Barcelona, 11 de junio
Querido Paco,
me llega ahora, reexpedida, una carta tuya dada a la posta en el ya lejano 25 de abril. Imagino que la enviarías por correo marítimo y que a eso obedece su tardanza.
Llevo desde el 30 de mayo en una Barcelona color paloma de cemento, viviendo un clima indeciso, aún veteado de frío —hebras de la barba inverniza olvidadas en los hombros de los transeúntes, alfombradas las casas oú l’Indienne ne logera pas ce soir chez l’Habitant—. El runrún de las criadas de abajo, que rezan un rosario interminable, me desvela nostálgico de islas y de cuerpos oscuros cuyo olor se retrae, de pisadas de plantas desnudas sobre el suelo de mi cuarto, de risas a coro, de vuelos sobre el archipiélago —adagios of islands: los brazos, el pecho y la cara de la tierra, que surge verde chorreante del océano a respirar por boca de los árboles.
Tuve también mis días de Italia. María Zambrano y Diego de Mesa me llevaron, de noche, al Templo de Venus, donde hay plantados mirtos en el solar de las columnas. Y María, iluminados los ojos de demente cada vez que fumaba de una larguísima boquilla, nos habló del Larario de Roma y de las ofrendas al pie de la estatua de Nerón, y luego yo me aparté a rezar en las gradas del Templo de la Fortuna Viril, y allí mismo acordamos publicar mis versos en Botteghe Oscure.
Pero acabó la edad de oro y yo me he encontrado en mitad de la vida, en el ámbito del día dilapidado, reducido a habitar esa zona de luz que hay entre la oficina y la noche. Tengo bastante trabajo y quiero trabajar. Me ocupo en escribir mi diario y en corregir el de mi estancia en Filipinas. Terminé Las afueras y estoy pensando en publicarlas el próximo otoño. Me he propuesto llevar una vida ordenada: pas de priére, mais toilette et travail —une sagesse abregée—. De momento preferiría no escribir poesía, aunque me rondan la mente dos poemas.
Jaime Gil de Biedma
Retrato del artista en 1956
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