (hampones y vagabundos) y de que, día y noche, no se oyen de ellos sino heridas alevosamente dadas, homicidios y robos, y toda otra clase de delitos, que se hacen más fáciles confiados los hampones de ser ayudados por sus principales y fautores, manda de nuevo los mismos remedios, aumentando la dosis, como se suele hacer en las enfermedades tenaces. Guárdense todos, por lo tanto, concluye, enteramente de contravenir en parte alguna el presente bando, pues en vez de probar la clemencia de Su Excelencia, probarán su rigor y su ira… habiéndose resuelto y determinado que sea este aviso último y perentorio.

Los novios
I promessi sposi
Alessandro Manzoni, 1842
Traducción: Itziar Hernández Rodilla

sólo podían atribuirse a la llegada de una fuerte columna de socorro

El día 11 de Abril, entre dos y tres de la tarde, creímos oír diez cañonazos hacia la parte de San José de Casignán. Resonaban lejanos y parecían de alto calibre, así es que mi gente se volvió como loca al escucharlos, porque sólo podían atribuirse a la llegada de una fuerte columna de socorro; pero cuando este regocijo subió de pronto, rayando en el frenesí y enajenándonos a todos, fue cuando por la noche vimos que un proyector eléctrico dirigía sus luces desde la bahía sobre la iglesia, como buscándonos para recogernos y ampararnos.
Aquello era la salvación tanto tiempo buscada en las soledades marinas, y el goce que sentimos sólo puede ser comparado al que deben de experimentar los infelices que se hunden por momentos, viendo súbitamente rasgarse la neblina y aparecer junto a la proa de su barco la playa fácil, cubierta de árboles y sonriente de promesas.
No hay duda, nos dijimos, fuerzas por tierra y un vapor de guerra con otras para desembarcar y rescatarnos; tan luego como sea de día emprenderán el movimiento, y antes de las diez ya los tenemos a nuestro lado victoriosos, despejado el asedio y terminada esta insoportable resistencia.
Creo inútil decir que aquella noche no hubo individuo allí que no estuviese de centinela voluntaria, husmeando el ambiente, acechando y comentando los más ligeros ruidos que llegaban del enemigo y esperando el amanecer con la natural impaciencia que puede suponerse.

El sitio de Baler
Saturnino Martín Cerezo, 1904

tardaron mucho tiempo en acostumbrarse a los alimentos y a la ropa de la gente civilizada

Alcaraz y su socio en crímenes, Cebreros, querían esclavizar a aquellos aborígenes; pero Cabeza de Vaca, sin parar mientes en el peligro que corría, se opuso, indignado, a este infame proyecto, y al fin obligó a aquellos villanos a que lo abandonasen. Los indios se salvaron; pero, en medio de la alegría que les produjo el volver al mundo, los caminantes españoles se separaron con verdadera pena de aquellos buenos y sencillos amigos. Después de unos cuantos días de pesado viaje, llegaron a Culiacán, sobre el primero de mayo de 1536, y allí fueron calurosamente recibidos por el malogrado héroe Melchor Díaz. Este condujo al ignoto norte una de las primeras expediciones (1539), y en 1540, durante una segunda expedición a California, a través de una parte de Arizona, fue muerto accidentalmente.
Después de un corto descanso los viandantes salieron para Compostela, que era entonces la población principal de la provincia de Nueva Galicia, pequeña jornada de trescientas millas a través de una tierra en que pululaban indios hostiles. Por fin llegaron a la ciudad de Méjico sanos y salvos, y fueron allí recibidos con grandes honores. Pero tardaron mucho tiempo en acostumbrarse a los alimentos y a la ropa de la gente civilizada.
El negro se quedó en Méjico. Cabeza de Vaca, Castillo y Dorantes se embarcaron para España el 10 de abril de 1537 y llegaron en agosto. El héroe principal nunca volvió a la América del Norte; pero se dice que Dorantes estuvo allí al siguiente año. Las noticias que dieron de lo que habían visto y de los extraños países situados más al norte, de que habían oído hablar, hicieron que se enviasen las notables expediciones que condujeron al descubrimiento de Arizona, Nuevo Méjico, el Territorio Indio, Kansas y Colorado, y la construcción de las primeras ciudades europeas dentro de los Estados Unidos. Estebanico tomó parte, con Fray Marcos, en el descubrimiento de Nuevo Méjico, y fue asesinado por los indios.
Cabeza de Vaca, como premio por su incomparable marcha de mucho más de diez mil millas en una tierra desconocida, fue nombrado gobernador de Paraguay en 1540. No tenía condiciones para ese cargo, y regresó a España, bajo una acusación ignominiosa. Que no fue culpable, sin embargo, sino más bien la víctima de las circunstancias, lo indica el hecho de que fue rehabilitado y se le asignó una pensión de dos mil ducados. Murió en Sevilla a una edad avanzada.

