Alcornoque (9) - y atravesaron verdes lomas tupidas de encinas y alcornoques, pueblecitos blancos y grises, hayedos umbríos

Salieron de Madrid temprano, casi de noche, y el amanecer neblinoso, con la carretera mojada y brillos de rocío en la hierba de los arcenes, les tomó por Talavera de la Reina. Isabel había vuelto a dormirse arrebujada en su chaquetón de pieles y Pío aprovechaba las luces de los camiones que se le cruzaban para contemplarla en su sueño. Verla dormida, tan abandonada a él, le provocaba una inédita ternura. A veces pensaba que en realidad todo su afán por esclarecer el misterio de la muerte de su tío se había vuelto mero pretexto para estar cerca de ella, para tenerla como en aquel momento, dormida y confiada, tan suya.
Se detuvieron a desayunar en un bar de carretera, no lejos de Trujillo. Luego atravesaron Cáceres y entraron en Portugal por Valencia de Alcántara. Las instalaciones aduaneras estaban desiertas y parecían abandonadas.
Tácitamente habían actuado como si aquel viaje fuera una especie de luna de miel, pero por otra parte tenía algo de despedida. No tenían prisa por llegar a Lisboa. Se metieron por carreteras de segundo orden, algunas de ellas minuciosamente adoquinadas, y atravesaron verdes lomas tupidas de encinas y alcornoques, pueblecitos blancos y grises, hayedos umbríos. Se detuvieron a admirar puentes romanos de piedra carcomida por el tiempo y musgosas ermitas plantadas a las afueras de las poblaciones. Almorzaron bacalao a la brasa regado con vinho verde en un pequeño restaurante de Santarem, cerca de la enorme iglesia gótica de Santa Clara, y llegaron a Lisboa a media tarde.
Isabel había reservado habitación en el hotel Metropole, en el número 30 de la plaza Rossio, el corazón de Lisboa. Ella conocía bien la ciudad. La había visitado por primera vez veinte años atrás, en viaje de novios, y aquel hotel de principios de siglo, cómodo y limpio, estaba unido a los únicos momentos felices de su fracasado matrimonio. Quizá por eso, cuando regresaba a Lisboa, procuraba hospedarse en el mismo hotel, como si la frecuentación de un ámbito en el que disfrutó de una felicidad ilusoria la liberara de la tentación de emprender nuevas aventuras que pudieran acarrearle semejantes descalabros. Y ahora, como impensadamente, volvía a vivir una luna de miel con otro hombre en el mismo lugar o casi en el mismo, porque desde su última visita el hotel había sido remodelado y decorado al estilo de los años veinte. Descubrió los cambios con sorpresa y los tomó por signo de buen agüero, de que también su corazón y su tormentosa vida estaban listos para una remodelación, como señal de que por fin se desprendía de los fantasmas del pasado para proyectarse en el futuro y vivir una existencia más venturosa.
La habitación 51 era amplia y bien iluminada, con una gran cama de matrimonio que Isabel se había cuidado de solicitar cuando hizo la reserva. Sus dos amplias ventanas dotadas de cristales dobles daban al Rossio. Isabel se sintió un poco decepcionada porque la bellísima plaza estaba en obras.
Dentro de un corral acotado con paneles de chapa, entre la fuente monumental y la columna que sostiene la estatua del rey Pedro IV, hormigueaba un centenar de operarios entre gigantescas grúas amarillas, potentes excavadoras y constantes hormigoneras. No obstante, elevando la vista por encima del gigantesco anuncio rojo de Sanyo instalado sobre los edificios dieciochescos de la parte opuesta de la plaza, se descubría una sucesión de rojos tejados y multicolores monteras que trepaban monte arriba en ordenadas hileras, sólo perturbadas por las ocasionales manchas de verdor de los jardines, hasta los muros dorados del castillo de San Jorge que domina la ciudad.
Isabel puso la calefacción a tope. Luego se ducharon juntos, se secaron mutuamente, se besaron con fruición y, sin deshacer el abrazo, Pío la levantó en brazos y la llevó hasta la cama entre risas y amorosas protestas de ella. Copularon con sabia lentitud sobre las acogedoras sábanas. Se vistieron y salieron a pasear por la ciudad, por la plaza da Figueira, donde giran, con estruendo de armatoste, los pintorescos tranvías negros y amarillos. Pío encontró la ciudad decadente y racial, hermosa y cosmopolita, y admiró la armonía en que convivían epidermis de toda la amplia escala imaginable, entre el negro cimarrón más tiznado y el blanco céltico más lechoso.
Caminando sin rumbo ante escaparates de antiguas tiendas de tejidos, de semillas, de menaje de cocina y de ultramarinos llegaron a la rúa de São Xosé, una calle peatonal llena de restaurantes para turistas. Penetraron en uno de ellos y cenaron una irreprochable cataplana de marisco, nuevamente regada con vinho verde, seco, con su puntita de aguja asperilla y tierna.
Luego regresaron al hotel. El marisco y el vinho verde les habían devuelto las fuerzas necesarias para enzarzarse en una nueva refriega amorosa, tras de la cual quedaron desmadejados y agotados y durmieron de un tirón hasta las nueve de la mañana siguiente.
Después de desayunar telefonearon. La hermana de Joaquín Morales tenía una voz joven levemente teñida del acento portugués. Quedaron en visitarla sobre las once. Ella repitió la dirección que ya sabían: rúa do Loureiro, dieciocho. Vayan hasta el mirador de Santa Lucía y allí preguntan. Es bajando por la Alfama.
La Alfama es el barrio popular, pescador y marinero, de Lisboa, que asciende desde el puerto hasta el castillo de San Jorge.
Pío e Isabel emprendieron el camino de la Alfama como una pareja de novios que tiene por delante todo el tiempo del mundo. Acometieron sin prisas la cuesta de la rúa da Magdalena, la de las ortopedias y herboristerías. A medio camino se detuvieron unos minutos en el umbral de una tienda de instrumentos musicales para escuchar Amapola interpretada al piano por un anciano canoso que la tocaba con mucho sentimiento, los ojos cerrados, la cabeza bamboleante, bajo un arco de ladrillo.
Remontaron la pina cuesta de la rúa de São Mamede y la rúa do Limoeiro, entre antiguas casas con bellas fachadas cubiertas de sucios azulejos, y llegaron al mirador de Santa Lucía.
—¿La rúa do Loureiro?
Los dos amantes descendieron por el prieto e intrincado laberinto de callejuelas pinas, a veces con escaleras, un caos de fachadas con viejas ventanas con flores y ropa tendida, pintadas de brillantes colores e intercaladas con hermosos azulejos.
La rúa do Loureiro era una calle corta y en cuesta, casi trapezoidal, por arriba ancha, por abajo estrecha. En el ensanchamiento había unos cuantos escalones y un olivo que parecía pintado por El Greco, tanto se buscaba la vida alargando el tronco en busca del sol. El número dieciocho era una casa vieja con antiguos visillos bordados en las ventanas. En la planta baja abría sus puertas la Adega Cooperativa de Merceana. Vinhos e produtos agrícolas direitamente do produtor ao consumidor, en la que Pío reconoció la tienda de vinos que había mencionado Antonia Morales. En el primer piso, una anciana de cabellos plateados los había estado esperando. Se apartó de la ventana para anunciarlos. Antonia apareció en la puerta.
—¿Es usted don Pío?
Antonia era una mujer fornida y no mal parecida, extrovertida y parlanchina. Después de los saludos y presentaciones y de la entrega de la gran caja de mantecados, que la anfitriona recibió con grandes muestras de alegría, subieron una angosta escalera con zócalo de azulejo que olía a humedad y a orines de gato. Por lo que Antonia iba explicando, entre excusas, la casa sólo estaba habitada por tres vecinos, pero muy mal avenidos. Antonia y su marido ocupaban el piso primero, que pertenecía a la madre de él. Hacía cinco años que llegaron de Bélgica, donde se conocieron, los dos obreros emigrantes, ella viuda, él divorciado, los dos sin hijos, y habían regresado a Portugal, donde invirtieron los ahorros en un taller de automóviles que marchaba solamente regular. Les estaban construyendo un piso, un lugar más digno que éste, pero la empresa ha tenido problemas y parece que la cosa va para largo. Mientras tanto aquí estamos y por lo menos podemos cuidar de mi suegra, que está muy achacosa.
La anciana asistía a la entrevista sin entender palabra, sonriente.
—No se entera de nada. Ella es del norte y se vino aquí por el marido, que era marino, pero habla portugués muy cerrado y está medio sorda. No se entera.
Salió la anciana y regresó con una bandeja de bronce y cristal, antigua, sobre la que traía tres vasitos llenos de negro vino moscatel. La dejó sobre la mesa y regresó a su sitio en la ventana, a ensimismarse en sus recuerdos mientras contemplaba la calle.
—Así que usted quería saber de mi hermano Joaquín, el pobrecillo.
—Sí, dijo usted que guardaba algunos recuerdos de él.
—Ya le dije que no son casi nada. Yo casi no me acuerdo de él, porque yo tenía cinco años cuando murió, pero algunas cosas conservó mi madre.
Tomó una carpeta forrada de tela estampada que tenía prevenida sobre el aparador y la abrió con unción casi sacramental. La carpeta contenía un mazo de papeles, algunos cuadernos, media docena de cartas, tres o cuatro deterioradas fotografías. Se las tendió a los visitantes.
Allí estaba Joaquín Morales, joven y atractivo, de quizá veinte años, el pelo rizado, casi rubio, sonriendo a la cámara en un estudio fotográfico, con corbata de pajarita y levantadas las puntas del cuello de la camisa. En otra fotografía aparecía haciendo el ganso con cuatro amigos, todos vestidos con sendas chilabas, sosteniendo espingardas y alfanjes, en actitud cómicamente agresiva, retratados por un fotógrafo ambulante en alguna feria, delante de un telón con decoración de palmeras, dromedarios echados sobre la arena y distantes cúpulas en forma de cebolla. En otra fotografía aparecía vestido de miliciano con un mono de grandes bolsillos, junto a un autobús con ruedas de madera en cuya banda superior se leía Biblioteca Popular Ambulante, y debajo, en un rótulo más pequeño, Cultura para el pueblo.
El tiempo se había detenido en aquellas fotos, heladas sonrisas, petrificada juventud, carne, ilusiones, telas y objetos ya desvanecidos en el polvoriento torbellino del tiempo, de la muerte.
Pío e Isabel examinaron los cuadernos en silencio. Había un cuaderno de ejercicios en el que se mezclaban las lecciones de inglés y las de latín, no muchas. En otro cuaderno se sistematizaban los fundamentos del arte gótico y se exponían los rudimentos de la ciencia paleográfica y epigráfica. Un tercero contenía apuntes sobre los templarios. Isabel se lo pasó a Pío y éste lo leyó detenidamente. No decía nada que no fuera archisabido. Eran datos provenientes quizá de una enciclopedia, posiblemente de la Espasa, o tal vez del libro de Santiago López. En el mismo cuaderno, dando la vuelta para comenzar por el final, había una serie de notas, una especie de memorándum lleno de tachaduras y enmiendas. Comenzaba por el epígrafe Varones apostólicos.
—Esto puede tener algún sentido —dijo Pío intentando que la emoción no delatara su interés.
Isabel se inclinó sobre él y juntos descifraron:
Año 813: luces en Compostela. Sepulcro de Jacobo Boanerges. El rey Alfonso edifica tres iglesias: San Juan Bautista, Santiago, San Pedro.
Tradición: cuerpo de Santiago llevado por los 7 Varones Apostólicos, discípulos de Jacobo-Santiago.
Relato de la traslación marítima de Santiago, tomado de la leyenda de los 7 Varones.
San Pedro consagró a Torcuato, Tesifont, Indalecio, Cecilio, Eufrasio, Hesiquio y Segundo.
Atraviesan el mar, desembarcan en Sexi, llegan a Acci (Guadix), donde queda Torcuato; Cecilio a Ilíberis (Granada); Eufrasio a Iliturgi (Andújar); Tesifonte a Vergi (Albuniel de Cambil), Segundo a Abula (Vilches), Indalecio en Urci (?); y Hesiquio en Cercesiu (Cazorla).
Los 7 Varones siembran el Santo Reino de Vírgenes morenas, obra de san Lucas.
SANTA POTENCIANA es Virgen morena que en cuadros antiguos comparte patronazgo del reino con san Eufrasio. Tejedora. Reliquias de Moscoso y Sandoval allí y en Arjona. Santuario en Huesa y Cuevas de Lituergo, es refugio del obispo de Ossaria.
Leyenda Áurea: Santiago, hermano de Juan Evangelista, desembarca en Andalucía.
Relación: Santiago decapitado: cabeza, cabeza de san Eufrasio. Cabeza de san Juan Bautista.
ALEGORÍA DE ALCALÁ, en casa de los Aranda, final, del XVI: es San Pedro con tiara, Cristo muerto en sus brazos y un ave sobre el hombro: Pedro es el Mesías que habla el lenguaje de las aves, también la madre de Cristo (Piedad). Presencia de la concha de una vieira. Doble esfera de piedra en relieve pedestal.
San Pedro para los templarios: patrón antiguo de Torredonjimeno, y san Nicolás apud Torredonjimenum.
San Pedro, patrón de Escañuela.
Armas de Frailes: dos llaves de plata de san Pedro, cruzadas sobre cruz.
Iglesia de Castillo de Locubín: dos capillas gemelas octogonales.
San Pedro patrono de las minas (herreros y san Nicolás).
CABEZA DE SAN EUFRASIO (de Mao, Lugo, a las clarisas de Andújar y Escorial y Lugo), la urna contiene el Nombre más Argote, más dos obispos. Felipe II.
Había una página en blanco y a continuación otra con la siguiente inscripción:
Casería de la Inmaculada llamada Casa Grande de San Antón. Dueño el deán de la catedral, Íñigo Fernández de Córdoba, fallecido en 1724, emparentado con los Messía. Compra en 1720 por 8500 reales. Testamento reconoce haber vendido y destruido diferentes objetos que le habían dejado en depósito sus hermanos y padres: Verginius.
Aparecía la palabra Verginius escrita de puño y letra de Joaquín Morales. Pío e Isabel se miraron. Isabel tomó nota de la inscripción procurando respetar el orden de composición y hasta los espacios del original.
Media docena de notas inconexas, seguramente imposibles de interpretar por alguien que no fuera su propio autor, no era mucho, pero ya Pío e Isabel se habían acostumbrado a obtener parcos resultados después de muchos esfuerzos. Al menos la aparición de palabras familiares les confirmaba que Joaquín Morales había investigado aquellos temas: templarios; Vírgenes morenas, es decir, negras; Verginius; obispado de Ossaria, y el Nombre, ¿el Shem Shemaforash?
En resumen poca cosa. Hablaron de Joaquín Morales. Su hermana sólo recordaba, aunque muy vagamente, cosas que había oído contar en su casa durante las largas veladas del día de los Santos, cada año, por noviembre, cuando la madre llorosa ponía flores a la foto de su hijo fusilado en la primavera de la juventud después de ponerlas también sobre la fosa común del cementerio adonde creían que había sido arrojado su cadáver.
Ya parecía que cuanto podían averiguar Pío e Isabel estaba averiguado, es decir, poca cosa. Después de beber otro vasito de moscatel y charlar durante un rato de cosas de España, de la carestía de la vida, de detergentes milagrosos y de cuánto le hubiera gustado a Augusto José, el marido de Antonia, conocerlos, se estaban despidiendo ante la puerta cuando la anciana del pelo blanco apartó el rostro del cristal de la ventana y dijo unas palabras en portugués.
—¡Ah, sí! —dijo Antonia recordando algo—. Dice la madre que les enseñe lo del cuadro de los abuelos. Aguarden, que ahora lo traigo.
Abandonó un momento la sala y regresó con un cuadro que había descolgado de una pared de la habitación contigua. Era una de esas enmarcadas fotografías de los abuelos difuntos que en las casas campesinas solían presidir el comedor familiar a uno y otro lado del relieve de la Santa Cena. Los abuelos de Antonia Morales eran un hombre enjuto, apenas piel arrugada sobre una calavera, camisa a rayas abotonada hasta el cuello y chaleco, y una anciana enlutada cubierta de negra toca, de expresión bondadosa y viva mirada.
—Es que hace unos años le cambiamos el marco, que el que tenía antes estaba muy desportillado de las mudanzas y tenía el cristal roto, y aquí detrás apareció escrita una cosa que no sabemos lo que será porque está escrito en latín, creo, o por lo menos eso nos dijo un vecino maestro al que se lo enseñamos.
Dejó el cuadro sobre la mesa camilla y fue a la cocina en busca de la caja de las herramientas. Pío se ofreció a desclavar las puntillas que sostenían el cartón en la parte posterior del marco. Realizó la operación con singular torpeza y luego se hizo a un lado para que la propia Antonia levantara la lámina protectora. Debajo del cartón gris y basto apareció la cartulina amarillenta de la fotografía propiamente dicha, y entre los dos un folio doblado, arrancado de la parte central de un cuaderno tamaño cuarto, rayado en azul, todavía con señales mohosas en torno a los cuatro orificios de las grapas.
Conteniendo la emoción, Pío desplegó el folio sobre el tapete verde de la mesa.
Era un croquis de una especie de trapecio sobre el que se leía en letras de gran tamaño: Piedra del Letrero. El dibujo representaba una especie de podio o altar que servía de pedestal a una cruz patriarcal.
—La cruz de los templarios —musitó Isabel.
Junto a ella había una nota con letra casi microscópica:
La cruz de Verginius se ha perdido pero hay otras iguales. —Y debajo—: Había dos formas de leer el Nombre: por la copia de la Mesa que estaba en la peana de la cruz y por la sombra de los brazos de la cruz el día de San Juan, a las doce del día, sobre el letrero. Muñoz Garmendia lo copió y le dio de martillazos.
Había también un dibujo que representaba tres anillos entrelazados y dos rayas paralelas, como el signo matemático de igual, seguido de las palabras solis, solis, solis.
—Tres soles —propuso Isabel.
—O el jeroglífico del Nudo de Salomón o de la Santísima Trinidad —dijo Pío.
Debajo, en mayúsculas cuidadosamente ejecutadas, como copiadas de una inscripción, seguía la siguiente leyenda: Hic lapis offensus ferient, feretque ruinam; hic et inoffensus petra salutis erat: y más abajo Hanc haec mirandam tibi protulit unio gemmam authori cara est vtraque petra deo.
Pío lo copió todo cuidadosamente y, regresando el papel a su escondite con respeto casi sacramental, repuso los clavos y dejó el cuadro como estaba. Antonia lo devolvió a su lugar en la habitación interior.
Se despidieron cordialmente y tornaron al laberinto de callejas de la Alfama, que fueron bajando en dirección al mar.
Iban exultantes porque creían haber avanzado un gran paso en el esclarecimiento del enigma, aunque todo aquel material resultaba bastante inconexo y quizá sólo auguraba grandes trabajos para desentrañar el misterio. No obstante, por un acuerdo tácito, evitaron hablar del asunto. Volvían a ser dos amantes que vivían su idilio en Lisboa.
Descendieron por el Beco do Loureiro y, después de unos minutos de paseo por vericuetos y callejas a las que asomaba la minuciosa vida del barrio, fueron a salir a la rua dos Remedios, paralela al puerto. Pasando frente a la Casa dos Bicos, tomaron el camino de la monumental praça do Comércio, uno de cuyos lados está abierto directamente al mar. Había enamorados besándose en la escalinata frente a la columna inscrita rematada en la cabeza de un negro que sale de las aguas. El mar era una confusión de nieblas y espectrales gaviotas. Hacía frío y el viento atlántico traía efluvios de salitre, de alquitrán y de algas podridas.
Cuando regresaron al centro de la ciudad, la rúa Aurea comenzaba a estar animada por hombres de negocios y turistas que frecuentan los bancos y las tiendas de lujo. La remontaron sin prisa, observando el vivir de la ciudad desde fuera, sintiéndose felices como en una burbuja y buscando cada uno motivos para complacer al otro, como los enamorados hacen en las primeras fases de su amor.
Almorzaron, laboriosamente, buey de mar y más vinho verde en uno de los pequeños restaurantes de la rúa dos Sapateiros. Tomaron de postre dos catedralicios molotov seguidos de sendos aromáticos cafés y regresaron al hotel.
Después del amor y de la siesta, cuando despertaron, era tarde y llovía mansamente sobre Lisboa. Pío, desnudo, apartó un poco los visillos para asomarse a la plaza. La niebla impedía ver más allá de los tejados vecinos y del anuncio japonés. La plaza estaba desierta; los obreros, apiñados en improvisados refugios entre grúas y máquinas espectrales, miraban caer la lluvia con las manos en los bolsillos. Las palomas se habían acogido a los aleros.
Regresaron a la cama y estuvieron charlando y acariciándose el resto de la tarde. Luego se aventuraron unos metros bajo la lluvia protegidos por el palio de la gabardina de Pío, para cenar en un restaurante de la misma acera.
Al día siguiente madrugaron y regresaron a Madrid. La lluvia los acompañó hasta Portalegre, luego las nubes se fueron aclarando y en Navalmoral de la Mata, donde almorzaron, salió el sol.
Iban de la mano cruzando el aparcamiento de gravilla de regreso al coche. Isabel suspiró y dijo:
—¡Ay, si siempre fuera así!

