Durante años, Paul D pensó que Maestro había vuelto niños a los que Garner había vuelto hombres. Y eso fue lo que los hizo huir. Ahora, atormentado por el contenido de su lata de tabaco, se preguntaba qué diferencia había realmente entre los tiempos anteriores y posteriores a la llegada de Maestro. Garner los llamaba hombres y los anunciaba como tales… pero sólo en Sweet Home y con su permiso. ¿Estaba nombrando lo que veía o creando lo que no veía? Eso era lo asombroso de Sixo e incluso de Halle; Paul D siempre tuvo claro que ellos dos eran hombres, lo dijera o no Garner. Le preocupaba que, con respecto a su propia hombría, no pudiera satisfacerse a sí mismo. Sí, hacía cosas de hombre, ¿pero era un obsequio de Garner o su propia voluntad? ¿Qué habría sido él —antes de Sweet Home— sin Garner? ¿En el país de Sixo o de su propia madre? ¿O, que Dios me ayude, en la barca? ¿El hecho de que un hombre blanco lo dijese lo volvía real? ¿Y si una mañana Garner despertaba y cambiaba de idea? ¿Si retiraba su palabra? ¿Habrían huido entonces? Y si no cambiaba, ¿se habrían quedado allí los Paul toda su vida? ¿Por qué necesitaron los hermanos toda una noche para tomar una decisión? Discutiendo si se unirían o no a Sixo y a Halle. Porque habían estado aislados en una mentira maravillosa, desestimando como una cuestión de mala suerte la vida de Halle y Baby Suggs con anterioridad a Sweet Home. Ignorantes de o divertidos con las aciagas historias de Sixo. Protegidos y convencidos de que eran seres especiales. Sin sospechar que existía el problema de Alfred, Georgia; tan enamorados del aspecto del mundo que soportaban cualquier cosa y todas las cosas con tal de seguir vivos en un lugar donde una luna que no tenían derecho a mirar estaba, sin embargo, a la vista. Amando pequeñeces y en secreto. Su pequeño amor era un árbol, por supuesto, aunque no como Hermano, que era añoso, robusto e invitador.
En Alfred, Georgia, había un álamo temblón demasiado joven para llamarse árbol. Un retoño que apenas le llegaba a la cintura. El tipo de rama que uno cortaría para azotar a su caballo. El sonsonete asesino y el álamo temblón. Conservó la vida con sonsonetes que asesinaban la vida, y observaba un álamo que la confirmaba, y jamás, ni durante un segundo, creyó que escaparía. Hasta que llovió. Después, después de que los cherokees señalaran y le hicieran correr hacia las flores, sólo quería moverse, sencillamente, avanzar, ponerse en marcha un día y estar en otro sitio al siguiente. Resignado a vivir sin tías, primos, hijos. Sin mujer incluso, hasta encontrar a Sethe.
Y ella lo echó. Cuando la duda, el pesar y hasta la última pregunta no planteada quedaron enterrados, mucho después de convencerse a sí mismo de que a fuerza de voluntad había logrado ser, en el mismo momento y lugar en que deseó arraigar… ella lo echó. De habitación en habitación. Como a un fantoche.
Sentado en el porche de una iglesia-mercería, un pelín borracho y sin mucho que hacer, podría albergar esos pensamientos. Pensamientos lentos y titubeantes que calaban hondo pero no tocaban nada sólido a lo que un hombre pudiera aferrarse. Por eso se aferraba las muñecas entre las rodillas. Pasar por la vida de esa mujer, entrar en ella y permitir que ella entrara en él, le había predispuesto a esta caída. El deseo de vivir su vida con una mujer íntegra era nuevo; perder esa sensación le dio ganas de llorar y de pensar cosas profundas que no tocaban nada sólido. Cuando iba a la deriva, pensando únicamente en la siguiente comida y en dormir una noche seguida, cuando tuvo todo encerrado y apretado en su pecho, no experimentó una sensación de fracaso, de que las cosas no funcionaran. Cualquier cosa que funcionara un poco, funcionaba. Ahora se preguntaba si no habría salido todo mal y, empezando por el plan, todo había ido mal. En realidad, el plan era bueno. Había sido elaborado hasta el último detalle y habían eliminado toda posibilidad de error.
Toni Morrison
Beloved
Una madre: Sethe, la esclava que mata a su propia hija para salvarla del horror, para que la indignidad del presente no tenga futuro posible. Una hija: Beloved, la niña que desde su nacimiento se alimentó de leche mezclada con sangre, y poco a poco fue perdiendo contacto con la realidad por la voluntad de un cariño demasiado denso. Una experiencia: el crimen como única arma contra el dolor ajeno, el amor como única justificación ante el delito y la muerte como paradójica salvación ante una vida destinada a la esclavitud. Con este dolor y este amor en apariencia indecibles, la ganadora del Premio Nobel de Literatura 1993 ha construido una soberbia novela, que en 1988 le valió el Premio Pulitzer.
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