EL HUEVO DEL BASILISCO
1
Pasa el tiempo y con más arrugas y menos dientes mastican en silencio los criados bajo los altos techos de las cocinas del castillo Gottorp. Hunden los pies en el humo de un barreño y, en sus pláticas, más gruñidas que habladas, los matices del color blanco se nombran de cinco modos. El mismo blanco que sólo es monotonía para Martino da Vila, quien observa, dibuja, y luego muestra un retrato idealizado a las cocineras que baten manteca y despluman perdices. Así gana una ración de estofado y la noticia inédita, importante: ayer, un hojalatero se cayó por el puente que lleva al castillo.
Van a cumplirse cuatro años desde la noche en que azotaran al señor de Welldone en los parterres de Louisenlund. Desde aquella infame jornada, no se ha reclamado a Martín en los salones; nadie muestra interés por sus dotes más allá del celo en sus labores de preceptor. Esa circunstancia, para un carácter que a veces se cree honorable, y otras se sabe resignado, ha sido, al fin, más alivio que inconveniente. Y cuando se ha puesto a desmigar en algún rato perdido la amargura que le ocasiona el olvido de los señores y la falta de oportunidades, esa acidia de las ideas se vuelve compasión por uno mismo. Así ha ido velando lápices como si fuesen espadas, frascos de tinta como cotas de malla, el grabado amarillento y manchado de humedad del Campo Vaccino como escudo transfigurado de la muy antigua y muy ilustre casa de los Viloalle.
En aquella cocina, hace sus tres comidas y mata las horas el profesor Da Vila; oye voces nuevas en aquel oscuro alemán y, al comprenderlas, asimila la satisfacción de aquellos servidores de tez rubicunda y rudo aliento, minúsculos cortesanos, según se consideran, cuyos padres o abuelos huyeron de la atónita mirada del mulo y del arado partido en suelo rocoso. Algunas noches, en combate fatiga y curiosidad, desde el ujier hasta el mamporrero imitan las veladas en el salón de la princesa Luisa con el orgullo de quien ha observado mucho a los señores, sabe cómo se mueven, casi adivina qué piensan, y la menor sonrisa de esos señores basta para iluminarles el día. Martín de Viloalle lee en voz alta la gaceta de Brunswick, o les traduce la más jugosa de Leyden, cuyos números atrasados le consigue Dieter, un secretario del canciller. Por orden de antigüedad en el servicio, mozos de cuadra y jardineros, costureras y lavanderas, el profesor de música y el adiestrador de caballos, se acomodan en torno a las mesas. Domésticos efluvios de grasa y jabón impregnan y espesan cacerolas y camisas.
Durante años resonó la voz de Martín en esa cocina y todos supieron de la subida al cielo de una gallina, de un gato y de un cordero; el modo inédito en que esos pobres animales sobrevolaron los empolvados peluquines de la corte de Versalles en un artefacto con forma de globo que idearon los señores Joseph y Étienne de Montgolfier. Eso fue en el ochenta y tres. Y durante los años siguientes, la voz de Martín agradó veladas del servicio con noticias sobre la independencia de las colonias inglesas en América y la formación de sus nuevas y raras instituciones; explicó el divertido, pero, ay, imposible argumento de La folle journée où le mariage de Figaro, la comedia francesa de Beaumarchais que a nadie deja indiferente. Constató las habladurías acerca de la sofocada revuelta del campesino noruego Lofthuus contra nada menos que el rey de Dinamarca, el rey de todos ellos y, sin más comentario, leyó la sentencia a Lofthuus: cincuenta latigazos y el vitalicio encierro en la fortaleza de Akershus. Se humedeció el dedo, pasó página, hizo oídos sordos a un murmullo que en realidad no se produjo.
Hoy por hoy, los asiduos a la cocina están poco inclinados al relato de convulsiones labriegas cuando alcanza su cénit de emoción el llamado asunto del collar que aún bulle en la corte francesa, en París, en toda Europa. Con cada nueva entrega de ese escándalo formidable, las bocas se abren, la fantasía se desborda, las cucharillas suspenden el agitar de infusiones. Y lee o traduce Martín, y leyendo, a veces se entrecorta y no da crédito. Se queda pensativo y le sobresalta lo pensado. El impaciente carraspeo de su audiencia hace que vuelva a este mundo, a esas cocinas.
