En todas las ciudades de que trata este libro, menos una, baso mi narración en recuerdos acumulados durante más de una visita a ellas. He estado cuatro veces en Badajoz, en Madrid unas veinte, en Sevilla una docena, y dos en Teruel; hasta mi última visita a España no vi Barcelona por primera vez. De las diversas cosas que iba a ver en Badajoz, creo que la más significativa tuvo lugar en el transcurso de mi primera visita, estando en la plaza de Franco, sin nada que hacer, hacia medianoche, cuando los rezagados emprendían ya el regreso a sus casas. Sentados a una mesa contigua a la mía estaban los esposos Serrano, y cuando me levanté para volver al hotel el marido me dijo:
—¿Pero se va a perder usted la catedral?
Pregunté lo que había en la catedral aquella noche, y él me explicó:
—Es que es el día 13 de mayo.
Le pregunté qué tenía de particular aquel día, y él entonces me propuso:
—Venga y verá.
Volvimos a la catedral, donde las familias estaban entrando por el feo y ancho portalón; con ellas había más de cien chicos de ambos sexos. Entré en el oscuro interior y vi a muchachitos con sotana que repartían velas encendidas cuya luz producía maravillosos efectos de sombra a través del bajo y abovedado techo. El interior de la catedral era, visualmente, más deprimente aún que el exterior, porque, en época relativamente reciente, algún entusiasta canónigo había construido un coro y enjalbegado las paredes con estuco barato que trataba de dar la impresión de piedra. Las cuatro filas de asientos al fondo estaban pintadas de un beige sucio, y las nueve primeras de un empalagoso pardo rojizo. Pero espiritualmente el interior tenía la misma fuerza que ya había notado yo en la catedral en su conjunto; me encontraba dentro de una gran fortaleza que no contenía florituras ni adornos. En tiempos de paz, los fieles entraban en ella a rezar; en tiempo de guerra, a defenderse.
A medianoche, sonaron las campanas, y cinco dignatarios de la iglesia, vestidos de gran gala, comenzaron una ceremonia que yo no entendía.
—No es misa —me dijeron los Serrano—, es una invocación a la Virgen.
Se produjo un momento de silencio, la llama de las velas vaciló y el señor Serrano me dijo al oído:
—Es el 13 de mayo, la Virgen de Fátima. Estamos aquí muy cerca de Portugal.
Cuando terminó la oración supuse que la ceremonia habría finalizado, pero entonces se formó una procesión ante el altar, que salió de la catedral y marchó por la ciudad a oscuras. Todos los que tenían velas se unieron a ella y comenzó un solemne desfile por la calle del obispo San Juan de Ribera, a través de la silenciosa plaza de Franco, y luego por los suburbios, al Noroeste. La procesión la componían unos cuatrocientos o quinientos fieles, quizá llegasen a mil, porque era muy larga. A la cabeza iba un sacerdote con una especie de altavoz electrónico, por el que cantaba con voz fuerte y ronca:
¡Ave, Ave, Ave María…,
Ave, Ave, Ave María!
Hasta que los demás comenzaron a hacerle coro y por Badajoz entera resonaban las loas a la Virgen.
En medio de la oscuridad nos acercamos a un alto edificio de siete u ocho pisos que era un colegio de muchachas; estaba oscuro y silencioso, pero cuando los sacerdotes que dirigían la procesión llegaron a la puerta, aparecieron de pronto en el tejado varios cientos de chicas, vestidas de blanco, con velas encendidas y comenzaron a canturrear:
¡Ave, Ave, Ave María!
James A. Michener
Iberia
Viajes y reflexiones sobre España
Iberia es un libro de viajes. Es un libro de historia. Es un libro de sociología. Iberia es un libro espléndido. Que nos habla de gentes, de pueblos, de fiestas, de paellas y zarzuelas. De óperas, de Teruel, Las marismas y Barcelona, de Catedrales y ermitas, de Rocíos, Macarenas y Roncesvalles, Isidros y Fermines. Iberia es un libro espléndido. Y Michener un espléndido escritor. Iberia se puede leer o no. ¡Faltaría más que fuera obligatorio! Pero al que no lo lea solo nos cabe decirle. ¡Tú te lo pierdes!
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