Charles F. Lummis
Los exploradores españoles del siglo XVI
VINDICACIÓN DE LA ACCIÓN COLONIZADORA ESPAÑOLA EN AMÉRICA

Le había cegado el brillo de una sencilla recompensa

La noche del 8 al 9 de abril de 1863, un fuerte temporal azotó las playas andaluzas. En la playa de Conil apareció, a poca distancia, una goleta, casi desmantelada. La pareja de guardias formada por Atilio Campos y Francisco Villorín lograron aprestar una barquichuela y acudir en socorro de los náufragos. Fueron recompensados con una cruz sencilla de María Luisa. Un año más tarde, en una noche de tormenta, fue hallado muerto, ahogado, en la playa, el guardia Villorín. Estaba sin guerrera y descalzo y se supuso que se había lanzado en socorro de alguna persona. No era así. Era algo más. Se supo después que Villorín había tomado la costumbre de acudir a la playa en los días de marejada. Le había cegado el brillo de una sencilla recompensa, el honor de su sacrificio.

Cuerda de presos
Tomás Salvador, 1953

teniendo a sus pies un león manso, de que recibieron no poco susto los embajadores

Este Monarca residió casi siempre en Madrid; construyó nuevas torres en el Alcázar para custodia de sus tesoros; recibió en él a los embajadores del Papa, de Francia, de Aragón y de Navarra, y envió como tal, cerca del célebre conquistador de Oriente Timur Lenk (Tamorlan) al noble caballero madrileño Ruy González Clavijo, su camarero, quien a su regreso de Samarkanda escribió su curiosísima Relación de viaje, que anda impresa. Fundación de este monarca fue también el Real Sitio del Pardo, a dos leguas de Madrid, que casi vino a ser su corte. Falleció en Toledo, para donde había convocado las Cortes, en 25 de Diciembre de 1406, a la temprana edad de veinte y siete años, dejando a su hijo y sucesor D. Juan II, niño de catorce meses, bajo la tutela de su madre doña Catalina y de su tío el príncipe D. Fernando el de Antequera, que gobernó el reino durante doce años a nombre del Rey menor, con la bravura e hidalguía que le reconoce la Historia, hasta que en 1412 heredó y fue proclamado rey de Aragón. En 1418 falleció la Reina madre en Valladolid, y fue declarado mayor de edad el rey D. Juan II, verificando luego su casamiento con su prima doña María, hija del Infante de Antequera; trasladóse a Madrid en 20 de Octubre de 1418, y al año siguiente se abrieron las Cortes en el Alcázar Real, con inmensa concurrencia de príncipes y magnates.
En 1433 recibió a los embajadores de Francia, arzobispo y senescal de Tolosa, estando sentado en su trono Real y teniendo a sus pies un león manso, de que recibieron no poco susto los embajadores. El célebre valido y condestable D. Álvaro de Luna vivió en Madrid largo tiempo en la casa-palacio de Álvarez de Toledo (que hoy no existe), contigua a la parroquia de Santiago, en cuya casa le nació un hijo, con cuyo motivo hubo grandes fiestas en la villa, dispuestas por el Rey, padrino del recién nacido. Pocos años antes había muerto en ella el célebre D. Enrique de Villena, maestre de Calatrava, eminente literato y astrólogo, cuyos preciosos manuscritos fueron quemados, de orden del Rey, por Fr. Lope Barrientos, en los claustros de Santo Domingo, con sentimiento de los amantes de la ciencia; fue sepultado en el antiguo monasterio de San Francisco.
En tiempo de esto monarca hubo varios bandos sobre el gobierno de la villa, que tuvo gran dificultad en apaciguar. Al reinado de D. Juan el II corresponden también las dos grandes calamidades de las lluvias e inundaciones de 1434, que quedó señalado en Madrid por el año del diluvio, y la gran peste de 1438, y de él recibió Madrid una Real cédula de que en lo sucesivo no pudiera ser enajenado de la corona Real, así como también, por otro privilegio de 8 de Abril de 1447, la merced de poder celebrar dos ferias anuales, una por San Miguel y otra por San Mateo, en remuneración de las villas de Cubas y Griñón, que pertenecían a Madrid y que dio el Rey a un su criado llamado Luis de la Cerda.
Don Enrique IV, conocido en la historia por el desdichado apodo de el Impotente, sucedió a su padre D. Juan en 1454, y heredando la afección de aquél hacia la villa de Madrid, residió casi constantemente en ella, dándola, ya todo el carácter de corte de Castilla. En ella reunió en varias ocasiones las Cortes del Reino, recibió a los embajadores de los monarcas extranjeros, y al legado del Papa, que le trajo el estoque y el sombrero bendecido, según costumbre en la noche de Navidad; celebró con grandes funciones sus segundas bodas con la princesa D.ª Juana de Portugal, y festejó a los enviados del Duque de Bretaña con incomparables fiestas en Madrid y en el Real sitio del Pardo, cuyo relato asombra todavía, y que terminaron por el célebre Paso honroso, sostenido en el Camino de aquel real sitio por D. Beltrán de la Cueva, privado del Rey. Este, en memoria de aquella suntuosa fiesta, fundó en el mismo punto el monasterio de San Jerónimo del Paso, que después trasladaron los Reyes Católicos a lo alto del Prado.