El asunto del collar es sólo un caso ridículo de estafa cuyas consecuencias se han multiplicado por verificar de mal modo rumores que se fundan en el hastío, el rencor, el modo en que llenan sus páginas libelos y gacetas y, eso hay que callarlo, en lo mucho que ofende el sentido común los desparpajos de una corte derrochadora. Sin embargo, nadie provoca los hechos para que obtengan esa consecuencia hiperbólica. Esta sólo ocurre si, a posteriori, muchos sacan provecho, queja y agitación del absurdo.
Así va.
Mediante una serie de ardides de lo más teatral, una puta con ínfulas, madame de la Motte, engañó doblemente a unos joyeros y a un noble eclesiástico de rimbombantes títulos, el cardenal de Rohan, que anhelaba reconciliarse con María Antonieta obsequiándole con un collar valiosísimo en el cual la reina se había fijado, pero no podía, ni debía, ni al parecer quiso nunca, adquirir. Madame de la Motte y sus secuaces se quedaron con las joyas y el dinero. Hubo equívocos y denuncias a la reina. El rey se enfadó, temió conjuras, hizo prender al cardenal de Rohan. Los estafadores también cayeron. El juicio está siendo de aúpa.
El perfil de Rohan, arzobispo de Estrasburgo, comendador de la Orden del Espíritu Santo y Gran Limosnero de Francia, un ejemplo de la diabólica jerarquía católica, es tan enorme como el de los demás caracteres de la farsa: putas que se fingen señoras; libertinos con falsos títulos; joyeros con atributos de personajes de commedia dell’arte; y el rey Luis, equivocándose siempre y en todo. Sobre ellos, en grado a la polémica que causan, la reina María Antonieta —víctima unas veces de la calumnia, alegoría otras de las desgracias de la frivolidad— y ese esotérico visionario, el conde Cagliostro. Este último, llamado el Gran Copto, tuvo en esa trama un papel muy secundario. Sin embargo, es un personaje tan espléndido que desde los magistrados hasta los libelistas se las ingenian para atribuirle culminantes escenas, grandes momentos.
Para mayor amenidad y complemento a la lectura, recogido sobre sí y con la carpeta de dibujo en las piernas, Martín traslada al papel los rasgos fisonómicos de los personajes sobre quienes ha leído. Y enseguida va de mano en mano la ilustración de madame de la Motte, la sensual estafadora, y algún criado silba un aire de concupiscencia. Y estalla la risa ante la visión del cardenal de Rohan, postrado de hinojos en el bosquecillo de Venus de los jardines de Versalles, comiendo una rosa ante la falsa reina, un simulacro que los embaucadores, con la mayor licencia, tomaron de la obra de Beaumarchais recién estrenada, y así la vida de la estafa, que es la propia vida, imita al arte.
El signore Da Vila hace un croquis del collar y, si la descripción de la gaceta de Leyden no exagera, el famoso collar es horrendo, pesado como un yugo y muy capaz de desnucar a la dama que ose lucirlo. La escena de turbamulta frente al Palacio de Justicia, cuando el de Rohan llega a declarar en su carroza, levanta cejas incrédulas: es imposible, se proclama en las cocinas, que pueda agolparse tanta gente y tan airada y decir esas cosas a gritos: ocurre en Schleswig desacato de tal medida y no hay árboles para colgar a la chusma.
También dibuja Martín al conde Cagliostro, el supuesto maquinador en la sombra —aunque nadie haya encontrado una prueba que le inculpe—, y a la condesa, su mujer, con fama de poco casta. Antes de trazar la primera línea, ya sabe que no es la primera vez que les dibuja. En el pasado, y de modo fugaz, el llamado Gran Copto y esa tal Serafina, cuyos encantos ayudan al marido a ganar influencias por medio del chantage, ya formaron parte de su biografía. El tal Cagliostro es el obeso oportunista siciliano con verrugas a quien Welldone ofreciera una lección sobre auténtica oportunidad en una logia de Brandenburgo; y la tal condesa Cagliostro, la hermosa rubia de la feria de Hannover. Martín de Viloalle los había dibujado y ahora los volvía a dibujar. Él sabía de su existencia verdadera; que la «mirada penetrante que seduce, hipnotiza y esclaviza», según las gacetas, era la de alguien adiestrado en la amargura y en los desdenes del camino, un emblema de mal augurio cada huella en el húmedo y pulverizado aserrín de las posadas.
Si el señor de Welldone llegase a conocer qué prodigiosas alturas de influencia —o de escándalo, gracia no menor— ha logrado aquel gañán siciliano que se hace llamar conde Cagliostro, quizá siguiera las agitadas sesiones del parlamento francés con mayor entusiasmo aún que la servidumbre. Como si lo tuviese delante, Martín ve a Welldone hojear la gaceta, y oye aplicar la pródiga sarta de insultos, no tanto a Cagliostro, sino a esos libelistas, magistrados y vulgo que han hecho de él una sombra hechicera, el reverso de un héroe.
