Acacia (1) - —¡El que se hace esclavo de su vientre es un imbécil y un miserable!

UN domingo, por la tarde, Maiakín estaba en su jardín y tomaba el té conversando con su hija. Sentado a la sombra de un cerezo, desabrochado el cuello de la camisa y con una toalla liada alrededor del cuello, gesticulaba y charlaba sin cesar.
—¡El que se hace esclavo de su vientre es un imbécil y un miserable! ¿Es acaso que la vida no nos ofrece otra cosa mejor que comer y beber? ¿Y de qué puedes vanagloriarte si no de que eres algo más que un cerdo?
El viejo tenía los ojos brillantes de cólera y de emoción, sus labios se plegaban desdeñosamente y las arrugas de su rostro atezado se hacían más numerosas.
—Si Tomás fuese mi hijo, desde chiquito le hubiera corregido.
Liubova escuchaba en silencio, jugando con una rama de acacia y la mirada fija con respeto en el rostro de su padre. A medida que avanzaba su edad, cambiaba insensiblemente sus maneras retraídas y desconfiadas con respecto al viejo. Encontraba en las palabras de su padre las ideas contenidas en sus libros, y esto la seducía, haciéndola preferir su conversación llena de imágenes a las frías doctrinas impresas.
Siempre negociando, siempre despierto e inteligente, seguía solo su ruta. Ella comprendía su soledad, sabía por experiencia cuán penosa era ésta y sus modales se suavizaban en consecuencia. A veces discutía con él recibiendo contestaciones acerbas e irónicas, pero, a pesar de ello, cada vez con un poco mayor abandono.
—¡Si el difunto Ignat hubiese leído este relato del periódico, donde vienen las locuras de su hijo, le habría dado una paliza a Tomás! —decía Maiakín dando un puñetazo formidable sobre la mesa—. ¡Qué vergüenza!
—No ha robado —dijo Liubova.
—¡Yo no digo que esto sea incierto! Le han reventado de mano maestra… Quisiera saber quién ha escrito este relato.
—¿Y qué puede importarnos eso? —preguntó la joven.
—¡Oh, por curiosidad…! Este animal se ha burlado lindamente de la conducta de Tomás… Se adivina fácilmente que era uno de la fiesta y que ha asistido a todas sus locuras…
—¡Pse! ¡No querrá comprometerse con Tomás! —declaró la joven.
Y en aquel momento enrojeció bajo la mirada escrutadora de su padre.
—¡Ja, ja! Tienes lindas relaciones Liubova —exclamó Maiakín con tono de mordaz ironía—. ¿Vamos a ver, quién lo ha escrito?
—¿Para qué quiere saberlo, papá?
—¡Dilo!
Hubiera preferido callarse, pero como su padre insistiese y su voz tomase un acento duro e iracundo ella preguntó inquieta:
—¿No le hará nada?
—¿Yo?… ¡Yo le… señalaría la cabeza! ¡Tonta! ¿Qué puedo hacerle? Estos escritores no son tontos tampoco y además tienen una fuerza… ¡una fuerza de los diablos! No soy el gobernador y tampoco el gobernador puede hacer cortar la mano ni arrancar la lengua… Son como los ratones, nos roen suavemente y para envenenarles es necesario servirse de rublos en vez de azufre. ¡Ea… vamos! ¿Quién es?
—¿Se acuerda de cuando yo iba a la escuela de un muchacho llamado Ejof que venía aquí… un chico moreno…?
—¡Hum…! ¡Ciertamente que le he visto! ¡Ya sé! ¿Es él?
—Él es.
—¡Maldito! Ya se veía que nada bueno saldría de semejante pillete… Debería haberme ocupado de él; hoy sería quizás un hombre…
—El que escribe en los periódicos ¿no es un hombre?