El antiguo Madrid. Paseos histórico-anecdóticos por las calles y casas de esta villa
Ramón de Mesonero Romanos, 1861

además de eso no hay aquí negros, ni indios, ni sucios

7 de abril

Palabras oídas en Buenos Aires a Fernando Vizcaíno Casas, escritor de mucha venta y popular consideración en España, Dios le bendiga: «Buenos Aires está muy bien, parece Barcelona o Madrid, y además de eso no hay aquí negros, ni indios, ni sucios». Con esto se demuestra que un escritor no tiene que ser, forzosamente, un ser humano. También declaró esta persona importante y ya mayor que venía con la esperanza de ser diana del asedio sexual de las «muchachas porteñas», pero esta presunción siempre se puede perdonar: la esclerosis mental no escoge profesiones ni edades, un imbécil es un imbécil, incluso cuando escribe libros.

Cuadernos de Lanzarote I
José Saramago, 1994

Pasa el tiempo y con más arrugas y menos dientes mastican en silencio los criados

EL HUEVO DEL BASILISCO

1
Pasa el tiempo y con más arrugas y menos dientes mastican en silencio los criados bajo los altos techos de las cocinas del castillo Gottorp. Hunden los pies en el humo de un barreño y, en sus pláticas, más gruñidas que habladas, los matices del color blanco se nombran de cinco modos. El mismo blanco que sólo es monotonía para Martino da Vila, quien observa, dibuja, y luego muestra un retrato idealizado a las cocineras que baten manteca y despluman perdices. Así gana una ración de estofado y la noticia inédita, importante: ayer, un hojalatero se cayó por el puente que lleva al castillo.
Van a cumplirse cuatro años desde la noche en que azotaran al señor de Welldone en los parterres de Louisenlund. Desde aquella infame jornada, no se ha reclamado a Martín en los salones; nadie muestra interés por sus dotes más allá del celo en sus labores de preceptor. Esa circunstancia, para un carácter que a veces se cree honorable, y otras se sabe resignado, ha sido, al fin, más alivio que inconveniente. Y cuando se ha puesto a desmigar en algún rato perdido la amargura que le ocasiona el olvido de los señores y la falta de oportunidades, esa acidia de las ideas se vuelve compasión por uno mismo. Así ha ido velando lápices como si fuesen espadas, frascos de tinta como cotas de malla, el grabado amarillento y manchado de humedad del Campo Vaccino como escudo transfigurado de la muy antigua y muy ilustre casa de los Viloalle.
En aquella cocina, hace sus tres comidas y mata las horas el profesor Da Vila; oye voces nuevas en aquel oscuro alemán y, al comprenderlas, asimila la satisfacción de aquellos servidores de tez rubicunda y rudo aliento, minúsculos cortesanos, según se consideran, cuyos padres o abuelos huyeron de la atónita mirada del mulo y del arado partido en suelo rocoso. Algunas noches, en combate fatiga y curiosidad, desde el ujier hasta el mamporrero imitan las veladas en el salón de la princesa Luisa con el orgullo de quien ha observado mucho a los señores, sabe cómo se mueven, casi adivina qué piensan, y la menor sonrisa de esos señores basta para iluminarles el día. Martín de Viloalle lee en voz alta la gaceta de Brunswick, o les traduce la más jugosa de Leyden, cuyos números atrasados le consigue Dieter, un secretario del canciller. Por orden de antigüedad en el servicio, mozos de cuadra y jardineros, costureras y lavanderas, el profesor de música y el adiestrador de caballos, se acomodan en torno a las mesas. Domésticos efluvios de grasa y jabón impregnan y espesan cacerolas y camisas.