Nicholas Wilcox
La lápida templaria

Existe una misteriosa lápida templaria que oculta la clave cifrada del dominio del mundo. En su búsqueda, rivalizan una reservada logia masónica, los servicios secretos vaticanos, una extraña secta judía y el servicio secreto israelí, el mossad. En estas páginas transitan mafiosos, tropas de élite, un extravagante narcotraficante colombiano, un banquero suizo, un elegante cardenal de la curia romana, dos asesinos a sueldo, una atractiva archivera, antigua hippy alcohólica, y un exagente del KGB que alquila sus servicios al mundo capitalista. Todos estos elementos arrebatan al lector en una acción trepidante hasta conducirlo al sorprendente e inesperado final.

Alcornoque (8) -

 AQUÍ SE RESUELVE UN PLEITO DE CAMPESINOS, SE AGUARDA LA LLEGADA DE LA CONDESA DOÑA BLANCA Y DE SU HIJA DOÑA MENCÍA Y SE HABLA DE LA LUJURIOSA REINA DOÑA URRACA
El labrador Antón de Olmeda, mozo chaparro y fornido, cegado por la ira y a impulsos de la codicia, había alzado el pico con sus poderosos brazos y de un firme golpe lo había clavado en la cabeza del labrador Mateo de Trasponte, tan vigoroso como él, pero menos prevenido en la ocasión, quien, destrozado su cerebro, entregó la vida al instante. Ni tiempo hubo de avisar al cura para que le diese la extremaunción.
Cuando entre dos litigantes, ya fueran ambos caballeros o villanos o caballeros villanos, uno de ellos estaba muerto, dirimir el pleito era más fácil para el conde don Sancho de Alcima. Aquello que acababa de ocurrir no era nada nuevo ni inesperado: si se enfrentaban dos hombres jóvenes, recios, armados los dos, aunque sus armas en vez de lanzas y espadas fueran aperos de labranza, y si los dos estaban tenazmente decididos a prosperar, a ser algo más de lo que eran, y si para serlo uno era preciso que desapareciese el otro, la sangre habría de correr. El conde de Alcima, y como él todos los habitantes del valle de Cisca, lo sabía.
Los labradores Antón de Olmeda y Mateo de Trasponte habían disputado por una cuestión de tierras, que es como decir que habían disputado cada uno en defensa de su propia vida. Eran dos repobladores de los que habían bajado hacía poco tiempo desde las Asturias de Santa Illana a esta zona fronteriza tras el señuelo de enriquecerse y librarse de la servidumbre laborando las tierras arrebatadas a los musulmanes en tiempos del rey Alfonso VI y en los de su madre, la reina doña Urraca. Las ventajas que se ofrecían a los pecheros no eran pocas si entregaban todas sus fuerzas a la tarea de ocupar y defender y trabajar las tierras devastadas.
Si los dos hubieran quedado con vida, habría sido difícil para el conde, ahora en obligadas funciones de juez, decidir cuál de los contendientes tenía la razón y el derecho, o se acercaba más a ellos: el que empuñó el pico o el que empuñó la hoz. Pero como el de la hoz, Mateo de Trasponte, estaba muerto, y el del pico, Antón de Olmeda, vivo, no cabía duda de que el del pico era el culpable. Y puesto que las leyes de la ordalía, que habrían dicho lo contrario, no rigen entre villanos, ni regían entonces, hace doscientos años, en ese sentido falló el pleito el conde, que además tenía prisa por atender otro negocio: la llegada de la condesa que regresaba de lejanas tierras.
El mayordomo del castillo, don Ferrán, era un tanto quisquilloso, y a pesar de saber que pleitos como aquél se resolvían con frecuencia de la misma manera, esta vez le dio por opinar que aunque la justicia hubiera sido estricta, el fallo no era muy conveniente para los intereses del conde ni para la misión que le había sido encomendada, pues el muerto no podría ya cultivar aquellas fanegas, ni el matador tampoco si se le encerraba en una mazmorra o se le ahorcaba.
—En Alcima, en Cisca y en todas las aldeas del valle sobran pobladores dispuestos a cultivarlas —dijo el conde—. Están las posadas y las tabernas llenas de campesinos que llegan a diario en las caravanas de carretas. Vos, don Ferrán, lo sabéis lo mismo que yo.
Comprendió el mayordomo don Ferrán que el conde prefería atender al otro negocio, y decidió no insistir para no exasperarle, ya que eran frecuentes sus ataques de ira. El conde ordenó que alguien fuese a pedir noticias al vigía de la torre de atalaya.
El vigía de la torre oteaba constantemente el horizonte por donde se perdía el final del camino, poco antes de llegar al desfiladero. Nadie se acercaba.
—Dile al conde que no abandono mi puesto, pero que no se ve ni un alma.
—Está muy impaciente. Parece que se muere de deseos de que la condesa regrese.
—¿Se muere de deseos de que regrese su mujer? Raro marido —opinó el vigía.
—Ahora mismo le contaré tu ocurrencia. Puede que le divierta. Te traeré su respuesta.
—Díselo, y el que no se divertirá serás tú.
—En fin, ¿qué noticias le llevo?
—Que no se divisa nada.
—No va a agradarle.
—Que suba él a mirar.
—Le diré que ésas son tus órdenes.
El servidor bajó la tortuosa escalera y entró en la cámara donde aguardaban el conde de Alcima y su mayordomo.
—El vigía aún no divisa al heraldo, conde.
—Os dije que aún era pronto —dijo el mayordomo—. Por lo menos le faltará una jornada.
—¿Viene en mula ese heraldo?
—Son muchas leguas, don Sancho.
Salió de la cámara el servidor, y el conde se encerró en el silencio. Conforme se acercaba el día de la llegada de la condesa y de su hija doña Mencía, el conde daba pruebas de gran nerviosidad. No podría asegurar el mayordomo si la irritación del conde se debía al excesivo tiempo que había permanecido separado de la condesa o a que el tiempo de separación estuviese a punto de concluir.
También el propio conde lo ignoraba. En la ausencia de su esposa su lujuria se había visto satisfecha. El mayordomo y el senescal y el alcaide eran hombres conocedores de sus obligaciones y tenían abundantes informes de todas las familias forasteras que al reclamo de la repoblación se estaban estableciendo en el valle. Y también de la gente suelta, la que no tenía familia, entre la que abundaban las mujeres que estarían siempre dispuestas a ser acompañantes por una noche, o por varias, del señor de la comarca. Y aun dentro del mismo castillo, sin necesidad de hacer una visita de inspección por las aldeas, podían encontrarse damas, doncellas, dueñas —como la propia esposa del mayordomo don Ferrán—, capaces de proporcionar al conde don Sancho de Alcima los desahogos que por su rango, su ocupación y su responsabilidad merecía.
Estaban muy dispuestas en aquella época las mujeres de cualquier condición a entregarse a los nobles, a los caballeros, simplemente por gozar y hacer gozar; incluso a los villanos, si había corrido en abundancia el vino.
Según unos, esto ocurría debido a los malos ejemplos dados años antes a las mujeres de su reino por doña Urraca; según otros —entre los que me cuento—, porque así lo propicia naturaleza, y porque aún no había tenido lugar el trascendental cambio de las costumbres y los sentimientos de que más adelante hablaré y que es, en realidad, el objeto definitivo de este escrito.
Así pues, tanto el conde don Sancho como su mayordomo don Ferrán se preguntaban, sin confesárselo el uno al otro, si deseaba el conde el pronto regreso de su esposa y su hija o que tal encuentro se dilatase aún por unos cuantos días.
Se encaró el conde con el servidor:
—¡Sube de nuevo a la torre, dile a ese vigía que aguce la mirada, si no quiere descender de la torre a la mazmorra! ¡El mensajero ya debe de estar a la vista!
Cuando el servidor salió de la cámara, el conde se volvió hacia su mayordomo, don Ferrán.
—Esta noche baja al pueblo y tráeme de nuevo a la hija de Juan, el talabartero.
A muchas leguas de allí, en la amanecida de ese mismo día de finales de septiembre, un mensajero se apartó de la comitiva de la condesa de Alcima y galopó hacia la raya de Castilla y Aragón. Llegaría al castillo con la antelación suficiente para que se preparase la cabalgata de bienvenida.
Al galope unos trechos y otros al trote, tardaría dos jornadas en llegar al valle. Más de una semana completa emplearía la comitiva en hacer el mismo recorrido. En los días de diferencia entre la llegada del mensajero y de la comitiva, el conde de Alcima y don Ferrán, el mayordomo, se ocuparían de organizar la cabalgata y el banquete con que serían recibidos los ausentes.
Más de tres meses había durado su estadía en el sur de Francia, incluidos los viajes de ida y vuelta.
El mensajero dejó atrás las tierras del rey aragonés y entró en las del castellano. Una jornada más y llegaría al valle de Cisca. Cambiaba levemente el paisaje. A los alcornoques y los pinos sucedían las hayas y los olmos, los álamos. Y conforme el jinete se alejaba del Moncayo y sus nevadas cumbres, la temperatura era menos rigurosa. Hizo noche en una aldea, en la casa de unos labradores, pues no había posada, y al día siguiente enfiló la garganta montañosa que daba entrada al valle.
Sonó su clarín el vigía de la torre atalaya. El mensajero estaba a la vista. Primero se recortó su silueta sobre el horizonte y luego una nube de polvo fue creciendo y creciendo por el serpenteante camino hasta llegar a borrar la silueta del heraldo.
Pocos días después la condesa y su hija doña Mencía harían su entrada en el castillo.
Habían viajado hasta la lejana Provenza, a través de Aragón, atravesando el Pirineo, para asistir a las bodas de la sobrina de la condesa, Costanza de Ureña, con el conde Aloin. Catorce años tenía doña Costanza y otros tantos hacía que la condesa no la veía, ni a su hermana, doña Inés. Otro de los motivos del viaje, aunque poco necesario, era que la hija del conde y la condesa de Alcima, la niña doña Mencía, y su prometido, Charles de Bengueil, pudieran conocerse, pues habrían de contraer matrimonio pocos meses después, ya que entre los varios pretendientes de doña Mencía aquél era el que mejor les parecía a los monjes de Cluny, que, como no ignoráis, amadísimo tío, empezaron a ponerse de moda en aquellos años y a hacer notar en toda Europa su poderío y su influencia dejando en segundo lugar a los anteriormente dominantes cistercienses.
Alzó sus ahuevados aunque bellos ojos al cielo la esposa del mayordomo, doña Brunilda, antes de implorar:
—¡Quieran Dios Nuestro Señor y la Virgen María y todos los santos del cielo que el hijo del barón de Bengueil haya aceptado a doña Mencía!
Respondió doña Flor, una de las damas:
—Todos sabemos que estaba aceptada de antemano.
Terció otra, de nombre Elvira:
—¿Cómo no había de aceptarla, después de los predios que el conde de Alcima acaba de recibir del rey Alfonso?
—Tengo escuchado a los peregrinos del camino francés que las mujeres de estos reinos tenemos en Europa fama de livianas.
Ésa es opinión de quien por una sola persona —dijo doña Flor— nos juzga a todas las demás. Y ya sé que esa opinión ha saltado las fronteras y se ha extendido a otros países. Pero ya no estamos, afortunadamente, en los tiempos de la reina doña Urraca.
La alusión a la reina doña Urraca estaba cargada de malicia. Treinta años es la edad en que una mujer honesta, si no ha fallecido de sobreparto, debe considerar terminada su vida conyugal y ser tolerante con su marido si éste busca para su placer y como incentivo de sus apetencias carnales y medio de satisfacerlas, mujeres que se hallen en la edad fogosa. Tanto damas de elevada alcurnia como esposas de pecheros y comerciantes así lo entienden, y pasada la treintena entran en religión o se consagran al cuidado de los hijos y la casa y a la lectura, y otras a las faenas del campo o a la atención de las tiendas o puestos del mercado. Pero es sabido desde los tiempos antiguos que toda regla tiene su excepción y, como también es sabido, una de estas excepciones fue la infeliz reina Urraca, en quien el fuego de la edad floreciente, para su desventura, no se mitigó a los treinta ni aun a los cuarenta, según cuentan las crónicas de sus enemigos y las lenguas de los mal hablados, sin que el mal hablar ni la enemiga sean necesariamente pruebas de falsedad. Había heredado el trono la dicha reina de su padre, el buen rey Alfonso VI. Era, cuando ascendió al trono, una joven muy bella, casada desde los doce años con el noble francés Ramón de Borgoña.
Muchos problemas encontró la reina Urraca en el interior de sus reinos, unos debidos a causas ajenas y otros derivados de su propio temperamento, pues si no parecía muy capacitada como reina, la desdichada lo estaba en demasía como mujer. Falleció el de Borgoña a los treinta años de la reina, algunos pensaron que un buen marido para la viuda sería Alfonso, su tío, el monarca del vecino reino de Aragón, con lo cual se ensancharían ambos reinos y se podría oponer más resistencia al moro. Anduvo remisa la reina en aceptar la proposición, porque ya había encontrado modo de satisfacer su lujuria y de acrecerla —que a este fuego, como al otro, el mismo viento que lo apaga lo aviva— con el conde de Candespino, Pedro González, pero al cabo terminó por aceptar y casó con su tío el aragonés, de quien era pariente en tercer grado, por ser ella nieta y él biznieto de Sancho el Mayor. En aquellos años hubo numerosas revueltas de pecheros contra señores en el camino de Santiago, y se agitaron en Galicia los partidarios del conde de Traba, tutor del hijo de doña Urraca, contra los del obispo Gelmírez, y se agitaba también el demonio en las carnes de la desdichada doña Urraca cuando a ella se acercaba Pedro González de Lara, que era más frecuentemente de lo que piden la modestia cristiana, la castidad y, en primer lugar, los deberes de esposa y de reina. Los reales esposos tan pronto reñían como se reconciliaban, y la ocasión más singular de reconciliarse que encontraron fue justamente cuando el Papa consideró nulo su matrimonio por juzgarlo incestuoso. A los pocos días, los esposos, que en buena doctrina ya no lo eran, volvieron a reconciliarse y a cohabitar. Y llegó la excomunión.
Poco después el rey Alfonso, el de Aragón, ordenó encerrar durante algún tiempo a la reina en la fortaleza de Castellar; parece ser que nunca estuvieron claras las razones de este encierro, y ahora, al cabo de tantísimos años mucho más difícil resulta averiguarlas; según unos, dio nuevas pruebas de liviandad la infeliz Urraca; según otros, todo se debió a la excesiva rigidez del carácter del rey.
Por grande que fuera el furor demoníaco aposentado en las entrañas de la atribulada reina, no eran tantas sus energías ni tan largo su tiempo como para sosegar con sus favores de mujer los deseos lujuriosos que suscitaba a su alrededor, ni los celos y las envidias que su predilección por el caballero don Pedro González de Lara despertaba entre otros nobles gallegos, leoneses y castellanos, que, desdeñados, se mostraban muy propicios a alistarse en banderías contra doña Urraca, hallando disculpa sobrada para cometer tal traición en las escandalosas relaciones de ella con el tal don Pedro González de Lara, que tuvo un hijo en la reina. Hubo de pasar doña Urraca por trances muy amargos. Quizá el más duro de ellos fue aquel en que los burgueses compostelanos asaltaron la catedral amotinados contra el obispo Gelmírez. Las tropas de la reina doña Urraca fueron derrotadas por los sublevados, y la reina, el obispo Gelmírez y algunos de sus adictos buscaron refugio en la torre de las Campanas, que fue sitiada por los burgueses, quienes, al comprobar que era imposible tomarla por las armas, la prendieron fuego con estopas y trapos encendidos.
Los cercados, después de encomendarse a Dios Nuestro Señor y a la Virgen María por medio de la oración, decidieron salir de la torre de las Campanas antes de morir de asfixia. La desdichada reina doña Urraca también salió; pero las turbas se apoderaron de ella, la golpearon, y, sin consideración de su rango, le arrancaron el vestido y la dejaron desnuda en un lodazal.
Tras la reina, salieron un hermano y un sobrino del obispo Gelmírez, su mayordomo y unos cuantos adictos más, a los que dio muerte el populacho desmandado, incitado por los burgueses.
El obispo Gelmírez pudo escapar de la torre empleando el denigrante recurso —denigrante para tal dignidad de la Iglesia, que no lo habría sido para cualquier plebeyo— de disfrazarse con la capa vieja de un sacristán y utilizar un crucifijo para ponérselo delante de la cara y así no pudieran distinguirse sus facciones.
Cuando de tal guisa solapado pasó junto a la infeliz reina doña Urraca, que permanecía caída en el fango sin conseguir alzarse por más esfuerzos que hacía, al verla tan feamente desnuda y postrada, dicen los que recuerdan haber oído narrar los hechos a los que de muy jóvenes escucharon relaciones de abuelos o bisabuelos de los testigos, que el obispo Gelmírez, transido de dolor, pasó de largo.

