Andrés Ramírez, bar El Cuerno de Oro, calle Avenir, Barcelona, diciembre de 1988. Mi vida estaba destinada al fracaso, Belano, así como lo oye.

Andrés Ramírez, bar El Cuerno de Oro, calle Avenir, Barcelona, diciembre de 1988. Mi vida estaba destinada al fracaso, Belano, así como lo oye. Salí de Chile un lejano día de 1975, para más datos el 5 de marzo a las ocho de la noche, escondido en las bodegas del carguero Napoli, es decir como un polizonte cualquiera, y sin saber cuál sería mi destino final. No lo voy a aburrir con los accidentes más o menos desgraciados de mi singladura, solo le diré que yo era trece años más joven y que en mi barrio de Santiago (La Cisterna, para más señas) me conocían con el cariñoso apelativo de Súper Ratón, en recuerdo de aquel gracioso y justiciero animalito que tantas tardes infantiles nos alegrara. En una palabra, que un servidor estaba preparado, al menos físicamente, como suele decirse, para aguantar todas las vicisitudes de un viaje de tal calibre. Pasemos por alto el hambre, el miedo, el mareo, los contornos ora borrosos ora monstruosos con que el incierto destino se me presentaba. Nunca faltó un alma caritativa que bajara a la sentina y que me tendiera un pedazo de pan, una botella de vino, un platito de macarrones a la boloñesa. Tuve tiempo, por otra parte, para pensar a mis anchas, algo que en mi anterior vida me estaba casi vedado, pues en la ciudad moderna, como todo el mundo sabe, al camarón que se duerme se lo lleva la corriente. Y de esta manera pude examinar mi infancia, pues cuando uno está encerrado en el fondo de un barco lo mejor es proceder ceñido a un cierto orden, hasta el canal de Panamá, aproximadamente, y de allí en adelante, es decir en todo lo que duró la travesía del Atlántico (ay, ya tan lejos de mi patria querida e incluso de mi continente americano, que no conocía pero que igual entonces sentí entrañable), me dediqué a diseccionar lo que había sido mi juventud y llegué a la conclusión y al firme propósito de que todo tenía que cambiar, si bien entonces no se me ocurrió de qué forma hacerlo y hacia cuál dirección encaminar mis pasos. En el fondo, permítame que lo diga, era una forma como cualquier otra de matar el tiempo y no castigar o debilitar mi organismo, ya de por sí enajenado después de tantos días en aquella húmeda oscuridad sonora que no le deseo ni a mi peor enemigo. Una mañana, sin embargo, llegamos al puerto de Lisboa y mis reflexiones variaron sustancialmente de objetivo. Mi primer impulso, como es lógico, fue desembarcar el primer día, pero, como me explicó uno de los marineros italianos que de vez en cuando me alimentaban, el horno en las fronteras de tierra y mar portuguesas no estaba para empanadas. Así que me tuve que aguantar y durante dos días que me parecieron dos semanas me conformé con escuchar las voces que venían de las bodegas del barco, abiertas como las fauces de una ballena, escondido en el interior de un barril vacío, cada minuto que pasaba más enfermo e impaciente, con tercianas que venían a cuento de no sé qué, hasta que una noche, por fin, zarpamos y dejamos atrás la laboriosa capital portuguesa que yo imaginaba, en mis sueños febriles, como una ciudad negra, con gente vestida de negro, con casas hechas de caoba o de mármol negro o de piedra negra, tal vez porque en mi duermevela enfebrecida pensé alguna vez en Eusebio, la pantera negra de aquella selección que tan buen papel hiciera en el Mundial de Inglaterra del 66 y en donde a nosotros, los chilenos, con tanta injusticia nos trataran.
Y volvimos a navegar y dimos la vuelta a la península ibérica y yo seguía enfermo, tanto que una noche un par de italianos me sacaron a cubierta para que me diera el aire y yo vi luces a lo lejos y pregunté qué cosa era eso, a qué parte del mundo (ese mundo que tan duramente me estaba tratando) pertenecían esas luces, y los italianos dijeron África, como quien dice pico, o como quien dice manzana, y yo entonces me puse a temblar mucho más que antes, unas tercianas que más bien parecían un ataque de epilepsia, pero que solo eran tercianas, y entonces oí que los italianos me dejaban sentado en cubierta y hacían un aparte, como quien se va a fumar un cigarrillo lejos de un enfermo, y un italiano le decía al otro: si se nos muere lo mejor es tirarlo al mar, y el otro italiano le contestaba: de acuerdo, de acuerdo, pero no se nos morirá. Y aunque yo no sabía italiano eso lo oí clarito, total las dos lenguas son romance como diría un académico de la lengua. Yo sé que usted ha pasado por trances similares, Belano, así que no se la voy a hacer larga. El miedo o las ganas de vivir, el instinto de supervivencia me hicieron sacar fuerzas de donde no había y les dije a los italianos estoy bien, no me voy a morir, ¿cuál es el próximo puerto? Después me arrastré de nuevo hasta la bodega, me recogí en mi rincón y dormí.
Cuando llegamos a Barcelona ya me sentía mejor. A la segunda noche de estar atracados abandoné sigilosamente el barco y salí caminando del puerto como un trabajador del turno de noche. Llevaba lo puesto, más diez dólares que traía desde Santiago y que guardaba en uno de los calcetines. ¡La vida tiene muchos instantes maravillosos, muy variados, además, pero yo no olvidaré nunca las Ramblas de Barcelona y sus calles aledañas que se abrieron para mí aquella noche como los brazos de una mina que uno nunca ha visto y que sin embargo reconoce como la mina de su vida! No tardé, se lo juro, más de tres horas en encontrar trabajo. Un chileno, si tiene buenos brazos y no es flojo, sobrevive en cualquier parte, me dijo mi papá cuando me fui a despedir de él. Yo de buena gana le hubiera aflojado un puñetazo en la cara al viejo conchaesumadre, pero esa historia es otra historia y no viene al caso hacerse mala sangre. Lo cierto es que aquella noche memorable me puse a trabajar lavando platos cuando aún no se me había pasado del todo la sensación de balanceo que proporcionan los cruceros prolongados, en el establecimiento llamado La Tía Joaquina, de la calle Escudillers, y a eso de las cinco de la mañana, cansado pero satisfecho, salí del bar y me dirigí a la pensión Conchi, que como nombre era un plato, recomendada por uno de los camareros de La Tía Joaquina, un muchacho murciano que también paraba en aquel sucucho.

Roberto Bolaño
Los detectives salvajes

Arturo Belano y Ulises Lima, los detectives salvajes, salen a buscar las huellas de Cesárea Tinajero, la misteriosa escritora desaparecida en México en los años inmediatamente posteriores a la Revolución, y esa búsqueda —el viaje y sus consecuencias— se prolonga durante veinte años, desde 1976 hasta 1996, el tiempo canónico de cualquier errancia, bifurcándose a través de múltiples personajes y continentes, en una novela en donde hay de todo: amores y muertes, asesinatos y fugas turísticas, manicomios y universidades, desapariciones y apariciones.

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