Durante años resonó la voz de Martín en esa cocina y todos supieron de la subida al cielo de una gallina, de un gato y de un cordero; el modo inédito en que esos pobres animales sobrevolaron los empolvados peluquines de la corte de Versalles en un artefacto con forma de globo que idearon los señores Joseph y Étienne de Montgolfier. Eso fue en el ochenta y tres. Y durante los años siguientes, la voz de Martín agradó veladas del servicio con noticias sobre la independencia de las colonias inglesas en América y la formación de sus nuevas y raras instituciones; explicó el divertido, pero, ay, imposible argumento de La folle journée où le mariage de Figaro, la comedia francesa de Beaumarchais que a nadie deja indiferente. Constató las habladurías acerca de la sofocada revuelta del campesino noruego Lofthuus contra nada menos que el rey de Dinamarca, el rey de todos ellos y, sin más comentario, leyó la sentencia a Lofthuus: cincuenta latigazos y el vitalicio encierro en la fortaleza de Akershus. Se humedeció el dedo, pasó página, hizo oídos sordos a un murmullo que en realidad no se produjo.
Hoy por hoy, los asiduos a la cocina están poco inclinados al relato de convulsiones labriegas cuando alcanza su cénit de emoción el llamado asunto del collar que aún bulle en la corte francesa, en París, en toda Europa. Con cada nueva entrega de ese escándalo formidable, las bocas se abren, la fantasía se desborda, las cucharillas suspenden el agitar de infusiones. Y lee o traduce Martín, y leyendo, a veces se entrecorta y no da crédito. Se queda pensativo y le sobresalta lo pensado. El impaciente carraspeo de su audiencia hace que vuelva a este mundo, a esas cocinas.
El asunto del collar es sólo un caso ridículo de estafa cuyas consecuencias se han multiplicado por verificar de mal modo rumores que se fundan en el hastío, el rencor, el modo en que llenan sus páginas libelos y gacetas y, eso hay que callarlo, en lo mucho que ofende el sentido común los desparpajos de una corte derrochadora. Sin embargo, nadie provoca los hechos para que obtengan esa consecuencia hiperbólica. Esta sólo ocurre si, a posteriori, muchos sacan provecho, queja y agitación del absurdo.
Así va.
Mediante una serie de ardides de lo más teatral, una puta con ínfulas, madame de la Motte, engañó doblemente a unos joyeros y a un noble eclesiástico de rimbombantes títulos, el cardenal de Rohan, que anhelaba reconciliarse con María Antonieta obsequiándole con un collar valiosísimo en el cual la reina se había fijado, pero no podía, ni debía, ni al parecer quiso nunca, adquirir. Madame de la Motte y sus secuaces se quedaron con las joyas y el dinero. Hubo equívocos y denuncias a la reina. El rey se enfadó, temió conjuras, hizo prender al cardenal de Rohan. Los estafadores también cayeron. El juicio está siendo de aúpa.
El perfil de Rohan, arzobispo de Estrasburgo, comendador de la Orden del Espíritu Santo y Gran Limosnero de Francia, un ejemplo de la diabólica jerarquía católica, es tan enorme como el de los demás caracteres de la farsa: putas que se fingen señoras; libertinos con falsos títulos; joyeros con atributos de personajes de commedia dell’arte; y el rey Luis, equivocándose siempre y en todo. Sobre ellos, en grado a la polémica que causan, la reina María Antonieta —víctima unas veces de la calumnia, alegoría otras de las desgracias de la frivolidad— y ese esotérico visionario, el conde Cagliostro. Este último, llamado el Gran Copto, tuvo en esa trama un papel muy secundario. Sin embargo, es un personaje tan espléndido que desde los magistrados hasta los libelistas se las ingenian para atribuirle culminantes escenas, grandes momentos.
Para mayor amenidad y complemento a la lectura, recogido sobre sí y con la carpeta de dibujo en las piernas, Martín traslada al papel los rasgos fisonómicos de los personajes sobre quienes ha leído. Y enseguida va de mano en mano la ilustración de madame de la Motte, la sensual estafadora, y algún criado silba un aire de concupiscencia. Y estalla la risa ante la visión del cardenal de Rohan, postrado de hinojos en el bosquecillo de Venus de los jardines de Versalles, comiendo una rosa ante la falsa reina, un simulacro que los embaucadores, con la mayor licencia, tomaron de la obra de Beaumarchais recién estrenada, y así la vida de la estafa, que es la propia vida, imita al arte.