El viejo permaneció mucho rato sin responder, dando en la mesa con los nudillos, absorto y examinando su rostro que se reflejaba en la tetera de cobre brillante. Después levantó la cabeza, guiñó un ojo y replicó con énfasis:
—¡No son hombres, son pelmas! ¡La sangre de los hombres rusos se ha corrompido! Se ha corrompido y se ha echado a perder y esta mala sangre produce todas esas gentes de letras, periodistas, fariseos feroces… Son postemas que han surgido en todas partes… ¿De dónde proviene la corrupción de su sangre? De una circulación demasiado lenta… ¿Los mosquitos, por ejemplo, de dónde salen? De los lodazales… El agua estancada engendra toda clase de podredumbres y una vida mal organizada, igualmente…
—¡No se trata de eso, papá! —dijo Liubova dulcemente.
—¿Pues de qué, entonces?
—Los escritores son la gente más desinteresada, son personas decentes. ¡No quieren nada más que la justicia, que la verdad! No son mosquitos…
Liubova se afanaba, haciendo el elogio: sus mejillas estaban sonrosadas y sus ojos tan elocuentes, mirando a sil padre, que parecía querer imponerle así su convicción, sintiendo la impotencia de sus palabras.
—¡Ah, tú! —suspiró el viejo interrumpiéndola—, tú has leído demasiado, ¡te has envenenado! Dime más exactamente lo que son esas gentes. Nadie lo sabe. Ejof, por ejemplo, ¿quién es…? No1 buscan más que la verdad, dices… ¡qué modestia…! pero si la verdad es lo que hay más preciado en el mundo. Quizás por eso cada cual la busca en silencio. Créeme, el hombre no puede ser desinteresado… no dejará que lo aspen por el bien del prójimo, y si I01 hace, es un imbécil… y nadie se aprovechará de ello. El hombre debe defender su fortuna, la fortuna suya… ¡La verdad! He aquí cuarenta años que leo el mismo periódico y veo muy bien… Mira, tu rostro reflejándose en la tetera, está completamente desfigurado. Y a pesar de todo, eres tú. Así son los periódicos. Presentan siempre el rostro de la tetera y no la verdad… Tú lo crees… Mientras que yo sé que mi rostro aparece deformado en la tetera. No se puede decir la verdadera verdad a nadie: el hombre tiene el entendimiento demasiado frágil para ello… y además, ¡aún no ha sido revelada a nadie esa verdad…!
—¡Padre mío! —exclamó Liubova—. Los libros y los periódicos defienden, sin embargo, intereses generales, los de todos los hombres.
—¿En qué periódico has leído tú que la vida te pesa y que es hora de casarte? Entonces no defienden tus intereses. ¡Ah! Tampoco los míos y además… ¿quién sabe lo que yo deseo? ¿Quién puede conocer mis negocios, excepto yo para defendérmelos?
Las palabras de su padre caían sobre Liubova como las mallas de una red; la envolvían, la estrechaban, y la joven no podía deshacerse de ellas, y escuchaba en silencio el discurso del viejo. Le contemplaba con una tensión en todo su ser, esperando encontrar en su pensamiento el apoyo que buscaba y recordaba ciertas analogías con lo que había leído en los libros.
Sólo la risa triunfal y mala de su padre le oprimía el corazón y aquellas arrugas movibles que surcaban su rostro, semejantes a culebras, le inspiraban una inquietud vaga. Sentía que apartaba los ojos de la inteligencia de algo que en sus meditaciones le apareciera sencillo y luminoso.
—¡Papá! —preguntó ella repentinamente cediendo a un brusco deseo—. ¡Papá! ¿Qué es… según vos, Taras?
Maiakín tembló. Sus cejas se unieron, amenazantes, fijó sus ojos irritados en su hija y replicó secamente:
—¿Qué significa esta pregunta?
—¿Me está prohibido hablar de él? —preguntó Liubova confusa.
—No quiero hablar de eso…
El viejo tuvo un gesto de amenaza, frunció de nuevo el entrecejo y bajó la cabeza.
