En la mañana del dieciocho de abril, Yaafar sabiamente decidió que no podía permitirse más bajas, y se retiró hasta las posiciones de Semna, mientras las tropas descansaban. Siendo viejo amigo de colegio del comandante turco, le envió una carta con bandera blanca, intimándolo a rendirse. La réplica fue que nada le gustaría más, pero que tenía órdenes de resistir hasta el último cartucho. Yaafar le ofreció un respiro, para que agotaran sus últimas reservas, pero los turcos siguieron vacilando hasta que Yemal Pachá pudo reunir tropas de Amman, reocupar Yerdún e introducir un convoy con alimentos y municiones en la ciudad sitiada. El ferrocarril permaneció sin funcionar durante semanas.
Inmediatamente tomé un coche para ir a reunirme con Dawnay. Me sentía incómodo sabiendo que era la primera intervención de un regular en una batalla de guerrillas, con un arma tan complicada como el carro blindado. Dawnay, además, no era arabista, y ni Peake, su experto en camellos, ni Marshall, su doctor, lo hablaban con fluidez. Sus tropas eran mixtas, compuestas por británicos, egipcios y beduinos. Los dos últimos componentes sentían mutua antipatía. Así que llegué a su campamento, situado al norte de Tell Shahm, pasada la medianoche, y me ofrecí, delicadamente, como intérprete.
Afortunadamente, me recibió bien, y me llevó a dar una vuelta por sus líneas. Un hermoso espectáculo. Los carros se hallaban aparcados en formación geométrica; los carros blindados por un lado, y los centinelas y piquetes por otro, con sus ametralladoras dispuestas. Hasta los árabes ocupaban una posición táctica tras la colina, como formación de apoyo, pero fuera de la vista y de la escucha; con ciertas artes mágicas, el jerife Hazaa y yo conseguimos retenerlos donde se les colocó. En la punta de la lengua se me quedó decir que lo único que faltaba allí era el enemigo.
T. E. Lawrence
Lawrence de Arabia
Los siete pilares de la sabiduría
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