De todo corazón
En el que tío Zémaj se pasa un pelo y yo emprendo un viaje para explorar el manantial del río Zambeze, en el corazón de África.
El día de Shavuot, tío Zémaj vino a visitarnos desde Tel Aviv y me trajo de regalo una bicicleta. De hecho, mi cumpleaños cae entre esas dos festividades, Pésaj y Shavuot. Pero a ojos de tío Zémaj todas las fiestas más o menos son iguales, con excepción de la Fiesta del Árbol, que él trata con respeto excepcional. «Durante Januká», solía decir, «a los hijos de Israel se nos enseña a odiar a los malignos griegos. En Purim son los persas; en Pésaj odiamos a Egipto; en Lag Bamer, a Roma. El 1 de mayo nos manifestamos contra Inglaterra; el 9 de Av, contra Babilonia y Roma; el 20 de Tamuz murieron Herzl y Bialik, mientras que el 11 de Adar hemos de recordar para siempre lo que los árabes les hicieron a Trumpedor y a sus compañeros en Tel Jai. La Fiesta del Árbol es la única en que no nos hemos peleado con nadie, la única que no trae consigo duelos que recordar. Pero casi siempre llueve: adrede, por supuesto».
Mi tío Zémaj, tal como me habían explicado, era el hijo mayor del primer matrimonio de mi abuela Emilia, que después se casó con mi abuelo Isidoro. A veces, cuando se quedaba con nosotros, tío Zémaj me sacaba de la cama a las cinco de la madrugada y me incitaba con susurros a entrar a saco en la cocina para hacernos una tortilla de dos huevos. Traía entonces una mirada jovial, maliciosa incluso, y se comportaba como si él y yo fuéramos miembros de alguna banda peligrosa, sólo temporalmente metidos al ocasional pasatiempo de hacernos unas tortillas. Pero mi familia en general tenía una opinión muy distinta del tío Zémaj. Por ejemplo:
«Ya era un pequeño estraperlista cuando tenía catorce años, en Varsovia, en el distrito Nalevki, y aquí lo tienes, de estraperlista aún en la calle Bugrashov, en Tel Aviv».
O bien: «No ha cambiado ni un ápice. Ni siquiera el sol se molesta en broncearle. Es como es, y no hay nada que hacer».
Pero esta última observación me resultaba estúpida y desconsiderada, e injusta también. Mi tío Zémaj no se ponía nunca moreno simplemente porque no podía, y a eso no había vuelta que darle. Si le hubieran nombrado socorrista en la playa, lo único que habrían conseguido es que se quemara en vez de ponerse moreno; habría enrojecido y empezaría a pelarse. Así es como era: un hombre todavía joven, no muy alto, y tan delgado y tan pálido que parecía hecho de papel. Tenía el pelo también blanquecino y los ojos rojos como los de un conejo.
Amos Oz,
La bicicleta de Sumji,
1 de mayo,
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