Noticias sobre EBERS y su obra (edición 1881)

Noticias sobre EBERS y su obra

Jorge Mauricio Ebers, nació el primero de marzo de 1837 en Berlín, estudió la segunda enseñanza en el gimnasio (Instituto) de Quedlimburgo, y en 1856 empezó los cursos de derecho en la Universidad de Gotinga. Ya en 1858, con la idea de escribir la presente novela, emprendió sus estudios egiptológicos en Berlín bajo la dirección de Lepsius y Brugsch y recorrió después los principales museos alemanes. Dio esta su primera obra al público en 1864, y de entonces datan su fama y la serie no interrumpida de sus publicaciones científicas y de imaginación. Profesor libre de la Universidad de Jena desde 1865, emprende en 1869 un viaje científico a España, norte de África, Egipto y Arabia, y a su regreso (1870) es nombrado catedrático. Dos años después Vuelve a Egipto, y como a fruto de sus investigaciones lleva a su patria y publica el Papyrus egipcio, que toma el nombre de Ebers y que comprende el tratado de medicina más antiguo que se conoce. Se conserva este documento en la Universidad de Leipzig y de la que en 1875 fue nombrado Ebers catedrático numerario.
Esta obra es, entre las de Ebers, la que ha alcanzado mayor éxito mercantil y más ruido ha hecho entre los críticos. A pesar de las protestas de los ultranaturalistas alemanes y franceses, ((Eine aegyptische Kónigstochter» (literalmente: Una hija de rey egipcia) alcanzó 1864 a 1876 hasta seis ediciones y recorrido vertida a todas las lenguas la Europa entera. A cada edición el autor ha limado y aun forjado de nuevo los elementos de su obra. Orientalista en tendido y de gran renombre, comprende en ella un cuadro completo de la civilización egipcia y persa en la época de la decadencia de Egipto y de la conquista de este país por Kambises.
Ebers tiene escritas con éxito otras varias obras del mismo género: Uarda, novela egipcia de la época de la esclavitud israelita; Homo sum, con asuntos de la vida de los primeros Eremitas en el desierto entre los restos de la civilización pagana; Die Schwestern (Las hermanas) escenas de la vida monástica egipcia en la antigüedad y Der Kaiser (el emperador). Como a autor científico Ebers estuvo muy reputado. En este género son sus obras: Disquisitiones de dinastya vicésima sexta regum aegytiorum (Berlín I 1865J; Egipto y los libros de Moisés (Leipzig 1868); Por Gosen hasta el Sinaí (Leipzig 1872 ); El sistema de la escritura de los antiguos egipcios (2ª edición, Berlín 1875 ); Papyrus Ebers (Leipzig 1875 ) y la publicación ilustrada Egipto en imagen y palabra (Aegypten in Bild un Wort. 2 t. Stuttgart 1879-1880.)
En la novela histórica nos contentamos con obtener una impresión general de la época pintada. Los aventureros y las heroínas de Walter Scott podían viajar por los highlands o conspirar en las bibliotecas de sus castillos, y amar y luchar en los torneos muy a su placer, sin venir sujetos a un régimen muy estrecho de policía histórica. Poco nos importaba que una belleza peinara anacrónicamente sus cabellos, y se adornara con inverosímiles joyas o vestidos, mientras su caballero, a pesar de lo imprevisto del tocado, acometiera por ella nobles empresas hábilmente contadas y más discretamente compuestas. El fondo del cuadro en que se movían los personajes tenía algo de estas salas decoradas con maderajes y tapices ennegrecidos por el tiempo la vista se fija en el movimiento de las personas que por ellas discurren, y en las notas brillantes de sus trajes, y el oído y la inteligencia siguen el hilo de las conversaciones, sin que la imaginación se aparte de ellas, atraída y entretenida en dar vueltas por los detalles de la decoración. El anacronismo podía, pues, cómodamente vagar inadvertido por entre las sombras del fondo ornamental. Pero desde que Dickens negó a la decoración el carácter pasivo, y quiso que los detalles y accesorios vivieran y vinieran a representar el papel de infinitos personajes menores de sus novelas, instintivamente buscamos en cada objeto un carácter, una acción y un lenguaje; no podemos prescindir de estos criados habladores que nos dicen el genio, inclinaciones y situación de sus dueños y de sus visitas, y pronto los conocemos cuando no tienen condiciones reales, o tratan de engañarnos. El anacronismo queda de esta hecha al descubierto, y bien pronto se forman para él dos escuelas: la doctrinaria y la radical. La primera tolerándole sus reconocidas deformidades en detalle, pero no dándole más que importancia accesoria; la segunda quería y quiere sencillamente la desaparición de la novela histórica a nombre del naturalismo y de la novela fisiológica contemporánea.