Fernando Fernán Gómez
El mal amor

En la Castilla medieval, un arcipreste juerguista y mujeriego, que se supone es el de Hita, es llamado por su tío, el obispo, quien le reprocha la vida licenciosa que lleva y le encierra durante un año en un monasterio. Allí el arcipreste compone la historia que es propiamente la novela: el conde don Sancho espera con impaciencia el regreso de su esposa y de su hija doña Mencía, que vuelven de Provenza con unos caballeros después de una visita de familia que tenía por objeto concertar la futura boda de doña Mencía; pero con ellas y con sus acompañantes llega también una nueva moda provenzal, el «amor cortés», que trastorna todos los comportamientos y es causa de las situaciones más enredadas, picarescas y regocijantes.
Espléndida novela de humor la de Fernando Fernán Gómez, irónica y maliciosa, que esconde tras su ropaje medieval una aguda visión de realidades y conflictos que son de todos los tiempos. Esta obra quedó finalista del Premio Planeta 1987.


Alcornoque (7) - Ya tendrá tiempo mañana de admirar la catedral a plena luz sin espantar a los pájaros ni a las parejas de enamorados.

El planalto mirandés
De vuelta a la carretera, donde le espera su coche, el viajero mira al cielo. Está oscuro, como un pozo, y quieto como los huertos. Definitivamente, la noche está a punto de llegar.
Pero todavía se ve. Entre dos luces, como en Sendim, que queda allá, a la derecha, pero lo suficiente aún para distinguir aquéllos. Todavía se ven, incluso, campesinos trabajando entre las cercas. En este tiempo, hay que aprovechar.
Y, la verdad, aprovechan las gentes de estos lugares. En dirección a Miranda, que cada vez está ya más cerca, el viajero se cruza aún con bastantes hombres que aprovechan hasta el último momento; unos regando los huertos, otros trillando en las eras, otros cuidando sus vacas y otros, como éste de aquí, acarreando centeno. Aunque la mayoría están recogiendo.
Recogiendo, aunque a su modo, va ahora también el viajero: recogiendo sus recuerdos. Cae la noche en Portugal y, con ella, un día más: el cuarto, ya, de su viaje y el penúltimo quizá. Si todo va como piensa, mañana, a estas mismas horas, habrá llegado a Bragança.
Pero aún le queda Miranda. Y, antes, cruzar el planalto. Esta meseta pelada y llena de pueblos viejos que se mete como un lóbulo en España y que cortan por el norte las montañas de Alcañices, ya en Zamora, y, por el sur, el tajo del Duero. Que es el río que aquí marca la raya desde hace siglos.
En realidad, el planalto empezó ya más atrás (en Sanhoane, o en Brunhosinho, o, antes aún, en Variz), pero se acentúa ahora, entre Sendim y Fonte d’Aldéia. El pueblo, que es muy pequeño, como los huertos que tiene al lado, apenas se ve al pasar, pero, a su alrededor, el campo se extiende hasta el infinito. Hasta Picote, por la derecha, y hasta Silva y Vilar Seco, por la izquierda. Campos de robles y de alcornoques, plantados hace ya siglos, que se extienden a lo largo del camino y de kilómetros de dehesas. Al final, está Miranda, colgada sobre el río Duero como si fuera la proa de una gran nave de piedra.
Pero, antes, hay más pueblos. Duas Igrejas, por ejemplo. Un pueblo grande y famoso, y típico de esta tierra (el más típico quizá: de aquí son los pauliteiros), pero que, ahora, al anochecer, parece una aldea más. Un cementerio de coches, algunos hombres con burros, otro subido en un carro y varios veraneantes que pasean aburridos por las calles serán, pasados los días, lo único que recuerde. Eso y los arcos de bienvenida que señalan que el lugar ha estado en fiestas (las de Nossa Senhora do Monte, que es la patrona local, según dicen los carteles) y, por supuesto, las dos iglesias (una románica, pura, y la otra más moderna) que dominan el paisaje desde un monte —¿de ahí el nombre de la Virgen?— y que, al parecer al menos, le han dado el suyo a este pueblo.
A Cercho, que está seguido, a saber quién se lo dio. Como a Picote, o a Vila Chã, que quedan a la derecha. Los dos ya al pie de la raya, asomados al pantano del primero; que es ya el segundo, no obstante, que le han hecho en Portugal al río Duero. El primero está en Miranda y es todavía mayor.
En el siguiente pueblo, Vale de Mira, Miranda ya hace su aparición. Primero, a través de anuncios (los de sus restaurantes y sus hoteles) y, luego, ya, de verdad: con sus torres y sus luces recortándose en el cielo de repente. Pero todavía está lejos. Antes, hay que atravesar dos valles, con sus correspondientes campos y granjas, y, luego, tomar el cruce que lleva hacia la ciudad. Un puente, el del río Fresno, que vierte al Duero ahí abajo —y que aún conserva a la entrada una antigua caseta de aduaneros (de cantoneiros, dice la placa)— y el viajero ya está en ella. En la nueva, que la vieja queda a un lado, oculta tras sus murallas.
Miranda, a primera vista, es ya una ciudad auténtica. No por lo grande, que no lo es (al revés, es muy pequeña: unas dos mil personas la habitan, según las guías del viajero), pero sí por su apariencia. No en vano Miranda es la capital de esta zona perdida al norte de Portugal y la puerta de salida y de entrada para España. Y no es ninguna metáfora, pues la raya está aquí ya.
Pero Miranda, hoy, está en fiestas. Se lo dicen al viajero los arcos de bienvenida, que están todos ya encendidos, y la gente que pasea por la calle principal, que es la propia carretera. Lo cual, en vez de alegrarlo, hace temblar al viajero. Si la ciudad está en fiestas, como sin duda parece, quizá no encuentre donde dormir. Y eso, con el día que lleva, no lo quiere ni pensar.
Pero su alarma estaba infundada. La ciudad está en fiestas, en efecto, y además son vacaciones, o sea, temporada alta, pero en la Pousada de Santa Catarina hay aún habitaciones libres. Es cara, sin duda alguna, pero merece la pena. Lo primero, por no andar buscando otra y, lo segundo, por los servicios que ofrece. Sobre todo, por las vistas que permite del río Duero.
Es un paisaje imponente. Desde la terraza de su habitación, por la que se esparcen ya amontonadas las maletas y las guías del viajero, éste contempla extasiado la caída de la noche sobre el río. El Duero, que va allá abajo, encajado en un cañón de roca viva, parece un juego de luces de tantas como ahora mismo van a morir en sus aguas. Unas son las de Miranda, que está colgada sobre él (a un lado, la ciudad nueva y, al otro, la amurallada), y las otras las farolas de la presa, por la que la carretera que va hacia España cruza la raya y el río. Aunque, desde hace ya unos años, la frontera sólo existe en los carteles.
Desnudo, como la noche, y apoyado en la baranda del hotel, el viajero mira el río y se deja llevar por sus recuerdos. Los grillos, que llenan todo, y el reflejo de las luces sobre el agua le transportan poco a poco hacia Zamora, y hacia Toro, y hacia Aranda, y hacia todas las ciudades de Castilla por las que lo vio pasar un día, y, luego, en sentido opuesto, hacia Pinhão y hacia Régua. ¿Qué será ahora de ellas? ¿Cuánta gente estará ahora mirando el río como hace él? Seguramente, en Duruelo, donde el Duero se hace río entre pinares, estará lleno de juncos, igual que cuando él lo vio, y en Soria olerá a tomillo, y en Almazán a romero. Y, en Berlanga, más abajo, saltarán truchas de musgo, lo mismo que en San Esteban. En Roa olerá ya a vino, lo mismo que en Peñafiel. Y en Pesquera, y en Valbuena, y en Tudela, y en Sardón, y en todas las poblaciones que va dejando tras él, la gente estará mirándolo, igual que todas las noches, mientras en las bodegas arden las brasas en las que las chuletillas se hacen, como el vino, a fuego lento…
De sus recuerdos le saca un gran fuego artificial: una gran barra de luces que revienta de repente sobre el río igual que el día de Régua. Y, luego, un par de cohetes que retumban en las hoces como truenos. Son las fiestas, que ya empiezan y que llaman a la gente a participar en ellas.
Pero el viajero aún debe cenar. Desde que comió en Macedo, han pasado ya diez horas y el estómago le grita igual que una gata en celo. Así que se viste rápido y se va a aplacar sus gritos a O Mirandés, a cien metros, una casa de comidas antigua y de gran solera que está enfrente del hotel y que, según un vecino, es la mejor de Miranda; o, por lo menos, la más auténtica (Cozinha típica mirandesa, dice un cartel a la puerta). Lo sea o no, el bacalao y la posta de vitela á mirandesa que le sirven, junto con un vinho verde de Penafiel y una tarta de naranja recién hecha, le resarcen de las penas del camino y de las hambres que, anoche, le obligaron a pasar en Mirandela. Lo único malo del sitio es que, al estar en la raya, está lleno de españoles. Hasta la dueña habla en español de tanto tratar con ellos.
—¿Quiere un orujo? —le dice, al traerle la cuenta.
—Bueno. Si se empeña… —concede, amable, el viajero.
Con el estómago en paz y el alma ya más tranquila, el viajero se va luego a ver Miranda. La vieja. La amurallada. La del rosario de calles y casas llenas de escudos que se arraciman entre el castillo y la vieja catedral. Tanto uno como otra están ya fuera de uso (uno porque está en ruinas y la otra porque ya no tiene obispo; se lo arrebató Bragança, igual que su episcopado), pero, entre ellos, viejas mansiones y blasones y panoplias solariegas hablan de la grandeza que tuvo Miranda cuando aún lo era. Exactamente, entre 1545, fecha de fundación de la diócesis (y de la concesión a Miranda del título de ciudad), y 1780, cuando su último obispo se fue.
La plaza, las viejas casas, los comercios donde compran los turistas españoles los manteles y las colchas cuando vienen de visita (en autobuses, como rebaños), miran pasar al viajero igual que en el siglo XV, que fue cuando las construyeron. Todas con piedra de Caçarelhos, que es la mejor del país, y todas siguiendo el estilo característico de la época: con grandes arcos y cresterías y con enormes rejas de hierro. Algunas, como en la plaza, están cuajadas de flores, signo evidente de que siguen habitadas, pero otras están desnudas y con las puertas y las ventanas cerradas a cal y canto. Deben de ser oficinas o edificios oficiales y museos.
La noche, los soportales, las callejas solitarias y sombrías, el soportal del Ayuntamiento, todo remite a los viejos tiempos. Sobre todo, ahora, que están vacíos, pues la gente está en el baile del paseo. El viajero, paso a paso, atraviesa la ciudad sin cruzarse apenas nadie en su camino. Sólo los perros y algún guardinha que vigila en solitario los portales de las casas mientras sus habitantes están de fiesta.
—Boas noites!
—Boas noites! —le responden al viajero, cuando pasa, los dos del Ayuntamiento.
La catedral de Miranda está al final de la cuesta. Erguida como un castillo en medio de sus jardines y toda entera de piedra. Como la plaza, está muy cuidada y, como toda Miranda, iluminada de arriba abajo. No en vano aquí está la presa que da energía a la zona y que, de paso, y al tiempo, la sacó de su aislamiento: como la carretera pasa por ella, la gente ya no tiene que viajar hasta Bragança como antes para poder cruzar hacia España.
Pero no hay nadie. Sólo los pájaros en la arboleda y una pareja de novios a la que el viajero espanta también, como a los pájaros, sin pretenderlo. Estaban a contraluz, arrimados al pretil de la muralla, y a poco choca con ellos. Así que se da la vuelta y, por el mismo camino, regresa sobre sus pasos en dirección a la fiesta. Ya tendrá tiempo mañana de admirar la catedral a plena luz sin espantar a los pájaros ni a las parejas de enamorados.
En el paseo, por contra, la fiesta está en su apogeo. No hay mucha gente, pues no es día grande (lo será el domingo próximo, parece), pero la orquesta toca con brío. Son músicos de la tierra. Siete músicos locales, con instrumentos también de aquí (acordeones y triángulos, aparte de las trompetas), que tocan en un templete levantado en el paseo que comunica las dos ciudades, la nueva y la amurallada, y que ahora, según parece, es el centro de las dos.
Pero la orquesta no es la atracción. La atracción en este instante, cuando el viajero llega a la fiesta, es un borracho que baila, con la camisa en la mano, en medio de las parejas. Debe de ser muy famoso porque todos le jalean. El problema es que el borracho se anima tanto con ello que comienza a desvestirse (primero la camiseta, más tarde las zapatillas y después los pantalones), sin dejar de bailar mientras lo hace. Menos mal que, en este punto, cuando empezaba ya con los calzoncillos, aparece su mujer en el paseo. Le cuesta hacerle entrar en razón. Pero, entre ella y los dos guardinhas que contemplaban el baile mezclados entre la gente, lo visten y se lo llevan como si fuera un cordero. Pobre hombre, dice alguien, pensando en la que le espera.
El viajero, divertido (como el resto de la gente), le ve partir hacia casa y, luego, se va él también. Son las doce de la noche y hoy ha sido un día muy largo.

