Acacia (2) - Bajo la ventana había un diván de cuero verde.

Bajo la ventana había un diván de cuero verde. El sillón se encontraba en la pared frontera, cerca del televisor. La mesa y las seis sillas eran de estilo colonial, en consonancia con algunos de los grabados de las paredes, con el tapete de plástico, también verde, con los muñecos, el botijo, las novelas encuadernadas en piel y el reloj, que ocupaban la doble estantería. Me senté en el diván. La persiana estaba a medio enrollar.

La habitación daba a la parte trasera del chalet. Aquel patio de suelo de cemento, con unas matas de adelfas, con una alta tapia blanca, con un par de sillones extensibles, me pareció un lugar conocido. De la tapia sobresalía un tejadillo en el cual había unas manchas de grasa. Indudablemente, resultaba más soportable que el jardín delantero, con su raquítica acacia y sus siniestros hierbajos entre los tiestos semihundidos en la tierra.
Hojeé una revista mientras, de vez en cuando, oía algún ruido. La chica, en un extremo del patio, retiraba unas ropas puestas a secar en una cuerda; al empinarse, le quedaron al descubierto el principio de los muslos.
Fumé dos cigarrillos seguidos. Lejos, ladraba un perro. La sombra de la tapia había cubierto ya todo el patio. En una especie de hornacina, a la altura de la mesa que formaba cuerpo con el mueble de los estantes, estaba el aparato de radio. Miré el reloj y conecté. La emisora regional enlazó para la transmisión de las noticias del mediodía.
En el Japón habían aumentado los manifestantes, al tiempo que en Corea del Sur el Presidente norteamericano había sido objeto de un recibimiento apoteósico. Don Antonio escucharía también, desde su penumbroso comedor, donde los muebles no eran coloniales. En la reproducción del grabado francés, el padre abría los brazos en un gesto, con toda probabilidad, muy igual al del Presidente, las puntas de la casaca erguidas al brusco impulso de la carrera hacia el aya, que anunciaba, bajo los cortinajes, algo insólito. Me levanté a leer la leyenda. Monsieur, c’est un fils. El comentario de política internacional concluía con unas frases amenazadoras. Los otros grabados eran unas malas acuarelas de temas infantiles en un estilo falsamente ingenuo. Donde acababa la hilera de libros, una chincheta sujetaba una estampa de la Virgen. Oí el parte meteorológico, sentado en el sillón. Luego pensé en marcharme. Por la emisora regional, de nuevo, la locutora salmodiaba una larga lista de elogios comerciales. Apreté una tecla del receptor y la habitación quedó en un silencio repentino, tras el chasquido del mecanismo. Abrí la puerta.
—Oiga.
La chica salió de una habitación que daba al pasillo, masticando precipitadamente, con un patente esfuerzo por tragar.
—Ya no puede tardar. Digo yo.
—¿No sabe a qué playa ha ido?
—Ay, no, señor. Unos días va hacia un lado y otros días hacia otro. Con la moto, por donde le da. ¿Se va?
—Sí, pero dígale que volveré a la tarde.
—¿De parte de quién?
La muchacha correteó hasta la puerta. Fuera, el aire ardía.
—De un amigo. Ella me esperaba.

Juan García Hortelano
Tormenta de verano

Una joven aparece muerta, desnuda, en la playa de una urbanización de alto copete. El shock provocado por la aparición llevará a Javier, el protagonista del libro, a una continua introspección y a una revisión de su escala de valores. La novela transcurre lenta, plácidamente, mostrando el entresijo de las relaciones de las parejas que veranean en la urbanización. El trasfondo del crimen aporta una tensión subyacente leve, pero omnipresente, casi hiperrealista. La resolución del mismo hará que Javier encuentre la calma y que el orden establecido, aunque pleno de hipocresía, vuelva a reinar.
Tormenta de verano denuncia con una actitud objetivista y crítica la vida indolente e irresponsable de la burguesía acomodada, frívola y ociosa de los sesenta. Esa burguesía, representada aquí por esos personajes que repiten la misma vida cada día, hasta que un suceso inesperado altera esa monotonía, es la que había empezado a prosperar definitivamente en los años cincuenta y a sentir un auténtico bienestar económico, muchas veces a la sombra del estraperlo y los turbios negocios de la inmediata posguerra.


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