Frente a esta exigencia, se ha levantado otra vez la novela histórica transformada en novela arqueológica. Ebers, Freitag, Scheflel, Elliot, Flaubert, han tomado los propios pinceles de la escuela naturalista, y han pintado con esta no sólo como Dickens, el detalle para el conjunto, sino el detalle por el detalle y contra el conjunto; y así como se recogen elementos para la novela moderna en las escenas objetos que nos rodean,  en las crónicas de los tribunales o en la gacetilla de los diarios, por igual, aunque más costoso procedimiento y recoge la novela arqueológica sus motivos en los bajos relieves o entallados de los monumentos, en los escaparates de los museos, en las inscripciones cuneiformes o jeroglíficas, y en las crónicas o en los archivos. La discusión camina, pues, a su verdadero terreno. La transcendencia de la obra, la pintura de los caracteres, la marcha de la acción, deben ser el objeto principal de la crítica.
Sino por ser la primera de las novelas arqueológicas, al menos por su éxito La hija del Rey de Egipto atrajo la atención de todos y de la escuela ultranaturalista en particular. Uno de los apóstoles de esta, Mr. Jules Soury, hizo de aquella un sangriento resumen (“Revue des deux Mondes”, Enero 1875), terminando con la demanda de la abolición inmediata de la novela histórica y del drama y la novela con fin moral.
Afortunadamente mientras conservemos en la memoria los caracteres nobles y vivos de W. Scott, Dickens, Bret Harte y Elliot; mientras la palabra de Augier nos conmueva en la escena y mientras sepamos que la misma pluma que describió a Mad. Bovary ha creado los Trois contes simples, esta demanda es inútil. Gervasia, Nana, y sus imitaciones podrán vegetar en la sombra de poblaciones corrompidas, podrá hacerlas presentables al público un habilidoso talento académico disfrazado de naturalista, servirán para demostrar el ingenio de los autores, para entretener la curiosidad por los procedimientos entre las gentes del oficio y para explotar la menos sana de los demás; pero estas muñecas de carne rosada, cuya putrefacción tan bien se historia, nunca serán objetos de Bellas Artes, ni siquiera problemas en la sociedad, sino casos nosocomiales.
La novela de Ebers encierra dos partes: una que podríamos llamar de escenario, y que es irreprochable según nuestros conocimientos. El paisaje, la vegetación, los monumentos, los muebles, los trajes, las costumbres están perfectamente pintados, la verdad del detalle hace mucho más rico y bello el cuadro de estas civilizaciones de lo que nos lo habían hecho comprender estudios más formales anteriores. No hay un árbol, un palacio, un tejido un raso ni el acto más insignificante cuya existencia no esté plenamente justificada.
No resulta tan perfecta la acción y los caracteres: aquella es muy desigual en su desarrollo. Lenta en la primera mitad, distrae y pierde a la imaginación en episodios puramente descriptivos para precipitarla después en un complicado desenlace. Los caracteres de los personajes históricos no resultan tan grandiosos como la imaginación los desea, tienen como un aire casero en el que probablemente influye en parte el concepto vago y puramente ideal que de los mismos teníamos preconcebido. Kresos y Rodopis en particular, parecen hablar por cuenta del autor y en verdad usan con algún exceso de aquella oratoria especial de los liberales de la primera mitad de este siglo, de la que nos ha dejado aun algunos ejemplares la pasada revolución del 68. Los anacronismos que ha sabido Ebers desterrar de sus descripciones no ha sabido vencerlos del todo en los caracteres. Liberales, absolutistas y teócratas tienen aquí su pequeño circulo con ideas análogas a las actuales, quizás porque siempre hayan sido pareadas. Los diálogos, aun entre amantes, están salpicados de datos arqueológicos que desvirtúan los bellos detalles que encierran y dificultan el que el lector se abandone a su giro y a las impresiones que de otro modo despertarían. Con todo los personajes se hacen simpáticos la acción se sigue con  interés y la impresión que deja la lectura es agradable y duradera. Se ha dicho con ocasión de esta obra que: la. novela histórica es mortal enemiga .de la historia, nada más falso. Yo apelo a los lectores que desde hace algunos; años no asisten a las cátedras de historia de nuestras universidades y hayan hecho después estudios especiales sobre alguna de las ramas de las ciencias arqueológicas, para saber de cuál de las dos narraciones resalta más claro y vivo el carácter de los pueblos orientales en la antigüedad. Si en la novela histórica. se busca más que una pintura del cuadro de una época, se falsea su carácter, y bajo este concepto bien puede repetirse con nuestro autor (en el prólogo de la 4.ª edición) que de la misma manera que aquella seria enemiga mortal de la historia, la pintura de paisaje lo seria de la botánica.
C. de la K.