Julio Llamazares
Trás-os-Montes
Un viaje portugués

Con esta obra centrada en la comarca de Trás-os-Montes, Julio Llamazares regresa a la literatura de viaje, donde su talento narrativo y su profunda capacidad de observación del paisaje brillan con toda su fuerza. La carrera de Julio Llamazares ha ido cubriendo etapas de un modo peculiar, que en cierto modo recuerda la de Álvaro Mutis. Sus dos primeros libros, La lentitud de los bueyes (1979) y Memoria de la nieve (1982), marcaron un hito imborrable en la historia de la poesía española reciente. Luego, la publicación de Luna de lobos (1985) y La lluvia amarilla (1988) hizo de su autor un verdadero nombre clave en la novelística española más reciente. Traducido a otras lenguas europeas y muy querido de los lectores, con quienes se mantiene en contacto permanente gracias a sus colaboraciones periodísticas, Llamazares es en este momento uno de los autores españoles vivos más importantes.
Junto al propósito de romper con el aislamiento histórico de esta comarca lusa, se impuso la tarea de escribir un libro a ritmo de fado. «He intentado transmitir ese ritmo y esa cadencia. No he querido hacer una guía; las llevaba en el bolsillo y las consultaba cuando las necesitaba, pero no trataba de descubrir nada. Quería dar mi visión de Trás-os-Montes, de Portugal y de la propia idea del viaje. Todo viaje es interior, y especialmente los que se realizan con voluntad literaria».
Llamazares distingue entre el viajero y el turista que viaja por pasión o por capricho. «Me he pasado la vida viajando a ningún sitio, y así voy a seguir, cogiendo el coche y desviándome por las carreteras secundarias».
Cautivado por la prosa de Miguel Torga y Camilo Castello, nacidos en esta región portuguesa, decidió escribir este pequeño homenaje a un país al que los españoles hemos dado la espalda. Trás-os-Montes es como la mayor parte de su literatura, un homenaje a esas gentes que no abandonan los lugares a los que pertenecen y a las personas que se fueron, a los emigrantes que vuelven cada verano por querencia. «Me he erigido en defensor de los pobres y de los olvidados. Esa gente sobre la que nadie escribe».

Alcornoque (6) . Las huellas de los templarios

Las huellas de los templarios
Soutelo es un pueblo grande. Y antiguo, como Chacim. Pero el viajero pasa de largo igual que la carretera. Se ve que le da lo mismo que haya pueblos o que no.
El viajero está cansado. El viajero, a estas alturas, después de tantos kilómetros, está ya tan aburrido que no quiere ver a nadie. Sólo piensa en llegar a Mogadouro, que debe de estar ya cerca. Y, además, ¿a qué parar? Desde la carretera, ya ha visto el pueblo: casas nuevas, de emigrantes, junto a las viejas, que son de piedra. Desde aquí hasta Mogadouro, ya tendrá tiempo de ver muchos pueblos como él.
A la salida del pueblo, que queda allá, en la colina, en medio de unos castaños, los alcornoques vuelven a acompañarlo. Son rojos, como la tierra. Y duros como el paisaje, que ahora se inclina hacia el sur. En Soutelo, al parecer, la carretera llegó a su techo y ya empieza a descender hacia el río Duero. Pero todavía quedan varios kilómetros antes de llegar a él. Kilómetros de dehesas y alcornocales, algunos ya sin corteza, entre los que la carretera pasa como si fuera otro arroyo seco.
Y otro pueblo; de buen nombre (Vale da Madre se llama), muy parecido a Soutelo. Aunque es mucho más pequeño. Un hombre, junto a un camino, está arreglando una cerca. Es la primera persona que el viajero se ha cruzado en mucho tiempo.
—Boas tardes!
—Boas tardes! —grita el hombre, al que quizá le sucede igual: no parece que circulen muchos coches por aquí.
El saludo, aunque lejano, le devuelve el optimismo. Estaba ya acongojado de ver tanta soledad. Y, además, ya se aproxima al punto de su destino: Mogadouro, el pueblo antiguo y templario en el que la carretera muere antes de coger la ruta que lleva hacia la frontera. Allí podrá hacer un alto y olvidarse de sus penas.
Pero el viajero propone y el camino le dispone. El viajero ya había visto Mogadouro, erguido sobre una loma, en medio de las montañas, pero antes un letrero le hizo desviarse a la izquierda: Azinhoso, Igreja românica (Séc. XII), indicaba entre los urces.
El viajero no se puede resistir a algunas cosas. Y una de ellas es ésta: una iglesita románica perdida en medio del monte o en los alrededores de cualquier pequeña aldea. El viajero está convencido de que toda la belleza imaginable en este mundo se encuentra en estas iglesias.
Así que allá marcha ahora, con el corazón en vilo, dispuesto a vivir de nuevo esa bendita experiencia. Porque todas las iglesias de este estilo son distintas. Todas tienen en sus piedras la huella de sus autores, aunque parezcan iguales. El viajero lo ha comprobado mil veces a lo largo de sus viajes por Europa y siempre ha sentido en todas la misma intensa emoción: la de sentir el latido del hombre bajo las piedras.
Por eso, ésta de Azinhoso no la olvidará jamás. Pequeña, como la aldea, sencilla hasta el primitivismo y con un atrio en ruinas que es la antesala del cielo; y eso que ya sólo quedan las columnas, y no todas. Sin duda, debió de ser un pórtico impresionante.
—Eso dicen —dice un hombre, que, a lo que se ve, está ya habituado a verlas.
La señora María da Luz, que es la encargada del templo, lo enseña, en cambio, como a una hija. Sabe que tiene una joya bajo su responsabilidad. Incluso sabe algo más. Que es templario, como el pueblo. Se lo dice al viajero con orgullo mientras le enseña los símbolos característicos de la Orden que hay en varias de las piedras.
—Mire, aquí hay más —dice, rodeando la iglesia.
Pero el viajero está emocionado contemplando el pelourinho y las columnas. Son tan bellas y sencillas que parecen de mentira. Y todas son diferentes. Como las gárgolas, que están completas y representan cada una de ellas también motivos distintos. Animales, sobre todo, y figuras mitológicas.
—La gente dice que es lo mejor —le explica María da Luz, abriéndole ya la puerta.
La señora María da Luz, que estuvo emigrada en Francia, pero que ha vuelto a Azinhoso, es despierta e inteligente. Morena y de edad mediana (cincuenta y cinco años confiesa), se la ve con más estilo que a sus vecinas del pueblo. Y cuida bien de la iglesia. Ahora está en restauración, pero estuvo, según dice, muchos años olvidada.
—¿Y el cura? —dice el viajero.
—No hay —le dice María da Luz, aunque en seguida corrige, no vaya a ser que se ofenda—. Bueno, hay uno: don Antonio. Pero vive en Mogadouro.
—¿Y no viene a verla nunca?
—Sí, hombre, todos los días —dice la mujer, sonriendo; y añade, llena de orgullo—: Es muy joven. No llegará aún a los treinta.
—Entonces —dice el viajero—, tienen cura para rato…
—Dios le oiga —dice ella.
La iglesita, en su interior, no guarda grandes tesoros; al contrario, es más bien pobre, comparada con otras de su estilo: una pila, algunos frescos, un púlpito y un sepulcro es todo lo que conserva. Eso y la imagen de Santa Bárbara, a cuya advocación se acoge y a la que sacan en procesión cada cuatro de diciembre. Así que, en cuanto la ha visto, el viajero vuelve fuera. Prefiere ver las columnas a la soledad de dentro.
—La pena es que faltan varias —le dice María da Luz, saliendo también con él.
Pero al viajero le basta con las que quedan. Le bastan para mirarlas y para imaginar las otras. Sin duda, debió de ser un pórtico impresionante.
—Pues, si le gusta esto —le dice María da Luz, llegando ya al cementerio—, tiene que ver el castillo de Penas Roias. También es de los templarios.
—¿También?
—También —dice la mujer, que parece que sea hija del Temple. Desde que llegó el viajero, no ha parado de hablar casi de ellos.
—¿Y qué hacían aquí los templarios? —le pregunta el viajero para ver.
—¡Ah, eso ya no lo sé! —exclama María da Luz, cuyo conocimiento de los templarios se limita solamente a su presencia en estos pueblos.
Pero el viajero está tan contento que decide hacerle caso. Al venir hacia Azinhoso, ya vio el letrero de Penas Roias, al lado del de la iglesia, lo que quiere decir que está aquí cerca. Y, además, todavía es pronto para la prisa que tiene él. Mogadouro está ya a un paso y Miranda no muy lejos.
—¿Y qué es mejor, el castillo de Penas Roias o esto?
—¡Esto, hombre! —dice ella, sin dudarlo—. El castillo son tres piedras.
Y no le falta razón. El castillo de Penas Roias, al que el viajero llega en seguida siguiendo la carretera (está apenas a diez minutos de Azinhoso), son ya, en efecto, tres piedras: un torreón desdentado con unos trozos de muro erguido en una colina expuesta a todos los vientos. Pero también merece la pena. Sobre todo por las vistas que desde él se deben de ver y por visitar el pueblo.
—Es pequeño.
—Ya lo veo.
Es una aldea de cuento; la típica aldea rayana perdida entre las montañas y dormida aún en el tiempo, que es como decir la muerte. Casas viejas, de pizarra, y corrales para ovejas se agolpan entre sus calles y en sus estrechas callejas. Y, por ellas, los vecinos, trabajando como siempre. Unos llevando las vacas, otro un brazado de hierba, otros dos en una era (limpiando un montón de trigo) y una mujer con un hierro del que cuelga la placenta de una vaca que ha debido de parir hace muy poco. Estampas de un tiempo antiguo que todavía pervive en estos pueblos perdidos y que desaparecerá muy pronto. Tan pronto como ellos mueran.
—¿Cuántos vecinos quedan?
—Pocos. Ahora, en verano, muchos; pero en el invierno pocos —le responde una señora que está al lado de la fuente.
—Pero usted no vive aquí…
—No, vivo en Francia —le responde la señora, que ya habla con cierto acento.
Su vecina, sin embargo, nunca ha salido del pueblo. Es vieja, como su casa, y, como ésta, viste de negro. Se ve que ni una ni otra han cambiado en todo el siglo.
—¿Cómo se llama?
—¿Quién, yo? Nérida —dice la mujer, riéndose.
—¿Y siempre ha vivido aquí?
—Aquí, en esta casa —le responde con orgullo, aunque fingiendo cierta vergüenza: la casa está ya tan vieja que parece que se va a caer a pedazos.
—Es muy bonita —dice el viajero, halagándola.
—Sí, para verla —responde ella.
Su vecina, la francesa, se acerca a donde están ellos. Viene buscando la sombra y, sobre todo, conversación.
—¿De dónde viene? —le pregunta al forastero.
—De Chacim —responde éste.
—¿De Chacim?
—Bueno, de Chacim, de Régua, de Vila Real, de Chaves… Estoy recorriendo esto.
—¿Y le gusta este país?
—Mucho —dice el viajero, sonriendo—. ¿Y a usted?
—¿A mí? —pregunta ella, sorprendida—. Bueno…
—O sea, que no le gusta —dice el viajero, picándola.
—Es muy pobre —dice ella.
—¿Cuántos años lleva en Francia?
—Veintitrés.
—¿Y hay muchos más de aquí allí?
—¡Uf! La mayoría. Más de la mitad del pueblo.
—¿De éste sólo?
—De éste y de los demás. La mitad de la gente de esta zona estamos ya todos fuera. Mi marido, por ejemplo, es de Travanca y de Travanca la mitad están también en Francia.
—¿Y vuelven todos por el verano?
—La mayoría —responde ella.
—La saudade… —dice el viajero, sonriendo.
—Claro —responde ella con pena.
Calle arriba, otra señora, ésta ya junto al castillo, también está de paseo. Se ve que unas, por emigrantes, y las otras, por ancianas, no tienen mucho que hacer.
—Buenas tardes.
—Buenas tardes.
—¿Por dónde se sube allí? —le pregunta el viajero, por el castillo.
—Por ahí —responde ella.
—¿Por ahí?
Es una cuesta imponente. Un plano tan inclinado que parece una escalera para el cielo.
—¿Seguro que por ahí?
—Seguro —responde ella.
Y por allí es, ciertamente. Aunque le duela al viajero. Pero tampoco es tanta subida y, además, vale la pena. Desde lo alto del castillo, se ve todo Penas Roias y los montes que rodean sus tejados hasta donde se termina el cielo.
El viajero, impresionado, cuando por fin llega arriba, se sienta junto a la torre y, durante varios minutos, deja que su vista vuele. Se está muy bien allá arriba, lejos del mundo y sus pompas. Y, si se escucha con atención, se puede oír el silencio. Aunque, de vez en cuando, también, se escuchen voces lejanas y sonidos de animales y de carros. Si no fuera por los coches, se diría que este pueblo sigue aún en la Edad Media.
—¿Qué, le gustó el castillo? —le preguntan las señoras cuando vuelve.
—Sí, pero no vi a los templarios —dice el viajero, sonriendo.
—¿A quién?
—A los templarios.
—¿A quién?
—Nada, no importa —dice el viajero, alejándose y despidiéndose a toda prisa no vaya a ser que se ofendan. Con lo gentiles que han sido, no querría que pensasen que se está riendo de ellas.
Pero la duda ya está sembrada:
—¿Por quién preguntaba ése? —Oye que pregunta una.
—No sé —le responde otra—. No debían de ser de aquí.

