El legendario montero mayor del Nevoso era Franc Sterle, abuelo de Vinko, que en el bosque tenía derecho, habida cuenta de su cargo, a dormir en una cabaña con su amo. En una ocasión, al desnudarse la noche anterior a una batida de urogallos, Franc, que tenía unos estupendos y recios calzones de franela, recién adquiridos, observó que los calzoncillos del príncipe estaban recosidos en diez puntos con remiendos distintos y dijo a Su Alteza que bien podría permitirse mejor ropa interior. «Ah Franc», refunfuñó Su Alteza, «eres igual que mis amas de llaves, que no quieren ni coser ni lavar y tirarían una camisa antes que remendarla».
El príncipe abatió su primer oso el 16 de mayo de 1893, una bestia de 220 kilos que hoy se erige, embalsamada, en el atrio del castillo. No había subido al seguro aguardadero de entre las ramas de un árbol, sino que había esperado al oso cara a cara, porque —según Vinko— tenía que conquistarse moralmente el derecho a ser el señor de los bosques con esa prueba de su valor. A pesar de su mirada introvertida, el acervo feudal le había hecho objeto probablemente incluso a él de esa atávica superstición según la cual la sangre es un bautismo necesario, matar es un modo de amar y la muerte es una comunión entre la víctima y el que ha matado. Pero un día debe de haber abierto los ojos al mísero engaño de esa exaltación que intenta ennoblecer el sufrimiento de existir y morir. Era ya viejo y cazaba ciervos con Lojze Sterle, tío de Vinko, otro de los maestros del Nevoso a quien él había hecho estudiar idiomas. El príncipe había disparado y dado en el blanco y se había adentrado en la espesura donde yacía el animal; Lojze iba a darle alcance, pero el príncipe le gritó que se quedase donde estaba. Lojze aguardó un rato hasta que, lleno de curiosidad y preocupación, se abrió paso entre los matorrales. El viejo príncipe estaba acuclillado, tenía cogido por los cuernos al ciervo muerto y lloraba.
Tal vez no fuera solo piedad; en aquel momento debe de haber visto la vanidad de lo que estaba haciendo y de todo —como si, al disparar y entrar en aquella espesura, hubiera entrado en la realidad por la puerta de atrás y hubiese visto el estereotipo detrás de la escena. Aquellos cuernos se convertirían en un enésimo trofeo, estúpidamente clavados en la pared; todos aquellos trofeos de caza amontonados unos junto a otros en los muros y las escaleras —pájaros de ojos de cristal, apocados osos que hacían muecas como payasos, alfombras que terminaban en una cabeza de lobo parecida a una pelada pelota de trapo— eran un alarde vulgar e inevitable, el destino de toda vida, que encanta por un instante pero que bastan un poco de pólvora y una escopeta bien aceitada para desmontar como un animal de tela y descomponer en paja, muelles y botones.
Claudio Magris
Microcosmos
Si El Danubio abarcaba una vastísima área geográfica e histórica, en Microcosmos, galardonada con el prestigioso Premio Strega de novela, Claudio Magris nos sirve de guía en el descubrimiento de lugares concretos, cada vez más reducidos. Desde la descripción del paisaje incluso en sus detalles más imperceptibles hasta el relato de las existencias mínimas o grandes, de los destinos, de las pasiones, de las cómicas o trágicas vicisitudes que lo han marcado, emerge una narración errática y fluctuante, que sigue su propio recorrido oculto, como la corriente de un río. Cada uno de esos mundos tan distintos que, sin embargo, se reflejan y se integran en la parábola de una existencia vive en la presencia simultánea de presente y pasado, en la epifanía del instante y de la memoria, de horas fugitivas o de siglos lejanos. Son protagonistas los hombres, pero también los animales, los habitantes del café o de las islas, el oso del Monte Nevado y el perro abandonado en la laguna, revolucionarios indómitos y olvidados, andanzas y delirios de figuras que perdieron su existencia como una partida de cartas. Son protagonistas también las piedras y las olas, la nieve y la arena, las fronteras, la presencia de un ser amado, una inflexión de voz o un gesto quizás inconsciente… Diversos hilos conductores tejen la trama de este libro y acompañan al lector, como imágenes o figuras recurrentes. Las relaciones entre paisajes y sentido del tiempo, la identidad y su incertidumbre, el amor, el continuo atravesar toda clase de límites, la sombra de la muerte. Afloran, jalonando esta exploración enraizada en el presente con un sentido de lo efímero y a la vez de lo eterno, las imágenes de Medea y del viaje de los argonautas. Y se dibuja apenas esbozada la historia del oculto y mimético personaje que las recorre, descubriendo en ellas su propio rostro, el significado o perfil de su propia existencia, de su propia lábil y apasionada travesía sobre la tierra.
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