Así fue como se hizo el alfabeto

Así fue como se escribió la primera carta

El origen de los armadillos

La cantinela del viejo canguro

Así fue como se le arrugó la piel al rinoceronte

Así fue como la ballena se hizo con su garganta

ASÍ FUE COMO LA BALLENA SE HIZO CON SU GARGANTA
Había una vez, mi niño querido, una ballena que vivía en el mar y comía peces. Comía lubinas y sardinas, salmones y camarones, Cangrejos y abadejos, a los meros y a sus compañeros, comía jureles y verdeles y hasta a la en verdad retorcida y escurridiza anguila se comía. A todos los peces que en el mar podía encontrar se los comía con la boca -¡así! Hasta que al fin sólo quedó en el mar un pececillo, y era un pececillo astuto que nadaba un poco por detrás de la oreja derecha de la ballena para no correr peligro. Entonces la ballena se irguió sobre su cola y dijo:
-Tengo hambre.
Y el astuto pececillo dijo con astuta vocecita:
-Noble y generoso cetáceo, ¿has probado hombre alguna vez?
-No -respondió la ballena-. ¿A qué sabe?
-Rico -dijo el pececito astuto-. Está bueno, aunque correoso.
-Entonces tráeme algunos -dijo la ballena, y de un coletazo levantó una montaña de espuma.
-Con uno cada vez es bastante -dijo el pez astuto-. Si nadas hasta la latitud de Cincuenta Norte y la longitud de Cuarenta Oeste -es mágica- encontrarás, sentado sobre una balsa, en medio del mar, llevando sólo unos pantalones de lona azul, unos tirantes -no has de olvidar los tirantes, mi niño querido- y una navaja, a un marinero náufrago, que, he de prevenirte, es hombre de sagacidad y recursos infinitos.
Así que la ballena nadó y nadó, tan deprisa como pudo, hasta la latitud Cincuenta Norte y longitud Cuarenta Oeste, y sobre una balsa, en medio del mar, llevando sólo unos pantalones de lona azul, unos tirantes -has de recordar especialmente los tirantes, mi niño querido- y una navaja, vio a un marinero solo, náufrago y solitario que, con los dedos de los pies, iba haciendo surcos en el agua. (Tenía permiso de su mamá para ir a remar, o si no jamás lo habría hecho, porque era un hombre de sagacidad y recursos infinitos).
Entonces la ballena abrió la boca más y más y más atrás hasta casi tocar la cola, y se tragó al marinero náufrago, y la balsa sobre la que estaba sentado, y los tirantes -que no debes olvidar- y la navaja. Se lo tragó todo y lo metió en sus armarios interiores, cálidos y oscuros, luego se relamió los labios... así, y dio tres vueltas sobre la cola.
Pero tan pronto como el Marinero, que era hombre de sagacidad y recursos infinitos, se encontró de verdad en los armarios interiores, cálidos y oscuros de la ballena, empezó a pisotear y a saltar, a aporrear y a chocar, a brincar y a bailar, a golpear y a retumbar, y golpeaba y mordisqueaba, saltaba y se arrastraba, merodeaba y aullaba, saltaba a la pata coja y abajo se venía, gritaba y suspiraba, gateaba y vociferaba, andaba y brincaba, y bailaba danzas marineras donde no debía, y la ballena se sintió muy mal de verdad (¿Has olvidado los tirantes?)