Pero tales palabras jamás serán dichas.
Como otras veces, un día de abril de 1784, hace ya dos años, el secretario Dieter le prestó a Martín la Gaceta de Brunswick. Sin aviso que dispusiera su ánimo, Martín leyó una noticia que el mismo Dieter había rodeado con tinta roja:
El gran químico Pierre Joseph Macquer murió en París el mes pasado, así como el famoso viajero charlatán conde de Saint-Germain.
Al margen, como es hábito, una apostilla en caligrafía minuciosa, de un hombre ilustrado, Dieter: «¡Vivimos tiempos de luz!».
Fue leer la noticia y el comentario y sentirse sacudido. Aún no sabe Martín de dónde vino el impulso, pero como si fuese un Viloalle de verdad, un Viloalle cualquiera, el espeluzne se resolvió en indignación. Martín recorrió las galerías a buen paso y exigió satisfacciones a Dieter sobre lo que consideraba maliciosa burla. Cuando el secretario oyó aquel tono de retadora frialdad, tan lejana a la reserva habitual del dibujante, no tuvo una palabra de amonestación, que hubiera sido legítima, mucho mejor situado como se halla en la jerarquía de la corte. Cuando el de Viloalle recuperó la cordura, vio la turbación extrema de Dieter: ignoraba que el llamado conde de Saint-Germain fuese Welldone, y la amistad que unía al viejo con Da Vila. Pocos recordaban que Welldone y el italiano habían llegado juntos a esa tierra.
Al poco, Dieter encontró más disculpas de las exigidas para aliviar lo que en Martín parecía duelo y era desazón. Así, una tarde, el secretario entró en el gabinete de dibujo. Entre las manos llevaba una gaceta que, con las hojas abiertas y oscilantes, parecía una garza real. Tras el saludo de rigor a Friedrich y a Christian, Dieter dejó el periódico sobre una repisa y con aire de triunfo señaló:
El conde de Saint-Germain, cuya muerte fue mencionada en estas páginas el seis de abril, no merece los adjetivos que contra él se emplearon en su momento. Poseía atributos extraordinarios que sólo vemos en los señalados por la Gloria. Personas sobre cuyo juicio no cabe sospecha certifican que era hombre de profundidad en materia de conocimientos de Naturaleza y que empleó cuanto sabía para el bien de los hombres. Grandes príncipes, llenos de discernimiento, le otorgaron benevolencia y protección.
Leído el breve elogio, Martín agradeció la cortesía de Dieter con más cortesía, y así pasaron media hora, en abundante surtido de reverencias para júbilo de los infantes. Martín estaba seguro de que el mismo secretario había redactado esas líneas obedeciendo órdenes, y desde luego, la presteza no tenía como objeto aliviar la ofensa a un dibujante; así que Martín indagó las causas verdaderas de tanto azoro.
Cuando el rey Cristián de Dinamarca —o su regente, porque el buen Cristián delira de continuo— nombró a Carlos de Hesse-Kassel jefe de los ejércitos de Noruega, se apaciguaron de una vez las ambiciones del príncipe, nunca demasiado firmes, pero animadas durante algún tiempo por los fuegos de la juventud; la misma inquieta ambición que Welldone intuyó sólo verle. El poco luto por la reciente muerte de Federico II ha sido ejemplo de esa desilusión por los faros del poder. Carlos fue, es y será príncipe de Schleswig-Holstein; Schleswig-Holstein, un principado danés, y el rey de Dinamarca se subirá a los árboles, se creerá una mona, o lo que su demencia tenga menester, y una nueva generación surgirá para alimentarse de la carroña aún palpitante de sus mayores.
Quizá la misma debilidad de los años ha ido alejando el interés del príncipe por la filosofía à la mode, cuya mezquindad se empeña en medir y clasificarlo todo con la misma minucia que el canciller Koeppern lleva los vulgares asuntos de gobierno. Por ese motivo, el interés de Carlos se concentra en el llamado Saber Esotérico. Desde hace años, el príncipe pasa las jornadas entre cartas astrológicas, enseñas mágicas y gruesos volúmenes que le envían desde Praga.
