Mi padre se llamaba Schnabelewopski, mi madre se llamaba Schnabelewopska; como hijo legítimo de su matrimonio, yo nací el primero de abril de 1795 en Schnabelewops. Mi tía abuela, la vieja señora de Pipitzka, cuidó mi primera infancia y me narraba muchas consejas hermosas y, a menudo, me arrullaba con una canción cuya letra y cuya melodía se han escapado de mi memoria. Nunca olvidaré, sin embargo, el modo misterioso con el que meneaba su cabeza temblosa mientras la cantaba, ni la nostalgia con la que entonces asomaba su único gran diente, ermitaño de su boca. De cuando en cuando me acuerdo también del papagayo cuya muerte ella había llorado a lágrima tan viva. Ahora, la anciana tía abuela ha muerto también, y tal vez sea yo el único ser en todo el vasto mundo que aún sigue pensando en su querido papagayo. Nuestra gata se llamaba Mimi y nuestro perro se llamaba Joli. Éste tenía un buen olfato para las personas y esquivaba encontrarse conmigo cada vez que me veía asir el látigo. Una mañana dijo nuestro criado que el perro estaba con el rabo entre las piernas y que la lengua colgaba más que de costumbre, y el pobre Joli fue lanzado al agua, junto con algunas piedras que se le habían atado al cuello. Así fue como se ahogó. Nuestro criado se llamaba Prrschtzztwitsch. Hace falta estornudar si se quiere pronunciar correctamente este nombre. Nuestra criada se llamaba Swurtszka, que en alemán suena algo áspero, pero, en polaco, sumamente melodioso. Era una mujer entrada en carnes y rechoncha, de cabellos blancos y dientes rubios. Además correteaban por casa dos hermosos ojos negros que tenían por nombre Seraphine. Era mi graciosa y queridísima primita, y juntos jugábamos en el jardín, espiando el ajetreo de las hormigas, cazando mariposas y plantando flores. Un día mi prima se rió como una loca cuando metí en tierra mis menudos calcetincitos, convencido de que brotarían de ellos un buen par de pantalones para mi padre.
Mi padre era el alma más benévola del mundo y durante largo tiempo fue
un hombre muy gallardo: la testa empolvada, por detrás una coletilla
garbosamente trenzada, que no caía, sino que se hallaba sujeta a la coronilla
mediante una peineta de concha de tortuga. Sus manos eran de una blancura
deslumbrante y yo las besaba a menudo. Siento como si aún aspirara su dulce
perfume y como si éste penetrara, pujante, en mis ojos. He querido mucho a mi
padre, pues nunca pensé que pudiera fallecer.
DE LAS MEMORIAS DEL SEÑOR DE
SCHNABELEWOPSKI por Heinrich Heine
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