Julio Llamazares
Trás-os-Montes
Un viaje portugués

Con esta obra centrada en la comarca de Trás-os-Montes, Julio Llamazares regresa a la literatura de viaje, donde su talento narrativo y su profunda capacidad de observación del paisaje brillan con toda su fuerza. La carrera de Julio Llamazares ha ido cubriendo etapas de un modo peculiar, que en cierto modo recuerda la de Álvaro Mutis. Sus dos primeros libros, La lentitud de los bueyes (1979) y Memoria de la nieve (1982), marcaron un hito imborrable en la historia de la poesía española reciente. Luego, la publicación de Luna de lobos (1985) y La lluvia amarilla (1988) hizo de su autor un verdadero nombre clave en la novelística española más reciente. Traducido a otras lenguas europeas y muy querido de los lectores, con quienes se mantiene en contacto permanente gracias a sus colaboraciones periodísticas, Llamazares es en este momento uno de los autores españoles vivos más importantes.
Junto al propósito de romper con el aislamiento histórico de esta comarca lusa, se impuso la tarea de escribir un libro a ritmo de fado. «He intentado transmitir ese ritmo y esa cadencia. No he querido hacer una guía; las llevaba en el bolsillo y las consultaba cuando las necesitaba, pero no trataba de descubrir nada. Quería dar mi visión de Trás-os-Montes, de Portugal y de la propia idea del viaje. Todo viaje es interior, y especialmente los que se realizan con voluntad literaria».
Llamazares distingue entre el viajero y el turista que viaja por pasión o por capricho. «Me he pasado la vida viajando a ningún sitio, y así voy a seguir, cogiendo el coche y desviándome por las carreteras secundarias».
Cautivado por la prosa de Miguel Torga y Camilo Castello, nacidos en esta región portuguesa, decidió escribir este pequeño homenaje a un país al que los españoles hemos dado la espalda. Trás-os-Montes es como la mayor parte de su literatura, un homenaje a esas gentes que no abandonan los lugares a los que pertenecen y a las personas que se fueron, a los emigrantes que vuelven cada verano por querencia. «Me he erigido en defensor de los pobres y de los olvidados. Esa gente sobre la que nadie escribe».


Alcornoque (5) - Él, que odiaba los gritos, aullaba con toda la fuerza de sus enormes pulmones. Creyendo que tenía una mesa delante, descargó un puñetazo sobre sus propias rodillas, se hizo daño y también él se calmó.

Don Fabrizio sólo comunicó el contenido de la carta a su mujer, cuando ya estaban acostados y a través de la tulipa la lámpara de aceite difundía su resplandor azulino. En un primer momento, Maria-Stella no dijo nada: no paraba de santiguarse —más tarde diría que mejor hubiese sido hacerlo con la izquierda que con la derecha—; una vez expresado su estupor, se desencadenaron los rayos de su elocuencia. Estaba sentada en la cama y sus dedos estrujaban la sábana mientras las palabras, rojas como antorchas furiosas, surcaban la atmósfera lunar que invadía el cuarto cerrado. «¡Y yo que esperaba que se casase con Concetta! Es un traidor, como todos los liberales de su calaña; ¡primero traicionó al Rey, ahora nos traiciona a nosotros! ¡Él, con su cara falsa, con sus palabras llenas de miel y sus actos cargados de veneno! ¡Esto es lo que sucede cuando se trae a casa gente que tiene sangre extraña mezclada con la propia!». En ese punto irrumpió la carga de coraceros que nunca faltaba en los altercados familiares: «¡Yo siempre lo había dicho! Pero nadie me escucha. Nunca pude soportar a ese pisaverde. ¡Sólo tú complacías todos sus caprichos!».. En realidad, también a ella la habían conquistado los melindres de Tancredi; también ella le tenía cariño; pero como para la criatura humana no hay mayor placer que el de gritar «¡la culpa es tuya!»., todas las verdades y todos los sentimientos quedaron desplazados. «¡Y ahora incluso tiene el descaro de encargarte a ti, su tío, el Príncipe de Salina, la persona que más debería respetar en el mundo, el padre de la criatura a quien acaba de engañar, que transmitas su indigna petición a ese bribón, padre de esa desvergonzada! ¡Pero no debes hacerlo, Fabrizio, no debes hacerlo, no lo harás, no debes hacerlo!». La voz era cada vez más aguda, el cuerpo empezaba a ponerse tieso. Don Fabrizio, que aún estaba acostado de espaldas, echó una ojeada para asegurarse de que la valeriana se hallaba sobre la cómoda. En la glauca penumbra, la botella y la cuchara de plata apoyada sobre el tapón brillaban como un faro tranquilizador erigido contra las tempestades histéricas. Por un momento pensó en levantarse para cogerlas, pero se limitó a sentarse él también: aquello le hizo recuperar una parte de su prestigio. «Stelluccia, estás diciendo demasiadas tonterías; además no sabes lo que dices. Angelica no es una desvergonzada; quizá llegue a serlo, pero por el momento es una muchacha como todas, más hermosa que las otras y quizá también un poco enamorada de Tancredi, como todo el mundo. En todo caso, dinero no le faltará; dinero nuestro en gran parte, pero administrado demasiado bien por Don Calogero; y Tancredi lo necesita mucho: es un señor, tiene ambición, el dinero se le deshace entre las manos. A Concetta jamás le ha dicho nada; ha sido ella incluso quien lo ha tratado como un perro desde que llegamos a Donnafugata. Además, no es un traidor: sabe adaptarse a las circunstancias, tanto en política como en la vida privada, por otra parte es el muchacho más simpático que conozco; y tú lo sabes tan bien como yo, querida Stelluccia».
Cinco enormes dedos rozaron la minúscula caja craneana de la esposa. Ahora sollozaba; había tenido el buen tino de beber un sorbo de agua y el fuego de la ira se había transformado en desconsuelo. Don Fabrizio alentó esperanzas de que no tendría que abandonar la tibieza de la cama para afrontar con los pies descalzos una travesía por la habitación ya bastante fresca. Para asegurarse la tranquilidad futura, fingió un ataque de furia: «¡Además, no quiero gritos en mi casa, en mi dormitorio, en mi cama! ¡Nada de “harás” y “no harás”! El que decide soy yo; y ya he decidido, mucho antes de que pudieras imaginártelo. ¡Basta!»..
Él, que odiaba los gritos, aullaba con toda la fuerza de sus enormes pulmones. Creyendo que tenía una mesa delante, descargó un puñetazo sobre sus propias rodillas, se hizo daño y también él se calmó.
Su mujer estaba aterrada y gemía débilmente como un cachorro amenazado. «Ahora durmamos. Mañana saldré a cazar y tengo que levantarme temprano. ¡Basta! La decisión ya está tomada. Buenas noches, Stelluccia». Besó a su mujer, primero en la frente, señal de reconciliación, y luego en la boca, señal de amor. Se acostó de nuevo y se volvió hacia el lado de la pared. Sobre el entapizado de seda, la sombra de su cuerpo yacente se recortaba como el perfil de una cordillera contra un horizonte cerúleo.
También Stelluccia volvió a ocupar su lugar, y mientras su pierna derecha rozaba la izquierda del Príncipe, se sintió plenamente consolada y orgullosa de tener por esposo a un hombre tan enérgico y fiero. Qué importaba Tancredi… y también Concetta…
Aquellas acrobacias en la cuerda floja quedaron totalmente olvidadas de momento, junto con el resto de los pensamientos, en el paisaje arcaico y perfumado del campo, si así puede llamarse a los parajes que solía recorrer cuando salía a cazar. El término «campo» evoca la tierra transformada por el trabajo: aquellos matorrales, en cambio, agarrados a las faldas de las colinas, se encontraban en el mismo estado de aromática confusión en que los habían hallado los Fenicios, los Dorios y los Jonios cuando desembarcaron en Sicilia, esa América de la Antigüedad. Don Fabrizio y Tumeo subían, bajaban, resbalaban, eran arañados por las espinas, como se había arañado veinticinco siglos antes cualquier Arquídamo o Filóstrato; veían las mismas plantas, un sudor igualmente pegajoso empapaba sus ropas, el mismo viento marino indiferente agitaba sin cesar los mirtos y las retamas y esparcía la fragancia del tomillo. La inmovilidad meditativa en que de pronto se sumían los perros, la patética tensión con que aguardaban la presa, eran las mismas de las épocas en que no se salía a cazar sin antes haber invocado a Artemisa. Reducida a estos elementos esenciales, con el rostro limpio de la costra de preocupaciones, la vida se mostraba bajo un aspecto tolerable.
Aquella mañana, poco antes de llegar a la cima de la colina, Arguto y Teresina iniciaron la danza ritual de los perros que han olfateado la caza: se arrastraban, se ponían tensos, levantaban las patas con cautela, ahogaban los ladridos: minutos después un culito cubierto de pelos grises se deslizó entre la hierba, dos disparos simultáneos pusieron fin a la silenciosa espera; Arguto depositó a los pies del Príncipe un animalillo agonizante. Era un conejo salvaje; la modesta casaca color de greda no había conseguido salvarlo. Horribles heridas le habían desgarrado el hocico y el pecho. Don Fabrizio se vio contemplado por dos grandes ojos negros que, invadidos rápidamente por un velo glauco, lo miraban sin rencor pero cuya expresión de doloroso asombro era un reproche dirigido contra el orden mismo de las cosas; las aterciopeladas orejas ya estaban frías, las patitas se contraían enérgica y rítmicamente, símbolo póstumo de una inútil fuga; el animal moría torturado por una angustiosa esperanza de salvación, imaginando, como tantos hombres, que aún podría superar el trance, cuando ya estaba condenado; mientras los piadosos dedos acariciaban el pobre hociquillo, un último estremecimiento sacudió el cuerpo del animal; el conejo murió, pero Don Fabrizio y Tumeo se habían entretenido; el primero incluso había experimentado, además del placer de matar, el goce tranquilizador de compadecer.
Cuando los cazadores llegaron a la cima, a través de los tamariscos y los escasos alcornoques surgió la verdadera imagen de Sicilia, comparados con la cual las ciudades barrocas y los naranjales no son más que detalles despreciables. La imagen de una aridez cuyas ondas se perdían en el infinito, encabalgadas unas sobre otras, desamparadas e irracionales, con perfiles que la mente era incapaz de atrapar, concebidas en una etapa delirante de la creación; un mar como petrificado en el instante en que un salto de viento hubiera enloquecido las olas. Donnafugata, agazapada, se escondía en un repliegue cualquiera del terreno, y no se veía ni un alma: desnudas hileras de vides eran la única señal del paso del hombre. Más allá de las colinas, a un lado, la mancha añil del mar, aún más duro y estéril que la tierra. El viento leve pasaba sobre todo, universalizaba los olores del estiércol, la carroña y la salvia, con su soplo indolente iba borrando, suprimiendo y rehaciendo cada cosa; secaba las gotitas de sangre que eran el único legado del conejo, mucho más lejos alborotaba la cabellera de Garibaldi y más allá aún arrojaba polvillo a los ojos de los soldados napolitanos que corrían a reforzar los bastiones de Gaeta, engañados por una esperanza tan vana como la huida del conejo abatido.
A la breve sombra de los alcornoques, el Príncipe y el organista se sentaron a descansar: bebían el vino tibio de las cantimploras de madera, acompañaban un pollo asado procedente del morral de Don Fabrizio con los deliciosos muffoletti espolvoreados de harina que había traído don Ciccio; saboreaban la dulce insòlia, esa uva de aspecto desagradable pero de sabor tan exquisito; saciaron con gruesas rebanadas de pan el hambre de los sabuesos, que allí frente a ellos parecían impasibles alguaciles tanto más empeñados en cobrar cuanto que los acreedores eran ellos mismos. Bajo el sol endémico estuvieron luego a punto de dormirse.
Pero si un escopetazo había matado al conejo, si los cañones estriados de Cialdini desanimaban ya a los soldados napolitanos, si el calor meridiano adormecía a los hombres, nada había, en cambio, que fuera capaz de detener a las hormigas. Atraídas por algunas uvas rancias que había escupido don Ciccio, acudían en apretadas filas, deseosas de conquistar aquellos montoncillos de podredumbre mojados con saliva de organista. Avanzaban con todo desparpajo, en desorden pero sin vacilaciones: en grupitos de tres o cuatro se detenían un momento para charlar y, probablemente, alababan la gloria secular y la prosperidad futura del hormiguero n.° 2 situado debajo del alcornoque n.° 4 en la cima del Monte Morco; luego junto con las otras retomaban la marcha hacia el seguro porvenir; las brillantes corazas de aquellos insectos vibraban de entusiasmo y, sin duda, por encima de sus filas revoloteaban las notas de un himno.
Como resultado de ciertas asociaciones de ideas que no viene al caso precisar, el ajetreo de las hormigas impidió que Don Fabrizio se durmiera y le hizo recordar las jornadas del plebiscito tal como las había vivido poco tiempo antes en Donnafugata; además de sorprenderlo, aquella votación le había dejado varios enigmas pendientes de solución; ahora, en medio de aquella naturaleza a la que, salvo las hormigas, obviamente le importaban un rábano esos problemas, quizá fuese posible dar con la clave de uno de ellos. Los perros dormían tendidos y sus cuerpos aplastados se recortaban como figurillas sobre el suelo, el conejito, colgado cabeza abajo de una rama, se apartaba de la vertical debido al continuo empuje del viento, pero Tumeo, con la ayuda de su pipa, aún conseguía mantener los ojos abiertos.
«¿Y usted, don Ciccio, qué votó el Veintiuno?».
El pobre hombre tuvo un sobresalto. Cogido de sorpresa, en un momento en que se encontraba fuera del recinto vallado en que, como todos sus paisanos, solía refugiarse, vaciló, no supo qué responder.
El Príncipe creyó ver un gesto de temor donde sólo había sorpresa, y se irritó. «¡Vamos, hombre! ¿De quién tiene miedo? Aquí sólo estamos nosotros, el viento y los perros».
La lista de testigos tranquilizadores no era, a decir verdad, demasiado feliz; el viento era hablador por definición, el Príncipe era a medias siciliano. De absoluta confianza sólo eran los perros, y ello porque carecían de lenguaje articulado. Sin embargo, don Ciccio se había recuperado y la astucia pueblerina le había sugerido la respuesta justa, es decir vacua. «Perdone usted, Excelencia, su pregunta es inútil. Bien sabe que en Donnafugata todo el mundo ha votado por el “sí”».
Claro que Don Fabrizio lo sabía; precisamente por eso la respuesta no hizo más que transformar un enigma minúsculo en un enigma histórico. Antes de la votación muchas personas habían acudido a él en busca de consejo; a todas les había exhortado sinceramente a votar de modo afirmativo. En efecto, Don Fabrizio ni siquiera lograba imaginar otra posibilidad, tomando en cuenta que estaba ante un hecho consumado y que se trataba de un acto puramente teatral, y atendiendo a la necesidad histórica así como a las eventuales desgracias que podrían abatirse sobre aquellas humildes gentes cuando se descubriera su actitud negativa. Sin embargo, se había percatado de que a muchos sus palabras no los habían convencido. Había entrado en juego el rústico maquiavelismo de los sicilianos que tan a menudo influía, por entonces, en aquellas gentes, proverbialmente generosas, induciéndolas a erigir complicados andamiajes que descansaban sobre bases por demás precarias. Como médicos sumamente hábiles en el arte de curar que, sin embargo, se basaran en análisis de sangre y de orina del todo erróneos, y fuesen demasiado perezosos para hacerlos corregir, los sicilianos (de entonces) acababan matando al enfermo, es decir a ellos mismos, precisamente como resultado de aquella astucia tan refinada que casi nunca se apoyaba en un conocimiento real de los problemas, o al menos de los interlocutores. Algunos de los que habían emprendido el viaje ad limina Gattopardorum consideraban imposible que un Príncipe de Salina pudiese votar a favor de la Revolución (así seguían llamándose en aquel pueblo perdido los cambios que acababan de producirse) e interpretaban sus argumentos como salidas irónicas destinadas a obtener en la práctica un resultado opuesto al que sugerían las palabras; esos peregrinos (y eran los más listos) habían salido de su despacho guiñando el ojo, hasta donde el respeto se lo permitía, orgullosos por haber captado el sentido de las principescas palabras, y frotándose las manos por aquella demostración de perspicacia justo en el momento en que esta acababa de eclipsarse. Otros, en cambio, después de haberlo escuchado se alejaban entristecidos pensando que había cambiado de casaca o era un insensato, y decididos más que nunca a no hacerle caso y a seguir siendo fieles al proverbio milenario que los exhortaba a preferir algo malo pero conocido antes que arriesgarse a probar algo nuevo; también tenían razones más personales para negarse a convalidar la nueva realidad nacional: las creencias religiosas, en unos casos; en otros, la circunstancia de haber recibido favores del régimen pasado y no haber sido suficientemente hábiles para introducirse en el nuevo; además, no faltaba quien, en el jaleo de la liberación, hubiese extraviado un par de capones o algunas medidas de habas, y contraído, en cambio, algún par de cuernos, libremente voluntarios como las tropas garibaldinas o bien de reclutamiento forzoso como las huestes borbónicas. Al menos en el caso de una decena de personas Don Fabrizio había tenido la desagradable pero clara impresión de que votarían «no»; una minoría exigua, desde luego, pero no por ello menos significativa dadas las dimensiones del electorado de Donnafugata. Si además se tomaba en cuenta que las personas que habían acudido a consultarlo sólo representaban la flor y nata del pueblo, y que también debería de haber algunos reacios entre los centenares de electores que ni siquiera habían imaginado la posibilidad de aparecerse por el palacio, el Príncipe había calculado que en el bloque de votos positivos de Donnafugata se insertaría una veta de unos treinta votos negativos.
El día del Plebiscito había sido ventoso y nublado, y por las calles del pueblo se habían visto pasar desanimados grupos de jóvenes exhibiendo el «sí» en unos cartelitos que llevaban prendidos en la cinta del sombrero. Entre los papeles sucios y la basura que levantaban los remolinos de viento, iban cantando algunas estrofas de la «Bella Gigougin» transformadas en lamento árabe, destino ineluctable de cualquier musiquilla festiva que se cante en Sicilia. También se habían visto dos o tres «caras forasteras» (es decir, de Agrigento) instaladas en la taberna de Zzu Menico, donde exaltaban el «destino de esplendor y de progreso»[45] de una nueva Sicilia en el seno de la Italia resurgida; algunos campesinos los escuchaban en silencio, embrutecidos en parte por el uso inmoderado del azadón y en no menor grado por los muchos días de ocio obligatorio y famélico. Carraspeaban y escupían repetidamente, pero callaban; tanto callaban que debió de ser entonces (como diría más tarde Don Fabrizio) cuando las «caras forasteras» decidieron anteponer, entre las artes del Cuadrivio, las Matemáticas a la Retórica.