Se dice también que, animado por el duque de Brunswick, el príncipe acudió, hace ahora cuatro veranos, a una reunión de maestros masones en el convento de Wilhembad, y le interesó mucho lo que allí se dijo y quiso consolidarse. En primer lugar, la historia secreta de un saber tan antiguo como el hombre; en segundo, la necesidad de que ese Saber y ese Misterio no se pierdan, y si se han perdido, se recuperen; y en tercer lugar, cuánto misterio encierra, al cabo, el tan traído y llevado Misterio. La sorpresa mayúscula se la llevaron Carlos y el de Brunswick al enterarse durante las asambleas de cuál era la mayor ausencia entre aquellos iniciados; quién el hombre en cuyo poder se hallaba el manantial de conocimientos sobre lo allí debatido. Y Carlos y el de Brunswick supieron de esa lamentable ausencia por boca de personajes que, como bóvedas vivientes, hacen resonar en cada frase los ecos de la gravedad, la hondura y el aplomo. Eran doctores franceses y ginebrinos, nobles de altura y buenos burgueses de Weimar, Leipzig, Danzig, Breslau, Königsberg, Görlitz, Dresde, Magdeburgo, Mecklemburgo, Rastemburgo, Augeburgo, Kreisburgo, Brandenburgo y hasta cortesanos de Sans-Souci quienes, entre suspiros, añoraban al Gran Venerable. Si la misión era detallar el verdadero carácter de la orden, si se necesitaba elegir sabios de la Antigüedad con cuya doctrina medirse, si había que acordar grados de jerarquía en cada obediencia y unificar obediencias diversas, si se requería un prócer que canalizase los misterios, lo alto y lo bajo, lo esotérico y lo mundano, el conocimiento de las élites, de las universidades y del nuevo pensamiento que abría puertas a la Humanidad, si cabía establecer una división tajante entre lo arcano y lo ilustrado, y si era fundamental que alguien evitara lo que podría pasar en aquellas reuniones, y sin duda pasó, que cada cual se fue por su lado con un sentimiento algo menos fraternal que a la llegada, sólo quien se hizo llamar Gran Venerable poseía dominio suficiente de la materia y, sobre todo, autoridad única para alcanzar conclusiones duraderas. Sin embargo, para la general desilusión, el rumor más extendido durante aquellas jornadas del verano del ochenta y dos era que el conde de Saint-Germain —el gran filósofo, no el militar— había partido en busca de nuevos conocimientos a las montañas entre la India y la China, lugares donde monjes de túnica grana soplan trompetas de media legua. ¿Qué podían hacer? Discutir, disentir, lamentarse…
Fue mucho el pasmo de Carlos y el de Brunswick. No dijeron esta boca es mía respecto al paradero del ausente. Callaron y siguieron atentos los debates y cualquier información sobre Welldone. Para su vergüenza, iba a ser cierta la tan cacareada sabiduría de aquella momia con pasta retorcida y verdosa en el relleno del cráneo. El mismo pingajo a quien, según se enteraron de regreso, una familia de Eckenfiorde había acogido por caridad.
Desde entonces, como si el mismo Caifás descendiese a Cristo de la cruz para insuflarle vida, el príncipe viajaba cada tanto a Eckenfiorde para escuchar, para debatir, para anotar cada una de las palabras del readmitido cortesano. Nunca lo trajo a Gottorp: era diáfano que, por muy sabio que fuera —o quizá por ello, ahora que su renovado prestigio le consentía ser Diógenes o más—, al viejo le dominaba el gusto de manifestar opiniones del modo más inconveniente.
Pese a la limpieza del prestigio de Welldone, o quizá por ello, Martín no tuvo más noticia suya y ahora entendía la razón. Desde la noche de los latigazos, y después, había solicitado varias veces permiso al reverendo Mann para visitarle y este se lo había negado. Martín deduce que, al principio, el reverendo quería desligarle de la figura caída en desgracia —y lo había conseguido—. Después de la rehabilitación, Mann impedía que, por medio de Martín, se hiciera simpático en la corte el nuevo y quizá envidiado consejero del príncipe.
—Que dos más dos sumen cuatro, alteza, resulta exacto y hasta necesario, yo diría; pero que sumen cinco fascina, entretiene y consuela. Voltaire era un merluzo. De los muertos, alteza, sólo la verdad.
Con todo, el de Viloalle se alegró de que los últimos días del viejo transcurrieran de ese modo. Porque lo único que alivia su conciencia es la seguridad de que Welldone encontró en sus últimos años un ápice de la calma necesaria; porque una voz trémula susurra que la calma última del viejo será la propia calma cuando llegue su hora.
Francisco Casavella
Lo que sé de los vampiros
Premio Nadal 2008
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