Acacia (3) - y luego se quedó sola bajo la arboleda, enfrente del portón de hierro de la casa de los locos donde vivía el poeta que la ignoraba olímpicamente.

Al día siguiente volvieron pero les dijeron que el paciente que requerían necesitaba reposo absoluto. Lo mismo sucedió en los días posteriores. Un día se les acabó el dinero e Imma decidió salir otra vez a la carretera, esta vez rumbo al sur, a Madrid, en donde tenía un hermano que había hecho una carrera provechosa durante la democracia y al que pensaba pedirle un préstamo. Lola no tenía fuerzas para viajar y ambas decidieron que esperara en la pensión, como si nada hubiera pasado, y que Imma volvería al cabo de una semana. En su soledad Lola mataba el tiempo escribiéndole a Amalfitano largas cartas en donde le contaba su vida cotidiana en San Sebastián y en los alrededores del manicomio donde acudía diariamente. Asomada a las rejas imaginaba que se ponía en contacto telepático con el poeta. La mayor parte de las veces, sin embargo, buscaba un claro en el bosque vecino y se dedicaba a leer o a recolectar florecillas y manojos de hierbas con los que hacía ramos que luego dejaba caer por entre los barrotes o que se llevaba a la pensión. En cierta ocasión uno de los choferes que la recogió en la carretera le preguntó si quería conocer el cementerio de Mondragón y ella aceptó el ofrecimiento. El coche lo estacionaron en la parte de afuera, bajo una acacia, y durante un rato pasearon por entre las tumbas, la mayoría de ellas con nombres vascos, hasta llegar al nicho en donde estaba enterrada la madre del chofer. Éste le dijo entonces que le gustaría follársela allí mismo. Lola se rió y tuvo la precaución de advertirle que desde allí se convertían en un blanco fácil para cualquier visitante que caminara por la calle principal del cementerio. El chofer reflexionó durante unos segundos y al cabo dijo: hostia, sí. Buscaron un lugar más apartado y el acto no duró más de quince minutos. El chofer se llamaba Larrazábal y aunque tenía un nombre propio no quiso decírselo. Sólo Larrazábal, como me llaman mis amigos, dijo. Después le contó a Lola que aquélla no era la primera vez que hacía el amor en el cementerio. Antes ya había estado con una novieta, con una tía a la que había conocido en una discoteca y con dos putas de San Sebastián. Cuando ya se iban quiso darle dinero, pero ella no lo aceptó. Durante mucho rato estuvieron hablando en el interior del coche. Larrazábal le preguntó si tenía un pariente internado en el manicomio y Lola le contó su historia. Larrazábal dijo que él jamás había leído un poema. Añadió que no entendía la obsesión de Lola por el poeta. Yo tampoco entiendo tu manía de follar en un cementerio, dijo Lola, y sin embargo no te juzgo por eso. Pues es verdad, admitió Larrazábal, todas las personas tienen sus manías. Antes de que Lola se bajara del coche, a las puertas del manicomio, Larrazábal deslizó subrepticiamente en su bolso un billete de cinco mil pesetas. Lola se dio cuenta pero no dijo nada y luego se quedó sola bajo la arboleda, enfrente del portón de hierro de la casa de los locos donde vivía el poeta que la ignoraba olímpicamente.

Roberto Bolaño
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Sellada a cal y canto por su extraño nombre, la obra literaria de Benno von Archimboldi vio la luz sin tener jamás un rostro en el cual apoyarse. Las escasas ediciones de sus escritos, la inexistencia de fotografías de su persona, la ausencia de una biografía fiable convergieron inexorablemente en la creación de un placer destinado a mentes selectas. Un culto que comenzó a tejerse en los años ochenta, cuando conseguir una de sus novelas era sólo cosa de la hidra del azar y unos escasos lectores sucumbían obsesivamente bajo el poderoso influjo de su narrativa, hechizados por ella hasta el punto de llegar a centrar su propia existencia en el estudio y traducción de tan rotunda creación literaria.
Los brillantes estudiosos Pelletier, en París, Morini, en Turín, Espinoza, en Madrid, y Norton, en Londres, no tardarán en hacer del conocimiento de Archimboldi una procesión de fe y un prisma a través del cual diversificar sus propias necesidades intelectuales y humanas. De la mano de su esfuerzo, Archimboldi irá ganando poco a poco un lugar cada vez más destacado en la narrativa contemporánea, aunque una pregunta fundamental sigue aún en el aire: ¿dónde se oculta el genio? Los últimos datos recabados señalan al polvoriento estado de Sonora, en México, donde un profesor chileno se sumará al club de los archimboldianos; entre todos seguirán el rastro esquivo del creador, en un lugar asolado por centenares de asesinatos de mujeres y plagado de desconcertantes sequedades.

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