El signore Da Vila hace un croquis del collar y, si la descripción de la gaceta de Leyden no exagera, el famoso collar es horrendo, pesado como un yugo y muy capaz de desnucar a la dama que ose lucirlo. La escena de turbamulta frente al Palacio de Justicia, cuando el de Rohan llega a declarar en su carroza, levanta cejas incrédulas: es imposible, se proclama en las cocinas, que pueda agolparse tanta gente y tan airada y decir esas cosas a gritos: ocurre en Schleswig desacato de tal medida y no hay árboles para colgar a la chusma.
También dibuja Martín al conde Cagliostro, el supuesto maquinador en la sombra —aunque nadie haya encontrado una prueba que le inculpe—, y a la condesa, su mujer, con fama de poco casta. Antes de trazar la primera línea, ya sabe que no es la primera vez que les dibuja. En el pasado, y de modo fugaz, el llamado Gran Copto y esa tal Serafina, cuyos encantos ayudan al marido a ganar influencias por medio del chantage, ya formaron parte de su biografía. El tal Cagliostro es el obeso oportunista siciliano con verrugas a quien Welldone ofreciera una lección sobre auténtica oportunidad en una logia de Brandenburgo; y la tal condesa Cagliostro, la hermosa rubia de la feria de Hannover. Martín de Viloalle los había dibujado y ahora los volvía a dibujar. Él sabía de su existencia verdadera; que la «mirada penetrante que seduce, hipnotiza y esclaviza», según las gacetas, era la de alguien adiestrado en la amargura y en los desdenes del camino, un emblema de mal augurio cada huella en el húmedo y pulverizado aserrín de las posadas.
Si el señor de Welldone llegase a conocer qué prodigiosas alturas de influencia —o de escándalo, gracia no menor— ha logrado aquel gañán siciliano que se hace llamar conde Cagliostro, quizá siguiera las agitadas sesiones del parlamento francés con mayor entusiasmo aún que la servidumbre. Como si lo tuviese delante, Martín ve a Welldone hojear la gaceta, y oye aplicar la pródiga sarta de insultos, no tanto a Cagliostro, sino a esos libelistas, magistrados y vulgo que han hecho de él una sombra hechicera, el reverso de un héroe.
Pero tales palabras jamás serán dichas.
Como otras veces, un día de abril de 1784, hace ya dos años, el secretario Dieter le prestó a Martín la Gaceta de Brunswick. Sin aviso que dispusiera su ánimo, Martín leyó una noticia que el mismo Dieter había rodeado con tinta roja:
El gran químico Pierre Joseph Macquer murió en París el mes pasado, así como el famoso viajero charlatán conde de Saint-Germain.
Al margen, como es hábito, una apostilla en caligrafía minuciosa, de un hombre ilustrado, Dieter: «¡Vivimos tiempos de luz!».
Fue leer la noticia y el comentario y sentirse sacudido. Aún no sabe Martín de dónde vino el impulso, pero como si fuese un Viloalle de verdad, un Viloalle cualquiera, el espeluzne se resolvió en indignación. Martín recorrió las galerías a buen paso y exigió satisfacciones a Dieter sobre lo que consideraba maliciosa burla. Cuando el secretario oyó aquel tono de retadora frialdad, tan lejana a la reserva habitual del dibujante, no tuvo una palabra de amonestación, que hubiera sido legítima, mucho mejor situado como se halla en la jerarquía de la corte. Cuando el de Viloalle recuperó la cordura, vio la turbación extrema de Dieter: ignoraba que el llamado conde de Saint-Germain fuese Welldone, y la amistad que unía al viejo con Da Vila. Pocos recordaban que Welldone y el italiano habían llegado juntos a esa tierra.
Al poco, Dieter encontró más disculpas de las exigidas para aliviar lo que en Martín parecía duelo y era desazón. Así, una tarde, el secretario entró en el gabinete de dibujo. Entre las manos llevaba una gaceta que, con las hojas abiertas y oscilantes, parecía una garza real. Tras el saludo de rigor a Friedrich y a Christian, Dieter dejó el periódico sobre una repisa y con aire de triunfo señaló:

El conde de Saint-Germain, cuya muerte fue mencionada en estas páginas el seis de abril, no merece los adjetivos que contra él se emplearon en su momento. Poseía atributos extraordinarios que sólo vemos en los señalados por la Gloria. Personas sobre cuyo juicio no cabe sospecha certifican que era hombre de profundidad en materia de conocimientos de Naturaleza y que empleó cuanto sabía para el bien de los hombres. Grandes príncipes, llenos de discernimiento, le otorgaron benevolencia y protección.
Leído el breve elogio, Martín agradeció la cortesía de Dieter con más cortesía, y así pasaron media hora, en abundante surtido de reverencias para júbilo de los infantes. Martín estaba seguro de que el mismo secretario había redactado esas líneas obedeciendo órdenes, y desde luego, la presteza no tenía como objeto aliviar la ofensa a un dibujante; así que Martín indagó las causas verdaderas de tanto azoro.
Cuando el rey Cristián de Dinamarca —o su regente, porque el buen Cristián delira de continuo— nombró a Carlos de Hesse-Kassel jefe de los ejércitos de Noruega, se apaciguaron de una vez las ambiciones del príncipe, nunca demasiado firmes, pero animadas durante algún tiempo por los fuegos de la juventud; la misma inquieta ambición que Welldone intuyó sólo verle. El poco luto por la reciente muerte de Federico II ha sido ejemplo de esa desilusión por los faros del poder. Carlos fue, es y será príncipe de Schleswig-Holstein; Schleswig-Holstein, un principado danés, y el rey de Dinamarca se subirá a los árboles, se creerá una mona, o lo que su demencia tenga menester, y una nueva generación surgirá para alimentarse de la carroña aún palpitante de sus mayores.
Quizá la misma debilidad de los años ha ido alejando el interés del príncipe por la filosofía à la mode, cuya mezquindad se empeña en medir y clasificarlo todo con la misma minucia que el canciller Koeppern lleva los vulgares asuntos de gobierno. Por ese motivo, el interés de Carlos se concentra en el llamado Saber Esotérico. Desde hace años, el príncipe pasa las jornadas entre cartas astrológicas, enseñas mágicas y gruesos volúmenes que le envían desde Praga.
Se dice también que, animado por el duque de Brunswick, el príncipe acudió, hace ahora cuatro veranos, a una reunión de maestros masones en el convento de Wilhembad, y le interesó mucho lo que allí se dijo y quiso consolidarse. En primer lugar, la historia secreta de un saber tan antiguo como el hombre; en segundo, la necesidad de que ese Saber y ese Misterio no se pierdan, y si se han perdido, se recuperen; y en tercer lugar, cuánto misterio encierra, al cabo, el tan traído y llevado Misterio. La sorpresa mayúscula se la llevaron Carlos y el de Brunswick al enterarse durante las asambleas de cuál era la mayor ausencia entre aquellos iniciados; quién el hombre en cuyo poder se hallaba el manantial de conocimientos sobre lo allí debatido. Y Carlos y el de Brunswick supieron de esa lamentable ausencia por boca de personajes que, como bóvedas vivientes, hacen resonar en cada frase los ecos de la gravedad, la hondura y el aplomo. Eran doctores franceses y ginebrinos, nobles de altura y buenos burgueses de Weimar, Leipzig, Danzig, Breslau, Königsberg, Görlitz, Dresde, Magdeburgo, Mecklemburgo, Rastemburgo, Augeburgo, Kreisburgo, Brandenburgo y hasta cortesanos de Sans-Souci quienes, entre suspiros, añoraban al Gran Venerable. Si la misión era detallar el verdadero carácter de la orden, si se necesitaba elegir sabios de la Antigüedad con cuya doctrina medirse, si había que acordar grados de jerarquía en cada obediencia y unificar obediencias diversas, si se requería un prócer que canalizase los misterios, lo alto y lo bajo, lo esotérico y lo mundano, el conocimiento de las élites, de las universidades y del nuevo pensamiento que abría puertas a la Humanidad, si cabía establecer una división tajante entre lo arcano y lo ilustrado, y si era fundamental que alguien evitara lo que podría pasar en aquellas reuniones, y sin duda pasó, que cada cual se fue por su lado con un sentimiento algo menos fraternal que a la llegada, sólo quien se hizo llamar Gran Venerable poseía dominio suficiente de la materia y, sobre todo, autoridad única para alcanzar conclusiones duraderas. Sin embargo, para la general desilusión, el rumor más extendido durante aquellas jornadas del verano del ochenta y dos era que el conde de Saint-Germain —el gran filósofo, no el militar— había partido en busca de nuevos conocimientos a las montañas entre la India y la China, lugares donde monjes de túnica grana soplan trompetas de media legua. ¿Qué podían hacer? Discutir, disentir, lamentarse…
Fue mucho el pasmo de Carlos y el de Brunswick. No dijeron esta boca es mía respecto al paradero del ausente. Callaron y siguieron atentos los debates y cualquier información sobre Welldone. Para su vergüenza, iba a ser cierta la tan cacareada sabiduría de aquella momia con pasta retorcida y verdosa en el relleno del cráneo. El mismo pingajo a quien, según se enteraron de regreso, una familia de Eckenfiorde había acogido por caridad.
Desde entonces, como si el mismo Caifás descendiese a Cristo de la cruz para insuflarle vida, el príncipe viajaba cada tanto a Eckenfiorde para escuchar, para debatir, para anotar cada una de las palabras del readmitido cortesano. Nunca lo trajo a Gottorp: era diáfano que, por muy sabio que fuera —o quizá por ello, ahora que su renovado prestigio le consentía ser Diógenes o más—, al viejo le dominaba el gusto de manifestar opiniones del modo más inconveniente.
Pese a la limpieza del prestigio de Welldone, o quizá por ello, Martín no tuvo más noticia suya y ahora entendía la razón. Desde la noche de los latigazos, y después, había solicitado varias veces permiso al reverendo Mann para visitarle y este se lo había negado. Martín deduce que, al principio, el reverendo quería desligarle de la figura caída en desgracia —y lo había conseguido—. Después de la rehabilitación, Mann impedía que, por medio de Martín, se hiciera simpático en la corte el nuevo y quizá envidiado consejero del príncipe.
—Que dos más dos sumen cuatro, alteza, resulta exacto y hasta necesario, yo diría; pero que sumen cinco fascina, entretiene y consuela. Voltaire era un merluzo. De los muertos, alteza, sólo la verdad.
Con todo, el de Viloalle se alegró de que los últimos días del viejo transcurrieran de ese modo. Porque lo único que alivia su conciencia es la seguridad de que Welldone encontró en sus últimos años un ápice de la calma necesaria; porque una voz trémula susurra que la calma última del viejo será la propia calma cuando llegue su hora.