Giuseppe Tomasi di Lampedusa
El Gatopardo

Novela ambientada durante el desembarco de Garibaldi, El Gatopardo es sin duda el clásico italiano del siglo XX más indiscutible, y desde su polémica primera edición, ya muerto el autor, no ha dejado de reeditarse en todas las lenguas cultas y dio pie a una de las más célebres y populares películas de Visconti. Sin embargo, hasta muy recientemente no se ha podido establecer el texto íntegro tal como Lampedusa lo concibió, gracias al hallazgo de diversos fragmentos que obraban en poder de Alessandra Wolff Stormersee, viuda del autor, y que ahora se publican por primera vez en español.
Esta nueva edición incorpora un clarificador prefacio de Gioacchino Lanza Tomasi y un apéndice con diversos fragmentos vinculados a la novela hallados en la biblioteca del escritor y en manos de su viuda, la princesa Alessandra Wolff Stormersee, que contribuyen a trazar una imagen más completa de este clásico y de su proceso creativo.


Alcornoque (4) - Muele este corcho hasta pulverizarlo, y con aquella materia, que es el mejor preservativo que se conoce contra la corrupción… de las uvas

La uva peculiar de la Alpujarra, cuyo prototipo lleva el nombre de la villa de Ohanes, es grande, oblonga, dura…, y pálida y transparente como la cera.
Esta uva no es nunca hollada por el pie brutal del hombre, ni se ve compelida, por consiguiente, a reventar para dar de sí la gran maravilla del mosto… Tampoco va desde la cepa a los mercados de la provincia, en fresco y apretado grumo que penda luego de la mano de un cualquiera, para que este cualquiera lo desgrane poco a poco, por vía de postre, hasta dejarlo reducido a un esqueleto o escobajo… Menos aún se transforma en arrugada pasa… como acontece con las uvas de la vecina costa… Ni tan siquiera es su destino figurar en eso que se llama un kilo (como si se dijese un kilo de perlas), para pudrirse de impaciencia, colgada meses y meses del techo del harem de un metódico sibarita, empapelada o sin empapelar, y dando origen a este decir de mi pueblo: «¡Anda… que eres más tonto que un hilo de uvas!»
No, señor, no; la legítima uva alpujarreña no llega nunca a ser madre… (del vino); —ni viene a parar en fácil bacante que solo dure lo que los festines de otoño—; ni acaba en solterona que se pase y acartone, como la Eugenia Grandet de Balzac, y solo sirva a la vejez para sazonar, vestida de oscuro, tal o cual especie de pouding; —ni es, en fin, jamás emparedada odalisca que espere vez entre otras frutas en la despensa de un goloso, del modo y manera que refiere Lord Byron en el Canto VI de su Don Juan…
La uva de la Alpujarra cumple una misión más noble. —La uva de la Alpujarra se mete monja, vive cenobíticamente, y muere virgen—.
¿Cómo así?
Vais a saberlo.
El vendimiador de la Alpujarra principia por construir muchas cajas de madera. Sube luego a lo alto de su montaña, donde se crían unos magníficos alcornoques, y les arranca la piel… quiero decir, el corcho. Muele este corcho hasta pulverizarlo, y con aquella materia, que es el mejor preservativo que se conoce contra la corrupción… de las uvas, llena las cajas susodichas. En seguida coge unas tijeras, y va cortando de cada racimo, una por una, las bayas más perfectas, limpias y sanas, separándolas para siempre de las otras. Consumado esto, procede a esconder entre el corcho pulverizado, también una por una, y en rigoroso orden, las uvas elegidas, procurando que estén incomunicadas entre sí y con el aire atmosférico. Y, por último, cierra y clava las cajas con el mayor esmero posible, y échase a dormir completamente descuidado, como quien sabe que aquellas reclusas pueden pasar allí años y años sin ninguna clase de detrimento.
Lo que sucede después no es culpa mía, ni tampoco de las uvas alpujarreñas.
Es culpa del vendimiador y del grado de locura a que ha llegado nuestra pobre Europa.
Yo, como liberal y como católico, estoy por que haya conventos. Para mí, la mayor de las tiranías es privar a los mortales del derecho de escoger sus compañeros de peregrinación por este valle de lágrimas y de encerrarse con ellos, lejos del vano tumulto de una sociedad atea, a conferenciar con Dios sobre el quia de la vida y sobre el quare de la muerte, sobre el quid de todo lo criado y sobre el esse, fuisse, fore, que dice uno de los Santos Libros.
Pero, amigo: el vendimiador, después de haberse esmerado tanto en la construcción y disposición de sus conventos de uvas, los saca luego a pública subasta…; y como aquellos ingleses, rusos y alemanes de que hablamos en Béznar son todos herejes; como además de herejes, son muy ricos, y como, a pesar de ser tan ricos, no se crían uvas en su país… ¡ni respetan clausura, ni respetan votos, ni respetan nada!
Vese, pues, a estas vestales españolas (pálidas y transparentes como la cera, que dije más atrás) morir mártires en las más abominables metrópolis del Norte, devoradas por una especie de osos protestantes, o cuando menos cismáticos, cuyos dientes, ennegrecidos y desportillados por el escorbuto… ¡Ah! ¡Qué horror! —No puedo continuar…—
Resumiendo: las uvas de la Contraviesa se exportan por Almería, Adra o Motril con destino a las naciones septentrionales de Europa…, y yo he aprovechado gustosísimo esta nueva ocasión de hacer la causa de la raza latina contra sus rivales del Continente, a fin de que mi libro tenga su lado transcendental. —No quiero que se me tache de autor frívolo y sin sustancia en unos tiempos en que tanto abundan los filósofos—.

Pedro Antonio de Alarcón
La Alpujarra
Sesenta leguas a caballo precedidas por seis en diligencia

Este libro ocupa un lugar privilegiado en la historia de la literatura viajera escrita en castellano. Describe el corazón de la Sierra Nevada granadina, un territorio pleno de bellezas que conservaba intacto en el último tercio del siglo XIX el sabor arcaico de sus tradiciones populares, donde el autor quiere reconocer los últimos indicios de la herencia árabe de Andalucía. La capacidad descriptiva y evocadora de Alarcón alcanza sus máximas cotas literarias, lo que animará a los lectores a retomar el estudio de la comarca.