Así pues, le dijo al pez astuto:
-Este hombre es muy correoso y además me da hipo. ¿Qué hago?
-Dile que salga -contestó el pez astuto.
Entonces la ballena, dirigiéndose por su propia garganta hacia sus entrañas, gritó al marinero náufrago:
-Sal fuera y compórtate. Tengo hipo.
-¡Ni hablar! -respondió el marinero-. De eso nada, sino todo lo contrario. Llévame a mi tierra natal y a los blancos acantilados de Albión, y lo pensaré.
Y empezó a bailar más que nunca.
-Sería mejor que lo llevaras a casa -le dijo a la ballena el pez astuto-. Debí haberte advertido que es un hombre de sagacidad y recursos infinitos.
Así que la ballena nadó, nadó y nadó, con las dos aletas y la cola, y con toda la fuerza que el hipo le permitía. Al fin vio la tierra natal del marinero y los blancos acantilados de Albión, se lanzó hasta la mitad de la playa y abrió la boca más y más, de par en par, y dijo:
-Transbordo para Winchester, Ashuelot, Nashua, Keene y las estaciones de Fitchburg Road. Y justo cuando dijo Fitch el marinero salió andando de su boca. Pero mientras la ballena había estado nadando, el marinero, que era, en verdad, una persona de sagacidad y recursos infinitos había cogido la navaja y cortado la balsa convirtiéndola en una reja cuadrada con los tablones todos bien cruzados y la había atado firmemente con los tirantes (¡ahora ya sabes por qué no tenías que olvidarte de los tirantes!) y la arrastró bien sujeta hasta la garganta de la ballena y ¡allí quedó empotrada! Entonces recitó el siguiente Sloka, que, como no lo conoces, pasaré a relatarte:
Por medio de un enrejado
con tu tragar he terminado.
Pues el marinero era, además, de la Hibernia. Y salió andando por los guijarros de la playa y se fue a casa con su madre que le había dado permiso para hacer surcos en el agua con los dedos de los pies, y se casó y vivió feliz desde entonces. También se casó y fue feliz la ballena. Pero desde aquel día, la reja de la garganta, que no podía expulsar tosiendo ni tragar, no le permitía comer más que pececillos muy, muy pequeños, y por eso hoy día las ballenas no comen nunca hombres, niños, ni niñas.
El pececillo astuto fue a ocultarse en el barro, bajo los umbrales del ecuador porque tenía miedo de que la ballena estuviera enfadada con él.
El marinero se llevó a casa la navaja. Cuando salió y se puso a caminar por los guijarros de la playa llevaba puestos los pantalones de lona azul. Los tirantes, como sabes, los dejó sujetando la reja. Y aquí se acaba el cuento.
Cuando los ojos de buey de la cabina los mares tornan verdes y oscuros, cuando el barco se estremece y se inclina, y a deslizarse empiezan los baúles, y el camarero se cae en la terrina, cuando cual ovillo en el suelo la nana yace, y mamá te dice que la dejes quieta y dormidita, y tú no estás despierto, ni aseado, ni vestido. Bueno, pues por si no lo habías adivinado, entonces sabrás que en la Cincuenta Norte y la Cuarenta Oeste estás.

Precisamente así. Rudyard Kipling

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