Francisco Casavella
Lo que sé de los vampiros
Premio Nadal 2008

y del zarapito que bajó de las nubes el año de la nieve

5 abril

Estuve con Melecio en lo de Muro a ver parcelas. Al llegar, el hombre se puso de recordatorios, y que hay que ver lo que habíamos furtiveado allí los dos, treinta años atrás. Que todavía se recordaba de la perdiz aquella que tropezó con el cable del tendido y se quebró un ala, y del zarapito que bajó de las nubes el año de la nieve. ¡La madre que le echó! Este Melecio tiene una memoria de elefante.
La parcelilla, con media docena de pinos y cuatro carrascas, se deja ver. Y andábamos así, mirándola, cuando me entró el apuro, tomé el portante y, sin encomendarme a Dios ni al diablo, me llegué a las oficinas, firmé unas letras, aflojé el bolso, y a otra cosa, mariposa. Ya soy propietario. Me quedé más ancho que largo pero Melecio, que es hombre cabal, se hacía de cruces y que compraba parcelas como quien compra cacahuetes. Traté de animarle para que se quedara con la vecina pero, lo que él dijo, para venir ¿con quién? Con la flauta, le dije entonces, por decir algo; aquí sonaría de maravilla. Pero él que la flauta era animal de interiores, que se acatarraba con el sereno. Me dejó parado como siempre que sale con esas peteneras.

