Aquella guerra, conocida con el nombre de guerra del Kert, aún se prolongó varios meses. Los rebeldes llegaron a cruzar el río en diciembre de 1911, aunque fueron rechazados con energía por las tropas españolas, devolviéndolos a la orilla de partida. A comienzos de 1912 se ocupó Monte Arruit, y el Mizzián, espoleado por la toma de Fez por los franceses, recrudeció su llamamiento a la yihad. La revuelta acabó al ser abatido en combate el jefe rifeño, el 15 de mayo de 1912. Su muerte descabezó y desinfló la rebelión, las tribus tornaron a someterse y se pudo repatriar a las tropas expedicionarias. Al frente de la comandancia general de Melilla se nombró al general Gómez Jordana, que en los años siguientes habría de desarrollar una hábil política de pacificación y aseguramiento de la zona. La adhesión de las tribus se logró, en su mayor parte, por un expediente para muchos tan cuestionable como frágil: el otorgamiento de pensiones a sus jefes más influyentes para que no alentaran la rebelión. Momentáneamente, sin embargo, aquella política funcionó. Coadyuvó al establecimiento sin mayores sobresaltos del Protectorado y, durante los cruciales años de la Primera Guerra Mundial, permitió que las minas produjeran a pleno rendimiento. Los trenes cargados de mineral circulaban a través de la llanura de Nador hasta el puerto de Melilla, donde la carga se embarcaba en los buques que llevarían a transformar, en alguna fábrica de Europa, aquel hierro marroquí en los cañones y fusiles con que se mataban en las trincheras de Bélgica los soldados de uno y otro bando.
Entre tanto, la joven Villa Nador, beneficiada por la actividad económica y el trasiego de gente que traían las minas y las operaciones militares, iba creciendo con arreglo al proyecto trazado. Se levantaron en ella dos edificios singulares, la fábrica de harinas y la iglesia de Santiago el Mayor, que acabarían convirtiéndose en emblemáticos (y aún hoy lo es la iglesia, que subsiste en la ciudad musulmana). Por su situación, a medio camino entre Melilla y las explotaciones mineras, era un lugar propicio al establecimiento de tabernas y lupanares de toda índole, por los que andando el tiempo alcanzaría gran popularidad entre los soldados y los operarios deseosos de matar las horas libres en aquel secarral donde pocos otros alicientes se les ofrecían.
Lorenzo Silva
Siete ciudades en África
Ceuta, Larache, Tetuán, Xauen, Alhucemas, Nador, Melilla. Siete ciudades en África, siete enclaves singulares en la franja noroeste del continente, unidos o separados por las fronteras a lo largo de los siglos. Hoy, dos de estas ciudades son españolas y las otras cinco marroquíes, pero en todas ellas hay rastros intensos de los oriundos de la península, que alimentaron su censo y trazaron sus calles. Este libro es un viaje a los años en que se produjo la última reunión de las siete, entre la segunda y la tercera década del siglo pasado, con la conquista y pacificación del Protectorado. Es una historia de lucha, pero también de construcción, en la que se cruzan intentos de comprensión y pasiones recíprocas. Un viaje a espacios que lo son de la memoria común, a un territorio donde las sangres y los afanes de españoles y marroquíes llevan mezclándose desde siempre. Donde acaso venimos escribiendo, sin saberlo, capítulos de una historia futura en que las fuerzas se sumen, como un día se sumaron para levantar estas ciudades a la vez europeas y africanas.
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