Alcornoque (3) - Los alimentos y los fenicios

Los alimentos y los fenicios
El gran cortijo o granja de los llanos andaluces es un descendiente directo de la villa romana. Tiene las mismas dependencias y habitaciones, exceptuando únicamente los baños calientes situados alrededor de un espacioso patio. La planta baja alberga las almazaras, las cubas del vino y las despensas, y a veces, también, los establos. La planta superior se reparte entre las habitaciones del propietario, cuando se digna hacer una visita, y la vivienda del administrador. Sobre la monumental puerta de entrada hay un nicho para una imagen sagrada, y sobre la casa se erige un mirador o torre. Esta disposición es la que se ha seguido, en la medida de lo posible, en las más pequeñas granjas de la Alpujarra y en las casas solariegas de las aldeas. Y esta era la distribución de la mía. Tenía las habitaciones principales y la puerta de entrada hacia la calle, mientras que el hombre que trabajaba para mi casero vivía al otro lado del patio. Sin embargo, como esta puerta sólo podía abrirse con una pesada llave, yo utilizaba la puerta trasera, por la que se descendía, mediante unos cuantos escalones, de la cocina al patio. Aquí estaban situados los establos, la tahona, la vaquería, el porche cubierto, con sus bancos de piedra para uso de los mendigos y la entrada al jardín.
Al granjero con quien yo compartía este patio se le conocía como el tío Maximiliano. Era un anciano de voz estentórea y un lenguaje cargado de obscenidades y blasfemias. Ni siquiera el respeto que debía a doña Lucía era suficiente para moderar su lenguaje. Su esposa era la tía Rosario, una mujer delgada, insignificante y suave, prematuramente envejecida por el trabajo y por haber traído al mundo media docena de niños. En su juventud había sido la belleza de la aldea, y por eso le habían dado el apodo de la «Reina». Esto y su carácter apacible y gentil le habían valido el puesto de sirvienta de la madre de don Fadrique, y al mismo tiempo el de amante de su padre —ambos oficios iban juntos en las familias de los caciques—. Después fue dada en matrimonio al ganadero, quien por su condescendencia fue puesto al cargo de las propiedades de don Fadrique en la aldea, explotándolas en aparcería. Juan el Mudo y Araceli, que por aquella época llevaba la granja de la montaña, debían su puesto a unas circunstancias prácticamente similares —el matrimonio de una criada de confianza con un ganadero—, y a la muerte del tío Maximiliano ocuparon su lugar.
Una de las más útiles creaciones de la Iglesia católica ha sido la institución de los padrinos. En las comunidades rurales esta relación contribuye a consolidar los lazos de sangre formados por concubinato entre el terrateniente y quienes para él trabajan. Así, don Fadrique era el padrino de los niños menores de la tía Rosario, y él y el tío Maximiliano se trataban siempre de compadre, mientras que para los niños aquel era el padrino. Y cuando se casó con doña Lucía, esta se convirtió automáticamente, por lo menos de una manera nominal, en su madrina. Con esto —la omisión del don— se disminuía la diferencia de rango y se pasaba a constituir, hasta cierto punto, una familia única. Es decir, tenemos aquí una versión de la familia romana, o grupo de servidores, en la que se preserva el rango principal: la sangre del amo corre por las venas de la mayoría de ellos. Sus hazañas amorosas y su matrimonio legal se habían puesto al servicio de sus intereses económicos, como se ve en la actualidad, y a escala prodigiosa, entre los caíds del Gran Atlas. Y esta familia extensa, junto con la clientela que la rodea, forma el núcleo de ese sistema de clan que en todo tiempo ha jugado un papel tan importante en la vida española. Como cosa útil en sí misma, la creación espontánea de una sociedad que desconfía de sus propias instituciones formales ha preparado el terreno para ese pequeño despotismo, tan vituperado, llamado caciquismo: el gobierno del hombre importante de la localidad, o cacique. El impulso para actuar de esta forma surgió del deseo del español de fortalecerse mediante una red de relaciones humanas. El rico y poderoso necesita clientes respetuosos para con sus intereses: el pobre necesita de un protector, y así se ha creado un gran número de pequeños clanes, manteniéndose por la necesidad de defensa mutua contra los peligros y asperezas de la vida española. Dado que este es un país en el que los motivos puramente egoístas merecen poco respeto, el grupo ha de vincularse, en la medida de lo posible, mediante lazos morales y religiosos, es decir, por los matrimonios, el padrinazgo, las relaciones extramatrimoniales y la amistad personal. De esta forma las obligaciones mutuas se ven sancionadas por una cierta inviolabilidad.
Siempre que yo abría la puerta de la cocina y miraba al patio veía a la tía Rosario y a sus hijas ocupadas en sus labores domésticas, y si lo hacía por la tarde oía la voz ronca del tío Maximiliano profiriendo juramentos obscenos. A pesar de su lenguaje, era bastante buena persona, y sus imprecaciones se dirigían más al aire que le rodeaba que a alguien en particular. Pero no era un hombre comunicativo. Solía sentarme de vez en cuando junto a su chimenea e intentaba hablar con él, pero a pesar de que debía tener cosas muy interesantes que contarme del pasado, de los días en que los lobos bajaban hasta la aldea, cuando las viñas se enroscaban en los álamos y el vino era tan barato que regaban con él los jardines, jamás logré sacarle una palabra. Su noción de la conversación consistía en una aserción estridente y vociferante de su propia existencia. ¡Cuán diferente era su carácter del tío Miguel Medina, el administrador de mi casero, un hombre sobrio, severo y reservado que bien podría haber nacido en las llanuras de Castilla la Vieja!
Como antes he dicho, la única entrada práctica de mi casa cruzaba la cocina. Era esta una habitación más bien pequeña, con un hogar abierto, una hilera de fogones de carbón, situados hacia el interior de un entrepaño de tejas, y un fregadero de piedra. Los aparadores de nogal oscuro empotrados en la pared suavizaban su aspecto, y fuera de ella estaban el horno del pan y los retretes. Los romanos, como sabe cualquiera que haya visitado Pompeya, establecían una íntima asociación entre la preparación del alimento y la evacuación del cuerpo, y en las antiguas casas españolas el retrete todavía se sitúa junto a la cocina. El nuestro —aunque carecía de agua— era un lugar original y hasta poético. El asiento era de mármol finamente veteado y su agujero tenía una bien ventilada salida a un corral cerrado, a unos seis metros por debajo. Cuando soplaba el viento, entraba por la abertura con una fuerza extraordinaria y producía un sonido quejumbroso, haciendo inutilizable el lugar. La mayoría de las casas de la aldea no tenían retrete de ningún tipo; la gente bajaba simplemente al establo y buscaba un sitio vacío entre las mulas y los cerdos.
No muy distante de la cocina estaba la despensa, un sitio muy importante. Todos los otoños colgábamos de su techo de cien a ciento cincuenta kilos de uva fina, que se mantiene fresca hasta abril, aunque se vuelve cada vez más dulce y rugosa. También guardábamos varios cientos de caquis, fruto de dos árboles que crecían en el jardín; recogidos después de las primeras heladas, maduraban lentamente y se comían con una cuchara cuando estaban suaves y tiernos. También se guardaban aquí los membrillos, así como las naranjas, los limones y las manzanas, y botes de mermelada de naranja, de cereza y de higos verdes, cuyo modo de preparar yo le había enseñado a María. Y siempre había uno o dos de los famosos jamones de la Alpujarra, que se conservan a lo largo del verano si se les frota con sal cada semana o cada quince días. Luego venían las hortalizas: tomates secos y berenjenas, cortadas en rebanadas y tendidas en los estantes, los pimientos colgados del techo, las orzas con aceitunas curadas en casa y albaricoques secos e higos; los garbanzos, las lentejas y otras legumbres se guardaban en espuertas. Y, subiendo las escaleras, en la azotea, se guardaban las cebollas, pues olla sin cebolla, es baile sin tamboril. Nada de esto se podía obtener en la tienda, sino que debía guardarse almacenado durante todo el año o comprárselo a un vecino a precio más caro.
Me olvidaba de la miel. Esta había que obtenerla de un colmenero que vivía cerca del Cortijo Colorado, a una hora o más de camino. Llevaba sus colmenas a lomos de una mula, subiendo y bajando por la montaña para aprovechar el tomillo, el espliego y el romero y otras flores aromáticas a medida que crecían. Todas las primaveras le hacía yo una visita en burro y volvía con dos arrobas en dos orzas o ánforas. A veces, al atravesar un solitario barranco, uno se topaba con sus colmenas, alrededor de veinte cántaros de barro, lastrado cada uno con una piedra. Era esta una vecindad que convenía evitar, pues las abejas españolas son mucho más furiosas que las inglesas.
Sólo comíamos carne de vez en cuando, siempre que se mataba un cabrito. Poca gente la comía, excepto en días de fiesta; sin embargo, el pescado llegaba desde la costa en mulas casi todas las noches del año: sardinas, boquerones, jureles y pulpos, y el hombre que lo traía lo vendía de puerta en puerta. Únicamente en verano escaseaba, de acuerdo con el verso que dice:
En los meses que no tienen erre,
ni pescado ni mujeres.
Este adagio se explica porque consideraban que el pescado en verano, al estar criando, es insalubre; y si un hombre hace el amor con su esposa, se encontrará debilitado para el largo día de trabajo que le espera. Esto es, al menos, lo que la gente dice, si bien la verdadera razón radica en que mientras la sementera requiere la asistencia mágica de un lecho matrimonial lujurioso, la recolección ha de llevarse a cabo en un estado de pureza ritual. Por la misma razón, las mujeres no han de recoger plantas o flores, ni tocar el maíz ni los aperos ni, si es posible, cocinar cuando tienen el período. Si se lavan las manos o la cara caerán enfermas, y si intentan hacer pan, la masa no esponjará.
Los méritos o deméritos de la cocina española merecen encontradas opiniones. Mi experiencia es que, en su más humilde nivel, presenta unos cuantos platos admirables y dos o tres deplorables. El plato que más me gustaba en Yegen se llamaba la cazuela, por la vasija en la que se cocinaba. Consistía en un guiso de arroz, patatas y verduras frescas cocinado o con pescado o con carne y sazonado con tomates, pimientos, cebollas, ajos, almendras ralladas y de vez en cuando azafrán. Para prepararlo se rehogaba el arroz y alguno de los otros ingredientes en aceite de oliva, añadiendo agua cuando el guiso adquiría un color dorado. Luego se echaban las patatas y las verduras frescas, y tras una cocción de veinte minutos, el resultado era una especie de revuelto que se tomaba con cuchara. A continuación, en cuanto a méritos, colocaré la famosa paella, el plato regional de Valencia. Mariscos, pollo, pimientos y arroz constituyen los principales ingredientes, pero no admite patatas. Se cocina en una especie de sartén plana y muy grande, hasta que absorbe todo el agua, y luego se toma elegantemente con un tenedor.
A un nivel bastante más bajo se sitúan los platos vegetarianos: la olla gitana, la ropa vieja, los potajes de lentejas y judías, las habichuelas verdes con huevo, diversas clases de tortilla, y al nivel ínfimo de la lista el plato regional de Castilla, que lleva el nombre de puchero. Es un hervido no muy distinto del pôt-au-feu francés, cuyos ingredientes esenciales son carne de cerdo, pedazos de tocino, patatas, nabos y garbanzos. El garbanzo, del que tomó su nombre Cicerón, es una bala amarilla que explota en el interior del cuerpo produciendo varios centímetros cúbicos de gas. Si la cocinera conoce su oficio, procurará que la carne hierva hasta que no le quede sabor alguno y que el tocino, de color blanco amarillento, esté rancio. Cuando un español come este plato siente que ha vindicado el vigor de su fibra; que no ha degenerado aquella raza de hombres que conquistaron un continente con un puñado de aventureros, que llevaban día y noche aquellos cilicios de pelo de animales que se pegaban a su carne y que desafiaban los mosquitos del Pilcomayo y del Amazonas.
Nuestras hortalizas eran tan variadas que podíamos hacer buen número de combinaciones en la preparación de algunos platos. Podíamos regalarnos con ensaladas durante casi todo el año, y en el verano sorbíamos esa deliciosa sopa salada, el gazpacho andaluz. El gazpacho de invierno tomaba la forma de un huevo escalfado flotando sobre una mezcla de agua, vinagre y aceite de oliva, entre pequeños pedazos de pan. Un plato humilde, que apenas costaba dos perras, y que a mí, cuando estaba cansado, me resultaba un primer plato agradable. Pero ¿cómo habré podido olvidarme del más característico de los alimentos españoles: el bacalao? Entrad en cualquier tienda de ultramarinos de la península y veréis una hilera de objetos aplanados, con forma de cometa, de color blanco sucio, colgando como despojos momificados del cinturón de un guardabosques, o como ropa desteñida y sucia suspendida de una cuerda atada al techo. Este pescado, al cocerlo, desprende un olor parecido al de la leonera en el zoo, pero cuando se cocina bien y es de buena calidad resulta tan delicioso como nutritivo y alimenticio. Constituye el alimento tanto de ricos como de pobres, pero como, para mi desgracia, los pobres en Yegen eran la gran mayoría, el bacalao que vendían en la aldea era de la peor calidad. Además, María, cuyo talento natural se dirigía a las hierbas medicinales y a las plantas de tintura, estaba poco versada en el arte culinario.
Eran famosos nuestros jamones curados en la nieve, que se comían crudos, y de vez en cuando podíamos comprar conejos, liebres y perdices. Se cree que España debe su nombre al conejo (sapan, en fenicio), pero en la actualidad son escasos. Desde que los bosques fueron talados el conejo carece de refugio contra los halcones, que se multiplicaron en las sierras españolas a expensas de los pájaros y animales que solían vivir en ellas. Pero cuando se conseguía alguno de estos conejos era delicioso y más magro y tierno que sus parientes del norte. Nuestras perdices pertenecían a la especie roja, eran voluminosas y muy abundantes en las colinas secas y en los barrancos, pero resultaba difícil acercarse a ellas para dispararlas con escopeta. Por lo general se las cazaba de una manera antideportiva, con señuelo, sin tener en cuenta la época de cría, lo que daba lugar a una curiosa y poco edificante exhibición del comportamiento de las aves. Cuando el señuelo era una hembra y el macho que se aproximaba era derribado y muerto, el pájaro enjaulado danzaba, gorjeaba y aleteaba con un aire gozoso y triunfante. Pero cuando el señuelo era un macho, caía en un profundo abatimiento y permanecía silencioso.
No he mencionado dos platos desconocidos en la cocina occidental, si bien en épocas más primitivas fueron bastante comunes. El primero de ellos, las gachas, es una masa de harina de trigo cocida en agua, que en Inglaterra solía denominarse papilla. Constituye el principal alimento en las granjas montañosas y en los campamentos de pastores, que lo comen durante meses y meses, tres veces al día, mezclado con leche. En las aldeas se toman las gachas con sardinas fritas, tomate y pimientos. El segundo plato lo constituían las migas, una especie de gachas fritas con aceite de oliva, con ajo y agua. Se pueden hacer con harina de trigo o de maíz, o con migas de pan. Los pobres las comen con las invariables sardinas, el más barato e insulso de los pescados mediterráneos y frecuentemente el único que llegaba a nuestra aldea, mientras que a los ricos les gustaba echar chocolate caliente sobre ellas. Mi casero, como ya he dicho, las tomaba con chocolate y pescado frito, bien mezclado.
Casi todos coinciden en cantar las excelencias del pan español. La hogaza es un pan muy metido en harina, pero tiene un sabor y una suavidad como el de ningún otro pan en el mundo. Me imagino que esto se debe a que el grano madura por completo antes de ser cosechado. Además de las hogazas teníamos roscos, o rollos en forma de anillos, y tortas, que son bollos aplanados hechos con harina de trigo, azúcar y aceite. Los pobres, y los ricos también, de vez en cuando comían pan de maíz, y en las granjas de la montaña se comía pan negro, de centeno. Para los pastores tiene la ventaja de que no se endurece.
