Alcornoque (1) - —Marlene otro nombre, es evidente, un nombre de chico y cinco años en esa época, esto ocurrió en febrero y cumplo años en mayo, un nombre que a usted no le interesa y para mí no existe, eligió una uva para ella y una uva para mí retirando el zapato

—Mi hermano menor, Marlene
y entonces fingiendo no comprender comprendí que su hijo, que vivió con una mujer no sé dónde pero no lejos del mar puesto que en ciertas noches olvidaba la cremallera del vestido y me hablaba de margaritas y gaviotas, de vez en cuando la mirada que no miraba, la voz olvidada de hablar ahuyentando las palabras, los gestos inútiles
—Hoy no puedo salir contigo, Marlene
y cogía el autobús hacia la margen opuesta del Tajo, me contaron que un solar de gitanos en Costa da Caparica o en Fonte da Telha, los pinares marchitos que prolongaban las playas, el pasado que la bajamar deja siempre en la arena
en mi caso mi padre que apoyó la frente en la escopeta de caza
una terraza, un puente, cabañas que resistían al invierno con una porfía de arbustos, esas ramitas delgadas sin raíz ni tallo nacidas de los peñascos con vocación de eternidad, supimos de mi padre en el olivar por un revoloteo de urracas, mi madre sin soltar las uvas que estaba comiendo lo tanteaba un poquito con el pie, rechazaba una uva, me llamaba
—Marlene
no Marlene, otro nombre, reparó en cómo lo miré sin mirarlo cuando dijo
—Marlene
otro nombre, es evidente, un nombre de chico y cinco años en esa época, esto ocurrió en febrero y cumplo años en mayo, un nombre que a usted no le interesa y para mí no existe, eligió una uva para ella y una uva para mí retirando el zapato
—¿Te apetece una uva, Marlene?
o sea
allí está mirando de nuevo
—¿Te apetece una uva, Fulano?
las dos acabamos el racimo, las urracas allá, en el alcornoque, mi padre boca abajo y ningún olor a pólvora, la escopeta de caza que volvimos a colocar en la tranca de la puerta cuando nos fuimos, las urracas regresaron al olivar y nosotras contentas puesto que todo como es debido y la paz que disfrutamos
—Han vuelto
tengo la certeza de que mi padre satisfecho también él que detestaba el desorden del mundo, si el tapete torcido acomodaba el tapete, si el búcaro fuera de lugar desplazaba el búcaro, al cenar giraba el plato hasta que el paisaje del fondo, una aceña y una niña con una flor en la mano, vuelta hacia él, mi madre abrió la tabla de planchar y mientras la plancha se calentaba
—No dejes que se queme
telefoneó a la Guardia, en mi opinión no merecía la pena dado que todo como es debido, el tapete correcto, el búcaro, el paisaje del plato vuelto hacia el lugar de mi padre, la chaqueta y los pantalones que tenía que ponerse en la percha de alambre en el cerrojo de la ventana y él sin razones de queja de nosotros, sin razones de queja de nada junto a una raíz de olivo a doscientos metros de la casa, difícil de distinguir con el avance de las horas e imposible de distinguir cuando llegó el jeep, mi madre
—Presta atención a la plancha
y la Guardia
—Buenas noches
en una época en que no era necesario lavar las uvas porque no las tratábamos y el vino de ese año con doce grados y más limpio, presté atención a la plancha echando saliva en el dedo y esperando que mi madre se despidiese de la Guardia y la inclinase de nuevo para doblar un mantel
—Déjalo de mi cuenta, Marlene
¿notó mi mirada?
—Déjalo de mi cuenta, Fulano

António Lobo Antunes
¿Qué haré cuando todo arde?

António Lobo Antunes se adentra en el mundo marginal y desconocido del travestismo, la homosexualidad y la drogadicción para narrarnos la historia de una familia llena de conflictos y rupturas, a través de los recuerdos de Paulo, un joven que creció bajo la tutela de un padre travesti y una madre alcohólica. Su vida discurre entre las calles de un humilde barrio lisboeta, donde consigue las drogas que le ayudan a evadirse de una realidad que le supera y el centro psiquiátrico en que los doctores tratan de encarrilar su existencia.

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