Pero, diciendo que no quería hablar de su hijo, hizo traición a sus palabras, pues, al cabo de un instante de silencio, continuó con cólera:
—¡Taras es una postema también…! La vida esparce por todas partes su aliento, pero vosotros, inexpertos, no sabéis distinguir los verdaderos perfumes y aspiráis indistintamente toda clase de miasmas: por eso vuestras cabezas están tan turbadas… Por eso, es por lo que no sois capaces de nada bueno y sufrís esa impotencia… ¡Taras…! ¡Sí…! ¡Puede tener ahora cuarenta años! Un presidiario, ¿mi hijo? Gran bestia que no has querido seguir los consejos de tu padre… Ha caído…
—¿Qué ha hecho? —preguntó Liubova, que estaba suspensa de los labios de su padre.
—¿Acaso se sabe? Apuesto que a estas horas él mismo no lo sabe ya… si es inteligente… y debe serlo… no es hijo de un imbécil… y ha visto bastante… ¡Se mima mucho a los nihilistas! Que me los entregasen… ¡Pronto los pondría a buen recaudo! ¡La soledad! ¡Media vuelta y adelante hacia los países desiertos! Haced luz, señores intelectuales, sepamos cómo vais a organizar la vida a vuestra idea. ¡Vamos…! Y los habría puesto bajo la dependencia de robustos campesinos… ¡Bueno! señores, se os ha dado de comer y de beber, se os ha instruido, hacednos ahora conocer una muestra de vuestra sabiduría. Pagad vuestra deuda. ¡Sí! yo no habría desembolsado un céntimo por esas gentes, pero les habría hecho sudar sangre y agua… ¡pagad! Un hombre no es de desdeñar, si se le niete en prisión es demasiado poco… ¿Has violado la ley y te crees el dueño? ¡Ah! ¡No! Trabaja ahora. Un solo grano produce una espiga; es inadmisible que un hombre sea perdido para el universo. El albañil diestro sabe utilizar la menor tabla: del mismo modo cada hombre debe ser empleado para el interés general, utilizado hasta la última gota de su sangre. En la vida cada grano de arena tiene su sitio y el hombre no es una cantidad insignificante… Cuando la fuerza no está secundada por la inteligencia es un triste espectáculo; pero la inteligencia sin la fuerza no vale tampoco. Mira… ¿quién es aquél que viene por ahí? Ve a ver…
Liubova volvióse y percibió, avanzando hacia ella, con el sombrero en la mano, por una de las avenidas del jardín, a Efim, el capitán del «Ermak». Su continente era el de un hombre que se siente culpable y no espera ningún perdón. Parecía completamente alterado. Jacob Tarasovitch lo reconoció en seguida y exclamó inquieto:
—¿De dónde vienes? ¿Qué sucede?
—¡Vengo en vuestra busca! —dijo Efim con un profundo salado.
Y se detuvo cerca de la mesa.
—Pero ¿de qué se trata? ¿Dónde está el barco?
—¡El barco está allá abajo! —exclamó Efim extendiendo el brazo en sentido izquierdo.
—Pero ¿dónde? ¡Qué diablo! Habla más claramente. ¿Qué ha sucedido? —gritó el viejo fuera de sí.
—Voy a explicarme… una desgracia, Jacob…
—¿Se ha perdido?
—No. Dios nos ha salvado…
—¿Quemado entonces? ¡Vamos, habla pues!
Efim respiró con fuerza y dijo con lentitud:
—Se ha ido a pique la barcaza «núm. 9», está perdida… Un hombre tiene las caderas destrozadas… Otro falta a la lista, puede ocurrir que se haya ahogado… Cinco más están malheridos, pero, en fin, no mortalmente, aunque entre ellos alguno quedará completamente inútil…
—¡Bien! —exclamó Maiakín con los ojos locos de cólera y midiendo al capitán de la cabeza a los pies—. Pues yo, Efim, te arrancaré el pellejo…
—No soy yo… —replicó vivamente Efim.
—¡No eres tú! —exclamó el viejo tembloroso—. ¿Y quién entonces?
—El patrón mismo…
—¿Tomás? ¿Y tú, qué es lo que hacías?
—Yo estaba acostado en el entrepuente.
—¡Ah! ¡Tú estabas acostado!
—Atado…
—¿Cómo? —chilló el viejo con voz penetrante.
