En la solapa de la chaqueta llevaba una camelia azul de seda

Mamá estuvo alegre, durante la comida, demasiado alegre. Los raviolis eran deliciosos y la Nena quiso repetir, pero mamá parecía tener prisa de que acabásemos y miraba frecuentemente el reloj. A la una y cuarto acabamos de comer y mamá recogió la mesa apresuradamente, dijo es mejor dejar los platos para después, ahora vámonos todos a descansar, os conviene sobre todo a vosotros, esta mañana todos nos hemos levantado demasiado temprano. La Nena, contrariamente a sus costumbres, no protestó y se fue derecha al sofá del comedor. Mamá se instaló en la sala en su butaca acostumbrada, con las persianas cerradas y un pañuelo sobre los ojos. Yo me acosté vestido, sin deshacer la cama, a la espera. En el silencio de la habitación sentía latir tumultuosamente mi corazón, y me parecía que aquel ruido sordo podía llegar a oírse desde las demás habitaciones. Quizá llegué a dormirme, pero fueron probablemente escasos minutos, luego me sobresalté cuando el reloj tocó las dos menos cuarto y permanecí inmóvil a la escucha. Me levanté cuando oí el crujido de la butaca de la sala, fue el único ruido, mamá se movía con extremo sigilo. Aguardé algunos segundos tras las persianas, me di cuenta de que temblaba, pero evidentemente no de frío, tuve que apretar los dientes para que no me castañeteasen. Luego la puerta de la cocina se abrió lentamente y mamá salió afuera. Al principio ni siquiera me pareció ella, qué extraño, era la mamá de aquella fotografía sobre la cómoda donde ella cogía del brazo a papá, a sus espaldas estaba la basílica de San Marco y debajo estaba escrito Venecia 14 de abril de 1942. Llevaba el mismo vestido blanco a grandes pocs negros, los zapatos con una graciosa tirita abrochada en el tobillo y un tul blanco que le cubría el rostro. En la solapa de la chaqueta llevaba una camelia azul de seda y colgado del brazo un bolso de cocodrilo. En la mano, con delicadeza, como si llevase un objeto precioso, sostenía un sombrero de hombre que reconocí. Caminó ligera hasta el comienzo del sendero, entre los macetones de los limoneros, con un paso gracioso que jamás le había visto, mirándola así por detrás parecía mucho más joven y sólo entonces me di cuenta de que la Nena caminaba exactamente como ella, con un leve balanceo y la misma posición de los hombros. Desapareció tras la esquina de la casa y oí sus pasos sobre la gravilla. El corazón me latía más fuerte que nunca, estaba empapado en sudor, pensé que debería ir a buscar el albornoz pero en aquel momento el reloj dio las dos y yo no logré apartar mis manos del alféizar. Separó un poco dos listones de la persiana para ver mejor, me pareció un tiempo interminable, pero cuánto rato se queda, pensaba, pero por qué no vuelve; y en aquel momento mamá asomó por la esquina, caminaba con la cabeza alta, miraba fijamente al frente con aquella mirada distraída y lejana que le hacía parecerse a la tía Yvonne, y en sus labios se dibujaba una sonrisa. Llevaba el bolso colgado del hombro, lo que le daba un aire aun más juvenil. A medio camino se detuvo, abrió el bolso, sacó la cajita redonda de la polvera con el espejito dentro de la tapa, presionó el cierre y la cajita se abrió sola. Cogió la borla, la restregó sobre los polvos, y mirándose en el espejito se empolvó ligeramente los pómulos. Y entonces yo sentí un enorme deseo de llamarla, de decirle mamá estoy aquí, pero no conseguí pronunciar ni una sola palabra. Sentía sólo un sabor agudísimo de arándanos que me llenaba la boca, la nariz, que invadía la habitación, el aire, el mundo circundante.

El juego del revés 
Il gioco del rovescio
(LAS TARDES DEL SÁBADO)
Antonio Tabucchi, 1981

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