En mi aldea se observaban estrictamente algunas curiosas costumbres con respecto al pan, observadas igualmente en toda Andalucía. Antes de cortar una nueva hogaza, se debía trazar la señal de la cruz sobre ella con un cuchillo. Si la hogaza o rosca caía al suelo, el que la recogiera debía besarla y decir: Es pan de Dios. A los chicos no se les permitía golpearlo, ni maltratarlo, ni desmigarlo sobre la mesa, e incluso se consideraba ofensivo que alguien ofreciera a un perro las cortezas duras. Una vez pinché una hogaza con mi cuchillo y la gente reprobó mi acción diciendo que «estaba pinchando el rostro de Cristo». De hecho, el pan era sagrado, y esto, de acuerdo con el doctor Américo Castro, no constituye, como sería de suponer, una inferencia del culto del Sacramento, sino una idea tomada de los árabes. Por otro lado, se desconocía la mantequilla. Manteca quiere decir manteca de cerdo, así como grasa sazonada con ajo, muy utilizada por los trabajadores de la costa, que la comen junto con el pan. Se explica esto por el hecho de que carecíamos de vacas lecheras. Se dice que ni aun en el norte de España hubo vacas hasta la época de Carlos V, y se trajeron entonces en virtud de la influencia flamenca. En Andalucía se crían desde hace pocos años. En el siglo XIX las familias ricas de Málaga solían importar de Hamburgo barriles de mantequilla salada, y por eso se las conocía como la gente de la manteca. Constituía un lujo que señalaba una situación social, como hoy el tener coche.
En nuestra aldea se comían muchas plantas salvajes, así pues, me referiré a unas cuantas. Cualquiera que haya visitado en primavera el sur de España habrá probado el espárrago, delgado y amargo. Jamás se planta en los huertos, sino que se recoge de una planta alta y espinosa que crece en todas las laderas de las montañas del sur de España, siempre que no estén muy lejos del mar. En Yegen se los comprábamos a los hombres que venían vendiéndolos por las calles. Otra planta también muy común en todos los sitios es el hinojo. El conocido en Italia, de largas raíces comestibles, es desconocido en España. Nosotros comíamos la hoja y el troncho de la especie silvestre. Constituía un ingrediente común y, en mi opinión, agradable de las sopas y ollas. Otra planta que recomiendo mucho es la colleja, cuyo nombre botánico es Silene inflata. Se recogen los retoños jóvenes antes de que se produzca la florescencia, y se comen en tortilla. Para las ensaladas, las mujeres utilizan la cerraja, esto es, las hojas jóvenes de la vinagrera, o acedera francesa, y de la achicoria.
A riesgo de resultar tedioso, añadiré que en la costa y en los llanos del interior la gente es muy dada a los cardos. Por ejemplo, los tallos jóvenes de ese cardo espléndidamente dorado, el Scolymus hispanicus, en español tagarnina, se toman en guisos, a pesar de que hay gente a la que produce sarpullidos, mientras que la cabeza y las raíces del cardo lechero, Silybum marianum, fueron muy utilizadas en Andalucía como alimento durante el hambre que siguió a la guerra civil.
Mucha gente en Yegen tenía una especie de neurosis hacia la comida. Gran número de mujeres de la clase más baja parecían sentir antipatía hacia los alimentos, y preferían que se les ofreciera una taza de café antes que una buena comida. Otras se avergonzaban de que alguien extraño les viese comer, y si se veían obligadas a hacerlo en público, se sentaban en una esquina, de cara a la pared. Una vez conocí a una familia de buena situación, de ascendencia en parte gitana, en la que cada uno de los miembros cocinaba su propia comida y comía en mesa diferente, de espaldas a los demás. Tales sentimientos son hasta cierto punto lógicos en un país donde muchos andan en escasez y donde comer se convierte en una especie de desafío y extravagancia. Las ancianas, en particular, manifiestan a este respecto esa especie de gazmoñería que en otros países se reserva para el sexo.
La regla general, excepto entre los ricos, era que el cabeza de familia comiera el primero, él solo. Esto no lo hacía en una mesa de comedor, sino en una mesilla situada frente a él, al estilo oriental. Sus hijos comían en el suelo, en cuclillas, alrededor de una cazuela o sartén, mientras que las mujeres de la casa comían al final, los restos, y de prisa. A veces, sin embargo, había varios hombres adultos en la misma familia, y entonces comían de un plato común puesto en una mesa situada entre ellos. Esta era también la costumbre establecida en ventas y posadas, y cuando se celebraba una fiesta campestre entre amigos. Según el novelista Juan Valera, las clases altas andaluzas comieron de esta manera hasta la mitad del siglo XIX. Naturalmente, como ya he dicho, este modo de comer tenía también su etiqueta. Todos seleccionaban su parte y se la iban comiendo hasta que la línea de partición que la separaba de la parte del vecino desaparecía. Entonces, aquellos que tenían gustos delicados dejaban la cuchara, permitiendo que los de apetito más amplio acabaran con su parte.
Con respecto a los vestidos se daban una o dos costumbres extrañas. Los hombres llevaban durante los meses de invierno una bufanda que, incluso cuando hacía bueno, les cubría la boca. Cuando se les preguntaba por qué hacían esto, respondían que resultaba peligroso dejar pasar el aire frío hasta los pulmones. Yo siempre sospeché que era por otra razón diferente, y que la costumbre era una reminiscencia mora. Las tribus Tuaregs del Sahara, que conquistaron España en el siglo XII, tenían la costumbre de llevar siempre la boca tapada para evitar que se introdujeran los espíritus malignos.
Los sombreros eran un importante elemento del vestir; conferían dignidad. Cuando llegaba un visitante, se quitaba el sombrero en la puerta como signo de cortesía, pero había que rogarle inmediatamente que se lo pusiera. Si el visitante veía que se llevaba la cabeza descubierta, se negaría a hacerlo, de manera que encontré aconsejable tener siempre el mío a mano cuando se anunciaba la visita de alguien. Así le evitaba a mi visitante el apuro de actuar descortésmente o de exponerse a un resfriado. El miedo a esto hacía que los hombres de Yegen jamás se quitaran el sombrero hasta el momento de irse a la cama. La gran revolución social de los últimos años veinte estuvo representada por las faldas cortas de las muchachas y las cabezas descubiertas de los jóvenes. La ruptura que tal cosa representaba con el pasado se comprenderá si uno estudia el papel de los sombreros en la historia de España. Para dar un ejemplo, cuando Carlos III ordenó la prohibición de los sombreros de ala ancha, el pueblo de Madrid se sublevó, el rey tuvo que huir a Aranjuez y el ministro que había proclamado el decreto tuvo que abandonar España. La reacción del monarca fue expulsar a los jesuitas, que habían mantenido el fetichismo popular del sombrero de acuerdo con sus designios.
No pasaba todo mi tiempo en casa, leyendo y hablando. También solía viajar. Puesto que tenía poco dinero para autobuses y me gustaba caminar, viajaba, por lo general, a pie. De esta manera llegué a puntos tan lejanos como Murcia y Cartagena, exploré las montañas de mi aldea y de la comarca. En verano, a veces bajaba hasta el mar.
El punto costero más cercano a Yegen es Adra, un pequeño puerto situado en la desembocadura del río que discurre por la mitad oriental de la Alpujarra. El camino más agradable para llegar hasta allí era seguir la rambla que se iniciaba inmediatamente por debajo de la aldea. A trompicones se bajaba por el arroyo hasta que este se convertía en un amplio lecho, bordeado de álamos y adelfas, tamariscos y Vitex agnus-castus. Este último es un arbusto con un tallo de flores azules parecidas a las de la buddleia, y de cuyas hojas se dice que tienen la propiedad de hacer casto a quien las come. Sin embargo, no puedo dar fe de esto, pues jamás supe de nadie que hiciera el experimento.
Tras superar una aldea llamada Darrical, el río penetra en una garganta. El camino de mulas lo elude, pero a pie, y si a uno no le importa tener que vadear y tropezar, es fácil atravesarlo, siempre que el río no lleve mucha agua. Solía tomar este camino. Al otro lado se erguían, escarpados, los acantilados hasta una gran altura. La roca estaba plagada de agujeros y cuevas en los que anidaban las palomas torcaces, los grajos y los halcones, así como las garduñas y los gatos monteses. Era un lugar muy solitario. El agua corría y se despeñaba entre las adelfas, y la franja de cielo azul en lo alto parecía otro río.
La adelfa es la planta más sorprendente del Mediterráneo meridional. Se la encuentra junto a todas las corrientes de agua, en las ramblas secas y en los barrancos. En este marco sus corimbos de flores de color rojo parecen grotescos y siniestros. Las adelfas solemnizan aquellos cementerios en los que el agua está soterrada y el caudal es demasiado débil para emerger y fertilizar el ardiente suelo. Además, su sabor es amargo y sus hojas son venenosas tanto para el hombre como para el ganado. Como la adelfa amarga, dice una copla española al tratar de describir la amargura de un amor no correspondido, y no hay, en verdad, imagen más apropiada.
Adra es una blanca ciudad situada en un mar verde de caña de azúcar. Aquí el pulso de la vida es distinto. El aire es lánguido y pesado, la vegetación es pujante y lujuriosa, y una pequeña y esbelta planta, la Oxalis cernua, una acedera originaria de Sudáfrica, cubre las lindes y las orillas de los campos con sus pálidas flores amarillas. En la larga calle principal podía olerse el abandono. Paredes desconchadas, moscas bullendo por doquier, enjambres de niños medio desnudos, tufo a orina y excrementos. Y allí, donde terminan los campos, más allá de la última línea de cañas empenachadas, yacía el mar. Monótono, sin mareas, golpeando y golpeando sobre su orilla arenosa; hermoso como la adelfa.
Un año bajé a Adra con un joven amigo, Robin John, hijo del pintor. Dormimos en una pequeña choza de cañas, en la orilla de la playa sobre la que crecía, lo recuerdo, una enorme planta de calabaza. Durante el día nos bañábamos, observábamos a los pescadores halar sus redes barrederas y teníamos siempre los ojos abiertos para las pescadoras. Por las noches oíamos el punteo de una guitarra y el lamento del cante jondo, mientras la luna ascendía sobre el horizonte marino como otra calabaza. De las zanjas y albercas surgía un coro de ranas, como en protesta por tanta lujuria y vicio.
Adra tiene una larga historia. Al parecer, fue una factoría griega (su nombre primitivo, Abdera, sugiere una fundación jonia) tomada luego por los cartagineses en el año 535 a. C., cuando se hicieron con las rutas marítimas españolas, arrebatándoselas a los fenicios. Los cartagineses la convirtieron en una colonia dedicada a la salazón del pescado. Sus monedas muestran un templo cuyos pilares son atunes. Su principal exportación, además del pescado salado, era la famosa salsa garo (en latín garum), tan alabada por los autores griegos y romanos. Se obtenía a partir de las huevas de caballa y de los intestinos del atún, batido todo con huevo y puesto en salmuera, tras lo cual se dejaba en remojo durante varios meses en una mezcla de vino y aceite.
El barrio comercial de Adra se sitúa a lo largo de la carretera de la costa y termina en el puerto. La ciudad antigua, que ocupa el lugar de la ciudad árabe —la ciudad cartaginesa estaba un poco más allá, hacia oriente—, está situada sobre una colina baja al borde del delta del río. Exceptuando unos cuantos cascos y monedas púnicos y las tumbas de dos niños judíos muertos durante el reinado de Augusto, nada se ha encontrado de sus tres mil años de historia, si bien el santuario de la Virgen del Mar, reconstruido tras su destrucción por los piratas en 1610, perpetúa de una manera casta los ritos de Astarté-Afrodita. A diferencia de Grecia y Sicilia, en España es la Virgen la que ha absorbido lo que constituyó la antigüedad pagana. Pero remontando la escarpada pendiente de la montaña, que en esta parte es tan pelada y desnuda como si estuviera hecha de metal, se goza una vista panorámica absoluta. El delta verde, verde, la ciudad blanca, blanca, y desde ella, extendiéndose, el mar, tan tranquilo y tan brillante, y tan moderno, como si Picasso lo acabara de pintar.
Si uno avanza desde Adra hacia el oeste siguiendo la carretera de la costa, encuentra una torre vigía cada pocos kilómetros. Algunas son cuadradas, hechas de una especie de cemento, y muy antiguas. Tito Livio se refiere a ellas con el nombre de turres Hannibalis y dice que fueron construidas por los cartagineses, pero según el profesor Schulten muchas de ellas pertenecen a un período anterior, a Tartessos. Las torres redondas, más numerosas, fueron construidas por los árabes, pero mantenidas en uso por los cristianos hasta el final del siglo XVIII, para prevenir los movimientos de los corsarios. Cuando se atisbaban barcos sospechosos se encendían fogatas en ellas y la milicia montada, conocida como la caballería de la costa, acudía rápidamente al punto de peligro. La frase Hay moros en la costa se convirtió en un proverbio.
Unos quince kilómetros más allá está La Rábita, que, como su nombre indica, fue una vez monasterio de derviches musulmanes. Por aquí desciende desde las colinas, sinuosa como una serpiente, una ancha rambla seca, y a unos cuantos kilómetros más arriba se sitúa la pequeña y pulcra ciudad de Albuñol. Su aspecto actual data de finales del siglo XVIII, pues como todos los pueblos de la Sierra de la Contraviesa, estuvo desierto durante casi doscientos años, tras la expulsión de los moriscos, en 1570, porque los ataques de los corsarios africanos hacían la costa inhabitable. A unos cuantos kilómetros de la ciudad está la gruta llamada Cueva de los Murciélagos, en la que se descubrió en 1857 un notable enterramiento neolítico. Hablaré de esto más adelante.
Albuñol es un centro del comercio local de vino y almendra, y de ahí parte una carretera que supera la sierra y llega hasta Órgiva y Granada. El autobús de Granada a Almería solía utilizar esta ruta, haciendo el viaje en unas diez horas. Recomiendo este camino a quienes dispongan de coche. Cuando en febrero florecen los almendros, la rambla de Albuñol constituye una hermosa vista, y el ascenso hasta casi los mil quinientos metros con el mar a los pies resulta estimulante. En la cumbre hay una venta conocida como la Haza del Lino, así como rastros de lo que una vez fue un gran bosque de alcornoques.
Cerraré este capítulo con un relato curioso, y creo que único. Un día, en Yegen, fui a la tienda de la aldea a comprar algunos cigarrillos y al recoger la vuelta me encontré con algunas monedas desconocidas. Al examinarlas en casa vi que se trataba de monedas púnicas e íberas. Es decir, eran monedas de las ciudades púnicas e íberas, acuñadas bajo la república romana, y, por tanto, las primeras en acuñarse en España, si exceptuamos las de las ciudades griegas de Cataluña. Cuando regresé a la tienda y pregunté si tenían más, sacaron unas veinte o treinta. Una oferta de comprarlas a peseta la pieza dio lugar a que otras personas me ofrecieran veinte monedas más. Lo interesante de la cuestión era: ¿de dónde habían salido? ¿Habían circulado tranquilamente en las inmediaciones desde el momento en que fueron acuñadas o provenían de algún tesoro? Tras unas cuantas investigaciones topé con un hombre que recordaba que uno de sus antepasados, al morir, había dejado una colección de viejas monedas, y que su familia, al no saber qué hacer con ellas, decidió gastarlas.
En 1940 envié estas monedas al Ashmolean Museum, para que fueran examinadas, y doné las que aún no figuraban en él. Las autoridades del museo editaron un memorial en el que se decía cómo habían llegado a mi poder. La colección incluye monedas de seis o siete ciudades íberas y púnicas de Andalucía, entre ellas algunas de Adra.

Gerald Brenan
Al sur de Granada

Yegen es un pueblo alpujarreño, plácidamente recostado en una suave ladera rugosa, arañada por limpios regatos de aguas cantarinas, gratas al paladar. En él vivió Brenan varios años, entre 1920 y 1934, en busca de sí mismo, arrebatado por la sencilla espontaneidad de las gentes que lo pueblan. Las palabras, los gestos, los ruidos, el trajín, las creencias y costumbres de tipo folclórico, todo lo anota minuciosamente Brenan, lo contrasta, se documenta, se deja empapar día a día. El resultado es esta obra, un libro curioso en el cual admiramos tanto el primor con que están descritos los tipos y sus maneras, y el marco en que se mueven, como las originales interpretaciones que el autor hace de cuanto observa. Podemos decir que tenemos ante los ojos una valiosa monografía antropológica servida con un lenguaje transido de emociones. De ahí que el libro resulte incitante, tanto para quien busque la lectura placentera como para quienes pretendan una iniciación en el trabajo de campo antropológico.

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