—Absurdo —murmuró
el anterior presidente.
—El 16 de noviembre
de 1971 autorizó usted la eliminación de sus adversarios políticos —repitió
Solinsky—. Y el 23 de abril de 1972, la ministra de Cultura, que hasta entonces había gozado de
excelente salud, falleció inesperadamente y a una edad sorprendentemente
temprana a consecuencia de un ataque cardíaco. Se comentó en la época que los
principales cardiólogos del país fueron llamados a toda prisa y que hicieron
todo cuanto pudieron, a pesar de lo cual no lograron salvarla. Y no lo
consiguieron por una razón muy sencilla: porque no había sufrido realmente un
paro cardíaco. Pues bien, señor Petkanov —prosiguió el fiscal general,
endureciendo la voz para impedir la intervención de las abogadas de la defensa,
que ya se habían puesto de pie—, no sé ni, francamente, me importa, hasta qué
punto exacto estaba usted enterado de esto, o hasta qué punto exacto lo
ignoraba. Pero hemos escuchado de sus propios labios que todo cuanto usted
autorizó era, de conformidad con los artículos de la Constitución de 1971, que
usted promulgó, automática y plenamente legal. Por consiguiente, ésta no es ya
una acusación que formulo meramente contra usted en su condición de persona
individual, sino contra todo el sistema criminal y moralmente corrompido que
usted presidió. Usted asesinó a su hija, señor Petkanov, y comparece aquí ante
nosotros como el representante y el principal dirigente de un sistema político
bajo el cual es completamente legal, como usted nos ha
repetido hasta la saciedad, completamente legal que el
jefe del Estado autorice incluso la muerte de uno de sus propios ministros, en
este caso la de Anna Petkanova, la ministra de Cultura. Usted, señor Petkanov,
mató a su propia hija, y solicito la venia del tribunal para añadir a las ya
formuladas la acusación de asesinato.
Julian Barnes
El puercoespín
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