¡ASÍ ERAN las vacaciones veraniegas! Un cielo azul sobre las montañas, un día radiante tras otro a lo largo de unas semanas, interrumpido tan sólo de cuando en cuando por un breve chaparrón que refrescaba la atmósfera y ponía gotitas brillantes sobre las hojas de los árboles. A pesar de tener su curso a través de altas orillas, sombreados bosques de abetos y angostas gargantas, el río estaba tan tibio que invitaba a bañarse aún después de ponerse el sol. En las estrechas franjas de tierras de labor que rodeaban la villa, amarilleaban las espigas, en los arroyos crecía la lujuriosa vegetación de los nenúfares, cuyas hojas planas eran punto de cita de las libélulas, y en cuyas proximidades crecían las cañas que los pilluelos de las orillas utilizaban para construir flautas de dulce son. En los claros del bosque se abrían a los rayos del sol las herbáceas, y las rosas silvestres cubrían los troncos musgosos con su rojo violáceo. Más al interior, bajo los abetos, crecían graves, bellas y exóticas, las largas brujías, con sus hojas carnosas, su fuerte tallo y su color rojo, semejante a una viva pincelada sobre el mantillo seco de los abetos. A su lado, minúsculos y medio ocultos, los hongos mostraban una inmensa variedad: el agárico, rojo y brillante, la gruesa y carnosa seta grande, el aventurero salsifí, el tornasolado hongo de coral y el extraño monótropo, enfermizo y sin color. Los innumerables prados que rodeaban el bosque estaban cubiertos de amarilla retama, a la que seguían los pastos grasos y cortos, extendidos hasta más allá del río y pintados por las licnis, la salvia y la escabiosa. Entre el follaje cantaban sin cesar los pinzones, entre los abetos correteaban las ardillas y en los prados, en los muros y en las hondonadas secas tomaban el sol los lagartos, mientras las cigarras desde las copas de los árboles lanzaban al aire su incansable canción, borrachas de luz y de calor.
La villa tomaba aquellos días un aire campesino. Carretas y carros cargados de paja, olor de heno y brillo de guadañas recién afiladas llenaban las calles y el aire. Desde los altillos y los desvanes se veía a los hombres que segaban las mieses, destacando como puntitos oscuros en el mar amarillo, y de no haber sido por las dos fábricas que alzaban sus chimeneas en las afueras, cualquiera hubiera creído hallarse en un pueblo.
Hans se levantó muy temprano el primer día de vacaciones. Fue a la cocina y aguardó impaciente a que estuviera listo el café, pues la vieja Anna acababa de levantarse. Le ayudó a encender el fuego, fue al horno a buscar el pan, apuró apresuradamente el café con leche y se metió una rebanada en el bolsillo. Salió de la casa sin haber visto siquiera a su padre y anduvo sin descanso hasta el dique superior. Allí se detuvo, sacó del bolsillo una redonda caja de estaño y comenzó a coger saltamontes. Al poco rato tuvo la caja llena. Pasó el tren a marcha lenta sobre el dique, con unos pocos pasajeros asomados a las abiertas ventanillas y un largo penacho de vapor y humo saliendo de la chimenea. Contempló cómo el humo permanecía unos instantes en el aire y luego se deshacía en la atmósfera clara y luminosa de la mañana. ¡Cuánto tiempo hacía que no veía todo aquello! Echó a andar de nuevo, respirando hondamente como si quisiera beber el aire puro y recuperar todo el tiempo perdido en los estudios y el examen. El tiempo parecía haberse detenido unos años atrás y creía ser nuevamente el muchacho que jugaba entre los ciruelos y buscaba cebo para sus anzuelos en la tierra húmeda de la ribera.
Hermann Hesse
BAJO LAS RUEDAS
Publicada en 1905, Bajo las ruedas, primera novela de Hermann Hesse (1887-1962), es una prodigiosa recreación del mundo de la adolescencia, pero también una severa acusación contra los sistemas educativos que se imponen a costa de la imaginación y del cultivo armónico de las facultades espirituales, emocionales y físicas. Separado del medio de su infancia y obligado por padres y profesores a una agotadora preparación para el ingreso en un seminario, Hans Giebenrath logra finalmente su objetivo, pero al elevado precio de perder primero su sensibilidad y, más tarde, su equilibrio emocional.
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