Tocaron la puerta, Josefino Rojas salió a abrir y no encontró a nadie en la calle. Ya oscurecía, aún no habían encendido los faroles del jirón Tacna, una brisa circulaba tibiamente por la ciudad. Josefino dio unos pasos hacia la avenida Sánchez Cerro y vio a los León, en un banco de la plazuela, junto a la estatua del pintor Merino. José tenía un cigarrillo entre los labios, el Mono se limpiaba las uñas con un palito de fósforos.
—¿Quién se murió? —dijo Josefino—. Por qué esas caras de entierro.
—Agárrate bien que te vas a caer de espaldas, inconquistable —dijo el Mono—. Llegó Lituma.
Josefino abrió la boca pero no habló; estuvo pestañeando unos segundos, con una sonrisa perpleja y apática que fruncía todo su rostro. Comenzó a frotarse las manos, suavemente.
—Hace un par de horas, en el ómnibus de la Roggero —dijo José.
Las ventanas del Colegio San Miguel estaban iluminadas y, desde el portón, un inspector apuraba a los alumnos de la nocturna dando palmadas. Muchachos en uniforme venían conversando bajo los susurrantes algarrobos de la calle Libertad. Josefino se había metido las manos en los bolsillos.
—Sería bueno que vinieras —dijo el Mono—. Nos está esperando.
Josefino volvió a atravesar la avenida, cerró la puerta de su casa, regresó a la plazuela y los tres echaron a andar, en silencio. Unos metros después del jirón Arequipa, se cruzaron con el padre García que, envuelto en su bufanda gris, avanzaba doblado en dos, arrastrando los pies y jadeando. Les mostró el puño y gritó «¡impíos!». «¡Quemador!», repuso el Mono, y José «¡quemador!, ¡quemador!». Iban por la calzada de la derecha, Josefino al centro.
—Pero si los de la Roggero llegan de mañanita o de noche, nunca a estas horas —dijo Josefino.
—Se quedaron plantados en la cuesta de Olmos —dijo el Mono—. Se les reventó una llanta. La cambiaron y después se les reventaron otras dos. Vaya suertudos.
—Nos quedamos helados cuando lo vimos —dijo José.
—Quería salir a festejar ahí mismo —dijo el Mono—. Lo dejamos alistándose mientras veníamos a buscarte.
—Me ha tomado desprevenido, maldita sea —dijo Josefino.
—¿Qué vamos a hacer ahora? —dijo José.
—Lo que tú mandes, primo —dijo el Mono.
—Tráiganse al coleguita, entonces —dijo Lituma—. Nos tomaremos unas copitas con él. Vayan a buscarlo, díganle que volvió el inconquistable número cuatro. A ver qué cara pone.
—¿Estás hablando en serio, primo? —dijo José.
—Muy en serio —dijo Lituma—. Ahí traje unas botellas de Sol de Ica, nos vaciaremos una con él. Tengo unas ganas de verlo, palabra. Vayan, mientras me cambio de ropa.
—Ves que habla de ti dice el coleguita, el inconquistable —dijo el Mono—. Te estima tanto como a nosotros.
—Me imagino que se los comió a preguntas —dijo Josefino—. ¿Qué le inventaron?
—Te equivocas, no hablamos de eso para nada —dijo el Mono—. Ni siquiera la nombró. A lo mejor se ha olvidado de ella.
—Ahora que lleguemos nos soltará una andanada de preguntas —dijo Josefino—. Hay que arreglar esto hoy mismo, antes que le vayan con el cuento.
Mario Vargas Llosa
La casa verde
¿Cuál es el secreto que encierra La casa verde? La casa verde ocurre en dos lugares muy alejados entre sí, Piura, en el desierto del litoral peruano, y Santa María de Nieva, una factoría y misión religiosa perdida en el corazón de la Amazonía. Símbolo de la historia es la mítica casa de placer que don Anselmo, el forastero, erige en las afueras de Piura. Novela ejemplar en la historia del boom latinoamericano, La casa verde es una experiencia ineludible para todo aquel que quiera conocer en profundidad la obra narrativa de Mario Vargas Llosa. La casa verde (1965) recibió al año siguiente de su publicación el Premio de la Crítica y, en 1967, el Premio Internacional de Literatura Rómulo Gallegos a la mejor novela en lengua española.
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