Cartas: LA MISMA A LA MISMA. 2 de abril.

XVII
LA MISMA A LA MISMA
2 de abril.
Ayer hacía un tiempo magnífico y me vestí como una joven amada que desea agradar. Mi padre, al pedírselo, me ha dado dos caballos grises y una calesa de última moda, lo más elegante que puede verse en París. Yo era como una flor bajo una sombrilla forrada de seda blanca. Al subir por la avenida de los Campos Elíseos he visto venir hacia mí a mi Abencerraje montado en un caballo de la más admirable belleza: los hombres, que ahora son casi todos unos perfectos chalanes, se detenían para contemplarle.
Me ha saludado y yo le he hecho una seña amistosa para animarle; ha moderado el paso de su caballo, y he podido decirle:
—No os habrá parecido mal, señor barón, que os haya pedido la carta, puesto que ya no es útil… Habéis sobrepasado ese programa…
Y he añadido en voz baja:
—Poseéis un caballo que os distingue sobremanera.
—Me lo ha enviado mi intendente de Cerdeña, pues este caballo de raza árabe ha nacido entre mis matorrales.
Esta mañana, querida, Henárez montaba un caballo alazán inglés, muy bello también, pero que ya no llamaba la atención: la punta de ironía que había puesto yo en mis palabras había sido suficiente. Me ha saludado y yo le he respondido con una ligera inclinación de la cabeza. El duque de Angulema ha hecho comprar el caballo de Macumer. Mi esclavo había comprendido que se salía de los límites de la sencillez al llamar la atención de los ociosos en la calle. Un hombre debe hacerse notar por sí mismo y no por su caballo o por otras cosas. Tener un caballo demasiado bello me parece tan ridículo como llevar un gran diamante en la camisa. Me he sentido encantada al poderle pillar en una falta, pero quizás en su gesto había algo de amor propio, permitido a un pobre proscrito. Estas puerilidades me agradan. ¡Oh vieja razonadora! ¿gozas tanto tú con mis amores como sufro yo con tu sombría filosofía? Mi querida Felipe II con faldas, ¿te paseas a gusto en mi calesa? ¿Ves esa mirada aterciopelada, humilde y llena, orgullosa de su servidumbre, que me lanza al pasar el hombre verdaderamente grande que lleva mi librea y que luce siempre en el ojal una camelia roja, mientras yo llevo siempre una camelia blanca en la mano? ¡Qué claridad proyecta el amor! ¡Cuánto comprendo ahora a París! Todo en esta ciudad me parece inteligente. Sí, el amor es aquí más bello, más grande, más seductor que en ninguna otra parte. Decididamente he reconocido que jamás podría yo atormentar, inquietar a un necio ni ejercer el menor imperio sobre él. Sólo existen los hombres superiores para comprendernos bien y para que podamos actuar sobre ellos. Pobre amiga mía, perdón, olvidaba a nuestro l’Estorade; ¿no me has dicho que pensabas hacer de él un genio? Adivino por qué lo mimas: para llegar un día a ser comprendida. Adiós, estoy un poco loca y no quiero continuar.
Memorias de dos jóvenes esposas de Honoré de Balzac en La Comedia Humana

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