—Déjeme contar todo por orden… El patrón estaba borracho y exclamó: «¡Vete! ¡Voy a conducir el barco yo mismo!» Yo respondí: «¡No puedo! ¡Soy el capitán!» «¡Atadle!» Entonces se me maniató y se me bajó al entrepuente. Y, como estaba borracho, ha querido divertirse… Íbamos a chocar con seis barcazas vacías que remolcaba el «Thernogaretz». Tomás se había puesto al través para interceptarles la ruta. Han silbado… más de una vez, ¡es necesario decir la verdad!
—¿Y entonces?
—Entonces nosotros no hemos podido resistir. Las dos primeras barcazas han venido hacia nosotros, y cuando han abordado nuestro «núm. 9», nos hemos hundido… Ellos han sufrido también, pero nuestras averías han sido más grandes.
Maiakín se levantó y dejó escapar su risa sarcástica y cascada. Efim suspiraba y decía:
—Tiene un carácter demasiado enérgico… Cuando Tomás no ha bebido, no habla y está meditabundo; pero cuando se le ocurre echar aceite a los resortes, se precipita sin que se le pueda detener. En estos momentos no es dueño de sí mismo ni se ocupa de nada, pero es su peor enemigo… ¡Dispénseme! ¡Y yo quiero irme, Jacob Tarasvitch! No estoy acostumbrado a tener amó, no puedo vivir así…
—¡Silencio! —exclamó Maiakín con voz ruda—. ¿Dónde está Tomás?
—Allá… en el mismo sitio… Ha vuelto en sí en el momento del accidente y se ha enviado a buscar gente. Se va a tratar de poner a flote la barcaza, y hasta creo que ya han empezado a trabajar.
—¿Está él solo? —preguntó Maiakín bajando la cabeza.
—No —respondió Efim en voz baja, arrojando sobre Liubova miradas vacilantes.
—¿Con quién?
—Hay una dama… muy morena…
—¡Bueno…!
—Una mujer que no parecía estar muy cuerda —continuó Efim con un suspiro—. Canta a todas horas… canta muy bien… un encanto…
—¡No te pregunto detalles de ella! —le gritó Maiakín con furor.
Las arrugas de su frente se plegaron dolorosamente, y Liubova creyó un instante que su padre iba a llorar.
—Calmaos, papá —suplicó ella tiernamente—. La cosa no es tan importante.
—¿Importante? —gritó Jacob Tarasovitch furioso—. ¿Qué sabes tú de eso? Se ha destrozado un barco. ¿Entiendes? ¡Es el hombre quien está perdido! ¡Ése es el asunto! Y ese hombre me es útil, ¿lo entendéis, brutos sin cerebro?
El viejo sacudió la cabeza con furor y se fue a grandes pasos.

Máximo Gorki
Tomás Gordeief

Tomás Gordeief, hijo de un armador con pocos escrúpulos enriquecido a las orillas del Volga a mediados del XIX, se echa a la vida con la avidez de un niño. Del encantamiento por los cuentos infantiles, de boca de su tía Antheísa, pasará con los años a la tangible realidad de los hombres de acción, industriales como su padre y su padrino Maiakín, exponentes de una nueva clase social en ascenso en una Rusia todavía campesina. Casi adolescente se incorpora a las travesías fluviales, donde asiste conmovido al esfuerzo del trabajo físico y a la lucha por la supervivencia. Descubrirá el amor, el sexo por dinero, la muerte, la bebida, el vértigo de las experiencias extremas. Contradictorio y apasionado, buscando denodadamente el sentido de la realidad y de su vida, Gordeief irá alejándose de su prójimo, al que no comprende, y percibirá con claridad meridiana el absurdo de su posición y de quienes, enloquecidos por amasar grandes imperios, dejan el camino cuajado de servidumbres y explotación, falsedad y crímenes. Tomás Gordeief es una clarividente encarnación del héroe moderno, que acaba por sentir, con hastío y aburrimiento, el sinsentido de las vicisitudes humanas.

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