Diario de un jubilado por Miguel Delibes

Winston dejó de escribir, en parte porque le había dado un calambre

De pronto empezó a escribir como llevado por el pánico, solo consciente en parte de lo que hacía. Con su caligrafía pequeña, pero infantil, fue trazando líneas torcidas en la página y acabó desprendiéndose al principio de las letras mayúsculas y por fin de los puntos y aparte.
4 de abril de 1984. Anoche fui al cine. Todo películas bélicas. Una muy buena de un barco abarrotado de refugiados que bombardean en mitad del Mediterráneo. El público se lo pasó en grande con los planos de un hombre muy gordo que intentaba huir a nado del helicóptero que le perseguía, primero se le veía chapoteando en el agua como una marsopa, luego aparecía a través de la mira de las ametralladoras del helicóptero, después lo llenaban de agujeros, el agua se volvía de color rosa y se hundía como si los agujeros hubiesen dejado entrar el agua, la gente se moría de risa al ver cómo se hundía, luego había un bote salvavidas lleno de niños que sobrevolaba un helicóptero, había una mujer de mediana edad que tal vez fuese judía sentada a popa con un crío de unos tres años en brazos, el bebé lloraba de miedo y ocultaba la cabeza entre sus pechos tratando de protegerse, la mujer lo abrazaba y lo consolaba aunque ella también estaba aterrorizaba y procuraba taparlo como si creyera que sus brazos podían detener las balas, luego el helicóptero, soltaba una bomba de veinte kilos con un terrible resplandor y el bote se encendía como una caja de cerillas, después había un plano genial del brazo de un niño volando por los aires, yo creo que debieron de rodarlo desde un helicóptero, y hubo muchos aplausos en los asientos del partido aunque una mujer de la parte de los proles organizó un escándalo y se puso a gritar que no deberían proyectar esas cosas delante de los niños, que no estaba bien delante de los niños, hasta que la policía la sacó; no creo que le ocurriera nada porque a nadie le importa lo que digan los proles, es una típica reacción prole y nunca…
Winston dejó de escribir, en parte porque le había dado un calambre. Ignoraba a santo de qué había escrito todas esas incongruencias. Pero lo raro era que mientras lo hacía había acudido claramente a su memoria un recuerdo totalmente distinto, hasta el punto de que se vio capaz de escribirlo. Era, comprendió de pronto, ese otro incidente el que le había decidido a volver a casa y empezar el diario.

George Orwell en 1984


No hablemos más de esto, que es hora de dejarlo. Ya no fumo:


Estoy fumando el último cigarrillo como premio a haber estado sin fumar hasta ahora. Hoy hace cuatro meses, nos despertamos en Gorizia, con dos «efes», una de felicidad y la otra de fumar. El segundo no me ha abandonado hasta ahora, la primera ha ido aumentando. El segundo está ahí por mi intervención, la primera, gracias a la tuya. De modo que ¡somos iguales!
Último cigarrillo, 16. III ’97, 4 h. p.m.
Mi adorable esposa,
Me entristece y alegra tu tristeza y no siento la necesidad de explicarte ni una cosa ni otra. No creas que estoy mejor que tú. Por el momento, fumo como una bestia. ¡Ah!, ¿pretendías que estuviera sin humo estando sin Livia? Confiesa que con ello tenías la intención de atentar contra mi vida y quedarte viuda…
Ettore
Trieste, 23. III ’97, 6 h. p.m.
El último cataplasma que envío a mi Livia en relativo al humo. No hablemos más de esto, que es hora de dejarlo. Ya no fumo:
I. Por la conocidísima promesa que hice y que hasta ahora no he mantenido.
II. Para ser aún alguien o algo sano y fuerte.
III. Para poder criticar a aquellos de mis semejantes que no sean tan fuertes como yo.
IV. Para poder conservar el placer del humo cuando todos los demás vicios me sean prohibidos.
V. Para no acostumbrar a mi hijo al humo ya desde su nacimiento.
Ettore Schmitz
Manifiesto provisional
(lo romperemos cuando Livia haya hecho copia de él)
Ettore Schmitz
por última vez promete
que no volverá a fumar
3 de abril
11 h. a.m. 1897
Esta fecha de números impares
será quizás más útil
que las otras fechas redondas
buscadas, establecidas, razonadas
14. V ’97 10 h. a.m.
La cabeza me daba vueltas, me sentía trastornado, la vida me parecía tan gris que no conseguía evocar tu cara blanca, no me gustaban ni mi novela, ni el recuerdo de anoche; mascaba tabaco de forma exagerada por Veruda, por las diecisiete colas que tu padre me comió, por la forma en que tu madre me dio ciertas instrucciones, porque Schreiber hace que me retrase y porque el tiempo no mejora… y fumé el último…
El mundo se aclaró y pude encontrar un título para mi novela:
El carnaval de Emilio

Ettore Schmitz
llamado también Italo Svevo
Trieste, 18. VI ’97

Italo Svevo en Del placer y del vicio de fumar
Cartas a la esposa

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